Archive for mayo 2016

Marienbad eléctrico

El último libro de Enrique Vila-Matas es un canto a la inteligencia, al arte, a la conversación y a la amistad

Aunque se trata, en cierto modo, de un «libro de encargo» (la editora francesa de Vila-vila-matasMatas, Dominique Bourgois, le hizo una petición para que escribiera sobre su relación con la artista Dominique Gonzalez-Foerster, con la que se reúne esporádicamente desde 2007 y con la que ha colaborado ya en distintos proyectos), Marienbad eléctrico es un artefacto literario auténticamente «made in V-M», es decir, un texto novedoso, sorprendente, heterodoxo e instructivo, en un plano que no tiene nada que ver con la divulgación de un saber ya sabido, sino con la exploración de esos abismos que realmente se abren bajo nuestros pies cuando nos preguntamos por cosas como: ¿tiene sentido, algún sentido, el arte?

Ya en su novela anterior, Kassel no invita a la lógica, Vila-Matas se había metido –con enorme valentía– en un verdadero avispero: reivindicar, desde su propia experiencia vital y literaria, el valor del arte de vanguardia contemporáneo, algo sobre lo que domina (no sólo en círculos ajenos, sino también en todo tipo de ambientes culturales) la idea de que es un rompecabezas sin sentido, cuando no una verdadera tomadura de pelo. Allí donde tantos no ven «nada» (o ven meros caprichos de gente que tras una pátina artística esconden un vacío creativo absoluto), Vila-Matas nos descubría un universo repleto de estímulos y significados, una materia viva capaz de liberar la energía necesaria para insuflarnos nueva vida y darnos elementos sustanciales para reinterpretar y comprender el mundo.

Es en el marco de esa peculiar «filosofía del arte» donde puede inscribirse esta –en cierto modo– «secuela» de aquel libro, pues se respira un idéntico sentimiento de simpatía e identidad con ese arte y una similar invitación a que explotemos nuestra inteligencia (y no otros instintos depredadores) y nuestra sensibilidad para extraer de las mejores de esas propuestas artísticas un jugo que puede ser absolutamente necesario para alcanzar una cierta plenitud vital y un entendimiento más claro de un mundo suspendido al borde de un abismo permanente.

Para seguir proyectando el impulso de aquel libro, Vila-Matas no podía elegir mejor partenaire que Dominique Gonzalez-Foerster, «una de las artistas francesas más reconocidas en la escena internacional» (Le Monde), cuyas instalaciones han recorrido en las dos últimas décadas las mejores y más prestigiosas galerías y espacios de arte del mundo (desde la Tate Modern londinense al Pompidou francés o la Documenta de Kassel…), siempre con propuestas renovadoras, sorprendentes… y cargadas de literatura.

Y ese es sin duda un dato a resaltar inevitablemente a la hora de tener en cuenta la admiración y la cercanía de Vila-Matas a la obra de DGF: la común pasión literaria. Los libros son un ingrediente esencial en la mayoría de las instalaciones de DGF. Y la propia artista, que ya había sido definida en algún momento «como una evadida de la literatura», recuerda en un texto incorporado a este libro que: «En un breve texto grabado en la pared a la entrada de la obra Shortstories, que también se presentó en las colecciones del Centro Pompidou, me definí como prisionera literaria de un triángulo formado por Enrique Vila- Matas, Roberto Bolaño y W. G. Sebald».

Nos movemos en el marco de un libro, pues, donde la admiración y la simpatía mutua entre el escritor y la artista son algo explícito y declarado, y no solo eso, sino que precisamente esa admiración, esa simpatía y la amistad a que todo ello da pie, es en realidad la sustancia fundamental del propio libro. En un mundo en el que, como mucho, se prodiga «el halago» (normalmente insincero), al tiempo que se intenta marcar todo tipo de distancias y subrayar diferencias entre los distintos creadores, manteniéndose cada uno apartado en su inaccesible torre de marfil, Vila-Matas no tiene empacho alguno en construir un texto reivindicando lo contrario: reconociendo su interés (muchas veces ligado a la incomprensión) por la obra de DGF, y el estímulo constante que para él han representado tanto sus obras como los esporádicos encuentros y el diálogo amistoso e inteligente con la artista gala. Vila-Matas se autodescribe como un aspirante a doctor Watson que intenta indagar y saber todo lo que puede sobre los proyectos y las realizaciones de DGF, aunque tiene que reconocer que, como dice Conan Doyle en Estudio en Escarlata, al final lo más probable es que sea Holmes el que sepa más cosas sobre él. Metidos «en el arte de la conversación», y abandonándose muchas veces al «azar productivo», el escritor y la artista, entre sugerencias y a veces malentendidos, acaban construyendo un diálogo tan genuino como divertido, en el que más allá del mutuo espionaje se va dibujando una nebulosa de referencias y expectativas que alimentan no sólo la creatividad de cada cual, sino la necesidad del reencuentro.

El libro podría ser calificado en algún momento de «petulante», si no fuera porque la lucidez de Vila-Matas aborta enseguida toda vana y ridícula pretensión. Y esa lucidez es sobresaliente en un párrafo como este: «DGF sabe que el arte es una de las formas más altas de la existencia, a condición de que el creador escape a una doble trampa: la ilusión de la obra de arte y la tentación de la máscara del artista. Ambas nos fosilizan, la primera porque hace de una pasión una prisión, y la segunda porque convierte una libertad en una profesión». Extraordinaria declaración de principios, que tal vez debiera labrarse en el frontispicio de algunos centros de enseñanza y sacarse como texto de comentario en los exámenes de la selectividad. ¡Cuánta necedad y vacío nos ahorraríamos si esos principios fueran una práctica común!

El libro, que es vila-matiano hasta la médula, discurre por un bosque cuajado de especies muy conocidas: por aquí encontramos a Rimbaud, a Duchamp, a Beckett, a Robert Walser, a Canetti, a Claudio Magris… y a Bioy Casares, el autor de La invención de Morel, el texto en el que se basó Robbe-Grillet para escribir el guión de «El año pasado en Marienbad», de Alain Resnais, prototipo de «ese cine incomprensible» de los setenta que, en vez de renegar de él, una vez más Vila-Matas se atreve a reivindicar: «Me sigue pareciendo -dice- la película que mejor demuestra que para lo incomprensible se necesita un talento muy especial». Ese talento «para lo incomprensible» es lo que, en cierto modo, este libro trata también de reivindicar, pues es siguiendo ese hilo como podemos llegar a territorios verdaderamente ignotos y desconocidos. No hay que temer a lo incomprensible ni huir de ello como si fuera una serpiente pitón: como dice Vila-Matas, «¿Acaso el canto más bello no es siempre el de una lengua desconocida?».

Marienbad eléctrico es un libro cimentado en una curiosa y única piedra angular: el diálogo y la amistad entre una artista «fugada de la literatura» y un escritor detective que ama el juego y el riesgo del arte. Feliz encuentro al que el lector puede sumarse ahora como partícipe de un banquete donde los manjares más suculentos no siempre están necesariamente a la vista. También aquí el lector es invitado a hacer de Watson, siempre que conserve la certeza de que nunca llegará tan lejos como Holmes.

Voces de Chernóbil

Pocos libros leídos en estos últimos tiempos me han producido el impacto de estas Voces de Chernóbil,voces-de-chernobil de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, recientemente elegida Premio Nobel de Literatura 2015 y primera escritora de «no ficción» que recibe el más conocido galardón literario del mundo. Elegí el libro un poco al azar, por curiosidad, llevado de mi interés por todos los temas relacionados con la desaparición de la URSS, y estimulado por mi ignorancia sobre el verdadero alcance y sentido del accidente de Chernóbil. Pero fue abrir el libro, leer la primera «voz» (la de la mujer de un bombero que acudió la misma noche de la explosión a apagar el incendio en la central y murió a los quince días a causa de la radiación) y sentí no sólo la conmoción absoluta que provoca esa historia, sino toda la grandeza del trabajo literario de una escritora que ha rescatado para nosotros la memoria viva de un periodo crucial de nuestra historia colectiva.

Hija de dos maestros, él bielorruso y ella ucraniana, Svetlana Alexiévich nació el 31 de mayo de 1948 en el pueblo de Stanislav, en la Ucrania soviética, pero se crió en la república soviética de Bielorrusia. Estudió periodismo en la Universidad de Minsk desde 1967 y al graduarse marchó a la ciudad de Biaroza, en la provincia de Brest, para trabajar en el periódico y en la escuela locales como profesora de historia y de alemán. Durante un tiempo se debatió entre la tradición familiar de trabajar en la enseñanza o dedicarse al periodismo. Desde sus días de escuela había escrito poesía y artículos para la prensa escolar y también en la revista literaria Neman de Minsk, donde publicó sus primeros ensayos, cuentos y reportajes.

El escritor bielorruso Alés Adamóvich la inclinó a la literatura, apoyando así el nacimiento de un nuevo género de escritura polifónica que se conoce como «novela colectiva», «novela-oratorio», «novela-evidencia» o «coro épico», entre otras fórmulas. En esos textos, a medio camino entre la literatura y el periodismo, Alexiévich utiliza la técnica del collage, yuxtaponiendo testimonios individuales, lo que le permite acercarse con más intensidad a la sustancia humana de los acontecimientos. Para construir sus «crónicas», Svetlana tuvo que transformarse en viajera: visitó casi toda la Unión Soviética.

Utilizó esta técnica en su primer libro: La guerra no tiene rostro de mujer (1983), en el que, a partir de entrevistas, abordó el tema de la participación de las mujeres rusas en la II Guerra Mundial. El estreno de la adaptación teatral de esta obra en Moscú, en 1985, supuso un gran antecedente en la glásnost (o apertura del régimen soviético) iniciada por Mijaíl Gorbachov. En Los chicos de zinc (traducida a veces como «Ataúdes de zinc»), de 1989, compila un mosaico de testimonios de madres de soldados soviéticos que participaron en la guerra de Afganistán. En Cautivos de la muerte, 1993, ofrece la visión de aquellos que no pudieron sobrevivir a la idea de la caída del régimen soviético y se suicidaron. Voces de Chernóbil (1997) expone el heroísmo y el sufrimiento de quienes se sacrificaron (o fueron sacrificados) en la catástrofe nuclear de Chernóbil. Libro traducido a veinte idiomas, todavía sigue prohibido en Bielorrusia. En su última gran obra, Época del desencanto. El final del «homo sovieticus», publicado a la vez en alemán y en ruso en 2014, lleva a cabo un extenso retrato generacional de quienes vivieron la dramática caída del imperio y el estado soviéticos. También ha compuesto numerosos guiones para documentales y varias obras de teatro.

La obra de Svetlana Alexiévich es una crónica personal y un fresco impresionante de la historia de los hombres y mujeres soviéticos y postsoviéticos, a los que entrevistó para sus narraciones durante los momentos más dramáticos de la historia de su país: la II Guerra Mundial, la guerra de Afganistán, la caída de la Unión Soviética y el accidente de Chernóbil. Enfrentada al régimen autoritario y a la censura del presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, abandonó Bielorrusia en el año 2000 y vivió en París, Gotenburgo y Berlín. En 2011 Alexiévich volvió a Minsk. Varios libros suyos fueron publicados en Europa, Estados Unidos, China, Vietnam e India. En la actualidad la mayoría de sus obras fundamentales ya tienen traducción al español.

En Voces de Chernóbil Svetlana Alexiévich construye una polifonía narrativa desgarradora en torno a un suceso que ella considera como uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX (a la altura del Holocausto o el Gulag): la explosión de un reactor nuclear en la central de Chernobil el 26 de abril de 1986. Tras ocultar durante varios días la envergadura del hecho, las autoridades soviéticas (con Gorvachov al frente) no tuvieron más remedio que afrontar la realidad cuando desde Suecia o Alemania se detectó la llegada de la nube radioactiva. La todavía existente URSS movilizó entonces a cerca de 800.000 efectivos para tratar de afrontar la situación: la mayoría eran soldados de las distintas repúblicas que fueron reclutados bajo engaños y amenazas (la teoría de un ataque o un sabotaje imperialista se mantuvo durante todo ese periodo de reclutamiento). Batallones enteros de «liquidadores» (así se llamó a quienes se encargaron de «liquidar» las consecuencias del accidente de Chernóbil), sin el equipamiento adecuado y sin mucho conocimiento de a qué se enfrentaban realmente, colaboraron con el ejército para llevar a cabo la evacuación de la población de la zona más contaminada (treinta kilómetros alrededor de la central), el «entierro» de la capa más contaminada de la tierra, la tala de los bosques, la eliminación de los animales vivos, etc. Mientras tanto, se llevó a cabo un trabajo suicida para evitar la explosión en cadena del reactor (echando encima toneladas de materiales diversos) y, posteriormente, se construyó un sarcófago de hormigón en torno al reactor. Prácticamente todas las personas que llevaron a cabo estos trabajos en las inmediaciones de la central han fallecido ya: o directamente por la radiación o a consecuencia de distintos tipos de cáncer. No existe una cifra oficial de las personas que han muerto en Ucracia, Rusia y Bielorrusia como consecuencia del accidente de Chernóbil. Ni siquiera hoy, treinta años después. Pero en Bielorrusia, por ejemplo, los casos de cáncer se han multiplicado por 75. La zona que rodea Chernóbil es aún zona prohibida para la vida y la agricultura. Los efectos nocivos de la radiación durarán miles de años.

Voces de Chernóbil no es un libro técnico sobre el accidente, ni una reconstrucción rigurosa de los hechos, ni un memorándum sobre cómo este hecho contribuyó a la implosión final de la URSS. Svetlana Alexiévich lo subtitula «Crónica del futuro». Todo el libro (articulado a partir de monólogos de personas que sufrieron de una u otra forma los efectos de la catástrofe) tiene un aire de trágico presentimiento. Lo que traslucen las voces de los sin voz, la «historia oculta» contada por el pueblo, es algo que va más allá de un destino acatado. Más allá del dolor, del sufrimiento y del sacrificio (a veces heroico) se esconde una reflexión esbozada e inquietante sobre esta nueva, moderna, desconocida y letal «amenaza» que pende «invisible» sobre nuestras cabezas. Sobre toda la humanidad. Chernóbil cambió no sólo la forma de vida de millones de personas; cambió también sus valores, el sentido de su existencia, su forma de relacionarse, su forma de ver las cosas, su concepto del tiempo y de la técnica, la idea de las amenazas a las que nos enfrentamos. En definitiva, Chernóbil marcó un antes y un después en la historia humana. Y esto es algo que difícilmente se percibe si no es a través de la lectura de un libro como este. Un libro prácticamente obligatorio.