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El jardín colgante

Con esta novela, que fue Premio Biblioteca Breve de novela en 2012, Javier Calvo demuestra que el sarcasmo no está reñido con la indagación crítica

Javier Calvo (Barcelona 1973), traductor y escritor, es uno de los autores más singulares de la “nueva” narrativa española, si es que tal narrativa existe y esa expresión tiene algún significado.

Javier Calvo se licenció en periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona y cursó estudios de literatura javier calvocomparada en la Universidad Pompeu Fabra. Calvo comenzó a publicar como cuentista y su primer libro de relatos lleva por título Risas enlatadas (2001). En él utiliza ingredientes de estilo muy distintos a los habituales en la narrativa española de su momento: como, por ejemplo, el sampleado (samplear consiste en insertar un fragmento o «muestra» de una grabación existente dentro de otra en la que se está trabajando), recortes de películas, citas manipuladas de otros textos, argumentos comprimidos de otras novelas y una idea de la narración abierta tomada del free cinema y del montaje de cineastas como John Cassavetes. Aquel libro también mostraba una influencia notable de la novela inglesa y del mundo audiovisual, del cine y la televisión; varios relatos tenían como tema precisamente el mundo televisivo.

En esa misma línea se sitúa su primera novela: El dios reflectante (2003), crónica épico-cómica del rodaje de una película de ciencia-ficción en Londres y de cómo la excentricidad de su director, Matsuhiro Takei, tiene consecuencias imprevisibles en la vida del equipo de rodaje y de toda la gente que lo rodea. En sus páginas, el autor repite la técnica del sampleado y la manipulación de fragmentos de películas, así como la de estructurar las partes de la obra siguiendo técnicas de montaje cinematográfico. La novela fue un éxito unánime de crítica y fue traducida inmediatamente al italiano y al alemán.

En 2005, publicó Los ríos perdidos de Londres, su libro más oscuro —compuesto por cuatro novelas cortas, Una belleza rusa, Crystal Palace, Rosemary y Mary Poppins: los ríos perdidos—, en el que utiliza un estilo más denso y recoge influencias no solamente de la narrativa gótica y victoriana, sino también del rock gótico y la estética post punk.

Dos años más tarde publica Mundo maravilloso, intriga cómica ambientada en la Barcelona contemporánea. Su protagonista, Lucas Giraut, es un anticuario con problemas emocionales que se mete en el mundo del crimen para convertirse en la persona que él cree que su padre habría querido que fuera. Para ello se asocia con un grupo de ladrones y falsificadores. La novela quedó finalista del Premio Fundación José Manuel Lara de 2008 y ha sido traducida al inglés.

Después ha publicado las novelas Corona de flores (Mondadori, 2010, Premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón) y El jardín colgante, que le valió el Premio Biblioteca Breve 2012, y que constituyen los volúmenes primero y segundo respectivamente de su “Trilogía de la Muerte”.

El jardín colgante (2012) es una verdadera opereta bufa sobre la Transición española, con los típicos rasgos entre delirantes y esperpénticos de la narrativa de Javier Calvo a plena potencia. Estamos en la España de mediados de los setenta, con el dictador muerto. Arístides Lao, un agente secreto con una mente matemática prodigiosa y acusados problemas de sociabilidad, es designado por el CESID para luchar contra una organización terrorista de extrema izquierda, la TOD, que aspira a desarrollar una actividad de lucha armada “en la línea de ETA o el Grapo”. Lao cuenta con el apoyo del agente Melitón Muria, un fiel escudero con peculiares principios. La misión de esta pareja estrambótica y decadente será contactar con Teo Barbosa, un agente infiltrado en la sección universitaria del grupo radical y que está a punto de pasar al “otro lado”, es decir, al núcleo activo del grupo armado. Estamos en 1977, y en el frío invierno de la Transición española el interés de los telediarios se centra en la caída de un meteorito en Sallent, que inunda todo el país con un polvillo irrespirable. La acción del relato se vuelve cada vez más disparatada e hilarante. Calvo conduce con enorme imaginación y grandes recursos narrativos un relato que, pese a su apariencia disparatada, y a su devenir enloquecido, va dejando posos muy notables, que dejan traslucir una visión muy crítica y certera sobre los verdaderos entretelones de esa ficción “modélica” a la que llamamos “transición española”. Entre verdades dejadas caer como si nada (el papel crucial de los servicios secretos interiores y exteriores en el diseño del artefacto), alegorías bastante logradas (España como un jardín colgante, arrancada de sus raíces) y personajes dignos de semejante opereta, El jardín colgante se desliza poco a poco casi al relato gore. Y lo hace alternando capítulos que dan voz sucesivamente a unos y otros, a policías y terroristas, capítulos escritos con evidente tensión narrativa, que desembocan hacia el final en una especie de holocausto caníbal repleto de muertes y decapitaciones gratuitas, en una vorágine feroz de violencia y salvajismo bien regada con drogas alucinógenas.

Como dice José Navarro en Revista de Libros: “El jardín colgante ha de ser leída con sentido del humor, como una alegoría o una burla hacia la novela policíaca y la novela histórica, repleta de guiños sarcásticos y simbólicos, cuyo tema al final parece ser la identidad, o más bien la pérdida de ella. Aquí no hay buenos ni malos, ni siquiera verdades y mentiras, no hay denuncia social, ni mucho menos una leve esperanza de redención; lo que hay es impostura, traición, vacuidad y manipulación en un mundo irreal y apocalíptico. En fin, El jardín colgante le gustará si le gustan las historias broncas, oscuras y dementes. O las películas de zombis”.

Pero aún así, El jardín colgante no deja de ser también una acertada y rigurosa metáfora sobre la España imaginada y labrada por los artífices de su transición: “Un país concebido como un jardín. Sin las complicaciones que trae el pasado. Sin ideas preconcebidas. Sin heridas. Bien rastrillado y hermosamente autocontenido. Sin caminos que entren o salgan. Sin caminos al pasado o al futuro. Un jardín colgante, desconectado de todas las cosas. La idea es extrañamente fascinante, igual que a veces lo es la idea de la muerte: destruyendo el futuro, se destruye también el pasado. Matar las cosas para que nunca hayan existido. Limpio y fascinante como un hechizo. Un país que no será un país. Será algo nuevo para lo que no existe nombre”.

Ganadora del Premio Biblioteca Breve 2012, El jardín colgante es una novela transgresora y provocativa con la que Javier Calvo se consolida como uno de los narradores que de forma más rotunda han añadido una nueva dimensión a nuestra narrativa, manteniendo a lo largo de una obra muy diversa y ya bastante considerable un estilo inconfundible.

Nocilla dream

La primera novela de Agustín Fernández Mallo desató pasiones encontradas y fomentó un debate sobre el presente y el futuro de la novela en España

J. Albacete

Quizá ningún otro libro haya levantado en nuestro país, en esta primera década del siglo XXI, tanta polvareda como Nocilla dream, la primera novela del físico y poeta, nacido en A Coruña en 1967, Agustín Fernández Mallo. El motivo esencial de ese revuelo literario no es sólo la peculiar naturaleza y estructura de Nocilla dream, sino su ambición y su voluntad (refrendada por una «poética» adyacente) de romper los moldes tradicionales de la novela española (siempre demasiado escorada hacia un realismo trufado de costumbrismo) y generar una nueva dinámica vanguardista, dotada de un proyecto narrativo novedoso y vinculado a las realidades del siglo XXI.

En una entrevista reciente, Agustín Fernández Mallo habla con ironía de aquellas personas (escritores, críticos, editores y también lectores) que se muestran abiertos y receptivos a lo nuevo, que admiten y desean que todo cambie… menos la literatura. Aceptan que todo pueda ser de otra manera, pero, eso sí, las novelas son intocables: tienen que seguir siendo lineales, sucesivas, humanistas, coherentes, reconfortantes «y amablemente reaccionarias».

Contra esta regla, no enunciada ni impresa, pero constatable en la realidad (¿acaso no siguen siendo así el 90% de las novelas que se publican hoy?), Agustín Fernández Mallo lanza un desafío que, si bien es cierto no representa una novedad absoluta, pues tiene (¿y cómo podría no tenerlas?) sus raíces no sólo en vanguardias actuales sino también en otras más remotas (las vanguardias del siglo XX), sí tiene una proclamada voluntad rupturista. De ruptura no sólo técnica, sino efectiva. «Nocilla dream», cabeza de una trilogía a la que se conoce como «proyecto Nocilla» (y que incluye otros dos libros, ya editados: Nocilla Experience y Nocilla Lab), es la expresión narrativa de esa «otra» literatura que se niega a seguir los derroteros tradicionales e intenta mostrar otro camino, otra vía, otra forma de construir el discurso literario: otros personajes, otros temas, otra praxis narrativa.

En Nocilla dream no hay acción propiamente dicha (nada que tenga que ver con aquello de planteamiento, nudo y desenlace), quizá propiamente no hay origen ni principio (ni por tanto final). Tampoco hay exactamente personajes, o al menos «protagonistas», que sufran una evolución o un cambio (psicológico, moral o vital). No hay un discurrir temporal, al menos tal y como lo entiende la novela tradicional. Nocilla dream está formado por 113 fragmentos, la mayoría breves o aun muy breves, en los que se suceden historias mínimas levemente articuladas, microrrelatos sin ninguna continuidad, citas científicas o tecnológicas relevantes, parodias breves y bocetos narrativos, a veces de índole poético, a veces pictórico, a veces típicamente cinematográficos.

Si esta «red» de relatos y textos tiene un centro, éste podría ser un sorprendente álamo crecido en mitad del desierto de Nevada y cargado de zapatos, adonde van a parar muchas de las historias que dan cierta consistencia narrativa al libro.

Estas historias tienen que ver, casi siempre, con «outsiders» de la globalización, personajes marginales (o al margen), ajenos al vector dominante de la realidad (la sociedad productiva y administrada), e inspirados probablemente (como muy acertadamente sugiere Juan Bonilla en el prólogo) en la cinematografía «indie» norteamericana. Rubias de burdel junto a un desierto de Nevada, surfistas chinos octogenarios, ácratas que habitan extrañas micronaciones, un argentino que enloquece en un aparthotel de Las Vegas obsesionado con Borges, un gasolinero en un desierto de Albacete que compone canciones, un ex boxeador de Los Ángeles que quiere hacer el viaje de Colón a la inversa…, «vidas cruzadas» que sólo muy tangencialmente nos descubren su conexión y permiten articular algo así como un horizonte de sentido.

Son los «olvidados» del siglo XXI, outsiders posmodernos: más que víctimas de alguna forma de injusticia o marginación social, semejan habitantes de «mundos paralelos», personas atrapadas en formas ultramodernas de alienación: la belleza del vacío, la soledad del desierto, la quimera de una metáfora, el sueño de desandar la historia…

La novela discurre por entero en espacios que remiten a una rabiosa modernidad: desiertos, suburbios, carreteras, aeropuertos, moteles, camiones, burdeles, micronaciones… que funcionan, de hecho, como metáforas efecticas de la libertad: ámbitos de la realidad que escapan a todo género de servidumbres sociales o nacionales, lugares en que se evita la subordinación al poder.

Junto a estas «estampas» o «fotografías» de una realidad nueva, las citas y las páginas de escritura científica y tecnológica, que van puenteando el texto, fijan también una dirección al lector: el mundo está cambiando. «The times they are a-changin», que cantaba Bob Dylan.

Frente al término novela, Agustín Fernández Mallo prefiere, para calificar a Nocilla dream, el de «docuficción»: imágenes documentales de un mundo en mutación que ilustran relatos mínimos extraídos de la vida real, «que tienen interés por sí mismos», pero que «al relacionarlos entre sí cobran un nuevo interés». Y, en efecto, cuando la red queda tejida, después de leer y reflexionar los 113 párrafos del libro, nace para el lector una visión de conjunto atractiva y valiosa.

Literatura de vanguardia, pues, sí. Que engarza con las nuevas y las viejas vanguardias. Pero que, a diferencia de éstas (dice Fernández Mallo) se ha despojado de las utopías. Ya no aspira a cambiar el mundo (¡lástima!), sólo a desentrañarlo con una mirada «menos afectada y más desengañada».

La sombra de Camus

Se han cumplido 50 años de la muerte de Albert Camus, el escritor «rebelde», un referente literario, cultural y ético de la posguerra

J. Albacete

El 4 de enero de 1960 -hace 50 años- fallecía en un accidente automovilístico Albert Camus. Tres años antes, en 1957, había recibido el Premio Nobel de Literatura. Pero para muchos europeos y franceses, Camus era algo más que un gran escritor, era todo un «símbolo» de rebeldía, de inconformismo, un hombre libre capaz de defender sus convicciones hasta el final, aunque ello le reportara rupturas, incomprensiones y las descalificaciones más hirientes. Fue ninguneado por los principales «mandarines» de la cultura francesa (de Sartre a Merleau-Ponty), pero ello no hizo mella en su actitud. Fue honesto hasta en sus equivocaciones, lo que no se puede decir precisamente de quienes lo menospreciaron.

Albert Camus nació en 1913 en un pequeño pueblo argelino, en el seno de una familia de colonos franceses (lo que, despectivamente, en Francia se llamaba «pieds-noirs). El padre era de origen alsaciano (de los huidos de la región durante la ocupación alemana tras la guerra franco-prusiana): fue movilizado durante la primera guerra mundial, herido grave en combate durante la batalla del Marne y falleció en un hospital el 17 de octubre de 1914. Albert Camus solo tuvo de su padre un puñado de viejas fotografías y el nebuloso recuerdo (que cita en su novela El extranjero) de que una vez se sintió mal al presenciar una ejecución: Camus «derivaría» de ahí su perpetua repugnancia a la violencia. Su madre era una mujer analfabeta, casi muda, nacida en Argelia de una familia procedente de Menorca: es el primero de sus muchos «vínculos» con España; también el gran amor de su vida sería una española.

Tras la muerte del padre la familia quedó en la indigencia y tuvo que trasladarse a un barrio pobre de la capital, Argel. Allí comenzó sus estudios y gracias a becas y al apoyo de algunos profesores (que detectaron su valía) progresó muy rápidamente. Camus dedicaría su Premio Nobel a su maestro de primaria, y siempre reconocería a aquellos que le pusieron tempranamente en conexión, no solo con la lengua francesa, sino con la cultura europea. Ya en secundaria leyó a Nietzsche, una influencia que sería determinante en su obra, mucho más que la del existencialismo.

Camus comenzó a escribir muy joven. A los 19 años ya publicaba textos en la Revista «Sud». Cursó estudios de filosofía, pero no llegó a obtener la licenciatura, por culpa de la tuberculosis.

En 1937 fundó en Argel el «Teatro del Trabajo», una compañía de aficionados que representaba a los clásicos ante un público de trabajadores. Por entonces militaba en el Partido Comunista (entonces, una sección del PCF): rompió con él en 1939, tras el pacto germano-soviético. Colaboraba asiduamente en el diario del frente popular. Uno de sus trabajos de investigación sobre «La miseria de la Kabilia» tuvo un enorme impacto: el Gobierno General de Argelia acabaría cerrando esa publicación y ocupándose activamente de que su autor no encontrase trabajo en Argel.

A Camus no le quedó más remedio que emigrar a París, donde muy pronto encontraría trabajo en la redacción del Paris-Soir. En 1943 comenzó también a trabajar para la editorial Gallimard. En el París ocupado por los alemanes Camus militaba en la resistencia y a la vez editaba su primera gran novela, la que cimentaría su gran reputación literaria: El extranjero (1942). La novela ha pasado a los anales literarios como una obra cumbre del «existencialismo» y de la literatura del absurdo, pero lo más evidente en ella es su raíz nietzscheana: el antihéroe Meursalt, indiferente a la muerte de su madre, que mata a un árabe de cinco tiros sin motivo aparente y es condenado a muerte en un juicio grotesco, es ante todo un «nihilista», encarnación de un mundo en el que todos los valores trascendentes han sido devaluados, y el individuo vive sumido en una alienación desencantada, en la que sólo es capaz de percibir y responder a los estímulos físicos más inmediatos: cuando Meursalt trata de dar con una razón de su crimen ante el tribunal sólo puede balbucear que le molestaba el sol. Ese hombre, para el que Dios, la familia, la sociedad, el Estado o la justicia, son nociones y entidades ajenas, sin valor alguno, no es, para Camus, un «monstruo moral», sino el estandarte de una sociedad abocada al nihilismo.

Más tarde, ya en la posguerra, el pensamiento y la narrativa de Camus evolucionarían, y su obra acabaría resaltando los valores de la dignidad y la fraternidad humana, como antídotos frente al nihilismo. Como hombre del pueblo (y no un huero intelectual parisino), Camus se comprometería crecientemente con el unamuniano «hombre de carne y hueso», rechazando las abstracciones. Al tiermpo, adoptaría una actitud cuasi libertaria, simpatizando con las corrientes anarquistas.

Todo ello le llevaría a «romper» con los grandes mandarines culturales parisinos, los Sartre y compañía, a quienes la denuncia camusiana del «gulag» soviético les pareció «alta traición». Camus se alzó contra el totalitarismo y el fascismo soviético y eso le pasó factura. Sobre todo cuando a partir de 1956, con el estallido de la revolución argelina, se vio atrapado en un conflicto de lealtades. Abogó por un imposible entendimiento entre las partes. Quería una Argelia francesa, pero libre: una imposibilidad. Temía que la «liberación» mediante la violencia condujera a Argel a una dictadura sangrienta o a la creación de un nuevo «gulag»: se equivocó, aunque no del todo.

Para hacerse una idea cabal de la actitud de Camus ante la cuestión argelina, desde sus orígenes (los textos de «La miseria de la Kabilia») hasta el final, conviene leer el extraordinario volumen que acaba de publicar Alianza Editorial en su «Biblioteca Camus».

A los 50 años de su muerte, la obra de Camus conserva toda su vigencia, no sólo como testimonio de una literatura de época, sino como una parte esencial del bagaje literario del siglo XX. Leer sus novelas -desde El extranjero hasta La peste, La caída, El exilio y el reino o su obra póstuma, inacabada y autobiográfica El primer hombre (editada por su hija en 1994)-, sus piezas teatrales –Calígula, El malentendido, Estado de sitio y Los justos– y sus ensayos –El mito de Sísifo, El hombre rebelde– sigue siendo una necesidad ineludible de nuestro tiempo. Su estilo vigoroso y conciso impacta en el lector.

Camus fue un escritor salido del pueblo, un hombre libre, nunca un «mandarín cultural» : por ello, las pretensiones del actual poder francés de canonizarlo y llevar sus huesos al Panteón son absurdos, inaceptables y oportunistas. El escritor rebelde no necesita la seducción del poder. Ahora bien, que todavía hoy se intente esa seducción demuestra que su sombra sigue siendo alargada.

El buda de los suburbios

El anglo-pakistaní Hanif Kureishi encarna la nueva literatura mestiza en lengua inglesa

Nacido en Londres, de madre británica y padre hindopakistaní, Hanif Kureishi, que comenzó como autor teatral a principios de los 80, siguió como guionista y director de cine hasta los 90 y, a partir de ahí, con El buda de los suburbios se consagró como novelista, es, junto a Salman Rushdie y Kazuo Ishiguro una de las voces más poderosa de la nueva narrativa inglesa y, como ellos, emblema de una literatura “mestiza” que, en las últimas dos décadas, está cambiando radicalmente el panorama literario inglés.

Kureishi nació el 5 de diciembre de 1954 en los suburbios del sur de Londres: “muchas casas, pocos autos, terrenos baldíos, … era un barrio dormitorio, en el que todos los padres de familia trabajaban en la City… El lugar no era pobre pero por eso no dejaba de ser violento”. Aunque su familia no le educó ni como anglicano ni como musulmán (y aquí está quizá una de sus claves), no se libró del menosprecio, las humillaciones y la violencia racial de las escuelas británicas. “Eran los años 60, con los skinheads, las organizaciones de extrema derecha y las palizas a los pakistaníes…”. Pero también la era dorada de la música, con los Beatles, los Rollings, … David Bowie estudió en su misma escuela, en la que a Hanif le apodaban “el negrito”.

Luego Kureishi cursó estudios de filosofía en el King´s College de Londres, aunque in pectore ya tenía tomada la decisión de dedicarse a escribir. Sus inicios tuvieron lugar como autor teatral para el Royal Court Theatre, pero sólo empezaría a ser verdaderamente conocido, dentro y fuera de Gran Bretaña, a mediados de los 80, al realizar los guiones de “Mi hermosa lavandería” y de “Sammy y Rosie se lo montan”, dos películas emblemáticas de la “era Thatcher”, dirigidas por Stephen Frears, en las que Kureishi esgrimía ya algunos de sus temas fundamentales: los problemas y conflictos de las relaciones inrerraciales como consecuencia de los prejuicios culturales, los efectos devastadores de la vida en las grandes megalópolis modernas (un tema que actualizaría años después en “Londres me mata”, película que escribió y dirigió él mismo) y la efímera posibilidad de crear, a través del arte, un antídoto contra esos males.

En 1990 Kureishi dio un nuevo giro a su faceta creativa con la publicación de El buda de los suburbios, su primera novela, un libro que se convirtió en la “biblia de los ochenta”, un libro de culto, y que ganó el prestigioso premio Withbread a “la mejor primera novela”.

La novela comienza con una definición extraordinaria de su protagonista: “Mi nombre es Karim Amir y soy un inglés de los pies a la cabeza, casi”. La “apacible” vida en los suburbios de este hijo de madre británica y padre musulmán hindú (como el propio Kureishi) se ve rota el día en que su flemático padre se enamora de una excéntrica señora inglesa (Eva), abandona a su familia y se convierte en una especie de “gurú” budista del extrarradio londinense. Con 17 años, Karim, que no sabe muy bien qué hacer con su vida, decide marchar con su padre, porque, entre otras cosas, el hijo de la excéntrica dama le atrae, pero también porque ve en esa nueva familia la palanca que necesita para escapar de su anodina existencia y dar el salto a una vida más excitante. Y así es, ante los ojos de Karim van a desfilar los últimos estertores del hippismo (que permiten a su padre pasar por gurú), la eclosión del movimiento punkie, el desmadre de las drogas, la revolución sexual,… en definitiva, el cocktail de “drogas, sexo y rock and roll” de los setenta, con sus dosis de radicalismo político, feminismo y snobismo estético. Volcado en ese mundo desenfrenado, Karim va a tratar de encontrar su “sitio”, entre fuertes encontronazos y decepciones sentimentales, sexuales y políticas. Y consigue finalmente hacerse un hueco como actor, sin tener que renunciar del todo a sus propias raíces y sin romper los vínculos que aún le unen a ese otro mundo al que también pertenece: Asia.

La novela es una meritoria “crónica de época” (Kureishi era tan consciente de ello que la definía como “una novela histórica”) relatada con un muy logrado distanciamiento irónico, que a veces se acerca a la frialdad documental, pero que en otras pone en juego una implicación emocional y personal bastante fuerte. La literatura de Kureishi no es “amable y aséptica”, sino más bien rabiosa y dolorida.

¡Petersburgo!

Nabokov consideraba esta novela de Andrei Biely como una de las cuatro joyas supremas de la literatura del siglo XX, junto al «Ulises» de Joyce, «La metamorfosis» de Kafka y «En busca del tiempo perdido» de Proust

J. Albacete

El estímulo nos llega una vez más de la mano de Vila-Matas, que en el Babelia del pasado 8 de agosto, recordaba el estupor que produjo en EEUU una declaración de Nabokov, al enunciar las que consideraba las cuatro grandes cimas de la literatura del siglo XX. Tres de ellas eran obvias e indiscutibles, sabidas de todos, pero ¿quién era Andrei Biely?, ¿qué novela era esa que llevaba por título desconocido Petersburgo? Corría el año 1965. Nabokov era, por entonces, no sólo el celebrado autor de Lolita, sino el crítico más reputado del país. La obra se tradujo y tuvo un efímero reconocimiento: no dejó de ser, como sigue siendo, una obra de «culto», una joya encerrada en un preciado joyero, que rara vez se exhíbe, pero que cuando lo hace, fascina y entusiama.

Y es que Petersburgo no ha perdido, hasta hoy, ese carácter elusivo, esa naturaleza de obra esquiva, que exige al lector un esfuerzo supremo, una voluntad de conquista, como se requiere para ascender a un ocho mil. Hay pocas cimas de esta altura. Subir hasta ellas exige una gran determinación. Pero coronarlas es sin duda la mayor satisfacción que cabe a un apasionado de la literatura. Y, desde luego, Petersburgo es, como auguraba Nabokov, uno de esos ocho miles.

Para adentrarse en Petersburgo es necesario, en primer lugar, dejar de lado determinadas concepciones de la literatura: la literatura como consumo obligado, como forma de ornato social, como producto de la industria del entretenimineto, como paliativo de la soledad, como medicina contra la neurosis o como manual de autoayuda. Es imprescindible partir de otro punto: por ejemplo, de la literatura como aventura, como ejercicio de riesgo; o de la literatura como juego y magia del lenguaje y con el lenguaje: en definitiva, recuperar la esencia de lo que la literatura fue para las verdaderas vanguardias de comienzos del siglo XX.

Andrei Biely (Moscú, 1880-Moscú, 1934) encarnó como pocos ese espíritu de vanguardia. Nació en la capital del inmenso Imperio zarista en el seno de una reputada familia de la burguesía intelectual rusa. Su padre fue un eminente matemático, que fundó la escuela matemática rusa. Biely estudió (entre 1899 y 1906) en la Universidad de Moscú: primero, sin duda por inducción familiar, Ciencias Naturales (y en Petersburgo el lector descubrirá las notables huellas que esos estudios dejaron en el escritor) y más tarde, ya por voluntad propia, Filología y Filosofía. También se interesó en estos años de formación por la música y por la religión (sobre todo por la corriente del «misticismo» ruso). Como todos los jóvenes de finales de siglo con pretensiones intelectuales y artísticas, Biely leyó a Nietzsche y a Schopenhauer.

Mientras realizaba sus estudios, Andrei Biely frecuentaba ya las tertulias literarias más avanzadas de la bullente capital rusa: sobre todo, la de los «simbolistas» moscovitas, aglutinados en torno a la revista «Escorpio». Biely destacó muy pronto, y entre 1906 y 1909 forjó su propio grupo («los argonautas») y editó su propia revista: «El vellocino de oro».

Sus primeros libros (de poesía o de prosas poéticas) son ensayos vanguardistas, en los que Biely intenta llegar a una síntesis de la literatura con la música y la pintura. En 1910 publica su primera novela: Las palomas de plata. De esos años data también su decisiva relación con Shklovski, el gran teórico literario ruso, y su interés por la «antroposofía» del austriaco Rudolf Steiner (también Kafka, por esos mismos años, se interesó por ella en Praga).

Entre 1913 y 1914 publicó por entregas, en la revista «Sirin», su segunda novela: Petersburgo, que finalmente acabaría editándose como libro en 1916.

Biely vivió esperanzadamente el triunfo de la revolución soviética de 1917. Trabajó como archivista, bibliotecario y conferenciante sobre literatura. Publicó el ensayo «Revolución y cultura». En los años veinte escribió una trilogía novelística sobre Moscú, así como sus memorias. Su último libro (La maestría de Gógol), es un ensayo dedicado al estudio del lenguaje y el estilo del gran novelista ruso, sin duda el escritor que influyó de forma más determinante en su propia obra.

Petersburgo (1913-1914, 1916) es un relato ambientado en la convulsa etapa de la revolución rusa de 1905. Su núcleo argumental es a la vez simple y explosivo: un joven estudiante relacionado con los círculos revolucionarios de Petersburgo, Nikolai Apolonovich Ableujov, recibe la directriz de asesinar a su propio padre, el senador zarista Apolón Apolonovich, colocando una bomba en su estudio. La acción discurre durante el último día de septiembre y los primeros días de octubre, en medio de un clima de huelgas, mítines y manifestaciones… en el que bulle la crisis revolucionaria, que va a recorrer toda Rusia. El escenario (y protagonista esencial) es un Petersburgo espectral: una ciudad fría, lóbrega, poseída por la bruma y la niebla, y dominada por un ineludible «instinto de muerte».

Todos los personajes que atraviesan el demorado relato de Petersburgo son a su modo antihéroes modernos: seres frágiles, atormentados, extenuados, para los que la reflexión (su interminable reflexión interna) es un vicio que los acaba llevando a las puertas del delirio o del caos. Los sueños de su razón (y da casi lo mismo que sea la razón del autócrata zarista que la del terrorista) engendran sin parar monstruos que los atormentan; si es que no los ha convertido ya en patentes engendros morales y psicológicos, de los que su conciencia quiere huir inutilmente.

El estilo de Biely es minucioso y objetivo, pero a la vez sarcástico y delirante. Más determinante que la propia fábula, que el argumento en sí, es la trama narrativa liberada por un lenguaje exhuberante, en el que Biely despliega toda su cosmovisión poética del mundo y su penetrante conocimiento de la realidad. Mientras seguimos sin prisa el tic tac de un reloj que puede desencadenar un magnicidio (que es a la vez un parricidio) Biely se demora majestuosamente ante la perplejidad de cada contradicción, la magnitud de cada gesto, la evolución de cada pensamiento (y su inevitable conversión en delirio), el absurdo de cada acción… Y siempre con la «necrópolis» de Petersburgo imponiendo su presencia abrumadora: ya sea el Petersburgo imperial, con su palacio de invierno, sus estatuas de los zares, sus puentes sobre el Neva, o su impresionante avenida Nevsky…, ya sea el Petersburgo proletario, con sus chimeneas humeantes acechando la ciudad zarista y sus barrios obreros en permanente ebullición.

Petersburgo es una novela que pertenece a la genuina vanguardia. Una obra que emparenta (y precede) a otras, como el Ulises de Joyce (1922), o Berlin Alexanderplatz de Döblin (1929), por el protagonismo que otorga a una ciudad, ámbito esencial de las contradicciones del mundo moderno. Pero que hunde también sus raíces en la tradición literaria rusa: desde Puskhin y Gógol hasta Dostoievski y Chéjov.

A lo largo de las 700 páginas de esta novela pletórica de hallazgos y retos narrativos, Biely logra mantener un inesperado y difícil equilibrio entre lo cómico y lo trágico: la fina ironía cervantina y el humor gogoliano que subyacen en todo el relato permiten el éxito de un experimento literario verdaderamente arriesgado.

Los Infinitos

Tras “El mar” (2005), y después de tres incursiones en la novela negra, Banville vuelve por sus fueros con una obra extraña y perturbadora

J. Albacete

Desde que en 1973 diera a la luz Birchwood, su tercer libro, en el que abordaba la historia irlandesa sin ningún género de reverencias patrióticas, sino con una lucidez implacable y un humor negro despiadado, Banville ha ido construyendo una obra narrativa de tal calidad, talento y brillantez, que resulta de todo punto necesario colocarlo en la estela majestuosa de ese cometa literario excepcional -el cometa irlandés- en el que viajan Oscar Wilde, James Joyce y Samuel Beckett.

La mirada taladradora, implacable, desnuda de Beckett y su lengua acerada, precisa, exacta. El detalle, lo común, lo cotidiano, elevado a categoría, por un Joyce minucioso, exhaustivo. La sensualidad subterránea y volcánica de Wilde. Banville ha ido integrando y depurando en su prosa las mejores, las más valiosas alhajas de sus predecesores, heredando un botín de una riqueza literaria incalculable. Si a ello le añadimos “el lustre descriptivo, la inmediatez sensual y los argumentos funcionales próximos a Nabokov, Saul Bellow y Updike”, estaremos en condiciones de comprender por qué John Banville se ha erigido, sin duda, en uno de los más sólidos pilares de la narrativa contemporánea, y, como ha dejado escrito George Steiner, “en el más fino estilista de la lengua inglesa, el más inteligente”.

La obra de Banville, que se extiende ya a lo largo de cuatro décadas, atraviesa etapas y períodos muy diversos. Incluso, en los últimos años, y tras la publicación de su obra maestra El mar (2005, galardonada con el Man Booker, el premio más prestigioso de las letras inglesas), el escritor se ha “desdoblado” en dos, generando una especie de heterónimo, Benjamin Black, dedicado a la novela negra. Pero después de tres novelas de BB, Banville ha retornado a su ser con una obra sin duda extraña, diferente, una obra en la que en cierta forma se reinventa, sin dejar atrás ninguno de sus recursos habituales: ya sean sus inmersiones en las mitologías griega y romana, su innegable pasión por Shakespeare, su afición a la pintura del XVII o sus “veleidades científicas”, que incluyen las matemáticas, la cosmología y hasta la física cuántica. Todo eso vuelve a poblar las deliciosas e inquietantes páginas de Los Infinitos.

La novela narra una larga, parsimoniosa y demorada jornada en la casa de Adam Godley, una antigua y decrépita mansión en el centro de Irlanda, cercana a las vías del tren y a un santuario sagrado. Allí se ha reunido todo el núcleo familiar de los Godley por un motivo luctuoso: el viejo Adam ha entrado en coma tras sufrir un ictus cerebral y se espera su muerte inminente. Velando el lecho del moribundo están su segunda esposa, Ursula, sumida en el desconcierto y entregada a la bebida, y los dos hijos de ambos, el “joven Adam”, tan corpulento como inútil, casado con una bellísima actriz de teatro, Helen, a la que constantemente teme perder, y Petra, la hija, una joven mentalmente transtornada que dedica su tiempo a elaborar un catálogo alfabético de todas las enfermedades conocidas. Rodeando a este círculo familiar crepuscular, Banville convoca a otros cuatro personajes: Ivy Blount, la última descendiente de los antiguos nobles del lugar, que ahora es la criada de la casa; Duffy, un campesino que se ocupa de lo poco que queda de ganadería en la finca (y que aspira a casarse con Ivy); y los dos “forasteros”: Roody Wagstaff (un moderno capitalino, aprendiz de dandy, un “rompecorazones” lastrado por su propia ambigüedad sexual, que aparentemente corteja a la angustiada Petra, aunque quien realmente le interesa es el “viejo Adam”, de quien aspira a ser el biógrafo autorizado) y Benny Grace, el más indefinible de todos los presentes, tal vez un antiguo amigo de correrías (no santas) del viejo Adam, pero tal vez otro personaje más numinoso, más “in-humano”, como el dios Pan.

¿Qué hace una vieja “deidad” del panteón mitológico en medio de este núcleo humano, demasiado humano? En realidad, sólo es uno entre los muchos dioses que pueblan este relato. Porque, en efecto, simultáneamente a los “mortales”, Los Infinitos es un libro densamente poblado por “inmortales”. El narrador mismo no es sino Hermes, hijo de Zeus y hermano de Atenea. El propio Zeus, tomando la forma del “joven Adam”, hace de las suyas, y tiene una volcánica relación sexual con la joven y seductora Helen. Las deidades que pueblan la novela no son los distantes y tétricos dioses monoteístas, sino los juguetones y vengativos dioses griegos, con sus perennes querellas, sus disputas interminables y su inveterada afición a inmiscuirse en los asuntos humanos, llevados por su ansia de experimentar una mortalidad que secretamente anhelan, a fin de escapar del tormento insufrible de la vida eterna.

La intromisión de los dioses en el relato -un relato “sin historia”, puesto que apenas ocurre “nada” en las 24 horas en que transcurre-, está en gran medida justificada porque Adam Godley, el “viejo Adam”, les ha vuelto a dar, en cierta forma, “razón de ser”. ¿Cómo? Adam Godley es, en realidad, un eminente físico-matemático que no sólo alcanzó a dar una respuesta satisfactoria al problema de “los infinitos” -un viejo problema de los primeros tiempos de la “teoría cuántica de campos”, cuando se descubrió que ciertos cálculos daban resultados infinitos-, sino que también demostró la existencia de “mundos paralelos”, que no sólo incluyen aquel en el que él existe, sino muchos otros, como el que habitan estos “inmortales”, cuya fascinación e interés por la vida y peripecias de los mortales comprobamos que no ha decrecido en absoluto.

La novela se desenvuelve no en el plano de la acción -aunque algunos ejercicios de remembranza, como los del “viejo Adam”, nos permiten echar una grácil ojeada a su ajetreada existencia-, sino primordialmente en el de un “juego” entre distintos planos, lo que permite a Banville, sin ninguna solemnidad, sin ninguna vacua sacralidad, acercarse a lo que, sin duda, es el tema crucial de la novela: el misterio de la existencia mortal. Un misterio, un enigma, que la novela, más que desvelar, muestra, y lo muestra en todas sus inquietantes facetas. La del “viejo Adam”, que al borde de la muerte, recupera la memoria de su vida y descubre la futilidad de su obra. La de quienes le rodean, que procuran mantenerse discretamente alejados de ese lecho mortuorio mientras chapotean en un mar de dudas, incertidumbres y dramas que son incapaces de gobernar. La existencia “mortal” de muchos de ellos, verdaderos muertos vivientes, seres crepusculares sin timón y sin anclaje, autómatas sin sangre enterrados en un pozo de decadencia. Y, también, la mortalidad como “anhelo” secreto de los dioses, de “los inmortales”, que copulan con los hombres e intervienen en sus asuntos con la secreta intención de experimentar una mortalidad, que a la vez que llena de incertidumbre y angustia la existencia de los humanos, es la base y fundamento último de la vida y del amor, que aquellos anhelan poseer para mitigar su infinito aburrimiento.

Vista desde esta última perspectiva, la inmortalidad, como gran “oferta” exclusiva del bazar de las religiones, como premio exclusivo, queda reducida a la categoría de una bagatela, sobre la que Banville lanza una mirada irónica y conmiserativa.

Novela extraña y perturbadora, de las más “raras” que ha escrito Banville -incluso de las más incomprendidas por la crítica, que tiende a verla como “insustancial”,  “artificiosa” o “falta de cimientos dramáticos”-, Los infinitos es un libro sabio, inquietante, atrevido, hondo, juguetón, y, como la mayoría de los suyos, maravillosamente escrito.

Vila-Matas en estado puro

En «Doctor Pasavento» el escritor barcelonés alcanca registros narrativos que bordean la verdadera obra maestra

J. Albacete

Casi un mes he demorado la lectura de esta novela de Vila-Matas, no sólo por el placer de disfrutarla y saborearla como un vino añejo, sorbo a sorbo, y conservando largo rato en el paladar la consistencia y el aroma de cada gota, de cada frase, sino también por el miedo, por el temor de que se acabara, por la angustia de llegar al punto final y que el «antihéroe» de la novela dejara de deambular de un sitio para otro, dejara de adquirir una identidad tras otra, dejara de desgranar sus pensamientos y sus paranoias, y acabara finalmente «desapareciendo», tal y como es su propósito declarado desde la primera página de este libro magistral, que revela a Vila-Matas como uno de los grandes escritores europeos del presente.

Con Doctor Pasavento, Vila-Matas culmina además uno de los ciclos narrativos más interesante de cuantos se han puesto en circulación en la literatura europea en el último decenio. Un ciclo, casi una «trilogía», podríamos calificarla, que comenzó con Bartleby y compañía, siguió con El mal de Montano y culmina con Doctor Pasavento. Podríamos ampliarla a una «tetralogía» si añadiéramos París no se acaba nunca, pero creo que esta no añade nada importante a las anteriores y es prescindible.

El tema que late en este «ciclo» narrativo vila-matiano es uno de los más recurrentes de la literatura moderna, sencillamente porque está en el corazón mismo de ella: la relación entre literatura y vida, que para Vila-Matas no son dos universos estancos, ni incomunicables, sino más bien dos mundos cada vez más interrelacionados, cada vez más interconectados y entre los cuales no hay ya prácticamente solución de continuidad. La vida es una narración y la narración es la vida.

Las tres novelas de este ciclo son tres aproximaciones a cuestiones relacionadas con ese gran tema central. En Bartleby y compañía Vila-Matas novela, como notas a pie de página de un texto desconocido, decenas de historias de escritores que han dejado de escribir e indaga en sus motivaciones. En El mal de Montano, el protagonista está tan «enfermo de literatura» que decide transformarse en carne y hueso en literatura misma. En Doctor Pasavento, el protagonista, cuyo «héroe moral» es el escritor suizo Robert Walser, desea, como éste, «desaparecer», pasar absolutamente desapercibido. Es tal la repugnancia que le produce el poder y la grandeza literaria, y tan insoportable la esclavitud de tener que soportar la identidad que conlleva la fama, que decide ir retirándose del mundo, cambiando constantemente de identidad, incluso de nombre, cambiando constantemente de residencia, cortando los lazos que le unen al pasado, incluso fabricándose memorias nuevas, para ir así borrando en la lejanía las huellas del escritor reconocido que fue un día. En ese incesante periplo -lleno de humor y de ironía, de sutileza y elegancia, pero también de hondura y angustia- el protagonista, imbuido de su afán de renuncia, llega hasta las puertas del manicomio suizo de Heriseu, donde Robert Wlaser llegó a recluirse durante veintitrés años, hasta que un 25 de diciembre se recostó sobre la nieve, donde lo encontraron unos niños, logrando así disolverse «en la nada».

Pero el protagonista vila-matiano no llega tan lejos, busca su propio camino, continúa con el carrusel de sus identidades nuevas, adquiere por momentos la de otros escritores que buscaron el anonimato (se hace llamar, por ejemplo, «doctor Pynchon», en referencia al gran escritor norteamericano que, huyendo de la fama, como hacía Salinger, vive «escondido» en Nueva York, sin que nadie sepa dónde ni qué aspecto tiene, aunque, a diferencia de aquel, Thomas Pynchon seguía publicando) y que intentan proteger la literatura de la devastación de la fama y del poder. Al final, nuestro borroso protagonista, que no renuncia a seguir practicando lo que llama «el arte de desaparecer» cada vez más, encuentra el consuelo de una escritura mínima, casi privada, en la línea de los «microgramas» de Walser, una literatura que «persigue alcanzar no la realidad, sino la verdad».

Nunca me abandones

La última novela de Kazuo Ishiguro, escritor británico nacido en Nagasaki, es una fábula inquietante, kafkiana, preñada de interrogantes y desasosiego

J. Albacete

Kazuo Ishiguro es una de las figuras centrales de la nueva narrativa británica y, a la vez, un autor excéntrico, alguien capaz de mirar aquella realidad desde dentro y, al tiempo, desde afuera, un observador imbuido de ese principio de «incertidumbre» narrativo, absolutamente moderno, que permite ocupar a la vez dos posiciones, y utilizar esa doble perspectiva para enriquecer y profundizar nuestra visión de las cosas. Ishiguro es autor -desde 1982 a hoy- de seis espléndidas novelas, con las que se ha ganado no sólo un lugar de privilegio en las letras inglesas, sino que le han convertido en uno de los escritores más relevantes del panorama mundial.

Kazuo Ishiguro nació en 1954 en Nagasaki, la ciudad japonesa donde explotó la segunda bomba nuclear americana. Cuando sólo tenía seis años, su familia se trasladó «provisionalmente» a Gran Bretaña, a consecuencia del trabajo de su padre, que era científico. Aquella provisionalidad se fue alargando y alargando, de modo que Kazuo acabó recibiendo una educación íntegramente británica, en escuelas, colegios y universidades británicas, aunque en su hogar familiar continuaban vivas las costumbres y la cultura japonesas y, por lo tanto, el contraste y la extrañeza respecto a un mundo distinto y ajeno.

Kazuo Ishiguro cursó estudios superiores en la universidad de Kent y luego se doctoró en «escritura creativa». Se dio a conocer en los círculos literarios británicos a comienzos de los ochenta, publicando relatos y colaboraciones en diversas revistas, y en 1982 publicó su primera novela (Pálida luz en las colinas), que fue muy bien acogida y ganó un importante premio. Su irrupción plena y contundente en el escenario literario tendría lugar sólo cuatro años después, en 1986, cuando publicó Los restos del día, una lúcida y penetrante visión del «clasismo» de la sociedad británica, encarnada en la historia del típico mayordomo inglés que -en primera persona- va recordando los pormenores que han jalonado su existencia, para acabar constatando que ha malgastado su vida entera de forma estúpida y, lo que es peor, de forma irreparable. Llevada al cine por James Ivory, con Anthony Hopkins y Emma Thompson, la novela recrea magistralmente la toma de conciencia y la impotencia de un hombre que comprueba que ha renunciado a toda su vida a cambio de cumplir lo que creía su deber. La novela recibió el Premio Booker (uno de los mayores galardones de la literatura en lengua inglesa) y la película compitió por los Oscars.

Pero la narrativa de Ishiguro no se quedó «detenida» en ese punto, digamos, de gloria. Y fue evolucionando por caminos muy diversos, y desviándose por sendas cada vez más escarpadas, buscando retos cada vez más difíciles.

Una prueba inequívoca de ello es su última novela, «Never Let Me Go» (Nunca me abandones, editorial Anagrama), publicada en 2005, un relato aparentemente anodino de la vida de unos estudiantes en un internado británico que se va convirtiendo, página a página, en una fábula desasosegante que nos invita, con la mayor delicadeza, a asomarnos a los abismos más hondos y tétricos del destino humano.

El escenario de la novela, en efecto, no puede ser más convencional: Hailsham, uno de esos colegios privados ingleses situados en el campo, entre suaves colinas y frondosos bosques. Sin embargo, Hailsham no es como cualquier centro educativo destinado a educar a la élite británica. Los profesores (llamados extrañamente «custodios») tratan a sus alumnos con amabilidad, aunque a la vez de una forma fría y distante, como si les produjeran cierta repugnacia o incluso miedo; los educan en un entorno singular destinado a propiciar su creatividad artística y los preparan para un futuro «muy importante», pero al mismo tiempo muy poco definido; a los chicos y chicas de Hailsham se les dice constantemente que son «especiales», pero nunca se les aclara muy bien por qué y para qué. Aunque poco a poco sí van sabiendo algunas cosas: que no tienen padres ni familia o que son estériles, y nunca podrán tener hijos. Y a partir de un determinado momento también saben cuál es su terrible condición: no son sino «clones», reproducciones destinadas exclusivamente a la donación de órganos a otras personas que los necesiten.

¿Estamos, en definitiva, ante lo que podríamos llamar una novela de «ciencia-ficción»? Ishiguro lo desmiente. En todo caso, dice, se podría hablar de una «ficción alternativa». Una historia que discurre plenamente en un presente «como el real», «como el actual», pero que pone en juego un posible desarrollo «alternativo» de las cosas.

De hecho la novela renuncia absolutamente a plantearse cualquier diseño de un escenario futurista. Está ambientada en la Inglaterra de finales de los noventa y prácticamente «todo» discurre como si así fuese realmente. No hay tampoco referencias ni científicas ni tecnológicas (pese a ser «clones») ni extrapolaciones de tendencias sociales o históricas (como en Un mundo feliz o en 1984, por ejemplo), entre otras razones porque el relato está íntegramente construido desde la perspectiva de una de las alumnas de Hailsham, como una especie de memorias o confidencias personales: no sabemos nada más que lo que ella sabe, intuye, se interroga, sospecha, reflexiona o habla con sus compañeros. Ishiguro, que siempre ha sido un escritor «elusivo», lleva esa condición hasta el extremo en esta novela, hermosa e inquietante, bellísima y perturbadora, en la que por debajo de la delicada y sutil textura del relato, por debajo de su apariencia amable y del estilo reposado, incluso lánguido, de unas «confesiones», hace discurrir una fábula desasosegante y atroz.

Conforme el lector se va sumergiendo en el relato, la inquietud, la desazón y la angustia crecen: los abismos negros del relato se agigantan y los interrogantes se van abriendo a cuestiones cada vez más fundamentales de la existencia humana, de las sociedades en que vivimos, del destino que nos deparan, de la conciencia y el desconocimiento que tenemos de todo ello, de la vaciedad de las ilusiones que nos hacemos, del irreparable final que nos espera.

Ishiguro ni siquiera lo sugiere. Pero no es difícil leer entre líneas la posibilidad que todos tenemos de ser o haber sido, de alguna forma, «pupilos» de Hailsham. Como ellos, todos aceptamos formas de engaño y sumisión; todos tenemos una visión limitada y confusa de la realidad; todos aceptamos simulacros… Y en cierta forma, casi todos asumimos con estoicismo y resignación -como hacen los pupilos de Hailsham- el destino de renuncia y sacrificio que se nos prepara. ¿Es ese destino resignado lo que Ishiguro quiere resaltar, es decir, se trata de una novela «fatalista»? Todo está abierto a la interpretación en esta obra, en la que el ritmo sinuoso y elegante de la prosa está permanentemente rodeado y envuelto de una densísima niebla, y en la que el flujo temporal, pausado pero constante, con el que avanza el relato está repleto de pequeños fogonazos que iluminan, por breves segundos, auténticos agujeros negros.

Estamos, pues, ante un libro intenso, diferente, de los que duelen, de esos que, como requería Kafka, son «un hacha para romper el mar helado que llevamos dentro».

Se ha dicho que el libro es «una alegoría de la inmanente orfandad del individuo». Pero yo no creo que se trate sólo de una fábula «existencialista». Ishiguro no habla sólo de destinos indivuales ni de la condición humana en sentido abstracto. Aunque los poderosos mecanismos sociales y de clase que articulan y fijan el destino de las ingentes masas no aparecen descritos, ni siquiera insinuados, en ningún momento de la novela, y permanecen ocultos tras las poderosas sombras de los imponentes bosques que rodean Hailsam, cualquier lector mínimamente atento e inteligente puede darles la forma y el nombre que le corresponden. Al final, la fábula de Ishiguro, como las de Kafka, es una fábula sobre el poder, y sobre lo que el poder hace con la gente.

El testigo

El mexicano Juan Villoro ha escrito una de las novelas más complejas, inteligentes y bien narradas del siglo que acaba de comenzar

J. Albacete

Juan Villoro -ya lo hemos dicho- es una de las voces más interesante, singular y compleja de la literatura hispanoamericana de hoy. Sus magníficas crónicas, sus sorprendentes ensayos críticos, sus imaginativos relatos infantiles y sus traducciones, bastarían para catalogarlo como uno de los autores de mayor relieve del presente. Pero Juan Villoro es, también, un magnífico narrador, un narrador que se mueve además con la misma destreza en las distancias largas que en las cortas, tanto en la novela como en el cuento. La cumbre de su narrativa es, sin duda, su novela El testigo, publicada en 2004, galardonada con el Premio Herralde de novela y editada por Anagrama.

En El testigo -su tercera novela y la de mayor calado y ambición- Juan Villoro levanta un formidable edificio narrativo, con tantos niveles y estratos, y tan laboriosamente tejidos, que resulta un verdadero prodigio de composición. Un edificio con sótanos tan profundos y escaleras, patios, pisos, habitaciones, corredores y áticos tan numerosos y diversos que resulta difícil creer que alguien haya logrado integrarlo en un todo, a la vez sólido, comprensible y atractivo. Y Villoro lo logra, aunque el lector pueda llegar a sentirse -en determinados momentos- abrumado por la densidad o perdido en un laberinto del que, sin embargo, no tarda en salir, porque Villoro es un verdadero mago, dotado además de un poderoso sentido del humor.

La novela comienza con el retorno de Julio Valdivieso -un intelectual mexicano de 48 años, un hispanista, que ha pasado la mitad de su vida en Europa (como el propio Villoro)- a un México en el que el PRI acaba de perder el poder después de 71 años. Pero lo que en principio podría sugerir un choque del exiliado retornado con un presente tan sórdido como fascinante, se convierte además en un afloramiento múltiple e inesperado del pasado. El pasado viene a su encuentro con la misma urgencia avasalladora que el presente.

Por una parte, al quitar el «tapón» del PRI emergen inevitablemente los pasajes más ocultos y borrados de la historia mexicana, como las «guerras cristeras» de principios del siglo XX, insurrecciones de católicos fanáticos que buscaban el martirio y fueron aniquilados por el gobierno, y con los que la familia de Julio estuvo relacionada, lo que precipitó su decadencia.

Por otro lado, reaparecen como un pulpo sus antiguos compañeros del taller literario de Barbosa, un grupo de literatos fracasados, que si acaso han triunfado en otros ámbitos (como la televisión, que emerge como un protagonista energuménico de la realidad, con su voracidad y su designio de apoderarse de todo y convertirlo en espectáculo) o sencillamente se han hundido en la miseria. Los primeros requieren a Julio para colaborar en un proyecto que va a ser uno de los más poderosos y constantes ejes vertebradores de la novela: la elaboración de una «telenovela» sobre las guerras cristeras, que se rodaría precisamente utilizando los archivos de la familia de Julio y su decrépito rancho familiar, al que irónicamente Villoro denomina «Los Cominos»:

El retorno de Julio a «Los Cominos» es, por otra parte, el retorno a los recuerdos y escenarios de la vida y de la saga familiar, a las historias y secretos de familia, a los rencores y odios inagotables, a los afectos imperecederos, a la historia de una decadencia llena de escombros. Y, como suele ocurrir, no todos aquellos «fuegos» se han apagado, ni con el tiempo ni con la distancia: y en el alma de Julio hay todavía un rescoldo encendido que el retorno aviva y convierte en llama con suma facilidad: su prima Nieves, su gran amor adolescente, un amor prohibido, con la que hace veinte años planeó fugarse a Europa. Aunque ya muerta, el «fantasma» de Nieves es la presencia más constante de este regreso, el amor perdido, el amor original.

Pero aún hay otro «fantasma» que recorre la novela de principio a fin: el del gran poeta posmodernista Ramón López Velarte (1888-1921), cuyos misterios políticos y biográficos y cuya impresionante obra poética -considerada por muchos como la mejor de la historia de México- pueblan y acompañan -como un relato paralelo, calzado con ingeniosa y matemática precisión- todo el devenir de la historia, que ni siquiera aquí se libra del humor grotesco de Villoro: hay hasta un proyecto de «canonizar» a López Velarte.

Villoro mueve con enorme inteligencia narrativa todo este ingente edificio, poblado con decenas de personajes y de planos superpuestos, sin que la novela encalle y sin que el barco, cargado hasta los topes, se vaya al fondo. Es más, aún tiene tiempo de lanzar una ojeada desolada al presente: a la ominosa realidad del narcotráfico o al faraónico y desmedido universo de los magnates de la televisión…

Novela «total», pero despojada de servidumbres decimonónicas, El testigo es una reflexión global sobre la dificultad casi ontológica de encajar el pasado y el presente.

Juan Villoro: México sin exotismo

Para Villoro el escritor hispanoamericano no debe seguir siendo un cronista de mundos exóticos y realidades fabulosas

J. Albacete

En los últimos 25 años, la literatura mexicana vive una indiscutible etapa de renovación coincidiendo con las convulsiones políticas y sociales que están transformando a un país que vivió más de medio siglo (71 años para ser exactos) bajo la coraza paralizante de lo que Octavio Paz llamó el «ogro filantrópico» (el PRI). Uno de los autores emblemáticos de esa nueva literatura es, sin duda, Juan Villoro. Colaborador habitual de las revistas culturales mexicanas (desde «Vuelta» a «Letras Libres»), autor de relatos, novelas y cuentos que indagan los agujeros negros de la realidad y la memoria mexicana, traductor y ensayista, Villoro es una de las figuras más interesante del actual panorama cultural hispanoamericano y uno de los narradores más brillante del momento.

Hijo del también escritor Luis Villoro, nació en México DF el 24 de septiembre de 1956. Estudió sociología, pero enseguida pasó a ocuparse de temas preferentemente culturales. De 1977 a 1981 dirigió el programa de radio «El lado oscuro de la luna», en Radio Educación. A continuación, marchó a la entonces República Democrática Alemana como agregado cultural de la embajada de México en Berlín durante tres años. Su perfecto dominio del alemán le ha servido para traducir las obras de Schnitzler o los Aforismos de Lichtenberg.

Desde muy joven, Villoro se integró en el mundo periodístico mexicano. De 1995 a 1998 fue director del suplemento «La Jornada Semanal». Ha colaborado con casi todas las revistas culturales de México: «Cambio», «Gaceta del FCE», «Crisis», «Vuelta», «Proceso» y «Letras Libres», en la que es un colaborador asiduo.

Sus cuentos y novelas ya han obtenido un amplio reconocimiento en México y fuera de México. En 1999 ganó el prestigioso premio Xavier Villaurrutia de relatos por su libro de cuentos La casa pierde. En 2004 ganó el Premio Herralde de novela con El testigo, una verdadera obra maestra. Su libro de ensayos Efectos personales, donde analiza la obra de 13 escritores, tuvo un entusiasta recibimiento por parte de la crítica especializada.

En este último libro, Villoro incluyó un interesantísimo ensayo, con el significativo título Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atraso, que refleja muy bien algunas de sus convicciones básicas. «En el ensayo -dice Villoro- traté de reflejar cierta visión de la literatura latinoamericana como un parque temático del atraso, donde son posibles ciertos excesos de la imaginación e incluso de la realidad que serían intolerables en otros países. Me refiero a cierta necesidad de exotismo impuesta desde fuera y que ha inducido una especie de autenticidad artificial, la obligación de una patria exagerada». Esta «obligación», esta necesidad de acentuar el exotismo, ha condicionado la literatura hispanoamericana y llevado a ciertas desviaciones del «realismo mágico» a incurrir en excesos ridículos o patéticos, lo que ha acabado por invalidar el concepto mismo.

«Durante mucho tiempo -afirma Villoro- al novelista latinoamericano se le ha pedido que para poder circular internacionalmente en el mercado de la cultura tenga un timbre de color local más marcado, que sea representativo de una determinada realidad, por encima de su concreta apuesta estética». Para Villoro (como ya lo fue para su compatriota Pitol o para su amigo Bolaño) ha llegado la hora de poner fin a esa consideración de Hispanoamérica como parque temático del atraso, a los hispanoamericanos como personajes exóticos dignos de contemplación y al escritor hispanoamericano como un cronista de mundos exóticos y realidades fabulosas.

Esto no equivale a desentenderse de las realidades y conflictos verdaderos de Hispanoamérica, sino a negarse a seguir tratándola con un determinado enfoque, en cierta forma degradante. Y buena prueba de ello es la obra de Juan Villoro, un autor que no sólo ha demostrado en sus libros y ensayos su voluntad inquisidora de la realidad y los mitos mexicanos sino que, además, es un escritor familiarizado con muchas manifestaciones de la cultura popular, como el rock, el fútbol, la televisión o el cómic. «Una de las paradojas del subdesarrollo -ha dicho Villoro- es que la cultura popular permanece desconocida. Fuera de un círculo restringido de conocedores, no ha sido historiada, ni cuenta con un hit parade que la avale, a veces ni siquiera pasa por el mercado. Pienso, por ejemplo, en los compositores de boleros románticos, en los escritores de radionovelas, en las estrellas de lucha libre en México».

Retazos de esa cultura popular aparecen una y otra vez en las páginas de Villoro, integradas en una poderosa narrativa que tiene a la vez la sobriedad de lo clásico y la tensión, la capacidad de desgarro y la visión descarnada de la mejor literatura de hoy.

La suya es sin duda una de las obras a seguir para quien quiera estar al día de lo que se cuece en el suculento fogón de la literatura en lengua española en la América de hoy.