Los sinsabores del verdadero policía

Para Bolaño el «verdadero policía» de esta última entrega -póstuma- de su obra es «el lector, que busca en vano ordenar esta novela endemoniada»

La publicación de Los sinsabores del verdadero policía (siete años ya después de la muerte de Bolaño, ocurrida en 2003) ha dado pie a una pequeña polémica entre dos grandes críticos, que merece la pena no obviar. Aunque, ciertamente, como veremos, las divergencias no han hecho que la sangre llegue al río porque, uno y otro, coinciden en lo esencial: sea o no una verdadera novela, en «Los sinsabores…» se encuentran algunas de las páginas más logradas, mejores e incluso memorables de Roberto Bolaño, páginas trazadas con tal libertad, osadía, comicidad, lirismo y misterio, que bastan y sobran para justificar su publicación.

Para J. A. Masoliver Ródenas -que prologa el libro- «Los sinsabores…», amén de un proyecto asumido por Bolaño «desde finales de los años 80», del que fue dejando pistas y huellas en su correspondencia a numerosos amigos, es una obra que, pese a incorporar materiales narrativos, personajes y argumentos que luego acabaron nutriendo otras obras (desde los cuentos de Llamadas telefónicas a su monumental 2666), puede considerarse, por derecho propio, una auténtica novela. Una novela, sin duda inacabada, pero no incompleta, si partimos, ante todo, de una concepción abierta y moderna de este género narrativo, en la que lo provisional, lo fragmentario, lo inconcluso o lo diverso, son de hecho el material esencial y definitivo, la verdadera marca de su textura y de su contemporaneidad. En cuanto al trasvase de textos, personajes y situaciones, nada habría tampoco que objetar, ya que esto es casi una seña de identidad del Bolaño escritor.

Para Ignacio Echevarría -amigo personal de los últimos años de Bolaño y editor literario de sus primeros libros póstumos, especialmente de 2666-, Masoliver Ródenas lleva demasiado lejos la defensa de la idea de que «Los sinsabores…» es una novela, lo que además de innecesario, «puede confundir al lector». Para Echevarría los textos que integran este libro son «materiales destinados a un proyecto de novela finalmente aparcado, algunas de cuyas líneas narrativas condujeron a 2666, mientras que otras quedaron en suspenso, inservibles o pendientes de ser retomadas por el autor, de haber tenido ganas u ocasión de hacerlo». Son, pues, «materiales narrativos que no constituyen en propiedad una novela, no al menos en el sentido cabal que se suele dar a este término. Ni siquiera es, como se sugiere, una novela inconclusa. No. Ni le hace falta». Porque, en efecto, aunque no sea una novela, Echevarría considera que ello «no le resta ningún aliciente» a estas páginas, entre las que se cuentan -dice literalmente- «algunas de las mejores de Roberto Bolaño», páginas que corroboran -añade- «la excepcional calidad de Bolaño como narrador».

El lector queda, pues, invitado a asistir a un extraño, pero verdadero festín, en el que se va a encontrar con platos, bebidas y postres muy diversos, entre los que están auténticos manjares de lujo, aunque nada esté servido con las normas tradicionales y la comida no tenga propiamente ni un orden muy definido ni un final convencional. Lo que no cabe duda -y el lector puede comprobarlo desde las primeras páginas- es que se trata de un verdadero festín, que no va a defraudar a ningún «bolañista» convencido, pero que también puede ser un buen pórtico de entrada para quienes todavía no se han decidido a sumergirse en las deliciosas y turbulentas aguas del mundo narrativo de Bolaño.

No obstante, si hay un eje capaz de vertebrar de algún modo el magma impreciso de este relato ese es, sin duda, la figura de Amalfitano, profesor de literatura, cincuentón, que descubre tardíamente su homosexualidad. Su historia, su pasado, sus relaciones (sobre todo con el joven Padilla, su iniciador homosexual: la más encantadora, sugerente y trágica de todas las perfiladas en el libro), su vida desarraigada y en fuga permanente, sus incontables peripecias por países, universidades, libros, amores y desengaños, configuran un personaje literario absolutamente bolañesco, que el lector puede seguir de algún modo a lo largo de las 300 páginas del libro. Aunque éste no deja nunca de desviarse hacia nuevos personajes, nuevas perspectivas y nuevas escenas, que van añadiendo interés, densidad y amplitud a un relato, en el que el vigor narrativo y el ritmo a veces estresante de la prosa de Bolaño se ven siempre compensados por su inagotable fulgor poético y su honda y, a veces, trágica visión del mundo.

En ese recorrido el lector descubre la verdad que el propio Bolaño proclama en sus páginas: «que un libro es un laberinto y un desierto», en donde es fácil perderse y difícil hallar la salida. Por eso el lector debe ser un «policía», un detective. Alguien que, tal vez, aprende que «la principal enseñanza de la literatura es la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo».

Un torbellino y un espejo: dos palabras que definen muy bien el universo narrativo del propio Bolaño, sin duda uno de los escritores esenciales de nuestro tiempo, sin duda el creador de uno de los planetas literarios recientes más valiosos, al que este nuevo libro no hace sino añadir nuevos atractivos.

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