Daniel Sada: barroco en el desierto

El pasado 18 de noviembre de 2011 fallecía en México DF el poeta y escritor Daniel Sada, uno de los mayores «ignorados» de nuestra literatura.

Daniel Sada ya es un «clásico» en México, pero sigue siendo un gran ignorado en España.Y no porque falten pistas para dar con él. Hace más de una década que el gran Bolaño había dicho y reiterado que, de su generación, Daniel Sada era quien estaba escribiendo la obra más ambiciosa y arriesgada de la lengua española. También Carlos Fuentes, Sergio Pitol, Álvaro Mutis o Juan Villoro han recomendado vivamente la lectura de un autor que, según ellos, «ha renovado la narrativa mexicana» y «será una revelación para la literatura mundial».

En un artículo publicado hace unos años en la revista «Letras Libres», el crítico mexicano Rafael Lemús se preguntaba directamente: «¿Quién es Daniel Sada?». Y reconocía, de partida, que la respuesta no era fácil porque Sada era «entre otras cosas, el autor más incómodo de la última narrativa mexicana. Pocos escritores más esquivos, menos dóciles, para la crítica literaria (…). Cuesta ubicarlo en nuestro canon. Cuesta, incluso, tasar justamente su valor». Para Lemús, más que un narrador, «Daniel Sada es una prosa», «uno de los formalistas más extremos del idioma» y «el más arriesgado de todos».

Sada aprendió al parecer desde muy pronto a medir las sílabas en los versos de las rancheras del cancionero popular mexicano. De ahí pasó directamente al romancero tradicional español, donde constató que la métrica natural del idioma es el verso octosílabo. Y con ese punto de partida, comenzó a urdir tramas en verso, que tenían la gracia de sonar como una prosa de alta eufonía. Guiado por su oído prodigioso, Sada realizó el tránsito hasta levantar una prosa sin par en la que se aúnan los temas y los ritmos del folclore y la cultura popular mexicana con el rigorismo formal del idioma.

Con Sada volvía pues el escritor para quien tanto vale lo que se quiere contar como el cómo contarlo: el trabajo con el lenguaje, la elección de cada palabra, el ritmo y la cadencia de cada frase, la métrica peculiar del idioma, … todo cuenta. La literatura no es sólo el qué sino también el cómo. El estilo. El lenguaje.

Cuando el paladar de los lectores ya se ha hecho a la lengua aséptica, anodina e inexpresiva de los best-sellers -de la misma forma que el paladar de tantos ha sido arrasado por el hábito de la comida basura-, Sada es, efectivamente, un festín de manjares auténticos que puede resultar «incómodo», «inaccesible», «difícil».

Pero el problema no es Sada. El problema son los malos hábitos, el problema es la literatura-basura. Con Sada uno puede, realmente, recuperar el paladar, volver a conector con el sabor originario del idioma, gozar de sus prodigios, deleitarse con sus extraordinarias posibilidades expresivas, chocar y herirse con sus poderosas aristas.

A este peculiar estilo de Sada se le ha calificado, a veces, como «barroco». El propio Bolaño escribió que la obra de Sada sólo era parangonable, en el ámbito hispano, con la de Lezama, «aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que ya se presta bien a un ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto».

Lemús considera, probablemente con acierto, que el «barroquismo» de Sada no es, sin embargo, lo decisivo de su prosa. Lo decisivo está en otra parte: en el juego con el lenguaje popular. No en la repetición o copia de lo que se dice «en la calle» y cómo se dice. No. Se trata de un «juego» culto, literario, pero que tiene como materia básica el lenguaje popular, sin duda una de las fuentes más poderosas de la creación: la que alienta en el Lazarillo, en la Celestina, en el Quijote… Pero, eso sí, elaborado con un gran rigor: un rigor muchas veces ascético, casi bíblico, y con la contundencia expresiva de un western. La Biblia y el western, por cierto, eran dos de sus fuentes de inspiración favoritas. Por tanto, en algo sí llevaba razón, de todos modos, Bolaño: en la lengua de Sada no está la feracidad tropical, sino la atmósfera vacía, el espacio infinito y los espejismos de los desiertos (como lo está en la Biblia y como lo están en los western).

Sada (Mexicali, Baja California, 1953) dejó escrita una obra prolija y extensa: tres libros de poemas, seis de relatos y nueve novelas. Con «Registro de causantes» (1992) ganó el premio Villaurrutia de relatos (el más importante de México). Su novela «Una de dos» (1994) fue llevada la cine. Pero quizá su gran obra maestra sea la novela que lleva por título: «Porque parece mentira la verdad nunca se sabe» (1999, editada en España por Tusquets en 2001), de la que Juan Villoro afirmó que suponía una verdadera renovación de la novela mexicana.

«Casi nunca», la obra con que ganó en 2008 el Premio Herralde de Novela (lo que representó su incursión más seria en el «mercado» literario español), es una muy digna expresión de las virtudes de la narrativa de Sada y una singular invitación a adentrarse en su universo narrativo. La novela plantea un dilema amoroso formulado simultáneamente en clave de humor y en clave sagrada, mitad parodia mitad relato mítico. El antihéroe arquetípico que protagoniza la novela («un tal Demetrio Sordo, agrónomo») tiene que optar entre el amor carnal, sensual y siempre disponible con una puta (la morena Mireya) o el camino ascético y de renuncias que conduce al «amor eterno» (la bella Renata). Todo ello en el marco del México polvoriento y siempre turbio de los años cuarenta.

Sada se desenvuelve con gran soltura por un territorio que le es, sin duda, extraordinariamente familiar. Y consigue que su «narrador» haga verdaderas diabluras con el lenguaje, para regocijo de un lector que, por fin, puede abandonar la planicie narrativa del presente y echarse a volar o despeñarse por los barrancos verbales de una prosa hecha para ser paladeada lentamente y no devorada en un minuto.

Sada pone el listón alto, pero no insalvable. Su proyecto narrativo es arriesgado, pero sin riesgos ¿puede tener algún interés la literatura?

Nicanor Parra

«Los tres mejores poetas de Chile son Nicanor Parra, Nicanor Parra y Nicanor Parra» (Roberto Bolaño)

 

Soliloquio del individuo

Yo soy el Individuo.
Primero viví en una roca
(Allí grabé algunas figuras).
Luego busqué un lugar más apropiado.
Yo soy el Individuo.
Primero tuve que procurarme alimentos,
Buscar peces, pájaros, buscar leña,
(Ya me preocuparía de los demás asuntos).
Hacer una fogata,
Leña, leña, dónde encontrar un poco de leña,
Algo de leña para hacer una fogata,
Yo soy el Individuo.
Al mismo tiempo me pregunté,
Fui a un abismo lleno de aire;
Me respondió una voz:
Yo soy el Individuo.
Después traté de cambiarme a otra roca,
Allí también grabé figuras,
Grabé un río, búfalos,
Grabé una serpiente
Yo soy el Individuo.
Pero no. Me aburrí de las cosas que hacía,
El fuego me molestaba,
Quería ver más,
Yo soy el Individuo.
Bajé a un valle regado por un río,
Allí encontré lo que necesitaba,
Encontré un pueblo salvaje,
Una tribu,
Yo soy el Individuo.
Vi que allí se hacían algunas cosas,
Figuras grababan en las rocas,
Hacían fuego, ¡también hacían fuego!
Yo soy el Individuo.
Me preguntaron que de dónde venía.
Contesté que sí, que no tenía planes determinados,
Contesté que no, que de allí en adelante.
Bien.
Tomé entonces un trozo de piedra que encontré en un río
Y empecé a trabajar con ella,
Empecé a pulirla,
De ella hice una parte de mi propia vida.
Pero esto es demasiado largo.
Corté unos árboles para navegar,
Buscaba peces,
Buscaba diferentes cosas,
(Yo soy el Individuo).
Hasta que me empecé a aburrir nuevamente.
Las tempestades aburren,
Los truenos, los relámpagos,
Yo soy el Individuo.
Bien. Me puse a pensar un poco,
Preguntas estúpidas se me venían a la cabeza.
Falsos problemas.
Entonces empecé a vagar por unos bosques.
Llegué a un árbol y a otro árbol;
Llegué a una fuente,
A una fosa en que se veían algunas ratas:
Aquí vengo yo, dije entonces,
¿Habéis visto por aquí una tribu,
Un pueblo salvaje que hace fuego?
De este modo me desplacé hacia el oeste
Acompañado por otros seres,
O más bien solo.
Para ver hay que creer, me decían,
Yo soy el Individuo.
Formas veía en la oscuridad,
Nubes tal vez,
Tal vez veía nubes, veía relámpagos,
A todo esto habían pasado ya varios días,
Yo me sentía morir;
Inventé unas máquinas,
Construí relojes,
Armas, vehículos,
Yo soy el Individuo.
Apenas tenía tiempo para enterrar a mis muertos,
Apenas tenía tiempo para sembrar,
Yo soy el Individuo.
Años más tarde concebí unas cosas,
Unas formas,
Crucé las fronteras
y permanecí fijo en una especie de nicho,
En una barca que navegó cuarenta días,
Cuarenta noches,
Yo soy el Individuo.
Luego vinieron unas sequías,
Vinieron unas guerras,
Tipos de color entraron al valle,
Pero yo debía seguir adelante,
Debía producir.
Produje ciencia, verdades inmutables,
Produje tanagras,
Di a luz libros de miles de páginas,
Se me hinchó la cara,
Construí un fonógrafo,
La máquina de coser,
Empezaron a aparecer los primeros automóviles,
Yo soy el Individuo.
Alguien segregaba planetas,
¡Árboles segregaba!
Pero yo segregaba herramientas,
Muebles, útiles de escritorio,
Yo soy el Individuo.
Se construyeron también ciudades,
Rutas
Instituciones religiosas pasaron de moda,
Buscaban dicha, buscaban felicidad,
Yo soy el Individuo.
Después me dediqué mejor a viajar,
A practicar, a practicar idiomas,
Idiomas,
Yo soy el Individuo.
Miré por una cerradura,
Sí, miré, qué digo, miré,
Para salir de la duda miré,
Detrás de unas cortinas,
Yo soy el Individuo.
Bien.
Mejor es tal vez que vuelva a ese valle,
A esa roca que me sirvió de hogar,
Y empiece a grabar de nuevo,
De atrás para adelante grabar
El mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.

Las novelas negras de Banville

A su paso por Madrid, para particitar en el certamen Getafe Negro y presentar su nueva novela, John Banville, el mejor estilista de la lengua inglesa, nos deja esta certera recomendación: «Contra la crisis, novela negra»

John Banville (Irlanda, 1945) es el último eslabón de esa prodigiosa cadena de grandes escritores irlandeses que han marcado la tónica de la literatura europea, e incluso de la literatura en lengua inglesa, en el último siglo: Oscar Wilde, Bernard Shaw, James Joyce, Samuel Beckett… A la sabiduría literaria de todos ellos, Banville ha añadido un nuevo ingrediente: su versatilidad, su capacidad de afrontar retos muy dispares, sin sacrificar en ninguno de ellos su enorme nivel de exigencia: ese que le ha llevado a ser calificado por el maestro de la crítica George Steiner como “el mejor y más fino estilista de la lengua inglesa”.

La última faceta de este escritor magnífico, autor de obras maestras como “El intocable”, “Imposturas” o “El mar” (premio Man Booker) (todas ellas editadas por Anagrama), es su desdoblamiento en dos autores: el Banville clásico, austero, escultor de frases memorables, dueño del secreto del lenguaje; y Benjamin Black, un heterónimo, dedicado en exclusiva a la escritura de “novela negra”. Un doble, un hermano gemelo, que se está mostrando además muy prolífico: cuatro novelas en apenas cinco años, todas ellas de una impecable factura literaria, y alimentadas por esa secreta cualidad de la literatura negra que le inyectaron sus creadores modernos (Hammett, Chandler y cía): ser un instrumento inigualable para hurgar en las entrañas ocultas de la sociedad, en los entresijos del poder, en los rincones más siniestros de la sociedad, en las capas más escondidas de la psique humana, en los engranajes y las historias más ocultas de un país: en breve, en el lado oscuro de la realidad. Para ello, Banville ha puesto en marcha una saga narrativa con dos ingredientes esenciales: el Dublín brumoso de los años 50 y un personaje literario muy potente, el médico forense Quirke.

“El secreto de Christine” (2006) es el primer eslabón de esa trama negra que tiene como protagonista central a Quirke. La primera innovación de Banville/Black es que Quirke no es un detective, ni un policía, ni un agente secreto, ni un asesino, ni un delincuente. Es un médico, un patólogo, un forense: su trabajo consiste en hacer autopsias. Los muertos parecen seres mudos, inevitablemente sumergidos en un pozo del silencio. Sin embargo, “hablan” y, a veces, revelan importantes secretos, escondidos misterios. De esa escueta y sorprendente verdad va a tirar Benjamin Black para cimentar sus relatos. De ella, y también de la disposición del forense Quirke a oír esas secretas revelaciones de “sus” cadáveres, movido por su insaciable curiosidad (por saber, indagar y descubrir la verdad), por su irresistible tendencia a meterse en líos (quizá como respuesta al tedio de una ciudad y una sociedad abotargadas) y tal vez, incluso, también, por un nunca revelado pero real instinto justiciero, que le impulsa irremediablemente a “tirar de la manta”, a no mirar para otro lado, a no abandonar, a enfrentarse a riesgos, verdaderos riesgos, donde su propia vida entra en juego, simplemente para que la verdad salga a flote. Y se haga justicia. ¿Una espina clavada desde su más tierna infancia cuando fue recluido en el orfanato de Carrikclea y tuvo que adaptarse a la dura ley injusta de aquel encierro?

Cuando emerge narrativamente el personaje. Quirke ya es un cincuentón, viudo, solitario, un bebedor empedernido, perpetuo enamorado de su cuñada Sarah, a la que renunció para casarse con la hermana de ella, Delia, fallecida años atrás en un parto. En “El secreto de Christine”, Quirke deambula por un Dublín otoñal, neblinoso, frío, húmedo, el Dublín de los años 50, donde no parece haber otro refugio –para el frío y la soledad– que los pubs llenos de humo y olor a whisky y cerveza. En ese escenario brumoso, la aparición de un cadáver “que no tenía que haber estado allí”, va a desencadenar una espesa trama y una búsqueda febril que van a llevar a Quirke a descubrimientos y revelaciones sorprendentes, en los que su padre adoptivo (el eminente Juez y miembro del Tribunal Supremo, condecorado por el Vaticano) y su suegro (un poderoso mecenas de Boston) aparecen involucrados en una siniestra red de tráfico de bebés desde Irlanda a EEUU, realizada al amparo y con la cobertura de la todopoderosa iglesia católica. Pero llegar hasta el fondo de esa historia va tener un severo coste para Quirke: una paliza que le va a dejar una cojera permanente, y una revelación personal y familiar que va a poner al desnudo su olvidada paternidad, su llaga más secreta.

“El otro nombre de Laura” –segunda novela de la saga– se publicó solo un año después, en 2007. Ha pasado el tiempo. Los rescoldos del caso anterior no se han apagado del todo. Sarah ha muerto. El Juez está ingresado en un hospital prácticamente en coma. Un hastiado Quirke, que ha dejado la bebida y no encuentra ni el modo ni la distancia adecuada para relacionarse con su hija Phoebe, recibe una llamada inesperada. Un conocido de sus tiempos de estudiante, Billy Hunt, le pide un favor insólito: que no haga la autopsia de su esposa, que apareció ahogada en el mar, en lo que aparenta ser un claro suicidio.

Pero cuando el cadáver llega a su mesa de forense, una extraña marca en el brazo lleva a Quirke a olvidarse del amigo y satisfacer una curiosidad que ya de antemano sabe que va a ser fuente de nuevas complicaciones, a las que no podrá resistirse y en las que no dudará en involucrarse; sobre todo cuando su propia hija aparece extrañamente mezclada con uno de los personajes de una trama, cada vez más siniestra, cada vez más peligrosa, y en la que aparecen entremezcladas formas singulares de pornografía, drogadicción, chantajes, celos, ambiciones, deseos de venganza, y la extrema fragilidad de unos personajes cuyos sueños escapan siempre a sus posibilidades.

Maravillosamente escrita, con la concisión, el rigor, la complejidad y el lenguaje rico y preciso de una obra del mejor Banville, esta novela es una indagación colectiva, más que en el entramado delictivo de una ciudad (que también lo es), en el entramado mental y afectivo de un grupo de “outsiders”, de personajes que, por uno u otro motivo, han perdido su anclaje y se ven impelidos a buscarse la vida y los afectos en parajes que lindan peligrosamente con los márgenes. Una novela perfecta, perfectamente narrada.

“En busca de April” (2010), tercera pieza de la saga, recién publicada por Alfaguara, bucea en el enigma de la desaparición de una chica, April Latimer, ligera de cascos pero a la vez doctora en un hospital, amiga de Phoebe, la hija de Quirke, y sobrina de un ministro irlandés. En su nueva indagación, Quirke va a echar mano de dos apoyos: su cuñado Mal (médico obstetra), que hará el papel de Watson, y el inspector Hackett, brazo armado de la ley, que desde la primera novela mantiene con Quirke una relación a medio camino entre la confianza y el recelo, y que se hace cargo de la investigación “oficial” del caso. “En busca de April” profundiza en el mundo del Dublín de posguerra, una sociedad cerrada, hermética, asfixiante, dominada por la iglesia católica, donde las mujeres son denostadas por el simple hecho de serlo, donde la presión social es tan grande, y las expectativas de la gente tan escasas, que la bebida y el crimen parecen las únicas formas de escapar de la tenaza formada por la represión y el tedio.

Con este tercera entrega, Banville/Black vuelve a ratificar la singularidad de su proyecto “negro”. Aquí la trama no es lo esencial. Y las víctimas, en vez de mera excusa para la trama, cobran verdadera vida. La verdad no es nunca incontrovertible, sino algo que se va construyendo lentamente, superponiendo varias perspectivas. El crimen y la muerte horrorizan al narrador, que preferiría no tener ni víctimas. “La novela negra perfecta –ha dicho– sería aquella en la que al final no se ha cometido ningún delito”.

Para Alejandro Gándara, en Benjamin Black, y siguiendo la evolución del género en los últimos tiempos, todo se ha vuelto mucho más melancólico. El mal se ha extendido universalmente y ha alcanzado la conciencia del investigador, que ya es un tipo comido por sus miserias y que camina entre los despojos del progreso material y moral. Resta poco espacio para la épica y el optimismo, aunque el poco que queda Banville/Black lo aprovecha para no despeñarse por completo en un pozo de oscuridad.

«Cuentos reunidos» de Saul Bellow

Ediciones DeBols!llo acaba de reeditar los “Cuentos reunidos” de Saul Bellow, un clásico de la novela norteamericana del siglo XX que se revela aquí como uno de los más formidables cuentistas de la narrativa anglosajona de todos los tiempos, a la altura de Faulkner, Hemingway, Cheever o Carver.

En tiempos como los actuales, en que mengua sin cesar el papel de la ficción dentro de la narrativa, y por doquier se abusa de historias “reales” para construir endebles relatos, sin médula ni imaginación, sin verdaderos recursos y registros literarios, la lectura (o relectura) de los cuentos seleccionados en esta antología supone la más gratificante de las inmersiones en un universo levantado todo él, y bañado hasta el tuétano, en los mejores y más poderosos artificios de la verdadera literatura: una auténtica apoteosis de la ficción, en la que el lector descubre toda la riqueza y espesura del hecho literario, incluida su poderosa capacidad de irradiar una luz nítida y profunda sobre eso que llamamos realidad, sin ningún servilismo ni peaje indebido.

Saul Bellow nació en Canadá en 1915, en el seno de una familia judía de origen ruso que había emigrado a América en 1905. Cuando contaba ocho años la familia, en busca de un futuro mejor, se trasladó a Chicago, una verdadera escuela donde se forjó su carácter, y que luego devendría en escenario privilegiado de muchas de sus ficciones. En el Chicago de la Depresión, en los años treinta, aprendió el marxismo suficiente como para entender los mecanismos invisibles de funcionamiento de aquella sociedad, asentada en un capitalismo puro y salvaje. Fue a la universidad de Northwestern, pero no se doctoró, y allí se impregnó de ese regusto amargo que desprende su literatura contra el saber libresco, teórico, especulativo, contra toda filosofía de salón o de cátedra: a ellos oponía la sabiduría de la vida, de la calle. Como oponía constantemente el universo anticuado de los hogares (judíos), anclados férreamente en la tradición, y el fluir constante de la vida en las calles: la “vida misma”, como solía llamarla.

Movido por poderosos resortes internos, Bellow se empeñó en construir la verdadera crónica de su tiempo, de las mutaciones de su época: entendía la novela como un “parte” enviado desde el campo de batalla sobre el tiempo en que se vive, tal y como hicieron, antes que él, Balzac, Dostoievski, Conrad o Thomas Mann. En una era (años cincuenta y sesenta) en que la novela anunciaba su “disolución” (sobre todo desde las trincheras francesas: recuérdese la “nouveau roman” y compañía), Bellow apostó por renovar e insuflar nuevo brío a la “Gran Novela”, y acertó: potenció el género sobre la base de crear algunas obras maestras (“Las aventuras de Augie March”, 1953; “Carpe diem”, 1956; “Herzog”, 1964…), que constituyeron el punto de partida imprescindible para autores como Philip Roth, Norman Mailer, etc. En esas novelas, amén de trazar con pulso firme un impagable relato del zeitgeist americano, Bellow ofrecía su particular visión del malestar espiritual de una generación que asiste, impotente, al derrumbe de las señas de identidad heredadas y ya no ve ante sí más que la demoledora omnipotencia del exitoso mundo de los negocios americano, que todo lo arrasa.

La virtud y el acierto singulares de Bellow es que esas visiones panorámicas o profundas de la evolución de Estados Unidos y de las crisis espirituales que provoca el desafío de la modernidad (captadas, además, desde esa terminal hipersensible que es la intelectualidad judía en EEUU) constituyen no el material de primera mano de los relatos (es decir, no se trata de ensayos), sino que son apenas el magma en que está imbuido el relato de unas vidas llenas de peripecias, de vaivenes, de conflictos, de precisos e insólitos detalles, que dan a la historia narrada una vitalidad apabullante. Liberada de toda pesadez germánica (la cruz de Thomas Mann), de toda taumaturgia épica (como la que soporta Dostoievski), sin el perpetuo acoso de dilemas morales insolubles (como en Conrad), la prosa de Bellow –empapada de ironía y de un humor delicioso– discurre con notable ligereza y frescura, nutrida de una sagacidad y de una inteligencia tal que le permiten alcanzar los objetivos más ambiciosos. Una prosa que es indudablemente deudora de Joyce, pero también de Mark Twain: la picaresca, incluso la extravagancia, también tienen cabida en el marco de su narrativa.

Tras alcanzar la maestría en la novela (probablemente “Herzog”, 1964, sea su cumbre), y ya con 50 años cumplidos, Bellow introdujo una variante en su obra. Comenzó a escribir cuentos y relatos breves, intercalados entre las grandes novelas que seguía produciendo. A diferencia de éstas, prestas a dar siempre cuenta de los avatares e incertidumbres del presente, los relatos cortos de Bellow se deslizan hacia el territorio del pasado: el cuento es en Bellow el territorio de la memoria, del mirar atrás, de la recapitulación. Normalmente nos encontramos con narradores maduros, cuando no ya mayores, o incluso muy mayores, que desde la experiencia de toda una vida vivida deciden, por algún motivo singular, sumergirse en las procelosas aguas del recuerdo, y recobrar alguna historia llena de significado, interés o, incluso, capaz de poner en cuestión toda la propia vida. En esos episodios del pasado, en esas historias ahora recobradas, están a veces las claves de muchas cosas que fueron determinantes para una vida, y luego se olvidaron; de decisiones que se tomaron, y luego han pasado su factura; de afectos que nunca se cumplieron; o simplemente, ahí están, grabadas a fuego, experiencias únicas, inolvidables, totalmente personales, acalladas y silenciadas hasta que el recuerdo y le escritura las reviven: como la anécdota que recorre el magistral relato que cierra la antología, “Algo por lo que recordarme”, donde una persona mayor cuenta a su hijo un día inolvidable de su vida, de su juventud, cuando engañado por una mujer, una prostituta, se desnudó en una habitación desconocida y ella huyó después de tirar su ropa por la ventana, dejándolo desnudo en el Chigado helado de la Gran Depresión. Su odisea para retornar a su casa, a una hora de distancia, y donde le recibirá su padre con una sonora bofetada, se convierte en una deliciosa muestra del ingenio narrativo de Bellow y de su saber hacer, pues al hilo de esta peripecia es capaz de hilvanar una reflexión nada menos que sobre el carácter sagrado de la escritura.

Bellow profesaba una fe total en la literatura, y eso se hace presente y manifiesto en este libro de una forma arrolladora. Algunos de estos cuentos son tan buenos que el lector casi no da crédito a lo que está leyendo. Las leyes de la brevedad, ordenadas por Chejov, producen un efecto casi mágico en la prosa condensada de Bellow, llena de chispa, ingenio, aciertos y profundidad. Sus personajes, aunque de trayectoria inevitablemente más corta que los de sus novelas, tienen tanta vida como aquéllos y se hacen inevitablemente memorables. Bellow va muy lejos en su atrevimiento, en su expresividad, en la agudeza de sus frases, en el mordiente de sus juicios, y ello le permite condensar esos perfiles sin que pierdan su vigor y su credibilidad. El resultado es sencillamente extraordinario. Una verdadera delicia para el lector, que revive la verdadera experiencia de leer a un gran clásico que, sin embargo, casi nos es contemporáneo. En definitiva, Bellow vivió hasta 2005, y todavía en los márgenes de este nuevo siglo, el año 2000, publicó su última novela: “Ravelstein”.

Capaz de engarzar un tono burlón y lúdico con la cita de un salmo bíblico o una sentencia filosófica, el estilo de Bellow se aleja del realismo ramplón para mecerse en las arriesgadas aguas de los torrentes de la ficción creativa. Su prosa deleita, pero por lo sorprendente y arriesgada, no por lo convencional. Maestro de maestros (escritores de la talla de Philip Roth reivindican abiertamente haber crecido en su estela), Bellow, pese a su condición de “clásico”, es todavía un escritor cuyas huellas recientes es necesario e inevitable transitar. Los cuentos reunidos de esta edición ponen en evidencia que atesora una riqueza narrativa que en absoluto puede ser olvidada en el desván. Aún hay mucho que disfrutar y que aprender de Bellow.

La literatura de Vila-Matas

Escritores de su rango no abundan, ni aquí ni en ninguna parte y de sus muchas pieles, sacamos retales para hacernos abrigos contra los fríos que corren” (Ray Loriga).

No deja de ser una paradoja -y, a la vez, un triunfo singular de la literatura- que el más «excéntrico» de los escritores españoles se haya acabado colocando, de alguna forma, en el centro mismo del escenario literario. Máxime cuando él mismo ha hecho todo lo posible por huir y alejarse de ese escenario, manifestando, una y mil veces, que había renunciado a ser «un escritor español» (e, incluso, que se había aplicado a sí mismo la ley de extranjería).

Ahora bien, hay que matizar enseguida que si Vila-Matas ha alcanzado (incluso contra su voluntad) esa posición relativamente «central» no ha sido sino sobre la base de haber dinamitado previamente la idea misma de un centro fijo (el supuesto «canon» inamovible de un cierto tipo de «realismo español») y de haber creado después, a lo largo de una trayectoria de más de tres décadas, una tupida red de centros móviles o, más exactamente, un complejo sistema de señalizaciones, múltiples y dispersas, que van desde la literatura portátil a la actitud «shandy», desde el silencio «bartleby» al «mal de Montano», desde el escritor desaparecido al autor reencontrado, que han «rebalizado» todo el mapa literario y provocado una sacudida sísmica en el interior de un sistema que tiende, continua y espontáneamente, a recaer en la ramplonería y en el casticismo.

Cuando en 1988 Vila-Matas publicó «Una casa para siempre», dos conocidos críticos literarios españoles destrozaron la novela y, con escasa amabilidad, le mostraron la «puerta de salida». Mejor que no la hubiera escrito, concluyó uno. Al año siguiente, el libro fue seleccionado, junto a otro de Javier Marías, entre las mejores traducciones publicadas ese año en Francia. O más sintomático todavía: mientras una parte de la crítica española lo ignoraba (o incluso lo mandaba callar), un Bolaño todavía muy poco conocido, y aún nada reconocido, reivindicaba ya a Javier Marías y a Vila-Matas como los verdaderos precursores y auténticos fustes de la nueva narrativa en lengua española. Como era de esperar, esa declaración, en aquel momento, no movió un milímetro los muros de la incomprensión.

Y es que Vila-Matas -como en cierta forma le ocurrió también, en su día y en otro ámbito, a Almodóvar- nunca fue un escritor que contara, de antemano, con un público hecho, un público que estuviera, por así decirlo, «esperando su obra». Al contrario. Vila-Matas ha forjado a pulso, novela a novela, relato a relato, «su» propio público: lo ha creado, prácticamente, ex nihilo, de la nada. Nunca escribió para un público espectante ni para una crítica entregada: nunca se planteó hacer la gran novela sobre la guerra civil, ni la gran novela sobre el franquismo, ni la gran novela de la transición: ese «ideal» que ha despeñado tantas vocaciones literarias, incluso muy insignes, y ha generado tantas frustraciones (tantas que, a pesar de los ímprobos esfuerzos dedicados, esas «grandes novelas» aún están por escribir).

En lugar de elegir esa conocida senda hacia el cementerio de los elefantes, Vila-Matas eligió una vía intransitada, nueva, solitaria, un camino lleno de sambenitos (elitista, dandy, metaliterario, compilador de citas) y de áridos desiertos, una vía que hundía sus raíces más profundas en las experiencias literarias más hondas y esenciales del siglo XX (Walser, Kafka, Joyce, Beckett, Roussel…. Perec) y miraba de reojo a la gran literatura europea contemporánea (Magris, Banville, Sebald, Michon…), con el objetivo, inconfesado pero persistente, de levantar un proyecto narrativo distinto, propio y a la altura de los grandes.

¿Dónde reside la singularidad, cuál es la auténtica «marca de aguas» que distingue la literatura de Vila-Matas?

De entre cien destacaría dos signos relevantes. El primero es la construcción del texto narrativo como un tejido intertextual, que se abre continuamente a referencias múltiples (el texto como eje de una experiencia literaria, cultural o artística mucho más amplia que él mismo: como impulso o palanca para leer otros textos, oír determinada música, ver determinadas películas, frecuentar ciertas obras de arte, con las que el texto de Vila-Matas está, por así decirlo, en íntima «comunión», y que ayudan a perfilar y completar el sentido del relato); un tejido en el que, además, se anuda y despliega una relación siempre nueva entre vida y literatura, una relación de simbiosis, que supera las dicotomías y abre paso a una experiencia radical de síntesis.

El segundo signo de relieve que destacaría es el «tema» (horrible palabra, pero insustituible) de la identidad personal. Toda la literatura de Vila-Matas es, en efecto, un perpetuo cuestionamiento de las identidades fijas, obligatorias, inmutables, consagradas, y una invitación continua a fugarse de ellas, a cuestionarlas, a romper sus moldes, a protagonizar una fuga sin fin de sí mismo…, haciéndose extranjero, desdoblándose, creando heterónimos y multiplicándose, cambiando de vida, de ciudad, de hábitos, de nombre, usurpando la vida de otros… Los personajes de las novelas de Vila-Matas protagonizan viajes sin retorno en busca de otras identidades, de ser otros. O, como afirma Alan Pauls, en su literatura habita la gran voluntad de «vivir una vida diferente».

En el diverso, múltiple y cambiante proyecto narrativo de Vila-Matas anida, de alguna manera, el quijotesco propósito de «combatir la realidad con la ficción». La tarea del escritor no es reproducir, ni copiar, ni imitar la realidad, que en su caótico devenir y en su monstruosa complejidad es inasible, inenarrable. Quienes toman ese camino se despeñan por una vía sin salida o caen en la absoluta puerilidad. Para que la vida y la realidad cobren verdadero sentido, tienen que ser «narradas». Sin narración, no hay sentido.

La tarea del escritor no es, por tanto, imitar la realidad, sino buscar la verdad. Realidad y verdad no son la misma cosa. Confundirlas lleva a postular un tipo de narrativa prolija y detallista, que cree que cuanto más empírico y prosaico es el escritor, más cerca está de la verdad. En realidad, lo que ocurre es que, cuantos más detalles acumula, más se aleja de ella.

La verdadera, la buena, la gran literatura opera sin esas servidumbres. Sus armas son otras: la imaginación, la ironía, el lenguaje, una mirada descarnada y valiente, el concepto de la literatura como una aventura de riesgo, una clara visión de la topografía literaria en la que insertarse, una cosmovisión poética del mundo, ningún miedo a la soledad y al fracaso («la pureza de Kafka está en su condición de fracasado», decía Benjamin). Sólo en este tipo de pilares -cree Vila-Matas- puede cimentarse una escritura que salvaguarde el impulso ético de buscar la verdad.

Esta concepción tan inusual de la literatura es la que, curiosamente, acaba por entroncar a Vila-Matas con la tradición cervantina. ¿Tradición? En realidad, la literatura española ha sido bien poco cervantina. Por no decir que no ha sido cervantina en absoluto. Vila-Matas es, también en ese sentido, una clamorosa excepción.

Desde «La asesina ilustrada» (1977, libro primigenio que pretendía provocar la muerte de quien lo leyera) hasta «Dublinesca» (2010, parodia del entierro de la era de la imprenta), la obra de Vila-Matas, tejida con un lenguaje cristalino, sin barroquismos ni exhuberancias, ha conseguido levantar un edificio narrativo que, cuajado de obras maestras (desde «Historia abreviada de la literatura portátil» hasta la gran trilogía formada por «Bartleby y compañía», «El mal de Montano» y «Doctor Pasavento») lo han acabado erigiendo en una referencia, no sólo de nuestra literatura, sino del concierto literario mundial.

 

Europa Central

Ganadora del National Book Award (el más importante galardón de la crítica . norteamericana), «Europa Central» es una novela ambiciosa, pletórica, magistral, una obra colosal, que retrata implacablemente las entrañas del siglo XX

Desgraciadamente hay que comenzar afirmando que W. T. Vollmann es un escritor poco o nada conocido en el ámbito hispano, pese a que su obra publicada alcanza ya las 25.000 páginas (el autor, incluso, ha adquirido una enfermedad crónica en los brazos de tanto escribir en el ordenador) dentro de los más diversos géneros (ficción y no ficción, novela, crónicas, ensayos, etc.) y goza ya de algunos de los reconocimientos más destacados de las letras norteamericanas, donde constituye un «continente» aparte.

Nacido en 1959 en Los Ángeles (California), Vollmann estudió literatura comparada en la universidad de Cornell. En 1982 viajó a Afganistán, donde convivió con los muyaidines; con esa experiencia escribió uno de sus primeros libros de no ficción. Ha asistido como corresponsal a varios conflictos armados: durante la guerra de Bosnia el jeep en el que viajaba fue alcanzado por una mina y estuvo a punto de morir. En las últimas décadas ha colaborado intensamente con los más diversos medios de EEUU: desde el The New Yorker o la Paris Review al Playboy. Entre sus obras ya publicadas destaca un estudio sobre la violencia en siete volúmenes.

Europa Central (2005) es una de sus más destacadas «novelas en relatos»: una fórmula que emplea con frecuencia, y en la que combina la realidad con la ficción, una documentación minuciosa y exhaustiva con una imaginación prodigiosa y un talento narrativo fuera de lo común, ensamblada toda ella con un poderoso rigor arquitectónico. Vollmann funde magistralmente, en todo momento, una mirada panorámica, de enorme amplitud y profundidad, con imágenes microscópicas que nos acercan a las realidades más íntimas, minúsculas e invisibles. Y siempre, y en todo momento, utilizando una prosa febril, a ratos casi alucinatoria, «como si Whitman y Poe y Melville y Bourroughs» escribieran a un tiempo (en palabras de Rodrigo Fresán).

Europa Central recorre todo el período histórico que va desde la Primera guerra mundial hasta la caída del muro de Berlín, pero su verdadero corazón es la «tormenta de acero» que arrasó centroeuropa tras la operación Barbarroja: la invasión alemana de la URSS. Los personajes (reales) que Vollmann emplea para llevarnos hasta las entrañas mismas de esa época son de sobra conocidos: el Sonámbulo (Hitler), el Realista (Stalin), generales y mariscales de campo que participaron en las más importantes batallas (con cierta predilección por los traidores), como el general Vlasov (héroe del cerco de Moscú que acabó sirviendo a Hitler) o el mariscal de campo Von Paulus (que perdió la batalla de Stalingrado y se entregó a los rusos, acabando sus días como  policía en Alemania oriental); como contrapunto a ellos, Vollmann recurre también (y de forma dominante) a algunos de los artistas más destacados y representativos de la época: la escultora, grabadora y pintora alemana Käthe Kollwith, la poetisa rusa Anna Ajmátova, el compositor D. D. Shostakóvich, el cámara Roman Karmén… sobre un fondo por el que desfilan Ródchenko, Meyerhold, Tsvetaeva, Mayakóvski, y un larguísimo etcétera, y donde resuenan constantemente las valquirias wagnerianas y las sinfonías soviéticas, como música de fondo de un choque, de una confrontación, que dejó sobre el campo de batalla más de veinte millones de muertos.

Con su carácter exhaustivo y metódico, y su increíble esfuerzo de documentación, Vollmann es capaz de reconstruir el lenguaje y el alma de una época; pero aún más que eso, literariamente, Vollmann logra conquistar una nueva perspectiva (más viva, más honda) a esas historias, merced a sus espléndidos «narradores», personajes normalmente fieles al sistema totalitario al que pertenecen, cuando no directamente a sus organismos más crueles (SS, NVDP) y sanguinarios, a cuyo cargo corre la vigilancia y el control del protagonista de la historia. Estos narradores no sólo «humanizan» los relatos, sino que también los llevan a ese punto de alucinación, de locura, que da al libro su sello peculiar. La forma en que, con toda inocencia, se justifican, aceptan o simplemente describen las mayores atrocidades da cuenta del clima de la época, de la naturaleza de los sistemas para los que trabajan.

Al tiempo que hace discurrir los avatares de la tormenta de acero y calibra el devastador efecto de la Historia sobre un puñado de artistas, Vollmann construye también una imaginaria relación (entre la traductora Elena, el compositor Shostakóvich y el cámara Karmén) que recorre todo el libro (las más de 800 páginas de este inmenso libro, 50 de ellas de notas y referencias) convirtiéndola en una trepidante, apasionada y obsesiva historia de amor.

“Siempre retrataremos problemas humanos importantes… Debemos proponer la solución a esos problemas; aunque no la encontremos la búsqueda profundizará el retrato… Tendremos la obligación de saberlo todo acerca de lo que estamos escribiendo… Creeremos sin dudar en la existencia de la verdad… Intentaremos ser de provecho a otros además de a nosotros mismos… Jamás escribiremos sin sentimiento…”, puntualizó Vollmann cuando se le pidió, en un medio, que enumerara los mandamientos que todo escritor serio y en serio debe seguir para honrar a su vocación literaria.

En Europa Central, Vollmann absolutamente fiel a estos principios. Y merced a ellos alcanza sin duda un resultado excepcional, ya que no pueden dolernos prendas al afirmar que estamos ante una verdadera obra maestra. Un libro totalmente a contracorriente de las modas y de un poderío narrativo ya inexistente. Lástima que una obra de tal envergadura, editada por Mondadori en 2007, sea, a día de hoy, muy difícil de conseguir.

Cuentos incontables (1)

Una lección de economía

El seis de diciembre de 2009, a las doce del mediodía, el bróker Anthony Woods, de Standard Food, ordenó una desinversión de diez mil millones de dólares en la industria alimentaria. Según los informes que acababa de leer, entre las seis y las diez de aquella misma mañana, existían un 61,7% de probabilidades de que la tasa de ganancia del sector a lo largo de 2010 cayera hasta el 2,7%. Acto seguido, derivó esos fondos de su cartera de valores hacia la industria farmacéutica, que auguraba unos beneficios del 4,5%.

A lo largo de la semana siguiente, un centenar de brókers de distintos fondos de inversión, fondos de capital-riesgo y hedge-funds, de Wall Street, la City, Francfort y Tokio (para los cuales Anthony Woods era un oráculo cuasi infalible), llevaron a cabo, en conjunto, una desinversión global de 150.000 millones de dólares en empresas agroindustriales de 86 países en cuatro continentes.

El 24 de diciembre de 2009, el Consejo de Administración del monopolio agroalimentario español Ebro, tras sufrir una caída en Bolsa del 40% del valor de sus acciones, decidió, entre otras medidas, anular (o reducir sustancialmente) sus pedidos a 180 empresas y cooperativas proveedoras de 27 provincias, en ocho comunidades autónomas.

El 5 de enero de 2010, la empresa conservera Nutricial, S.A., que daba empleo a 52 trabajadores, despidió a 30 de ellos, arguyendo «causas objetivas», ante la «cancelación y falta de pedidos».

Arturo Solano Ruiz tenía 22 años. Hacía seis meses que había encontrado, en Nutricial, S.A., su primer empleo. No hacía mucho: cargar y descargar, llevar y traer, embalar y desembalar, subir y bajar… Cobraba 650 euros por ocho horas de trabajo diarias y cuarenta semanales. Las siete u ocho horas extras que hacía todas las semanas no se las pagaban.

Arturo pensaba comprarse una moto. Y hacer un viaje a Cancún. Le gustaba una chica, aunque aún no había hablado con ella. Y salía a tomar cervezas con los amigos, hasta no muy tarde. A veces se ponía triste y lloraba por las noches, abrazado a la almohada. A veces sentía un vacío dentro que le borraba todo: su vida, sus amigos, su trabajo, sus sueños, … Todo le parecía estúpido y superfluo.

Cuando le despidieron sintió ese vacío. Primero en la cabeza y luego en todo el cuerpo. Se sentía tan vacío y tan ligero que pensó que podía volar. Sí, volar… ¿por qué no? Como una pluma, o un papel, arrastrado por el viento…

La tarde que le dieron el finiquito la pasó en el puente sobre la autovía. El cielo estaba cubierto de nubes y hacía un poco de viento. Por debajo, una interminable riada de coches enfilaba el camino de vuelta a la ciudad. Unas veces prometía tirarse cuando pasara el próximo coche rojo: luego, cuando pasara la primera furgoneta blanca…

Era curioso: desde lo alto del puente se atisbaba, en la lejanía, la ventana del salón de su propia casa: un octavo de un edificio de pisos baratos, en una barriada periférica. No le extrañó que sus padres (sombras chinescas sobre la pared) estuviesen otra vez discutiendo acaloradamente. Nunca se ponían de acuerdo. Para el padre, Belén Esteban era una zorra. Para su madre, una princesa del pueblo.

(P.D.: En 2010 la tasa de ganancia de la industria alimentaria fue del 4,7%. La de la industria farmacéutica, del 2,8%).

Sabato: al final del túnel

El pasado 30 de abril fallecía el escritor y ensayista argentino Ernesto Sabato, Premio Cervantes de las letras españolas. Le faltaban apenas dos meses para cumplir los cien años. Su vida resume las encrucijadas y dilemas esenciales del siglo XX. Su obra pervive y pervivirá como un faro que arroja una luz poderosa, lúcida y esclarecedora. Su último libro, en 2004, fue: «España en los diarios de mi vejez»

Nacido en 1911 en Rojas (provincia de Buenos Aires), hijo de inmigrantes italianos, pertenecientes a una minoría de origen albanés, Ernesto Sabato, en los últimos 25 años de su vida, fue estrechando cada vez más sus lazos, sus afectos y su sintonía con España. A ello contribuyó sin duda que en ese período recibió el Premio Cervantes, el Premio Menéndez y Peleyo, la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid y muchos otros galardones, académicos y universitarios. Pero, sin duda, eso no fue lo esencial. Lo esencial es que la recuperación de la democracia y la libertad en España (para alquien que vivió el hundimiento de la República española y el triunfo del fascismo como una verdadera catástrofe) le permitieron, al fin, entrar en contacto directo con el multitudinario público que en España le leía, le seguía y lo valoraba entrañablemente. Sabato fue un autor muy querido, muy respetado en España, un referente no sólo literario, o ensayístico, sino también, en cierto modo, ético, y no sólo para las generaciones que se forjaron intelectualmente desde los años 30 a los 60, sino incluso entre las actuales. No hace tanto que Sabato dio un último ejemplo de dignidad, de responsabilidad y de compromiso, al presidir, con 85 años, la Comisión que indagó los asesinatos, las desapariciones y las torturas de las Juntas militares argentinas: la Comisión de la verdad, que elaboró el informe «Nunca jamás». La entereza con que a esa avanzada edad afrontó aquel horror no fue sino una prueba más del coraje, la rectitud y la humildad con que el gran escritor argentino afrontó siempre la lucha por la libertad.

La vida y la obra de Sabato son un perfecto microcosmos donde aparecen condensadas las grandes crisis, las grandes encrucijadas, las grandes contradicciones políticas y espirituales de casi todo el siglo XX (es decir, de ayer). A los 16 años (en 1927) dejó los estudios para ingresar en la Juventud Comunista, bajo el impulso poderoso que irradiaba la Revolución de Octubre y al calor de las luchas de un proletariado -el argentino- muy combativo. Pasó a la clandestinidad. Iba de un núcleo obrero a otro, a veces con la policía pisándole los talones, viviendo en una enorme estrechez. Pero a mitad de los años treinta empezaron las dudas, las diferencias. En Sabato siempre hubo un poso católico y un poso anarquista. Pero el problema crucial no era ese, sino uno que marcaría la historia del resto del siglo: la deriva de la revolución rusa. En 1935 el Partido le mandó a «purificarse» a Moscú. Casi por instinto, Sabato se tiró de aquel tren en marcha. En Bruselas, camino de la URSS, se «escapó» a París. Sabato no abandonó (ni entonces ni nunca) sus posiciones de izquierda, pero la persistencia de sus críticas a la URSS le valieron, en años sucesivos, muchos problemas y muchas críticas en Hispanoamérica hasta bien caído el muro de Berlín.

De regreso a Argentina, cursó estudios de Física-matemática en la universidad de La Plata. Y nada más doctorarse, por su brillantez, recibió una beca para trabajar en el Laboratorio Curie, en París. Era el año 1938. Pero el universo científico (entonces en un momento álgido, cerca ya de abordar la cuestión «nuclear») tampoco satisfizo las expectativas vitales de un todavía joven Sabato, que si bien se pasaba las mañanas enfrascado en los trabajos del laboratorio, consumía sus noches en los debates interminables de los surrealistas parisinos. Y al final «mister Hyde» -como él mismo dice en su estremecedor libro de memorias Antes del fin, Seix Barral, 1999- venció al doctor Jekyll. La extrema racionalidad físico-matemática sucumbió, en su espíritu, ante el empuje de la literatura, como única vía para hacer visible el antagonismo de luces y sombras, de bellezas y horrores, que dan cuenta de la la existencia humana.

De nuevo, tras esta segunda crisis, Sabato acaba regresando a Argentina, para recluirse esta vez, de forma definitiva, en la escritura. Tras dar algunas clases en la universidad, sólo para devolver los favores que creía deber a quienes apoyaron su carrera científica, Sabato abandona completamente el campo de la ciencia, con una valoración abiertamente negativa de la deriva cientifista y del predominio de la técnica en el universo humano impuesta por la marcha del capitalismo.

Esta ruptura con el universo «puro y racional» de la ciencia, su convicción de que los procesos de racionalización y modernización que impulsa el capitalismo son suicidas y su convicción de que el alma humana «total», no mutilada, es el escenario de un combate sin tregua en el que necesariamente se manifiestan fuerzas telúricas, iban a marcar su doble labor, por un lado, como lúcido ensayista (Uno y el universo, Hombres y engranajes, Apologías y rechazos, La resistencia…) y, por otro, como uno de los narradores de mayor impacto de la segunda mitad del siglo XX, con tres únicas obras: El túnel (1948, elogiada por Camus y Thomas Mann por la concisión y rigor con que narra la la implacable lógica de una obsesión homicida), Sobre héroes y tumbas (1961, una de las mayores novelas iberoamericanas del siglo XX y su gran obra maestra, con esa metáfora impresionante y demoníaca que es su «Informe sobre ciegos») y, por último, Abaddón el exterminador (1974, una novela de tinte autobiográfico con vasos comunicantes con sus dos obras anteriores, que fue premiada en 1976 como la mejor novela extranjera publicada en Francia).

En 1999 Sabato resumió breve y apasionadamente lo fundamental de su encrucijada vital y de sus convicciones en un extraordinario librito, que es una magnífica introducción a Sabato más que unas memorias al uso: Antes del fin (Seix Barral). Sus ideas fundamentales sobre la tarea del escritor y el papel de la literatura están perfectamente reflejadas en un ensayo de 1963: El escritor y sus fantasmas. Dos libros imprescindibles para conocer de cerca a Sabato, un escritor al que bien se podría calificar como una luz en medio de la devastación.

Ferdydurke

En 1937 -va a hacer pronto 75 años- la editorial polaca Roj daba a la luz un extraño texto de un autor de vanguardia poco o nada conocido en las convulsas letras europeas del momento: «Ferdydurke», de Witold Gombrowicz. El libro desató una cierta polémica, porque desafiaba todas las convenciones narrativas y ponia en solfa casi todas las tradiciones literarias conocidas; pero aquellas voces iniciales quedaron enmudecidas por el súbito estallido de la guerra, una guerra que comenzó borrando a Polonia del mapa.

«Ferydurke» no volvería a salir a flote hasta diez años después, en que se publica en Buenos Aires una traducción al castellano de la obra, cuya «historia» no es sino una reafirmación del carácter excepcionel del texto. En 1964 una nueva edición (que hoy está editada en España por Seix Barral) incluye un prólogo de Sabato, otro del propio Gombrowicz y una nota sobre la traducción.

Aunque había nacido en el seno de una familia acomodada de la nobleza polaca y llegó a cursar la carrera de Derecho -o quizá por ello mismo-, Gombrowicz hizo de la denuncia de los convencionalismos sociales y literarios, de la crítica a la obsesión burguesa por el orden y la forma, y de la burla a la ética de la eficacia y el cumplimiento del deber, la columna vertebral de su vida y de su obra.

Ya su primera colección de cuentos –Memorias del período de la inmadurez (1933), recibido con indiferencia en el mundillo literario polaco de la época-, rezumaba hasta en el título del libro ese aire de desapego a las convenciones y de elogio a la inmadurez que alcanzaría en su primera novela, Ferdydurke (1937), la cima de una verdadera obra maestra.

Pero si sus cuentos iniciales sólo produjeron indiferencia, Ferfydurke logró, desde un principio, dividir y engendrar polémica, entre un grupo de entusiastas, que la defendieron a muerte, y una espesa mayoría que condenó un texto vanguardista, «arbitrario», «estrafalario», que reivindicaba abiertamente la inmadurez, detestaba el reinado de las formas y, encima, criticaba virulentamente el estrecho «nacionalismo» de la sociedad polaca.

Cuando ya comenzaban a apagarse los ecos de esa polémica, Gombrowicz fue invitado por una naviera polaca a inaugurar su línea con Buenos Aires. Cuando Gombrowicz llegó a Argentina, Polonia ya no existía. Había estallado la II Guerra Mundial y su país, dividido y ocupado, se hundía en la devastación. Lo que iba a ser una estancia de apenas tres semanas se convirtió en una permanencia de 24 años y el exilio definitivo de Polonia.

La conmoción por lo que estaba ocurriendo en Europa, las dificultades para sobrevivir en un país extraño del que lo ignoraba todo (empezando por la lengua), la miseria y el aislamiento del exilio, le llevaron a abandonar la literatura. Pero, poco a poco, Gombrowicz fue saliendo de las cenizas, reuniendo en torno suyo (en bares y confiterías, charlando o jugando al ajedrez) un círculo de amigos, de conocidos, de admiradores, de amantes de la literatura, con los cuales acabaría llevando a cabo, en 1946, la célebre traducción al español de Ferdydurke.

A partir de entonces, Gombrowicz va a ir escribiendo su célebre Diario -una joya del género- y también nuevas novelas, como Transatlántico (1952) o Pornografía (1960). Gombrowicz, aun sin desearlo y pese a no escribir en castellano, se acaba convirtiendo en un escritor muy influyente en argentina. Sabato prologa en 1964 una nueva edición de Ferdydurke. Ricardo Piglia llegará a escribir, ya en la década de los ochenta, que «Gombrowicz fue el novelista más importante de Argentina en el siglo XX».

En 1963 regresó a Europa. Vivió primero en Berlín y luego en Francia, hasta su muerte en 1969. Europa no le satisfizo y despertó su nostalgia por Argentina. No pudo regresar a Polonia, donde sus obras estaban prohibidas, aunque circulaban intensamente en la clandestinidad. Su reconocimiento como uno de los grandes escritores del siglo XX, un autor en la estela de los Kafka, Joyce, Musil o Thomas Mann, sólo le llegaría de forma póstuma.

De su extraordinaria producción literaria, Ferdydurke es sin duda su columna vertebral. La hilarante y tragicómica historia de un treintañero que es transformado en un adolescente por decisión del Maestro y Profesor doctor Pimko, narrada en un lenguaje alejado de las convenciones literarias «serias y admisibles», es una obra que abre nuevos horizontes a la creación literaria. Una obra de choque que rompe casi todos los moldes y que, leída hoy, conserva plenamente vigentes todos sus modales subversivos.

Gombrowicz, que hasta el final de sus días desconfió de las «interpretaciones» que se hacían de su obra, escribió para la versión castellana un prólogo destinado a «facilitar la lectura», en el que advierte: «Los dos problemas cardinales de Ferdydurke son: el de la inmadurez y el de la Forma. Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que está ya maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño».

Y Sabato añade: «No creo arriesgado suponer que lo que Gombrowicz llama Inmadurez no es otra cosa que el espíritu dionisíaco, la potencia oscura que desde abajo, como fuerza inferior, presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona, la Forma que la convivencia y la sociedad nos obliga a adoptar. Y así como la Inmadurez es la vida, la Forma es la Madurez, pero también la fosilización, la retórica y en definitiva la muerte».

Desde su publicación hasta hoy la influencia y el prestigio de Ferdydurke no han dejado de crecer. Vila-Matas asegura que su sombra se proyectó sobre mayo del 68. Bolaño lo definía como «uno de los libros más luminosos del siglo XX». De nuevo Sabato aleta de que detrás de su apariencia de «payasada delirante y metafísica» la novela pone en juego «los más graves dilemas de la existencia humana».

Diario de Juan Bernier

Si a la literatura española le faltaban autores de la factura de Oscar Wilde, André Gide o aun Jean Genet, el «Diario» recién publicado del poeta cordobés Juan Bernier colma él solo esta laguna e, incluso, va aún más lejos, al colocar al lector ante dilemas éticos y existenciales para los que, probablemente, no tenga solución alguna, abismándolo en el desconcierto, el silencio o la huida

Juan Bernier nació en 1911 en La Carlota, un pueblo cordobés, y murió en 1989 en Córdoba capital. Su vida y sus principales actividades están ligadas a esta provincia andaluza. Su inquietud y su avidez de conocimiento lo llevaron a practicar la literatura, el periodismo, la crítica de arte, la docencia, la investigación histórica y la arqueología. Como poeta escribió cuatro libros esparcidos a lo largo de cuarenta años: Aquí en la tierra, 1948; Una voz cualquiera, 1959; Poesía en seis tiempos, 1977 y En el pozo del yo, 1982. En 1947 formó parte del núcleo fundacional de la revista «Cántico» -una de las más relevantes del renacer poético español de posguerra-, junto a Ricardo Molina, Pablo García Baena, Julio Aumente y otros.

Pero, hasta el día de hoy, la obra de Juan Bernier era conocida de forma sustancialmente incompleta por una sencilla razón: faltaba la publicación de una pieza esencial, una pieza clave: un Diario, que el autor escribió durante la guerra civil y en la inmediata posguerra (abarca hasta el año 1947, el año fundacional de Cántico) y que permanecía secreto, oculto, inédito; un «Diario» del que se sabía que su autor estuvo muchos años corrigiéndolo, puliéndolo, reelaborándolo, y en el que estuvo trabajando hasta sus últimos días: «Corrijo mi diario», declaró en una entrevista a un diario cordobés el 29 de octubre de 1989, veinte días antes de su fallecimiento.

¿Fue este afán rectificativo y perfeccionista el que hizo que el diario no se publicara en vida del autor? ¿Y qué razones han postergado 22 años más -desde 1989 hasta 2011- su salida a la luz?

Hay sin duda poderosos motivos -y no de índole política, como podría pensarse en un primer momento- que explican esta demora. El primero y principal lo constituye el tema central del propio relato autobiográfico, que es la dolorosa y trágica conciencia de la individualidad del autor, de su singularidad, de su «diferencia» , o aún más certeramente, como él mismo dice, de su «diferencia dentro de la diferencia», y que viene dada por su condición no ya de homosexual, sino de «pederasta»: una palabra que, hoy, es necesario matizar de inmediato, descargándola de buena parte su carga peyorativa, o incluso penal, que hoy la criminaliza, y recargarla con su sentido originario, cuando el concepto griego de «pederastia» remitía a una relación legal y voluntaria entre un hombre maduro y un púber o adolescente, relación a la vez espiritual y carnal, y que estaba ligada a la transmisión de la experiencia y la cultura y a la formación material y espiritual de los jóvenes, a la vez que constituía una forma de encuentro sexual homoerótico plenamente admitido, y absolutamente diferenciado y aun reñido con la compraventa de favores sexuales o cualquier forma de prostitución.

Es pues decisivo establecer, de partida, que las 500 extraordinarias páginas que integran este Diario no son las confesiones de un violador de niños o de un infanticida, ni una crónica de abusos sexuales, sino la descarnada desnudez de un poeta seducido («hasta casi la irreverencia y la idolatría», dice Luis Ángel de Villena) por la belleza adolescente: seducción que no se limita a una admiración o un amor platónico y contemplativo, sino que se realiza carnal y sexualmente, y es ahí, justamente, donde el relato pierde su carácter meramente estetizante para devenir en experiencia vital cruda y fuente, constante, de gozos y torturas. El descubrimiento -tardío en su conciencia, pero explícito en el relato- de que la pulsión sexual es incluso más fuerte, que antecede y domina a la pura atracción estética, da pie a un verdadero calvario en su alma, sacudida por los remordimientos, las recriminaciones, las alertas morales de quien, en la España de los años 40, debe vivir y convivir bajo la realidad asfixiante del nacionalcatolicismo, cuando lo que él necesita, como atmósfera vital, es un mundo neopagano: «¡Qué lejos hoy de Grecia! Se ha convertido en crimen lo que no es sino diferencia. Como ladrones y asesinos, a este amor y a esta caricia se la conoce en las tinieblas, entre la inquietud y las sombras».

Entre la inquietud y las sombras, con el temor represivo siempre encima, el miedo al escándalo y la vergüenza, asaltado por las dudas y las angustias, Bernier se atreve a reivindicar la plenitud gozosa de aquello a lo que la naturaleza lo inclina: «Naturaleza manda. Obedece». Ello le conduce a momentos de plácida aceptación de sí: «Los tormentos íntimos, las crisis, el pesimismo, cesaron». Pero es siempre una tregua, no una paz definitiva. La batalla interna continúa, y puebla páginas de una belleza deslumbrante y de una hondura estremecedora, mientras se multiplican, incesantes, sus búsquedas, sus éxitos y sus fracasos, la clandestina persecución del placer prohibido, doble, triplemente perseguido…y, quizás por ello, excitante y turbulento. Luego, ese deseo irreprimible de carne masculina joven se analiza en una conciencia lúcida, se traduce en palabras, se culpabiliza o se perdona, se reivindica o atormenta, se condena o se acepta, en un incesante tejer y destejer que es la virtud esencial de este «Diario», escrito con una sinceridad que estremece, y un valor digno de encomio.

El Diario de Bernier está conformado por un conjunto de páginas autobiográficas que cubren el período que va de 1918 a 1947, es decir, desde los 7 a los 36 años. Los registros de los años infantiles, sobre todo en la aldea, son probablemente un añadido posterior, tardío, aunque de notable interés. Luego está el «diario de la guerra», guerra que Bernier cursó en el «bando nacional», no por opción, sino por obligación, porque, como a tantos, «lo cogieron». Cuando lo licencian, en junio de 1939, Bernier escribe: «Ahora vuelvo a Córdoba, mi Córdoba de los fusilamientos, de las prisiones y de la sangre. Y después de tantos años de luchar en el bando vencedor, vuelvo vencido como licenciado de un batallón de castigo». Nunca le perdonaron sus amistades liberales y republicanas de antes de la guerra. Su descarnada visión de la guerra (sobre todo en el frente de Teruel) estremece hasta a quienes ya están acostumbrados a leer sobre aquellas atrocidades.

Pero también estremece -incluso más- la poderosa visión que nos transmite de la España de posguerra, aunque sólo sea como telón de fondo de sus aventuras y correrías amorosas. El bisturí de la guerra ha desangrado el tejido social, lo ha hecho jirones, y la represión de la posguerra deja, sobre todo entre las clases populares, un verdadero campo de ruinas en el que la lucha por la supervivencia da pie a escenas que Bernier captura con trazo demoledor: niños y adolescentes, huérfanos, que se prostituyen en los parques para poder comer, adultos muertos de hambre por las calles (y que suscirtan entre los bienpensantes y los adinerados el comentario de: «Están borrachos», sabiendo que es mentira)…

El Diario de Juan Bernier es, en todos los sentidos, una pieza singular, única, una joya literaria que faltaba, que ha necesitado más de medio siglo para que pudiera emerger a la luz, pero que ya podemos disfrutar, merced, entre otros, a la valentía de Editorial Pre-Textos. Esperemos que no sea necesario otro medio siglo para que el público y el planeta literario español acaben por reconocerlo.