Marienbad eléctrico
El último libro de Enrique Vila-Matas es un canto a la inteligencia, al arte, a la conversación y a la amistad
Aunque se trata, en cierto modo, de un «libro de encargo» (la editora francesa de Vila-Matas, Dominique Bourgois, le hizo una petición para que escribiera sobre su relación con la artista Dominique Gonzalez-Foerster, con la que se reúne esporádicamente desde 2007 y con la que ha colaborado ya en distintos proyectos), Marienbad eléctrico es un artefacto literario auténticamente «made in V-M», es decir, un texto novedoso, sorprendente, heterodoxo e instructivo, en un plano que no tiene nada que ver con la divulgación de un saber ya sabido, sino con la exploración de esos abismos que realmente se abren bajo nuestros pies cuando nos preguntamos por cosas como: ¿tiene sentido, algún sentido, el arte?
Ya en su novela anterior, Kassel no invita a la lógica, Vila-Matas se había metido –con enorme valentía– en un verdadero avispero: reivindicar, desde su propia experiencia vital y literaria, el valor del arte de vanguardia contemporáneo, algo sobre lo que domina (no sólo en círculos ajenos, sino también en todo tipo de ambientes culturales) la idea de que es un rompecabezas sin sentido, cuando no una verdadera tomadura de pelo. Allí donde tantos no ven «nada» (o ven meros caprichos de gente que tras una pátina artística esconden un vacío creativo absoluto), Vila-Matas nos descubría un universo repleto de estímulos y significados, una materia viva capaz de liberar la energía necesaria para insuflarnos nueva vida y darnos elementos sustanciales para reinterpretar y comprender el mundo.
Es en el marco de esa peculiar «filosofía del arte» donde puede inscribirse esta –en cierto modo– «secuela» de aquel libro, pues se respira un idéntico sentimiento de simpatía e identidad con ese arte y una similar invitación a que explotemos nuestra inteligencia (y no otros instintos depredadores) y nuestra sensibilidad para extraer de las mejores de esas propuestas artísticas un jugo que puede ser absolutamente necesario para alcanzar una cierta plenitud vital y un entendimiento más claro de un mundo suspendido al borde de un abismo permanente.
Para seguir proyectando el impulso de aquel libro, Vila-Matas no podía elegir mejor partenaire que Dominique Gonzalez-Foerster, «una de las artistas francesas más reconocidas en la escena internacional» (Le Monde), cuyas instalaciones han recorrido en las dos últimas décadas las mejores y más prestigiosas galerías y espacios de arte del mundo (desde la Tate Modern londinense al Pompidou francés o la Documenta de Kassel…), siempre con propuestas renovadoras, sorprendentes… y cargadas de literatura.
Y ese es sin duda un dato a resaltar inevitablemente a la hora de tener en cuenta la admiración y la cercanía de Vila-Matas a la obra de DGF: la común pasión literaria. Los libros son un ingrediente esencial en la mayoría de las instalaciones de DGF. Y la propia artista, que ya había sido definida en algún momento «como una evadida de la literatura», recuerda en un texto incorporado a este libro que: «En un breve texto grabado en la pared a la entrada de la obra Shortstories, que también se presentó en las colecciones del Centro Pompidou, me definí como prisionera literaria de un triángulo formado por Enrique Vila- Matas, Roberto Bolaño y W. G. Sebald».
Nos movemos en el marco de un libro, pues, donde la admiración y la simpatía mutua entre el escritor y la artista son algo explícito y declarado, y no solo eso, sino que precisamente esa admiración, esa simpatía y la amistad a que todo ello da pie, es en realidad la sustancia fundamental del propio libro. En un mundo en el que, como mucho, se prodiga «el halago» (normalmente insincero), al tiempo que se intenta marcar todo tipo de distancias y subrayar diferencias entre los distintos creadores, manteniéndose cada uno apartado en su inaccesible torre de marfil, Vila-Matas no tiene empacho alguno en construir un texto reivindicando lo contrario: reconociendo su interés (muchas veces ligado a la incomprensión) por la obra de DGF, y el estímulo constante que para él han representado tanto sus obras como los esporádicos encuentros y el diálogo amistoso e inteligente con la artista gala. Vila-Matas se autodescribe como un aspirante a doctor Watson que intenta indagar y saber todo lo que puede sobre los proyectos y las realizaciones de DGF, aunque tiene que reconocer que, como dice Conan Doyle en Estudio en Escarlata, al final lo más probable es que sea Holmes el que sepa más cosas sobre él. Metidos «en el arte de la conversación», y abandonándose muchas veces al «azar productivo», el escritor y la artista, entre sugerencias y a veces malentendidos, acaban construyendo un diálogo tan genuino como divertido, en el que más allá del mutuo espionaje se va dibujando una nebulosa de referencias y expectativas que alimentan no sólo la creatividad de cada cual, sino la necesidad del reencuentro.
El libro podría ser calificado en algún momento de «petulante», si no fuera porque la lucidez de Vila-Matas aborta enseguida toda vana y ridícula pretensión. Y esa lucidez es sobresaliente en un párrafo como este: «DGF sabe que el arte es una de las formas más altas de la existencia, a condición de que el creador escape a una doble trampa: la ilusión de la obra de arte y la tentación de la máscara del artista. Ambas nos fosilizan, la primera porque hace de una pasión una prisión, y la segunda porque convierte una libertad en una profesión». Extraordinaria declaración de principios, que tal vez debiera labrarse en el frontispicio de algunos centros de enseñanza y sacarse como texto de comentario en los exámenes de la selectividad. ¡Cuánta necedad y vacío nos ahorraríamos si esos principios fueran una práctica común!
El libro, que es vila-matiano hasta la médula, discurre por un bosque cuajado de especies muy conocidas: por aquí encontramos a Rimbaud, a Duchamp, a Beckett, a Robert Walser, a Canetti, a Claudio Magris… y a Bioy Casares, el autor de La invención de Morel, el texto en el que se basó Robbe-Grillet para escribir el guión de «El año pasado en Marienbad», de Alain Resnais, prototipo de «ese cine incomprensible» de los setenta que, en vez de renegar de él, una vez más Vila-Matas se atreve a reivindicar: «Me sigue pareciendo -dice- la película que mejor demuestra que para lo incomprensible se necesita un talento muy especial». Ese talento «para lo incomprensible» es lo que, en cierto modo, este libro trata también de reivindicar, pues es siguiendo ese hilo como podemos llegar a territorios verdaderamente ignotos y desconocidos. No hay que temer a lo incomprensible ni huir de ello como si fuera una serpiente pitón: como dice Vila-Matas, «¿Acaso el canto más bello no es siempre el de una lengua desconocida?».
Marienbad eléctrico es un libro cimentado en una curiosa y única piedra angular: el diálogo y la amistad entre una artista «fugada de la literatura» y un escritor detective que ama el juego y el riesgo del arte. Feliz encuentro al que el lector puede sumarse ahora como partícipe de un banquete donde los manjares más suculentos no siempre están necesariamente a la vista. También aquí el lector es invitado a hacer de Watson, siempre que conserve la certeza de que nunca llegará tan lejos como Holmes.