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Vila-Matas: «Aire de Dylan»

«Aire de Dylan», la última novela de Vila-Matas, no es ni un vuelco en su narrativa ni una
mera defensa de su “extraña forma de literatura”

El lector familiarizado con la obra de Vila-Matas suele experimentar una doble reacción al contacto con “Aire de Dylan”. La primera es que le basta con leer dos o tres párrafos, apenas la primera página, para saber que ya “está en casa”. No hay duda. No hay error posible. Ni el mejor imitador podría conseguirlo. Estamos en el mundo de Vila-Matas: un mundo literario propio, singular, extravagante, extrañamente profundo; ante una forma de narrar, de fabular, inequívocamente suya, que de vez en cuando recibe elogios desmesurados como éste: “Las novelas de Vila-Matas están en el punto más avanzado en que se encuentra la novela” (Ricardo Piglia); pero al que, últimamente, una o varias ramas de las generaciones literarias más jóvenes, le han dado algún que otro palo, por “anticuado” y por “repetitivo”. Y quizá cabe aquí recordar también que la crítica nacional más carpetovetónica siempre lo ha tenido por un escritor de “juguetes posmodernos” sin consistencia alguna, por un autor sin “poder narrativo”, incapaz de construir una historia (una historia “tradicional”, al modo de nuestro secular realismo), por lo que tenía que recurrir a hilvanar o reproducir citas de cierto relieve, intentando ganar peso con el fulgor ajeno, pero no logrando más que una metaliteratura libresca, sin emoción y, lo peor, sin trama.

Como, a pesar de todo ello, la fama y el peso de Vila-Matas han ido inevitablemente en ascenso en el escenario cultural y literario español –quizá simplemente por seguir la estela de lo que ocurría en otros países, incluso en Hispanoamérica, y probablemente sólo para no hacer el ridículo–, la atención crítica a su obra ha ido también creciendo en nuestro país. Hasta el punto de que, ahora ya, cada nueva novela de Vila-Matas es un “acontecimiento” en el planeta literario español. Un alunizaje literario que es observado con cierto cuidado y atención, e interpretado desde todas las ópticas posibles.

Bajo una de esas ópticas, “Aire de Dylan” vendría a intentar rectificar, en cierto modo, el modus operandi antinarrativo de Vila-Matas (al tiempo, eso sí, que asesta un golpe inmisericorde a quienes le tratan ya como un autor de retaguardia). En breve: Vila- Matas (por utilizar un símil de la política) se nos habría “derechizado”. Se estaría inclinando en favor de las tesis de la crítica más conservadora, y andaría intentando dar satisfacción a quienes le piden que sea menos libresco y más narrativo, que se deje de citas y ponga personajes, y acción, y trama. En definitiva, que se haga un escritor “como Dios manda”.

¿Y es esto así? ¿Vila-Matas se ha clavado, por fin, en la cruz del realismo patrio? ¿Se nos ha “normalizado”, huyendo despavorido de esas etéreas bandadas de jóvenes narradores que piden hacer astillas la novela o difuminarla, por fin, en el magma sin forma (ni fondo) de internet, los nuevos apóstoles de la googlenovela?

Ciertamente la crítica literaria tiene una manga ancha notable. Caben muchas interpretaciones. Lo que no debería caber, sin embargo, es la pura invención. El castizo “sacarse de la manga” lo que no hay. Y lo que no hay en “Aire de Dylan” es ese Vila-Matas “reformado”, “reconducido”, “normalizado” – “reinsertado”, casi, podría decirse, como si fuera un antiguo “terrorista literario” que ha renunciado a la violencia y vuelve a la vida normal, tras una larga condena y una severa autocrítica de sus “crímenes”.

En “Aire de Dylan”, una vez más, Vila-Matas juega al juego –tan suyo– en el que la literatura y la vida dejan de ser –como el objeto y el sujeto de la metafísica– dos realidades enfrentadas, opuestas, que necesitan librar entre sí una batalla titánica para relacionarse –por ejemplo: la batalla del conocimiento–, sino un complejo y vivo entramado de vasos comunicantes en permanente interacción. Así, el joven Vilnius –uno de los personajes centrales de la novela, o el personaje central si se quiere– vive el drama de Hamlet como un avatar de su vida, al tiempo que intenta encontrar en una supuesta frase de Scott Fitzgerald –”Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien”– una guía maestra para acercarse a su verdadera identidad y a su realidad última –”La mía y la del mundo en general”, dice en un momento determinado–. Literatura y vida; vida y literatura. Eso sí, envuelto todo en una trama novelesca, no nueva, no diferente, sino, tal vez, más densa que en otras ocasiones. Vila-Matas no ha cambiado en absoluto de registro, ni de modus operandi; pero sí que es verdad que en “Aire de Dylan” hay más espesor, más densidad, más “trascendencia” –sin sacrificar, en exceso, ni la ironía, ni la ligereza, ni el humor. Quizá sean sólo los años, o el oficio, o la experiencia: el caso es que Vila-Matas cala más hondo, y lleva los interrogantes de siempre a un nivel aún más profundo. Y lo reitero: sin sacrificar la ironía (¿no es un monstruo de ironía esa madre fatal?), ni la ligereza (esa sociedad de infraleves, de Oblomovs, de aspirantes a no hacer nada, que forman Vilnius y Débora), ni el sacrosanto humor (como cuando el hijo, poseído por el ansia carnal de su padre muerto, se siente salvajamente atraído por la madre, pese a que –como dice magistralmente Vila-Matas–, “nunca había sido muy incestuoso”).

La segunda reacción del lector vila-matiano ante “Aire de Dylan” es la de percibir, de inmediato, ciertas novedades, ciertos cambios, la singularidad de esta melodía dentro del conjunto orquestal. Por ejemplo, el protagonismo que adquieren en ella el teatro (incluida, por supuesto, la vida entendida como función, como representación teatral) o el cine (extraordinario episodio el de la rocambolesca búsqueda de la autoría de una frase de una película de Hollywood) en detrimento quizá de lo específicamente literario, aunque esto, así dicho, no deja de ser una apreciación bastante baladí. También destaca el “aire”, no ya anglosajón (ya presente en “Dublinesca”), sino específicamente “norteamericano”, que respira toda la novela, en cuyo título ya está incluido el mito vila-matiano por excelencia de la cultura americana, el multiforme Dylan, el músico de las mil identidades, al que el joven Vilnius sólo se parece físicamente, del que sólo tiene un “aire”, porque, a diferencia de él, Vilnius quiere ser “auténtico”, de una sola pieza, con una sola identidad inmutable: eso sí, una identidad a lo Oblomov, para no hacer nada.

Para desdicha de muchos, Vila-Matas no se apuñala, no se suicida en “Aire de Dylan”. Como siempre, a la pregunta de hacia dónde camina la literatura de Vila-Matas, podría contestarse con el maravilloso verso de Dylan: “la respuesta está en el viento”.

Daniel Sada: barroco en el desierto

El pasado 18 de noviembre de 2011 fallecía en México DF el poeta y escritor Daniel Sada, uno de los mayores «ignorados» de nuestra literatura.

Daniel Sada ya es un «clásico» en México, pero sigue siendo un gran ignorado en España.Y no porque falten pistas para dar con él. Hace más de una década que el gran Bolaño había dicho y reiterado que, de su generación, Daniel Sada era quien estaba escribiendo la obra más ambiciosa y arriesgada de la lengua española. También Carlos Fuentes, Sergio Pitol, Álvaro Mutis o Juan Villoro han recomendado vivamente la lectura de un autor que, según ellos, «ha renovado la narrativa mexicana» y «será una revelación para la literatura mundial».

En un artículo publicado hace unos años en la revista «Letras Libres», el crítico mexicano Rafael Lemús se preguntaba directamente: «¿Quién es Daniel Sada?». Y reconocía, de partida, que la respuesta no era fácil porque Sada era «entre otras cosas, el autor más incómodo de la última narrativa mexicana. Pocos escritores más esquivos, menos dóciles, para la crítica literaria (…). Cuesta ubicarlo en nuestro canon. Cuesta, incluso, tasar justamente su valor». Para Lemús, más que un narrador, «Daniel Sada es una prosa», «uno de los formalistas más extremos del idioma» y «el más arriesgado de todos».

Sada aprendió al parecer desde muy pronto a medir las sílabas en los versos de las rancheras del cancionero popular mexicano. De ahí pasó directamente al romancero tradicional español, donde constató que la métrica natural del idioma es el verso octosílabo. Y con ese punto de partida, comenzó a urdir tramas en verso, que tenían la gracia de sonar como una prosa de alta eufonía. Guiado por su oído prodigioso, Sada realizó el tránsito hasta levantar una prosa sin par en la que se aúnan los temas y los ritmos del folclore y la cultura popular mexicana con el rigorismo formal del idioma.

Con Sada volvía pues el escritor para quien tanto vale lo que se quiere contar como el cómo contarlo: el trabajo con el lenguaje, la elección de cada palabra, el ritmo y la cadencia de cada frase, la métrica peculiar del idioma, … todo cuenta. La literatura no es sólo el qué sino también el cómo. El estilo. El lenguaje.

Cuando el paladar de los lectores ya se ha hecho a la lengua aséptica, anodina e inexpresiva de los best-sellers -de la misma forma que el paladar de tantos ha sido arrasado por el hábito de la comida basura-, Sada es, efectivamente, un festín de manjares auténticos que puede resultar «incómodo», «inaccesible», «difícil».

Pero el problema no es Sada. El problema son los malos hábitos, el problema es la literatura-basura. Con Sada uno puede, realmente, recuperar el paladar, volver a conector con el sabor originario del idioma, gozar de sus prodigios, deleitarse con sus extraordinarias posibilidades expresivas, chocar y herirse con sus poderosas aristas.

A este peculiar estilo de Sada se le ha calificado, a veces, como «barroco». El propio Bolaño escribió que la obra de Sada sólo era parangonable, en el ámbito hispano, con la de Lezama, «aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que ya se presta bien a un ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto».

Lemús considera, probablemente con acierto, que el «barroquismo» de Sada no es, sin embargo, lo decisivo de su prosa. Lo decisivo está en otra parte: en el juego con el lenguaje popular. No en la repetición o copia de lo que se dice «en la calle» y cómo se dice. No. Se trata de un «juego» culto, literario, pero que tiene como materia básica el lenguaje popular, sin duda una de las fuentes más poderosas de la creación: la que alienta en el Lazarillo, en la Celestina, en el Quijote… Pero, eso sí, elaborado con un gran rigor: un rigor muchas veces ascético, casi bíblico, y con la contundencia expresiva de un western. La Biblia y el western, por cierto, eran dos de sus fuentes de inspiración favoritas. Por tanto, en algo sí llevaba razón, de todos modos, Bolaño: en la lengua de Sada no está la feracidad tropical, sino la atmósfera vacía, el espacio infinito y los espejismos de los desiertos (como lo está en la Biblia y como lo están en los western).

Sada (Mexicali, Baja California, 1953) dejó escrita una obra prolija y extensa: tres libros de poemas, seis de relatos y nueve novelas. Con «Registro de causantes» (1992) ganó el premio Villaurrutia de relatos (el más importante de México). Su novela «Una de dos» (1994) fue llevada la cine. Pero quizá su gran obra maestra sea la novela que lleva por título: «Porque parece mentira la verdad nunca se sabe» (1999, editada en España por Tusquets en 2001), de la que Juan Villoro afirmó que suponía una verdadera renovación de la novela mexicana.

«Casi nunca», la obra con que ganó en 2008 el Premio Herralde de Novela (lo que representó su incursión más seria en el «mercado» literario español), es una muy digna expresión de las virtudes de la narrativa de Sada y una singular invitación a adentrarse en su universo narrativo. La novela plantea un dilema amoroso formulado simultáneamente en clave de humor y en clave sagrada, mitad parodia mitad relato mítico. El antihéroe arquetípico que protagoniza la novela («un tal Demetrio Sordo, agrónomo») tiene que optar entre el amor carnal, sensual y siempre disponible con una puta (la morena Mireya) o el camino ascético y de renuncias que conduce al «amor eterno» (la bella Renata). Todo ello en el marco del México polvoriento y siempre turbio de los años cuarenta.

Sada se desenvuelve con gran soltura por un territorio que le es, sin duda, extraordinariamente familiar. Y consigue que su «narrador» haga verdaderas diabluras con el lenguaje, para regocijo de un lector que, por fin, puede abandonar la planicie narrativa del presente y echarse a volar o despeñarse por los barrancos verbales de una prosa hecha para ser paladeada lentamente y no devorada en un minuto.

Sada pone el listón alto, pero no insalvable. Su proyecto narrativo es arriesgado, pero sin riesgos ¿puede tener algún interés la literatura?

La literatura de Vila-Matas

Escritores de su rango no abundan, ni aquí ni en ninguna parte y de sus muchas pieles, sacamos retales para hacernos abrigos contra los fríos que corren” (Ray Loriga).

No deja de ser una paradoja -y, a la vez, un triunfo singular de la literatura- que el más «excéntrico» de los escritores españoles se haya acabado colocando, de alguna forma, en el centro mismo del escenario literario. Máxime cuando él mismo ha hecho todo lo posible por huir y alejarse de ese escenario, manifestando, una y mil veces, que había renunciado a ser «un escritor español» (e, incluso, que se había aplicado a sí mismo la ley de extranjería).

Ahora bien, hay que matizar enseguida que si Vila-Matas ha alcanzado (incluso contra su voluntad) esa posición relativamente «central» no ha sido sino sobre la base de haber dinamitado previamente la idea misma de un centro fijo (el supuesto «canon» inamovible de un cierto tipo de «realismo español») y de haber creado después, a lo largo de una trayectoria de más de tres décadas, una tupida red de centros móviles o, más exactamente, un complejo sistema de señalizaciones, múltiples y dispersas, que van desde la literatura portátil a la actitud «shandy», desde el silencio «bartleby» al «mal de Montano», desde el escritor desaparecido al autor reencontrado, que han «rebalizado» todo el mapa literario y provocado una sacudida sísmica en el interior de un sistema que tiende, continua y espontáneamente, a recaer en la ramplonería y en el casticismo.

Cuando en 1988 Vila-Matas publicó «Una casa para siempre», dos conocidos críticos literarios españoles destrozaron la novela y, con escasa amabilidad, le mostraron la «puerta de salida». Mejor que no la hubiera escrito, concluyó uno. Al año siguiente, el libro fue seleccionado, junto a otro de Javier Marías, entre las mejores traducciones publicadas ese año en Francia. O más sintomático todavía: mientras una parte de la crítica española lo ignoraba (o incluso lo mandaba callar), un Bolaño todavía muy poco conocido, y aún nada reconocido, reivindicaba ya a Javier Marías y a Vila-Matas como los verdaderos precursores y auténticos fustes de la nueva narrativa en lengua española. Como era de esperar, esa declaración, en aquel momento, no movió un milímetro los muros de la incomprensión.

Y es que Vila-Matas -como en cierta forma le ocurrió también, en su día y en otro ámbito, a Almodóvar- nunca fue un escritor que contara, de antemano, con un público hecho, un público que estuviera, por así decirlo, «esperando su obra». Al contrario. Vila-Matas ha forjado a pulso, novela a novela, relato a relato, «su» propio público: lo ha creado, prácticamente, ex nihilo, de la nada. Nunca escribió para un público espectante ni para una crítica entregada: nunca se planteó hacer la gran novela sobre la guerra civil, ni la gran novela sobre el franquismo, ni la gran novela de la transición: ese «ideal» que ha despeñado tantas vocaciones literarias, incluso muy insignes, y ha generado tantas frustraciones (tantas que, a pesar de los ímprobos esfuerzos dedicados, esas «grandes novelas» aún están por escribir).

En lugar de elegir esa conocida senda hacia el cementerio de los elefantes, Vila-Matas eligió una vía intransitada, nueva, solitaria, un camino lleno de sambenitos (elitista, dandy, metaliterario, compilador de citas) y de áridos desiertos, una vía que hundía sus raíces más profundas en las experiencias literarias más hondas y esenciales del siglo XX (Walser, Kafka, Joyce, Beckett, Roussel…. Perec) y miraba de reojo a la gran literatura europea contemporánea (Magris, Banville, Sebald, Michon…), con el objetivo, inconfesado pero persistente, de levantar un proyecto narrativo distinto, propio y a la altura de los grandes.

¿Dónde reside la singularidad, cuál es la auténtica «marca de aguas» que distingue la literatura de Vila-Matas?

De entre cien destacaría dos signos relevantes. El primero es la construcción del texto narrativo como un tejido intertextual, que se abre continuamente a referencias múltiples (el texto como eje de una experiencia literaria, cultural o artística mucho más amplia que él mismo: como impulso o palanca para leer otros textos, oír determinada música, ver determinadas películas, frecuentar ciertas obras de arte, con las que el texto de Vila-Matas está, por así decirlo, en íntima «comunión», y que ayudan a perfilar y completar el sentido del relato); un tejido en el que, además, se anuda y despliega una relación siempre nueva entre vida y literatura, una relación de simbiosis, que supera las dicotomías y abre paso a una experiencia radical de síntesis.

El segundo signo de relieve que destacaría es el «tema» (horrible palabra, pero insustituible) de la identidad personal. Toda la literatura de Vila-Matas es, en efecto, un perpetuo cuestionamiento de las identidades fijas, obligatorias, inmutables, consagradas, y una invitación continua a fugarse de ellas, a cuestionarlas, a romper sus moldes, a protagonizar una fuga sin fin de sí mismo…, haciéndose extranjero, desdoblándose, creando heterónimos y multiplicándose, cambiando de vida, de ciudad, de hábitos, de nombre, usurpando la vida de otros… Los personajes de las novelas de Vila-Matas protagonizan viajes sin retorno en busca de otras identidades, de ser otros. O, como afirma Alan Pauls, en su literatura habita la gran voluntad de «vivir una vida diferente».

En el diverso, múltiple y cambiante proyecto narrativo de Vila-Matas anida, de alguna manera, el quijotesco propósito de «combatir la realidad con la ficción». La tarea del escritor no es reproducir, ni copiar, ni imitar la realidad, que en su caótico devenir y en su monstruosa complejidad es inasible, inenarrable. Quienes toman ese camino se despeñan por una vía sin salida o caen en la absoluta puerilidad. Para que la vida y la realidad cobren verdadero sentido, tienen que ser «narradas». Sin narración, no hay sentido.

La tarea del escritor no es, por tanto, imitar la realidad, sino buscar la verdad. Realidad y verdad no son la misma cosa. Confundirlas lleva a postular un tipo de narrativa prolija y detallista, que cree que cuanto más empírico y prosaico es el escritor, más cerca está de la verdad. En realidad, lo que ocurre es que, cuantos más detalles acumula, más se aleja de ella.

La verdadera, la buena, la gran literatura opera sin esas servidumbres. Sus armas son otras: la imaginación, la ironía, el lenguaje, una mirada descarnada y valiente, el concepto de la literatura como una aventura de riesgo, una clara visión de la topografía literaria en la que insertarse, una cosmovisión poética del mundo, ningún miedo a la soledad y al fracaso («la pureza de Kafka está en su condición de fracasado», decía Benjamin). Sólo en este tipo de pilares -cree Vila-Matas- puede cimentarse una escritura que salvaguarde el impulso ético de buscar la verdad.

Esta concepción tan inusual de la literatura es la que, curiosamente, acaba por entroncar a Vila-Matas con la tradición cervantina. ¿Tradición? En realidad, la literatura española ha sido bien poco cervantina. Por no decir que no ha sido cervantina en absoluto. Vila-Matas es, también en ese sentido, una clamorosa excepción.

Desde «La asesina ilustrada» (1977, libro primigenio que pretendía provocar la muerte de quien lo leyera) hasta «Dublinesca» (2010, parodia del entierro de la era de la imprenta), la obra de Vila-Matas, tejida con un lenguaje cristalino, sin barroquismos ni exhuberancias, ha conseguido levantar un edificio narrativo que, cuajado de obras maestras (desde «Historia abreviada de la literatura portátil» hasta la gran trilogía formada por «Bartleby y compañía», «El mal de Montano» y «Doctor Pasavento») lo han acabado erigiendo en una referencia, no sólo de nuestra literatura, sino del concierto literario mundial.

 

Europa Central

Ganadora del National Book Award (el más importante galardón de la crítica . norteamericana), «Europa Central» es una novela ambiciosa, pletórica, magistral, una obra colosal, que retrata implacablemente las entrañas del siglo XX

Desgraciadamente hay que comenzar afirmando que W. T. Vollmann es un escritor poco o nada conocido en el ámbito hispano, pese a que su obra publicada alcanza ya las 25.000 páginas (el autor, incluso, ha adquirido una enfermedad crónica en los brazos de tanto escribir en el ordenador) dentro de los más diversos géneros (ficción y no ficción, novela, crónicas, ensayos, etc.) y goza ya de algunos de los reconocimientos más destacados de las letras norteamericanas, donde constituye un «continente» aparte.

Nacido en 1959 en Los Ángeles (California), Vollmann estudió literatura comparada en la universidad de Cornell. En 1982 viajó a Afganistán, donde convivió con los muyaidines; con esa experiencia escribió uno de sus primeros libros de no ficción. Ha asistido como corresponsal a varios conflictos armados: durante la guerra de Bosnia el jeep en el que viajaba fue alcanzado por una mina y estuvo a punto de morir. En las últimas décadas ha colaborado intensamente con los más diversos medios de EEUU: desde el The New Yorker o la Paris Review al Playboy. Entre sus obras ya publicadas destaca un estudio sobre la violencia en siete volúmenes.

Europa Central (2005) es una de sus más destacadas «novelas en relatos»: una fórmula que emplea con frecuencia, y en la que combina la realidad con la ficción, una documentación minuciosa y exhaustiva con una imaginación prodigiosa y un talento narrativo fuera de lo común, ensamblada toda ella con un poderoso rigor arquitectónico. Vollmann funde magistralmente, en todo momento, una mirada panorámica, de enorme amplitud y profundidad, con imágenes microscópicas que nos acercan a las realidades más íntimas, minúsculas e invisibles. Y siempre, y en todo momento, utilizando una prosa febril, a ratos casi alucinatoria, «como si Whitman y Poe y Melville y Bourroughs» escribieran a un tiempo (en palabras de Rodrigo Fresán).

Europa Central recorre todo el período histórico que va desde la Primera guerra mundial hasta la caída del muro de Berlín, pero su verdadero corazón es la «tormenta de acero» que arrasó centroeuropa tras la operación Barbarroja: la invasión alemana de la URSS. Los personajes (reales) que Vollmann emplea para llevarnos hasta las entrañas mismas de esa época son de sobra conocidos: el Sonámbulo (Hitler), el Realista (Stalin), generales y mariscales de campo que participaron en las más importantes batallas (con cierta predilección por los traidores), como el general Vlasov (héroe del cerco de Moscú que acabó sirviendo a Hitler) o el mariscal de campo Von Paulus (que perdió la batalla de Stalingrado y se entregó a los rusos, acabando sus días como  policía en Alemania oriental); como contrapunto a ellos, Vollmann recurre también (y de forma dominante) a algunos de los artistas más destacados y representativos de la época: la escultora, grabadora y pintora alemana Käthe Kollwith, la poetisa rusa Anna Ajmátova, el compositor D. D. Shostakóvich, el cámara Roman Karmén… sobre un fondo por el que desfilan Ródchenko, Meyerhold, Tsvetaeva, Mayakóvski, y un larguísimo etcétera, y donde resuenan constantemente las valquirias wagnerianas y las sinfonías soviéticas, como música de fondo de un choque, de una confrontación, que dejó sobre el campo de batalla más de veinte millones de muertos.

Con su carácter exhaustivo y metódico, y su increíble esfuerzo de documentación, Vollmann es capaz de reconstruir el lenguaje y el alma de una época; pero aún más que eso, literariamente, Vollmann logra conquistar una nueva perspectiva (más viva, más honda) a esas historias, merced a sus espléndidos «narradores», personajes normalmente fieles al sistema totalitario al que pertenecen, cuando no directamente a sus organismos más crueles (SS, NVDP) y sanguinarios, a cuyo cargo corre la vigilancia y el control del protagonista de la historia. Estos narradores no sólo «humanizan» los relatos, sino que también los llevan a ese punto de alucinación, de locura, que da al libro su sello peculiar. La forma en que, con toda inocencia, se justifican, aceptan o simplemente describen las mayores atrocidades da cuenta del clima de la época, de la naturaleza de los sistemas para los que trabajan.

Al tiempo que hace discurrir los avatares de la tormenta de acero y calibra el devastador efecto de la Historia sobre un puñado de artistas, Vollmann construye también una imaginaria relación (entre la traductora Elena, el compositor Shostakóvich y el cámara Karmén) que recorre todo el libro (las más de 800 páginas de este inmenso libro, 50 de ellas de notas y referencias) convirtiéndola en una trepidante, apasionada y obsesiva historia de amor.

“Siempre retrataremos problemas humanos importantes… Debemos proponer la solución a esos problemas; aunque no la encontremos la búsqueda profundizará el retrato… Tendremos la obligación de saberlo todo acerca de lo que estamos escribiendo… Creeremos sin dudar en la existencia de la verdad… Intentaremos ser de provecho a otros además de a nosotros mismos… Jamás escribiremos sin sentimiento…”, puntualizó Vollmann cuando se le pidió, en un medio, que enumerara los mandamientos que todo escritor serio y en serio debe seguir para honrar a su vocación literaria.

En Europa Central, Vollmann absolutamente fiel a estos principios. Y merced a ellos alcanza sin duda un resultado excepcional, ya que no pueden dolernos prendas al afirmar que estamos ante una verdadera obra maestra. Un libro totalmente a contracorriente de las modas y de un poderío narrativo ya inexistente. Lástima que una obra de tal envergadura, editada por Mondadori en 2007, sea, a día de hoy, muy difícil de conseguir.

Ferdydurke

En 1937 -va a hacer pronto 75 años- la editorial polaca Roj daba a la luz un extraño texto de un autor de vanguardia poco o nada conocido en las convulsas letras europeas del momento: «Ferdydurke», de Witold Gombrowicz. El libro desató una cierta polémica, porque desafiaba todas las convenciones narrativas y ponia en solfa casi todas las tradiciones literarias conocidas; pero aquellas voces iniciales quedaron enmudecidas por el súbito estallido de la guerra, una guerra que comenzó borrando a Polonia del mapa.

«Ferydurke» no volvería a salir a flote hasta diez años después, en que se publica en Buenos Aires una traducción al castellano de la obra, cuya «historia» no es sino una reafirmación del carácter excepcionel del texto. En 1964 una nueva edición (que hoy está editada en España por Seix Barral) incluye un prólogo de Sabato, otro del propio Gombrowicz y una nota sobre la traducción.

Aunque había nacido en el seno de una familia acomodada de la nobleza polaca y llegó a cursar la carrera de Derecho -o quizá por ello mismo-, Gombrowicz hizo de la denuncia de los convencionalismos sociales y literarios, de la crítica a la obsesión burguesa por el orden y la forma, y de la burla a la ética de la eficacia y el cumplimiento del deber, la columna vertebral de su vida y de su obra.

Ya su primera colección de cuentos –Memorias del período de la inmadurez (1933), recibido con indiferencia en el mundillo literario polaco de la época-, rezumaba hasta en el título del libro ese aire de desapego a las convenciones y de elogio a la inmadurez que alcanzaría en su primera novela, Ferdydurke (1937), la cima de una verdadera obra maestra.

Pero si sus cuentos iniciales sólo produjeron indiferencia, Ferfydurke logró, desde un principio, dividir y engendrar polémica, entre un grupo de entusiastas, que la defendieron a muerte, y una espesa mayoría que condenó un texto vanguardista, «arbitrario», «estrafalario», que reivindicaba abiertamente la inmadurez, detestaba el reinado de las formas y, encima, criticaba virulentamente el estrecho «nacionalismo» de la sociedad polaca.

Cuando ya comenzaban a apagarse los ecos de esa polémica, Gombrowicz fue invitado por una naviera polaca a inaugurar su línea con Buenos Aires. Cuando Gombrowicz llegó a Argentina, Polonia ya no existía. Había estallado la II Guerra Mundial y su país, dividido y ocupado, se hundía en la devastación. Lo que iba a ser una estancia de apenas tres semanas se convirtió en una permanencia de 24 años y el exilio definitivo de Polonia.

La conmoción por lo que estaba ocurriendo en Europa, las dificultades para sobrevivir en un país extraño del que lo ignoraba todo (empezando por la lengua), la miseria y el aislamiento del exilio, le llevaron a abandonar la literatura. Pero, poco a poco, Gombrowicz fue saliendo de las cenizas, reuniendo en torno suyo (en bares y confiterías, charlando o jugando al ajedrez) un círculo de amigos, de conocidos, de admiradores, de amantes de la literatura, con los cuales acabaría llevando a cabo, en 1946, la célebre traducción al español de Ferdydurke.

A partir de entonces, Gombrowicz va a ir escribiendo su célebre Diario -una joya del género- y también nuevas novelas, como Transatlántico (1952) o Pornografía (1960). Gombrowicz, aun sin desearlo y pese a no escribir en castellano, se acaba convirtiendo en un escritor muy influyente en argentina. Sabato prologa en 1964 una nueva edición de Ferdydurke. Ricardo Piglia llegará a escribir, ya en la década de los ochenta, que «Gombrowicz fue el novelista más importante de Argentina en el siglo XX».

En 1963 regresó a Europa. Vivió primero en Berlín y luego en Francia, hasta su muerte en 1969. Europa no le satisfizo y despertó su nostalgia por Argentina. No pudo regresar a Polonia, donde sus obras estaban prohibidas, aunque circulaban intensamente en la clandestinidad. Su reconocimiento como uno de los grandes escritores del siglo XX, un autor en la estela de los Kafka, Joyce, Musil o Thomas Mann, sólo le llegaría de forma póstuma.

De su extraordinaria producción literaria, Ferdydurke es sin duda su columna vertebral. La hilarante y tragicómica historia de un treintañero que es transformado en un adolescente por decisión del Maestro y Profesor doctor Pimko, narrada en un lenguaje alejado de las convenciones literarias «serias y admisibles», es una obra que abre nuevos horizontes a la creación literaria. Una obra de choque que rompe casi todos los moldes y que, leída hoy, conserva plenamente vigentes todos sus modales subversivos.

Gombrowicz, que hasta el final de sus días desconfió de las «interpretaciones» que se hacían de su obra, escribió para la versión castellana un prólogo destinado a «facilitar la lectura», en el que advierte: «Los dos problemas cardinales de Ferdydurke son: el de la inmadurez y el de la Forma. Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que está ya maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño».

Y Sabato añade: «No creo arriesgado suponer que lo que Gombrowicz llama Inmadurez no es otra cosa que el espíritu dionisíaco, la potencia oscura que desde abajo, como fuerza inferior, presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona, la Forma que la convivencia y la sociedad nos obliga a adoptar. Y así como la Inmadurez es la vida, la Forma es la Madurez, pero también la fosilización, la retórica y en definitiva la muerte».

Desde su publicación hasta hoy la influencia y el prestigio de Ferdydurke no han dejado de crecer. Vila-Matas asegura que su sombra se proyectó sobre mayo del 68. Bolaño lo definía como «uno de los libros más luminosos del siglo XX». De nuevo Sabato aleta de que detrás de su apariencia de «payasada delirante y metafísica» la novela pone en juego «los más graves dilemas de la existencia humana».

Una historia de amor y oscuridad

Este libro del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2007, el escritor israelí Amos Oz, es en primera instancia -y puede leerse- como una autobiografía novelada. La historia de una tragedia familiar encerrada en un enigma que el autor busca denodada e inútilmente desentrañar

Sólo como tal, el libro ya valdría la pena, porque como afirma José María Guelbenzu, estamos «ante un ejemplo de autobiografía bien narrada. Una obra inmensa en el deseo de vivir y de ser, gratificante, emocionante e inteligente». Pero es que, además, Una historia de amor y oscuridad es también muchas otras cosas: una memoria personal, sí, pero también una memoria colectiva, la memoria de un desamor, de un amor no correspondido. La memoria del exilio de los judíos europeos, la memoria de una seducción traicionada, la amarga historia de cómo la «civilizada» Europa se deshizo de «los únicos europeos»: los judíos.

En los tormentosos años 20 y 30 del siglo pasado, y luego en los trágicos 40, durante la guerra y el holocausto, ¿quién era verdaderamente «europeo» en toda Europa, quién creía en una Europa fraternal, solidaria, unida, supranacional? Leyendo a Stefan Zweig (El mundo de ayer. Memorias de un europeo) o los ensayos de Joseph Roth (La filial del infierno en la tierra) o a cualquier otro autor que se haya atrevido a demorarse en el retrato de esa época de crueldad inusitada hacia una minoría fundamental durante siglos en la historia y la cultura europea, llegará a la misma conclusión de la que parte, y en la que se cimenta, Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz: los judíos eran prácticamente los únicos europeos de aquel momento. Los alemanes eran alemanes (sólo alemanes), los polacos sólo polacos, los lituanos sólo lituanos, los franceses sólo franceses…: sólo los judíos eran, además de alemanes, franceses o rusos, europeos. Y, sin embargo, fueron cruelmente perseguidos, exterminados, expulsados: a los que no fueron exterminados, se les empujó fuera de Europa. Antes y después del holocausto.

La historia de esta tragedia, de este amor decepcionado, inspira la memoria de Amos Oz para mostrarnos de forma parsimoniosa, irónica y llena de ternura la vida y milagros de sus antepasados. Una pléyade de intelectuales judíos europeos, cultos, con el don de lenguas (cualquiera dominaba cuatro o cinco lenguas europeas, además del hebreo y el yiddish), amantes de las artes y de la literatura, un poco chiflados, muy tolstoianos, a quienes los progromos, las persecuciones y la intolerancia irán empujando, desde su Polonia, Ucrania, Lituania o Rusia natales, a Eretz Israel, en gran medida contra su voluntad, pero siempre con el alma cargada ya con un esquizofrénico dispositivo de amor y odio a Europa que marcará para siempre sus vidas.

Oz logra reconstruir y ofrecernos un cuadro tan vívido que consigue verdaderamente llevarnos en volandas, introducirnos e involucrarnos en aquel mundo de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, eruditos, reformadores del mundo y ovejas negras que -pese a su alma apasionadamente eurófila- acabarán involucrándose en cuerpo y alma en la gestación y el nacimiento del Estado de Israel.

Esa amplia galería de personajes va preparando el «cóctel genético» del que acabará naciendo Amos Oz, el escritor, el testigo de esa «diáspora inversa», a cuya infancia y adolescencia también vamos a asistir en el interior de un cuadro familiar sobre el que Oz levanta el telón con gran valor y una voluntad minuciosa de explicar, de comprender, de encontrar respuestas a enigmas que lo han torturado toda la vida. Ante todo, el enigma insoluble del suicidio de su madre, cuando él tenía sólo 12 años.Un hecho que cambiaría su vida para siempre y por entero.

En el largo periplo vital que recorre esta novela, de una intensidad narrativa extraordinaria, poblada por decenas y decenas de personajes, cargada de reflexiones y sabiduría, asistimos a una infinitud de hechos trascencentales en la historia reciente de los judíos: pero la clave de los mismos no nos es entregada en términos de historia, o de ensayo, sino de memoria, de recuerdos, de recreación literaria. La vida de los judíos en el Este de Europa a principios del siglo XX, la emigración a una Palestina todavía bajo el Mandato británico, la votación de la ONU que dio carta de naturaleza a la creación del Estado de Israel, la primera guerra entre judíos y árabes, la visión irónica de los primeros líderes israelíes (Ben Gurión, Begin), la marcha de Amos Oz a un kibbutz tras la muerte de su madre…, todo eso y mucho más es magníficamente recreado a lo largo de las casi 800 páginas de un libro que es, a la vez, una inmensa aventura literaria, un ejercicio ejemplar de la memoria y un necesario antídoto contra las nuevas formas de antisemitismo que no cesan de aparecer en Europa. Estemos o no de acuerdo con muchas de las cosas y de las posiciones expresadas por Oz en este libro, en ningún momento debemos olvidar que nos hallamos no sólo ante un escritor de talla verdaderamente universal, sino frente a uno de los más fervientes defensores de la paz, el entendimiento y la coexistencia entre judíos y palestinos.

Pedro Páramo

El 19 de marzo de 1955 -hace ahora, pues, 55 años- la famosa editorial mexicana Fondo de Cultura Económica (FCE) daba a la luz Pedro Páramo, la primera y única novela de Juan Rulfo. Enigmática, luminosa, transparente, la novela de Rulfo se iría convirtiendo con el paso del tiempo en uno de los monumentos literarios más valorado, estudiado y traducido de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Borges la incluyó entre los selectivos textos de su «Biblioteca Personal», donde la define como «una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispana y aun de la literatura». Para García Márquez es «la más bella de las historias que se han escrito jamás en lengua castellana».

«Hay pueblos que saben a desdicha. Se los conoce con sorber un poco de aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Éste es uno de esos pueblos». Ese pueblo es Comala, el pueblo al que se dirige el narrador al comienzo del relato y a donde va a buscar a su padre, «un tal Pedro Páramo». Comala, «un pueblo sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno», como lo describe el arriero que lo acompaña. Un pueblo  «sin ruidos«, vacío, donde todos están muertos, pero habitado por las voces, los recuerdos, la memoria imborrable de quienes allí anduvieron antes de que se convirtiera en el escenario de la desolación.

Comala ha sido interpretada en clave mítica, en clave histórica y en clave puramente literaria. En realidad, soporta perfectamente las tres lecturas, ya que los tres planos se superponen y articulan en el relato de Rulfo, un relato que conjuga lo misterioso y enigmático con una transparencia descarnada, que es, a la vez, fabuloso y estrictamente realista, todo ello expresado en un lenguaje tan denso como austero, de una economía y precisión asfixiante a la vez que cargado de sutiles resonancias míticas. Un lenguaje que parece extraído de los relatos bíblicos, aplicado a una realidad que es la historia de una maldición implacable: la de una tierra y la de un hombre condenados a la destrucción.

El trasfondo histórico de la novela de Rulfo no es otro que la Revolución mexicana, vista desde ese punto de amargura y desencanto que supuso -ya a mediados de siglo- la corroboración de que aquella utopía fracasó, y de que la violencia y la destrucción que arrasaron el país apenas trajeron otra cosa que la ruina de los campesinos, la aniquilación de muchos pueblos y la corrupción política, sin lograr eliminar siquiera lacras históricas como el caciquismo.

Un cacique prototípico es Pedro Páramo, el personaje que da justo título a la novela, y a cuyo ascenso y caída asistimos. Rulfo describe con acerada precisión la espiral que lleva a Pedro Párama a adueñarse y a dominarlo todo: tierras, pastos, ganado, hombres y mujeres, hasta el alma del cura. Toda Comala acaba siendo suya, todas las mujeres son suyas, todos los niños son hijos de Pedro Páramo. Todo es suyo menos aquello que realmente anhela poseer, y al final será víctima de lo único que no puede alcanzar: el amor de su última esposa, Susana San Juan. La codidia de poseer y el delirio de mandar se disuelven en la imposibilidad de alcanzar lo único que podría saciar la sed infinita de Pedro Páramo.

Para esta dura y cruel historia Rulfo crea una atmósfera a la vez delirante y concreta, una atmósfera desgarrada por la absoluta indefensión y soledad de unos personajes que ya lo han perdido todo, hasta la vida, y a quienes sólo queda la escueta veladura del recuerdo.

La aparición de Pedro Páramo supuso una revolución en las letras mexicanas, un revulsivo para la novela en toda Hispanoamérica y el nacimiento de un clásico inmortal de las letras hispanas que, hoy, medio siglo después, conserva intacto su poder y su valor.

Los enamoramientos

40 años después de la publicación de su primera novela, «Los dominios del lobo», Javier Marías vuelve a sorprender con una obra que muestra nuevas facetas de un fenómeno aparentemente agotado en el campo literario: el amor

Cuando en 2007 puso punto y final a su obra magna Tu rostro mañana, tres volúmenes de cerca de 1.700 páginas que le consumieron diez años de trabajo, Javier Marías tuvo la íntima sensación de que esa obra podía ser perfectamente la última que escribiría, ya que en cierto modo había volcado en ella todo lo esencial de su mundo narrativo, explotado exhaustivamente todos los temas que obsesionan y nutren su peculiar mundo literario, y, por otro lado, había llevado hasta un límite irrebasable sus propios recursos narrativos, su singular y excepcional estilo, que le han llevado a ser universalmente considerado como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.

Pero era obvio, al mismo tiempo, que un escritor de la talla y de la naturaleza de Javier Marías, que llevan la literatura como una marca de Caín, grabada en su cuerpo desde su nacimiento, no iba a hacer mutis tan fácilmente. Que, tarde o temprano, reaparecería sobre el escenario, con un nuevo libro bajo el brazo, y que ese libro sería como todos los suyos, una sorpresa inesperada y, al tiempo, una rama perfectamente engarzada en su tronco narrativo, unido al resto no por una trama similar, sino por el mismo núcleo de obsesiones y fobias que constituyen la esencia más íntima de su universo literario.

Así pues, nada hay de extraño ni de reprochable en que, tras anunciar aquella prematura e increíble retirada, Marías vuelva con Los enamoramientos (Alfaguara, 2011), y lo haga con una obra que, alejada del gigantismo proustiano de «Tu rostro mañana», responde a las dimensiones exactas de un relato que trata de llevar al lector a un territorio que éste puede considerar, de antemano, manido y agotado, para demostrale, con otro gran ejercicio de estilo, que hay temas que no se agotan nunca, que siempre hay nuevas facetas que desvelar, que nuestro conocimiento de las cosas es siempre parcial y limitado, es más, que nuestro conocimiento de las cosas humanas jamás puede anclarse en un mundo de certezas inamovibles. Por eso es necesario seguir horadando como topos en esos misterios, saltando por encima de los tópicos y los prejuicios, e intentando nuevas y valientes aproximaciones.

Como era de esperar, Marías no nos ofrece nada que pueda asimilarse a una visión tópica del fenómeno, más que del amor en sí, del «enamoramiento», en el que se entrecruzan y mezclan, inevitablemente, los ingredientes más extremos del actuar humano: la lealtad y la traición, la entrega desinteresada y los celos posesivos, la generosidad y la mezquindad más abyecta. Pero incluso todo esta trama contradictoria de hilos que se entrecruzan y se separan, una y otra vez, no nos es ofrecida como una visión nítida, analítica, sino como el fruto de una introspección (la de la narradora que hilvana el relato de la novela) en la que la conjetura y la especulación son mucho más poderosas que la certeza. Todo ello da pie a las digresiones típicas de la literatura de Marías, que nos acaban conduciendo a un mundo de problemas que acaban revirtiendo inevitablemente en el lector, que debe dilucidar lo acontecido y fijar su postura moral casi de forma paralela (con el mismo nivel de conocimiento y de desconocimiento) a como lo hace la propia narradora.

El lector está, pues, invitado más a compartir incertidumbres que a encontrar remedios. Y es que esto es una novela, y no un manual de autoayuda. Y la literatura, como recuerda Javier Marías. citando a Faulkner, «no sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor».

El Danubio

Se cumplen 25 años de la aparición de «El Danubio» (1986), de Claudio Magris, una de las escasas obras maestras indiscutibles de la literatura europea contemporánea

Si «el río» es una metáfora de la vida y una metáfora de «la identidad» -«no te bañarás dos veces en el mismo río», decía Heráclito-, viajar por un río, desde el nacimiento a la desembocadura, no puede ser sino sumergirse es una experiencia vital de búsqueda y reconocimiento de las múltiples identidades que se suceden en la amplitud del espacio y el espesor del tiempo, y que las aguas reflejan impalpablemente. Si ese río es, además, un «río mítico», como lo es el Danubio, vehículo milenario de la tradición cultural centroeuropea, ese «viaje de conocimiento» promete una experiencia fascinante, enriquecida por el abundante poso literario que arrastra.

Ese el el viaje que el escritor italiano, nacido en Trieste (1939), Claudio Magris, nos ofrece en su obra maestra El Danubio.

El Danubio es, en primera instancia, el relato autobiográfico de un viaje por el gran río centroeuropeo desde sus fuentes en la Selva Negra alemana hasta su desembocadura en el Mar Negro, atravesando Alemania, Austria, Eslovaquia, Hungría, la antigua Yugoslavia, Bulgaria y Rumanía. A su paso, Magris va reconstruyendo y mostrándonos el variado y espléndido mosaico cultural, de pueblos y gentes, de tradiciones e historias, que le permiten ir interrogándose, a cada paso, sobre la civilización de Europa central, la Mitteleuropa. Pero al asomarse a cada una de las estaciones de paso, Magris, en vez de limitarse a bruñir la laca manida de «lo pintoresco», o lo puramente «turístico», se sumerge en las contradicciones esenciales del lugar, provocando visiones auténticamente valiosas y esclarecedoras. Así, el libro va adquiriendo, página a página, una riqueza, un espesor, una profundidad más propia del ensayo que de la narración, sin perder al mismo tiempo la fuerza literaria, la magia y la ligereza que aporta siempre la ficción. Y Magris redondea el libro introduciendo, subrepticiamente, la propia biografía, formativa y sentimental, del autor: redactó este libro -dice- «con la sensación de escribir mi propia autobiografía».

Libro de viajes, ensayo cultural, ficción novelada, autobiografía… todo esto a la vez, fundido en una espléndida síntesis que impide «separar» o «diferenciar» los ingredientes, como un magnífico plato cocinado por un gran chef, creando así una receta, un género nuevo, es lo que constituye la esencia de este complejo libro, que se ha ido abriendo paso poco a poco en nuestro país hasta superar el reducidísimo círculo de «los entendidos» y convertirse en un relativo éxito de ventas.

Su interés aparece, por otra parte, realzado hoy en día por la reciente integración de buena parte de los países danubianos en la Unión Europea y el debate reabierto sobre el papel de Alemania en Europa. Magris, que es un gran germanista, conoce al dedillo las corrientes profundas que se han movido en Centroeuropa desde que allí estaba la limes romana hasta los grandes cataclismos del siglo XX: el hundimiento del imperio austro-húngaro tras la primera guerra mundial y la expansión y derrota del nazismo en la segunda.

Germanista, pero de origen latino, Magris hurga, desde el comienzo, en las contradicciones esenciales de la cultura y de la nación alemana, contraponiendo el espírito de «pureza racial» que simboliza y encarna el Rin en la tradición alemana, con el espíritu de «mestizaje», variedad y diversidad que encarna el Danubio. El «oro del Rin» frente al «Danubio azul». El Danubio, por el que ascendió la cultura griega y latina hasta la bárbara Germania, se convirtió, con el tiempo, en el camino de expansión de la cultura alemana por Mitteleuropa, por la Europa central y oriental. Esa expansión se convirtió en ocasiones en vehículo o excusa para la dominación y hasta para el exterminio en nombre de la «superioridad racial», en nombre del «espíritu del Rin».

El libro de Magris está repleto de advertencias contra esa deriva de Alemania (hoy tan actual como ayer) y es, a la postre, un canto a favor del mestizaje de las identidades culturales, que mutan al mezclarse y unirse, y en contra de las «purezas» étnicas o raciales. El Danubio de Magris no es sólo un accidente geográfico de Europa, sino una opción histórica, cultural y vital. Y una auténtica delicia literaria.

Almas muertas

Creador, junto a su amigo y mentor Aleksandr Pushkin, de la gran prosa rusa del siglo XIX (que luego se prolongará con la obra de Dostoievski, Tolstoi, Turguenev y Chejov), Nikolai Gogol permanece como el más excéntrico, corrosivo y provocador de todos los grandes escritores rusos, y quizá como el más “actual” y “vivo” de todos ellos, por su sorprendente y radical modernidad. Su gran obra maestra, la narración Almas muertas –una obra más en la estela del Quijote– sufre un verdadero “boom” editorial en España, y se revela como una de las grandes creaciones literarias modernas, una cumbre insuperable de la novela satírica y una pieza esencial para entender el devenir y la singularidad de Rusia (algo nada desdeñable ahora que ha vuelto a la escena mundial).

Gogol nació en 1809 en una modesta ciudad ucraniana, en el seno de una familia de la pequeña nobleza cosaca. Prácticamente toda su vida discurrió en el marco de uno de los períodos de mayor represión e intolerancia del XIX ruso, el reinado de Nicolás I, quien tras aplastar el levantamiento “decembrista” (impulsado por un grupo de jóvenes oficiales imbuidos por los ideales ilustrados procedentes de la Francia napoleónica a la que acababan de derrotar) impuso el absolutismo extremo en todo el Imperio, bajo el lema “Ortodoxia, Autocracia, Nación”. Nicolás I estableció la censura en la prensa y las editoriales, impuso un estricto régimen policial, sometió a riguroso control los centros educativos y mantuvo el régimen de servidumbre en el campo, decretando una implacable persecución de cuantas ideas o actos pudieran cuestionar o socavar el absolutismo zarista o la vigencia del régimen de servidumbre. Su celo represivo no pudo impedir, sin embargo, que aun de forma soterrada, el debate sobre las nuevas ideas liberales alcanzase cada hogar, cada aldea, cada ciudad, sobre todo entre la baja y media nobleza.

Gogol nació, creció y se desarrolló en ese ambiente. Desde muy joven sucumbió a la tentación de la literatura. Con solo 19 años, en 1828, se trasladó a San Petersburgo, llevando en su maleta un largo y brumoso poema sobre motivos germánicos, que editó con su propio dinero y la crítica masacró. Gogol recogió todos los ejemplares depositados en las librerías y los quemó.

Aquel fracaso inicial no le hizo, sin embargo, desistir de su empeño y en 1831 volvió a la carga con dos volúmenes de relatos folclóricos de tema ucraniano, filón que continuará explotando en 1835 con sus Relatos de Mirgorov. En esta etapa Gogol escribe aún bajo la influencia del romanticismo alemán (sobre todo, E. T. Hoffmann), pero también del incipiente naturalismo ruso, dando cabida en su obra a elementos contradictorios: lo costumbrista y lo onírico, lo sarcástico y lo patético, el amor a Rusia y la revelación de sus horrores… Pero, sobre todo, Gogol aparece ya como el artífice de una lengua nueva, madura y a la vez fresca, que le gana el favor y la admiración de Pushkin y de Belinski, el gran crítico liberal ruso que saludó su obra como la del gran narrador esperado desde hacía mucho tiempo por la sociedad rusa.

En 1836 Gogol estrena en San Petersburgo una comedia satírica: El inspector general, crítica velada pero encarnizada de la estupidez y venalidad de los funcionarios imperiales rusos, algo insólito en la Rusia de la época. La obra provocó el escándalo de los círculos conservadores y el entusiasmo de los liberales: Gogol teme por su futuro y decide marchar al extranjero.

Vivirá varios años fuera de Rusia, sobre todo en Roma, donde escribió Almas muertas, su obra mayor, cuya primera parte se publicó en 1842.

En Almas muertas Gogol aborda uno de los temas cruciales y a la vez el mayor tabú de la Rusia zarista: la cuestión de los “siervos”. Y lo hace con una originalidad radical, tanto por el argumento, como por la caracterización de los personajes, como por el tono satírico que domina el relato.

La trama es sorprendente. El personaje central, un individuo llamado Chíchikov –y cuyo pasado inicialmente ignoramos– llega a una capital de provincias, se relaciona con los altos funcionarios y los principales terratenientes de la región, a los que, tras embaucarlos con buenas palabras y elegantes modales, les propone un negocio insólito: comprarles sus “almas muertas”. En el lenguaje administrativo ruso ese término designaba a los siervos fallecidos en el período comprendido entre dos censos, y por los cuales el propietario tenía que seguir pagando impuestos hasta que el siguiente censo hiciera “oficial” su defunción. Chíchikov se propone adquirir el mayor número posible de “almas muertas” –realmente muertas, aunque oficialmente aún vivas– pagando precios irrisorios –en definita, como dice con el mayor cinismo, está comprando “algo que no vale ya nada” y que, además, va a librar al amo de seguir pagando impuestos por ellos–, para después hipotecarlas al Estado y hacerse así con la fortuna necesaria para adquirir una hacienda propia y poder llevar una vida con el mayor confort.

Este pícaro farsante, oculto tras la fachada de sus bellas palabras e impecables modales, se lanza a los caminos en busca de su “extraña” mercancía, y ¿qué encuentra? Una realidad deprimente y paródica. De un lado, unos terratenientes carcomidos por la desidia y la ineficacia, despóticos, cultivadores del capricho o enfermos de melancolía. De otro lado, miles y miles de siervos que arrastran una vida lamentable, hacinados en casuchas, entregados a la bebida, degradados hasta extremos inverosímiles. La gran fachada del imperio ruso es demolida página a página por Gogol, que nos muestra la auténtica realidad: una ciénaga de aguas estancadas, podridas, malolientes. Donde la retórica oficial insistía en la nobleza del alma y la vida rusa, Gogol destapa la vulgaridad y la ignominia; frente al discurso de la “armonía social”, muestra el desorden y el caos de una sociedad rota por desigualdades e injusticias atroces.

Que Gogol desnude la Rusia zarista y muestre los harapos reales con que va vestida y lo haga recurriendo a la parodia, al humor, al sarcasmo, a la mejor ironía cervantiva, es sin duda el logro mayor de una obra en la que late, de fondo, un afán: la reforma de Rusia.

Esa misma ansia de “reforma moral” llevaría a Gógol a derivar, poco a poco, a un nacionalismo conservador cada vez más radical, que traicionaba el sentido implícito en Almas muertas. Por eso, sin duda, Gogol acabó quemando en la hoguera la segunda parte de su novela,

Gogol es sin duda el mayor escritor satírico de Rusia, y su obra ha dejado huella en extraordinarios sucesores, como Bulgakov o Siniavski, pero también en la obra de escritores no rusos, como Gombrowicz, Pitol o Vila-Matas. Todos los escritores “excéntricos” reivindican siempre a Gogol como un precedente inevitable. Su capacidad para destruir tabúes, desnudar lo intocable y corroerlo todo con su humor, son todo un logro de la literatura universal.