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Antigua luz

En su nueva novela, «Antigua luz» (Alfaguara, 2012) Banville lleva hasta el límite su idea del pasado como «invención»

Y ningún terreno más fértil, más propicio, para calibrar la certeza de esa idea que el recuerdo del primer amor, el amor adolescente, esa «feliz angustia» que lo altera todo, esa idealización suprema que convierte al objeto amoroso, de carne y hueso, en una diosa a la que se venera sin ninguna restricción.

Ese es el amor que Alex Clave, un viejo actor ya septuagenario, evoca en «Antigua luz». Un amor sin duda singular, pues el joven Clave, de apenas quince años, se enamoró entonces de la señora Gray, la madre de Billy, su mejor amigo. En un cálido verano irlandés de hace medio siglo, Alex y su amante, de 35 años, vivieron una tórrida relación, marcada por los encuentros ocultos, la demanda incesante de sexo, la tiranía de la posesión y el temor a ser descubiertos. Pero desde el principio sabemos, intuimos, sospechamos -pues el narrador nos va dando incesantes pistas, como un Pulgarcito que deja sus migas- que Alex Clave, que tal vez como actor -ya retirado- puede que fuese un memorializador fiable de los textos y las vidas ajenas, como narrador de su propia vida -y más a 50 años vista de los hechos- es un relator más bien incierto, dudoso, voluble, atrapado en todas las añagazas de la memoria, que no vacila en dar firmeza y creencia a recuerdos más que dudosos, imprecisos, imposibles… Si el amor adolescente por una Venus adulta y deseable ya entraña una idealización muy intensa, la reconstrucción que hace la memoria de ella, tras los abismos del tiempo, entra ya en la categoría de la «invención del pasado». Sólo que de ello Alex Clave sólo será consciente al final de la novela, cuando su «invención» sea contradicha por un testimonio que la desfigura y la enmarca, poniendo violentamente al desnudo la irrealidad de esa construcción aparentemente sólida que es una «identidad» sostenida en un relato, tenido por cierto, por real, pero en gran medida falso, inventado.

Pero el amor de Alex por la señora Gray no es la única trama que fluye en «Antigua luz», una novela que tiene vasos comunicantes muy intensos y directos con otras dos obras anteriores de Banville: «Eclipse» (2000) e «Imposturas» (2003). De hecho, Alex Clave es el mismo actor al que ya vimos en «Eclipse» narrar su propio colapso vital y tratar de reconstruir, en su retino familiar, el hilo de una vida truncada, más que por el fracaso profesional, por el rumbo ingobernable que ha tomado su relación con las dos mujeres esenciales de su vida: su esposa Lydia y su hija Cash, aquejada de una imprecisa enfermedad mental y a la que la une un difuminado trauma incestuoso. En «Imposturas», Cash es la joven que convoca en Turín al impostor Axel Vander, un famoso deconstruccionista posmoderno, asentado en California, que esconde un turbio pasado de simpatías nazis, y con el que acaba tejiendo una extraña e impetuosa relación, que finaliza con el suicidio de ella, arrojándose desde la torre de una iglesia sobre las rocas de un acantilado junto al mar.

En «Antigua luz», un perverso y juguetón Banville riza el rizo, y hace que Alex Clave, ya retirado e inmerso en las fantasías de su amor adolescente, sea de pronto invitado a rodar una película ¡sobre la vida de Axel Vander! Mr. Clave, que ignora la relación que su hija tuvo con Vander antes de su suicidio, diez años después de aquel trágico suceso va a caminar toda la novela por el filo del precipicio de una verdad que ansía conocer, pero que aún no logra establecer. En el curso del rodaje de la película, Clave va a trabar relación con una joven actriz, una estrella de cine, que vive el trauma de la reciente muerte de su padre, y que intenta suicidarse -sin conseguirlo- en el curso mismo del rodaje. Llevando el juego de espejos y simetrías y trampas hasta el final, Banville hace que su narrador, Alex Clave, lleve a la joven actriz al escenario mismo de la muerte de su hija, en un intento ciego, desesperado, inútil y tortuoso por alcanzar una verdad que se le escapa, pero que está a punto de tocar con los dedos.

Novela intensa y apasionada, «Antigua luz», como todas las de Banville, teje un nudo a nuestro alrededor, no sólo por lo atractivo de sus tramas, o por sus sugerentes ideas, sino ante todo por el poderío de su estilo y la belleza y precisión de su lenguaje. Maestro de maestros en la escritura de nuestros días, Banville es un escultor de la prosa, alguien que talla una a una las frases de su texto, con una delicadeza, concisión, verdadera originalidad y contenido lirismo, únicos en la literatura de hoy. Una vez más, en esta novela Banville es fiel a su singular divisa como escritor: «La frase es el mayor invento del hombre». Hilando una frase con otra, tallándolas con exquisita perfección, la narrativa de Banville acaba adquiriendo un destello deslumbrante. E iluminados por ese destello, por esa luz incierta, antigua, vamos asistiendo a esa tarea infinita de Penélope que es la reconstrucción narrativa del mundo, en fin , la literatura.

Las novelas negras de Banville

A su paso por Madrid, para particitar en el certamen Getafe Negro y presentar su nueva novela, John Banville, el mejor estilista de la lengua inglesa, nos deja esta certera recomendación: «Contra la crisis, novela negra»

John Banville (Irlanda, 1945) es el último eslabón de esa prodigiosa cadena de grandes escritores irlandeses que han marcado la tónica de la literatura europea, e incluso de la literatura en lengua inglesa, en el último siglo: Oscar Wilde, Bernard Shaw, James Joyce, Samuel Beckett… A la sabiduría literaria de todos ellos, Banville ha añadido un nuevo ingrediente: su versatilidad, su capacidad de afrontar retos muy dispares, sin sacrificar en ninguno de ellos su enorme nivel de exigencia: ese que le ha llevado a ser calificado por el maestro de la crítica George Steiner como “el mejor y más fino estilista de la lengua inglesa”.

La última faceta de este escritor magnífico, autor de obras maestras como “El intocable”, “Imposturas” o “El mar” (premio Man Booker) (todas ellas editadas por Anagrama), es su desdoblamiento en dos autores: el Banville clásico, austero, escultor de frases memorables, dueño del secreto del lenguaje; y Benjamin Black, un heterónimo, dedicado en exclusiva a la escritura de “novela negra”. Un doble, un hermano gemelo, que se está mostrando además muy prolífico: cuatro novelas en apenas cinco años, todas ellas de una impecable factura literaria, y alimentadas por esa secreta cualidad de la literatura negra que le inyectaron sus creadores modernos (Hammett, Chandler y cía): ser un instrumento inigualable para hurgar en las entrañas ocultas de la sociedad, en los entresijos del poder, en los rincones más siniestros de la sociedad, en las capas más escondidas de la psique humana, en los engranajes y las historias más ocultas de un país: en breve, en el lado oscuro de la realidad. Para ello, Banville ha puesto en marcha una saga narrativa con dos ingredientes esenciales: el Dublín brumoso de los años 50 y un personaje literario muy potente, el médico forense Quirke.

“El secreto de Christine” (2006) es el primer eslabón de esa trama negra que tiene como protagonista central a Quirke. La primera innovación de Banville/Black es que Quirke no es un detective, ni un policía, ni un agente secreto, ni un asesino, ni un delincuente. Es un médico, un patólogo, un forense: su trabajo consiste en hacer autopsias. Los muertos parecen seres mudos, inevitablemente sumergidos en un pozo del silencio. Sin embargo, “hablan” y, a veces, revelan importantes secretos, escondidos misterios. De esa escueta y sorprendente verdad va a tirar Benjamin Black para cimentar sus relatos. De ella, y también de la disposición del forense Quirke a oír esas secretas revelaciones de “sus” cadáveres, movido por su insaciable curiosidad (por saber, indagar y descubrir la verdad), por su irresistible tendencia a meterse en líos (quizá como respuesta al tedio de una ciudad y una sociedad abotargadas) y tal vez, incluso, también, por un nunca revelado pero real instinto justiciero, que le impulsa irremediablemente a “tirar de la manta”, a no mirar para otro lado, a no abandonar, a enfrentarse a riesgos, verdaderos riesgos, donde su propia vida entra en juego, simplemente para que la verdad salga a flote. Y se haga justicia. ¿Una espina clavada desde su más tierna infancia cuando fue recluido en el orfanato de Carrikclea y tuvo que adaptarse a la dura ley injusta de aquel encierro?

Cuando emerge narrativamente el personaje. Quirke ya es un cincuentón, viudo, solitario, un bebedor empedernido, perpetuo enamorado de su cuñada Sarah, a la que renunció para casarse con la hermana de ella, Delia, fallecida años atrás en un parto. En “El secreto de Christine”, Quirke deambula por un Dublín otoñal, neblinoso, frío, húmedo, el Dublín de los años 50, donde no parece haber otro refugio –para el frío y la soledad– que los pubs llenos de humo y olor a whisky y cerveza. En ese escenario brumoso, la aparición de un cadáver “que no tenía que haber estado allí”, va a desencadenar una espesa trama y una búsqueda febril que van a llevar a Quirke a descubrimientos y revelaciones sorprendentes, en los que su padre adoptivo (el eminente Juez y miembro del Tribunal Supremo, condecorado por el Vaticano) y su suegro (un poderoso mecenas de Boston) aparecen involucrados en una siniestra red de tráfico de bebés desde Irlanda a EEUU, realizada al amparo y con la cobertura de la todopoderosa iglesia católica. Pero llegar hasta el fondo de esa historia va tener un severo coste para Quirke: una paliza que le va a dejar una cojera permanente, y una revelación personal y familiar que va a poner al desnudo su olvidada paternidad, su llaga más secreta.

“El otro nombre de Laura” –segunda novela de la saga– se publicó solo un año después, en 2007. Ha pasado el tiempo. Los rescoldos del caso anterior no se han apagado del todo. Sarah ha muerto. El Juez está ingresado en un hospital prácticamente en coma. Un hastiado Quirke, que ha dejado la bebida y no encuentra ni el modo ni la distancia adecuada para relacionarse con su hija Phoebe, recibe una llamada inesperada. Un conocido de sus tiempos de estudiante, Billy Hunt, le pide un favor insólito: que no haga la autopsia de su esposa, que apareció ahogada en el mar, en lo que aparenta ser un claro suicidio.

Pero cuando el cadáver llega a su mesa de forense, una extraña marca en el brazo lleva a Quirke a olvidarse del amigo y satisfacer una curiosidad que ya de antemano sabe que va a ser fuente de nuevas complicaciones, a las que no podrá resistirse y en las que no dudará en involucrarse; sobre todo cuando su propia hija aparece extrañamente mezclada con uno de los personajes de una trama, cada vez más siniestra, cada vez más peligrosa, y en la que aparecen entremezcladas formas singulares de pornografía, drogadicción, chantajes, celos, ambiciones, deseos de venganza, y la extrema fragilidad de unos personajes cuyos sueños escapan siempre a sus posibilidades.

Maravillosamente escrita, con la concisión, el rigor, la complejidad y el lenguaje rico y preciso de una obra del mejor Banville, esta novela es una indagación colectiva, más que en el entramado delictivo de una ciudad (que también lo es), en el entramado mental y afectivo de un grupo de “outsiders”, de personajes que, por uno u otro motivo, han perdido su anclaje y se ven impelidos a buscarse la vida y los afectos en parajes que lindan peligrosamente con los márgenes. Una novela perfecta, perfectamente narrada.

“En busca de April” (2010), tercera pieza de la saga, recién publicada por Alfaguara, bucea en el enigma de la desaparición de una chica, April Latimer, ligera de cascos pero a la vez doctora en un hospital, amiga de Phoebe, la hija de Quirke, y sobrina de un ministro irlandés. En su nueva indagación, Quirke va a echar mano de dos apoyos: su cuñado Mal (médico obstetra), que hará el papel de Watson, y el inspector Hackett, brazo armado de la ley, que desde la primera novela mantiene con Quirke una relación a medio camino entre la confianza y el recelo, y que se hace cargo de la investigación “oficial” del caso. “En busca de April” profundiza en el mundo del Dublín de posguerra, una sociedad cerrada, hermética, asfixiante, dominada por la iglesia católica, donde las mujeres son denostadas por el simple hecho de serlo, donde la presión social es tan grande, y las expectativas de la gente tan escasas, que la bebida y el crimen parecen las únicas formas de escapar de la tenaza formada por la represión y el tedio.

Con este tercera entrega, Banville/Black vuelve a ratificar la singularidad de su proyecto “negro”. Aquí la trama no es lo esencial. Y las víctimas, en vez de mera excusa para la trama, cobran verdadera vida. La verdad no es nunca incontrovertible, sino algo que se va construyendo lentamente, superponiendo varias perspectivas. El crimen y la muerte horrorizan al narrador, que preferiría no tener ni víctimas. “La novela negra perfecta –ha dicho– sería aquella en la que al final no se ha cometido ningún delito”.

Para Alejandro Gándara, en Benjamin Black, y siguiendo la evolución del género en los últimos tiempos, todo se ha vuelto mucho más melancólico. El mal se ha extendido universalmente y ha alcanzado la conciencia del investigador, que ya es un tipo comido por sus miserias y que camina entre los despojos del progreso material y moral. Resta poco espacio para la épica y el optimismo, aunque el poco que queda Banville/Black lo aprovecha para no despeñarse por completo en un pozo de oscuridad.