Almas muertas
Creador, junto a su amigo y mentor Aleksandr Pushkin, de la gran prosa rusa del siglo XIX (que luego se prolongará con la obra de Dostoievski, Tolstoi, Turguenev y Chejov), Nikolai Gogol permanece como el más excéntrico, corrosivo y provocador de todos los grandes escritores rusos, y quizá como el más “actual” y “vivo” de todos ellos, por su sorprendente y radical modernidad. Su gran obra maestra, la narración Almas muertas –una obra más en la estela del Quijote– sufre un verdadero “boom” editorial en España, y se revela como una de las grandes creaciones literarias modernas, una cumbre insuperable de la novela satírica y una pieza esencial para entender el devenir y la singularidad de Rusia (algo nada desdeñable ahora que ha vuelto a la escena mundial).
Gogol nació en 1809 en una modesta ciudad ucraniana, en el seno de una familia de la pequeña nobleza cosaca. Prácticamente toda su vida discurrió en el marco de uno de los períodos de mayor represión e intolerancia del XIX ruso, el reinado de Nicolás I, quien tras aplastar el levantamiento “decembrista” (impulsado por un grupo de jóvenes oficiales imbuidos por los ideales ilustrados procedentes de la Francia napoleónica a la que acababan de derrotar) impuso el absolutismo extremo en todo el Imperio, bajo el lema “Ortodoxia, Autocracia, Nación”. Nicolás I estableció la censura en la prensa y las editoriales, impuso un estricto régimen policial, sometió a riguroso control los centros educativos y mantuvo el régimen de servidumbre en el campo, decretando una implacable persecución de cuantas ideas o actos pudieran cuestionar o socavar el absolutismo zarista o la vigencia del régimen de servidumbre. Su celo represivo no pudo impedir, sin embargo, que aun de forma soterrada, el debate sobre las nuevas ideas liberales alcanzase cada hogar, cada aldea, cada ciudad, sobre todo entre la baja y media nobleza.
Gogol nació, creció y se desarrolló en ese ambiente. Desde muy joven sucumbió a la tentación de la literatura. Con solo 19 años, en 1828, se trasladó a San Petersburgo, llevando en su maleta un largo y brumoso poema sobre motivos germánicos, que editó con su propio dinero y la crítica masacró. Gogol recogió todos los ejemplares depositados en las librerías y los quemó.
Aquel fracaso inicial no le hizo, sin embargo, desistir de su empeño y en 1831 volvió a la carga con dos volúmenes de relatos folclóricos de tema ucraniano, filón que continuará explotando en 1835 con sus Relatos de Mirgorov. En esta etapa Gogol escribe aún bajo la influencia del romanticismo alemán (sobre todo, E. T. Hoffmann), pero también del incipiente naturalismo ruso, dando cabida en su obra a elementos contradictorios: lo costumbrista y lo onírico, lo sarcástico y lo patético, el amor a Rusia y la revelación de sus horrores… Pero, sobre todo, Gogol aparece ya como el artífice de una lengua nueva, madura y a la vez fresca, que le gana el favor y la admiración de Pushkin y de Belinski, el gran crítico liberal ruso que saludó su obra como la del gran narrador esperado desde hacía mucho tiempo por la sociedad rusa.
En 1836 Gogol estrena en San Petersburgo una comedia satírica: El inspector general, crítica velada pero encarnizada de la estupidez y venalidad de los funcionarios imperiales rusos, algo insólito en la Rusia de la época. La obra provocó el escándalo de los círculos conservadores y el entusiasmo de los liberales: Gogol teme por su futuro y decide marchar al extranjero.
Vivirá varios años fuera de Rusia, sobre todo en Roma, donde escribió Almas muertas, su obra mayor, cuya primera parte se publicó en 1842.
En Almas muertas Gogol aborda uno de los temas cruciales y a la vez el mayor tabú de la Rusia zarista: la cuestión de los “siervos”. Y lo hace con una originalidad radical, tanto por el argumento, como por la caracterización de los personajes, como por el tono satírico que domina el relato.
La trama es sorprendente. El personaje central, un individuo llamado Chíchikov –y cuyo pasado inicialmente ignoramos– llega a una capital de provincias, se relaciona con los altos funcionarios y los principales terratenientes de la región, a los que, tras embaucarlos con buenas palabras y elegantes modales, les propone un negocio insólito: comprarles sus “almas muertas”. En el lenguaje administrativo ruso ese término designaba a los siervos fallecidos en el período comprendido entre dos censos, y por los cuales el propietario tenía que seguir pagando impuestos hasta que el siguiente censo hiciera “oficial” su defunción. Chíchikov se propone adquirir el mayor número posible de “almas muertas” –realmente muertas, aunque oficialmente aún vivas– pagando precios irrisorios –en definita, como dice con el mayor cinismo, está comprando “algo que no vale ya nada” y que, además, va a librar al amo de seguir pagando impuestos por ellos–, para después hipotecarlas al Estado y hacerse así con la fortuna necesaria para adquirir una hacienda propia y poder llevar una vida con el mayor confort.
Este pícaro farsante, oculto tras la fachada de sus bellas palabras e impecables modales, se lanza a los caminos en busca de su “extraña” mercancía, y ¿qué encuentra? Una realidad deprimente y paródica. De un lado, unos terratenientes carcomidos por la desidia y la ineficacia, despóticos, cultivadores del capricho o enfermos de melancolía. De otro lado, miles y miles de siervos que arrastran una vida lamentable, hacinados en casuchas, entregados a la bebida, degradados hasta extremos inverosímiles. La gran fachada del imperio ruso es demolida página a página por Gogol, que nos muestra la auténtica realidad: una ciénaga de aguas estancadas, podridas, malolientes. Donde la retórica oficial insistía en la nobleza del alma y la vida rusa, Gogol destapa la vulgaridad y la ignominia; frente al discurso de la “armonía social”, muestra el desorden y el caos de una sociedad rota por desigualdades e injusticias atroces.
Que Gogol desnude la Rusia zarista y muestre los harapos reales con que va vestida y lo haga recurriendo a la parodia, al humor, al sarcasmo, a la mejor ironía cervantiva, es sin duda el logro mayor de una obra en la que late, de fondo, un afán: la reforma de Rusia.
Esa misma ansia de “reforma moral” llevaría a Gógol a derivar, poco a poco, a un nacionalismo conservador cada vez más radical, que traicionaba el sentido implícito en Almas muertas. Por eso, sin duda, Gogol acabó quemando en la hoguera la segunda parte de su novela,
Gogol es sin duda el mayor escritor satírico de Rusia, y su obra ha dejado huella en extraordinarios sucesores, como Bulgakov o Siniavski, pero también en la obra de escritores no rusos, como Gombrowicz, Pitol o Vila-Matas. Todos los escritores “excéntricos” reivindican siempre a Gogol como un precedente inevitable. Su capacidad para destruir tabúes, desnudar lo intocable y corroerlo todo con su humor, son todo un logro de la literatura universal.