Así empieza lo malo
La última novela de Javier Marías no defrauda. Con maestría conjuga a la perfección un sinuoso hilo argumental, atrevidos ejes temáticos y el poderío de su estilo
No le ha faltado a la crítica esta vez -como no suele faltarle nunca-, el fácil recurso de aprovechar el título del libro –otro título shakespereano, y ya lleva varios desde «Corazón tan blanco»-, para clavarle el rejón a Marías con que hasta aquí ha llegado, que si «Los enamoramientos», su novela anterior, ya marcaba un «desnivel», un descenso de calidad sobre su obra anterior -pese a su indudable éxito comercial-, ahora, con la nueva, de verdad que «empieza lo malo», por no decir que «empieza lo peor», es decir, un Marías en caída libre, que cansa y aburre, que resulta demasiado tiempo tedioso y monótono, y que además «pincha» con una trama excesivamente cotidiana, o incluso «vulgar», casi de «secretos de alcoba» y «mentirijillas de matrimonio», amén de recurrir a personajes poco creíbles o incluso demasiado grotescos (como ese «real» y caricaturesco Francisco Rico, que aparece en tantas de sus novelas, pero que aquí adquiere un volumen mayor), todo ello narrado con un estilo que «ya cansa» de tan reflexivo y repetitivo.
No estoy de acuerdo. Aunque alguna de esas críticas fuese cierta, o llevara una parte de razón, en absoluto puede afirmarse que «Así empieza lo malo» es una rama prescindible, o podrida, o inútil, del frondoso árbol de la obra de Marías (ésta es su novela número 14 desde la ya lejana «Los dominios del lobo», de 1971), ni mucho menos que sea una rama que, como las que estos días se están desgajando de tantos árboles madrileños, merezca ser retirada sin más, o quemada, y que represente un peligro o una amenaza para el lector fiel de Marías (o para el que lo comience aquí a leer). En absoluto.
La novela está ambientada en el Madrid de comienzos de los años ochenta, en los albores de la transición. O más precisamente, cuando esa transición empieza a convertirse en una fiesta colectiva e inconsciente, tras los años tensos posteriores a la muerte de Franco, y cuando ya se ha «pactado» o acordado no sólo una amnistía de todos los delitos políticos del pasado, sino una amnesia colectiva, un olvido general de lo acontecido en los cuarenta años anteriores; un olvido que afecta no tanto a los grandes hechos, sino sobre todo a las pequeñas historias, las historias secretas y ocultas que tuvieron lugar durante la dictadura y cuyos actores -o muchos de ellos- tratan de borrar ahora con gran efectividad a fin de fabricarse la biografía que necesitan para los nuevos tiempos que corren.
En este marco tan propicio para hablar de cuestiones como la oportunidad o inoportunidad de la verdad, sobre la conveniencia o no de desvelar los secretos, sobre la importancia del olvido o la necesidad de la venganza, Marías traza la historia de un singular triángulo: la del joven narrador (que vive la historia en su juventud, aunque la cuenta ya mucho mayor) y la del matrimonio desdichado formado por Eduardo Muriel (cineasta de cierto relieve con un parche en el ojo, al modo de John Ford o Fritz Lang, que tiene al joven narrador contratado, mitad como asistente, mitad como pupilo) y Beatriz Noguera, madre de tres hijos, mujer inestable, con nebulosos y ocasionales desequilibrios mentales, que tiene que sufrir en casa las invectivas constantes y desagradables de un marido que la rechaza y la veja.
Con estos mimbres (y el concurso de algunos secundarios que llegan a alcanzar un protagonismo esencial en la historia, como el doctor Van Vechten, epítome de esos hombres con un «pasado reescrito»), Marías hace avanzar a través de 535 páginas una historia -discursiva a veces, muy dialogada, manejando siempre con cuidado los delicados tiempos de la intriga y la revelación- que pretende hablarnos, como muy bien afirma Jordi Gracia, de «la agobiante espiral de la verdad y de lo justo: la verdad secuestrada por interés espurio, la verdad oculta por razones legítimas, la verdad callada por los efectos canallescos de revelarla, la verdad protectora, la verdad imprudente. Y el rencor que desata no haber sabido antes».
Marías recurre a la figura del joven pupilo, observador, confidente, testigo e indagador -¿tal vez rememorando el papel que él, el «joven Marías», jugaba en cierto momento en la tertulia de adultos de Benet y compañía?- no sólo para recordar y reconstruir los vericuetos de la historia, sino para reflexionarla, darle hondura, mostrar la complejidad de los problemas y colocar a los lectores ante tesituras siempre difíciles y comprometidas, pues nos afectan a todos, querámoslo o no, creámoslo o no.
Marías se muestra, una vez más, como un fino observador del alma humana, de las conductas y pensamientos, de los propósitos y despropósitos de sus personajes, de sus manías y sus sueños, de sus actos y de sus omisiones, de los deseos que los mueven y de los temores que los paralizan, o les obligan a callar, de la ambigüedad y el engaño moral con que frecuentemente actúan, de las pasiones y verdades escondidas que, al emerger (a veces por casualidad, muchas veces sin querer), acaban delatándolos y muestran desnuda y terrible la verdad, una verdad que puede destruir, que puede devastar vidas.
La novela no aboga desde luego por el silencio, ni por callar, ni por mantener los engaños, ni por encumbrar las mentiras piadosas, ni por enterrar el pasado o secuestrar la verdad, en nombre de causas superiores o de la simple oportunidad; en absoluto. No hay un juez Marías que dictamine una sentencia o promueva una condena: esto es una novela. En todo caso, lo que sí se pone en evidencia es la conveniencia de eliminar todo prejuicio, todo esquematismo, e incluso los usos desaprensivos que a veces se hacen de ese supuesto «imperio de la verdad», tras los que a veces se esconden no pocos intereses espúreos.
En «Así empieza lo malo» Javier Marías logra con gran maestría conjugar a la vez los hilos argumentales del relato, los ejes temáticos de la historia y los recursos narrativos de un estilo tan poderoso como singular. Y el resultado es una buena novela, una novela a la que tal vez se le puede achacar la presencia de pasajes innecesarios, cierto desequilibrio entre las dos partes del relato o alguna monotonía en el tono digresivo general del libro (que, por otra parte, es el tono general de la escritura de Marías desde hace más de treinta años). Pero todo eso no dejan de ser minucias al lado de la riqueza permanente de una novela que, como casi todas las de Marías, está llena de sabiduría y buen hacer literario, algo que escasea de forma alarmante en la narrativa española actual.