Ayala y el 27
El pasado 3 de noviembre fallecía en Madrid Francisco Ayala. Tras la muerte de Pepín Bello, era la última llama viva de una Generación, la del 27, que tras tres siglos de decadencia, no sólo rescató sino que puso a la cultura española en la vanguardia mundial. Tenía 103 años y la bonhomía del que, pese a derrotas y exilios, nunca fue doblegado, nunca fue extranjero en ninguna parte, siempre asentó su vida en la defensa de la libertad y la creatividad artística.
Nació en Granada en 1906 y con sólo dieciséis años marchó a Madrid, donde estudió derecho. A finales de los años veinte y principios de los 30 estuvo becado en Berlín, donde asistió al ascenso del nazismo. Por entonces ya había publicado sus primeras narraciones («Tragicomedia de un hombre sin espíritu», la primera, es de 1925). A su regreso sentaría las bases de su carrera como funcionario (fue letrado de las Cortes republicanas) y como docente (en 1936 ya era catedrático de Derecho Político de la Universidad Complutense). Era miembro del partido de Azaña.
El estallido de la sublevación fascista le sorprendió en Chile. Pese a que los franquistas habían fusilado a su padre y a un hermano, y detenido a otros dos, Ayala regresó a España a luchar por la República en todos los frentes. En febrero de 1939, con la derrota ya inminente, partió rumbo a Buenos Aires.
Vivió en Argentina, Brasil, Puerto Rico y Estados Unidos, siempre en contacto con los republicanos españoles. En el exilio no se abonó ni a la nostalgia ni al rencor. Fundó revistas («Realidad»), escribió tratados de sociología, dio clases de derecho, enseñó literatura, ejerció el periodismo, redactó ensayos y publicó sus novelas fundamentales: «La cabeza del cordero» (1949), «Muertes de perro» (1958), «El fondo del vaso» (1962) y «El jardín de las delicias» (1971).
En los años sesenta comenzó a tantear su regreso a España. Se compró una casa. Venía los veranos. Tanteó editoriales para publicar. Comenzó a integrarse en la vida cultural del interior. Pero sólo en 1977, con la democracia, se instaló permanentemente en España.
En 1982 publicó «Recuerdos y olvidos», sus memorias. Quizá pensó que era hora de hacer balance, que le quedaba ya poco. 25 años después, en 2006, tuvo que ampliarlas y completarlas. Y aún seguía vivo.
La España democrática ha volcado en su figura todo los galardones que atesora: miembro de la Real Academia de la Lengua (1984), Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1988), Premio Cervantes…
Era el último «superviviente» de la generación del 27: «Eramos jóvenes y nos oponíamos a todo lo anterior; queríamos hacer tabla rasa de todo, con el propósito de construir un mundo nuevo», dijo aún, recientemente, recordando el «espíritu» de aquella generación, que, heredando el impulso crítico y regeneracionista del 98, y llevándolo aún más lejos, revolucionó el lenguaje, el arte, la cultura, la vida intelectual, en un esfuerzo titánico por salvar un vacío de siglos y colocar de nuevo a España en el carril de la historia. Una generación que supo unir tradición y vanguardia, que amalgamó sus ideales estéticos con los vientos revolucionarios del momento, y que trabajó con el anhelo de cambiar el mundo. La «generación» de García Lorca, de Buñuel y Dalí, de Cernuda y Aleixandre, de Guillén y Gerardo Diego, de Altolaguirre, de Alberti, …
Nada de eso, desgraciadamente, se quiso recuperar cuando se le entregaron premios y galardones. El vector dominante de la cultura española actual rompió amarras, durante la transición, con el espíritu y los ideales de aquella generación. Fundido con el actual «statu quo», subordinado a la nueva industria cultural, volcado en la defensa de sus ingresos y privilegios, temeroso de los cambios que anuncia la revolución cultural en marcha, ese vector dominante de la cultura española carece de todo entronque con el 27. La muerte de Ayala también es un recordatorio de esa lamentable y trágica «desafección».
Ilustración de Lirios Bou.