Bicentenario de Dickens
Marx escribió que Dickens «había proclamado más verdades de calado social y político que todos los discursos de los profesionales de la política, agitadores y moralistas juntos».
Se cumplen doscientos años del nacimiento de Charles Dickens, el más popular y el más leído de los novelistas ingleses de todos los tiempos, y aún pesan sobre su figura distintos sambenitos -la mayoría elaborados por la crítica «modernista» de finales del XIX y principios del XX- que han contribuido decisivamente a crear una imagen muy distorsionada de su legado: que si era el escritor favorito y representativo de la Inglaterra victoriana, que su literatura está penosamente lastrada por un pegajoso sentimentalismo, que sus personajes adolecen de un esquematismo moral extremo -o muy buenos o muy malos-, lo que contribuye a acentuar el irrealismo de sus tramas, o que, en definitiva, está preso de su gusto por artificios verbales demasiado ampulosos. Dickens sería, de aceptar todo esto, un autor «de época», al que no haríamos mal en dejar que durmiera bajo las capas de polvo que van acumulando inevitablemente los siglos.
Y, sin embargo, Dickens sigue vivo. Y hasta escritores como Kafka o Joyce lo tuvieron por un autor de cabecera. Y es que aquella crítica «modernista» -aun teniendo razón en muchas cosas- no podía ir más desencaminada. Quien se hacía pasar por el novelista prototípico de la Inglaterra victoriana fue, en realidad, su crítico más implacable, su observador más satírico, su juez más severo. Marx -que en aquellos años vivía exiliado en Londres y seguía, como cientos de miles de personas, las entregas semanales de sus obras- fue muy consciente de ello. La ineficacia, la malevolencia y aun la perversidad de la mayoría de las instituciones políticas y sociales de la Inglaterra victoriana aparecen constantemente denunciadas y ridiculizadas en las complejas tramas de sus novelas, cuyos protagonistas suelen ser víctimas de ellas. Dickens fue un crítico feroz de la pobreza, de la marginación y la violencia brutal que se cometía contra los pobres, detestaba el «clasismo» británico, no sentía ninguna simpatía por la «familia burguesa», ni por los comerciantes o los ricos, odiaba la aristocracia, y hasta «humanizó» a las prostitutas, a las que la sociedad victoriana trataba como escoria social. Su novelística es la primera que presenta un carácter abiertamente social, sin perder por ello nada de su riqueza literaria. En los albores de la sociedad capitalista triunfante, Dickens dotó a la literatura de la capacidad y el poder de ser un antídoto contra la opresión y la explotación, de encarnar los sueños, las esperanzas y los anhelos de los exlotados y los oprimidos.
Que esto llegara a ser así no obedeció sólo a su enorme capacidad de observación de lo real, sino a sus propias vivencias, a sus experiencias y obsesiones personales. A los doce años, el joven Dickens entró a trabajar en una fábrica de betún de la periferia de Londres, al tiempo que su padre permanecía encarcelado por deudas. Aquella jornadas terribles de diez horas y más de trabajo, permanentemente humillado y maltratado, dejaron en él una huella indeleble. Que al salir su padre de la cárcel, su madre insistiera en que continuara en aquel extenuante trabajo, también le marcó. No se sentía querido, sino rechazado, y ello determinó que, aun a pesar de que llegó a ser un hombre enormemente famoso, aclamado por las multitudes, nunca dejó de ser un «outsider», un desplazado, un ser inadaptado, que no encajaba ni en los círculos sociales, ni en el marco familiar. Pese al escándalo que suponía en la sociedad victoriana, se divorció. A pesar de su fama, del éxito y del dinero, nunca «cambió de bando» y se mantuvo fiel hasta el final a sus denuncias y a sus obsesiones.
Dickens escribió catorce novelas (quince si incluimos la inacabada «El misterio de Edwin Drood»), por el sistema de las «entregas», semanales o mensuales: un método más económico y popular, que lo hacía más accesible al gran público, que vivía con ansiedad la espera de los nuevos capítulos y el desenlace de sus imaginativas intrigas. Algunas de esas novelas, como «Oliver Twist», «David Copperfield», «Casa desolada», «Tiempos difíciles», «Historia de dos ciudades» o «Grandes esperanzas», son clásicos que se reeditan año tras año en todo el mundo. Su célebre «Canción de Navidad» se lee en casi todos los colegios del planeta.
Los ingredientes esenciales de las novelas de Dickens son: la increíble galería de personajes inolvidables que creó, y que componen una radiografía completa y compleja de la sociedad victoriana inglesa; la recreación de escenas y ambientes dramáticos (ciertamente, más teatrales que novelescos, más alegóricos que realistas); una primera visión descarnada de la gran urbe moderna (Londres como un monstruo sin entrañas, sin piedad); el sentimentalismo como arma para denunciar y llamar la atención sobre los abusos e injusticias (sobre la vergonzosa situación de los niños, de los pobres, de los débiles…) y la utilización de un lenguaje que es a la vez cómico y corrosivo, irónico y ampuloso, un lenguaje que ha generado muchos equívocos, pero que sin embargo es el arma clave y esencial de su inmensa creación novelesca.
El lector moderno, de hoy, no puede sino sorprenderse de la vigencia de los temas y de la narrativa de Dickens. Su novela «Oliver Twist» es una de las obras más veces llevadas al cine, por directores de la talla de David Lean o Roman Polansky. La avaricia de sus comerciantes y hombres de negocios encuentra un buen correlato en la presente crisis. En su novela «La pequeña Dorrit» ya denunció la especulación de los mercados. En «Casa desolada» criticó el monstruoso aparato institucional victoriano (modelo de los actuales Estados) y cómo sus interminables litigios de corte y las trapacerías de los tribunales destruían la vida de la gente. La amargura diskensiana ante la realidad, su mirada desilusionada, se veía no obstante compensada con su creencia en la bondad y en el progreso, aunque también sobre esto se fue haciendo más y más escéptico con el paso de los años.
Ejerció durante muchos años trabajos periodísticos (fue incluso cronista del Parlamento), fundó sus propios periódicos, trabajó como actor en el teatro (al que adoraba), se hizo conferenciante por dinero, pero indudablemente lo que más le gustaba era el trato y el reconocimiento del público: al final de su vida hizo giras constantes por Gran Bretaña y por Estados Unidos (su rechazo a la esclavitud le causó problemas) leyendo en público sus obras. Acudían multitudes, que lo aclamaban. Pero el titánico esfuerzo acabó minando su salud. Murió en 1870, a los 58 años, dejando un legado que, como afirmaba recientemente Vila-Matas, «cambió el rumbo de la novela».
Dickens logró en la mayor parte de sus obras aunar en un todo las dos grandes dimensiones de su narrativa: la expresión de su identidad herida y la denuncia despiadada de la ideología y la sociedad victorianas, logrando que una y otra quedaran perfectamente superpuestas e integradas. Toda una lección de arte narrativo que no debería dejarse caer en saco roto en los tiempos que corren.