Chejov: banalidad y tragedia
Leer a Chejov sigue siendo uno de los vehículos imprescindibles para conocer el enorme laberinto del alma humana moderna
El 15 de julio de 1904 fallecía, en un balneario alemán, el escritor ruso Anton Chejov. Emparedado entre los grandes maestros de la literatura rusa del XIX (Dostoievski, Tolstoi, Turguenev…) y las vanguardias de comienzos del XX (que en Rusia se sumaron a la revolución de 1917), Chejov pareció, al menos durante algún tiempo, un autor menor. Pero hoy ha vuelto ya a su pedestal de gigante. Sus cerca de mil cuentos, que escribió en el lapso de poco más de veinte años, renovaron por completo el género y han marcado decisivamente la estructura y evolución de la narrativa breve hasta hoy. Y sus obras de teatro se siguen representando en todos los escenarios del mundo. Leer a Chejov sigue siendo uno de los vehículos imprescindibles para conocer el enorme laberinto del alma humana moderna.
Chejov comenzó a escribir relatos cortos para los periódicos mientras cursaba la carrera de Medicina en Moscú. La penuria de tiempo que imponen los periódicos, apenas 24 horas, reducía los plazos de elaboración y entrega al mínimo. Chejov hizo de esta necesidad virtud. Poco a poco fue eliminando de los textos las elaboraciones innecesarias, las descripciones abigarradas, las moralejas explícitas. El resultado fue una prosa limpia, sobria, concisa, que dota al relato de una agilidad sorprendente y una capacidad expresiva no cerrada, sino en expansión. Con ella, Chejov fundó el cuento moderno. Y en ese molde volcó su extraordinaria capacidad de observación, su pericia para seguir el curso de las emociones y los sentimientos que mueven al hombre, su inconformismo ante un marco social que excluye a la mayoría y ante una moral que no repara en el destino de los que excluye: pero también expresó su profundo amor a la naturaleza y su arraigada convicción sobre el inevitable fracaso de los seres humanos en su anhelo de hallar la felicidad.
Chejov nació en una ciudad portuaria junto al mar Negro en 1860, en el seno de una familia numerosa que no alcanzaba a sobrevivir con los escuálidos beneficios del mísero comercio paterno. “En mi infancia, yo no he tenido infancia”, escribió una vez. Muchas veces tuvo que abandonar el colegio para ayudar al padre o simplemente porque no había dinero para pagarlo. Pero a los trece años descubrió el teatro (muy activo y concurrido en aquella ciudad cosmopolita)…. y de ahí emergió su vocación literaria. La dura situación familiar se agravó aún más cuando en 1874 el padre compró una casa que no pudo pagar, fue embargado y huyó a Moscú. El tema de “la casa paterna” que se pierde y pasa a otras manos, será recurrente en la obra de Chejov, demostrando lo profunda que fue aquella herida.
Los buenos resultados escolares del joven Antón le valieron una beca municipal que le sirvió para marchar a Moscú: era el año 1880, y de inmediato decidió matricularse en la facultad de Medicina. Mientras cursaba la carrera con total seriedad, comenzó a escribir para los periódicos relatos brevísimos, de carácter humorístico, pequeñas “caricaturas” que obtuvieron un gran éxito y se fueron convirtiendo, poco a poco, en el principal medio de subsistencia de la familia en Moscú. Con la experiencia literaria adquirida en la confección de esos “cuentos en miniatura”, Chejov fue elaborando una teoría propia del relato breve, del cuento, que condensaba en formulaciones como. “la concisión es hermana del talento”, “el arte de escribir es el arte de condensar”, etc.
En 1884 acabó la carrera de Medicina, “mi esposa legítima, a la que acabé traicionando por mi amante, la literatura”, publicó su primera recopilación de cuentos y manifestó los primeros síntomas de la enfermedad que veinte años después lo acabaría matando: la tuberculosis. Para entonces, Chejov, con apenas 25 años, era ya muy conocido en los círculos literarios rusos, aunque él se sentía todavía “descontento de lo que escribo” (en diez años, decía, nadie lo recordará) y piensa que necesita un revulsivo, un cambio radical. Viaja a la isla-presidio de Sajalín, en el lejano oriente (escribiría sobre ello un demoledor informe, que provocó un notable escándalo) y luego a Europa: Austria, Italia, Francia… A su regreso, compra (para él y para su familia, que en gran parte todavía depende de él) una finca en las afueras de Moscú, Melijovo, donde permaneció seis fructíferos años (de 1892 a 1898) y donde comenzó a madurar una obra literaria que le convertiría en uno de los grandes escritores de todos los tiempos.
En 1898, por razones médicas, Chejov trasladó su residencia a Yalta, la célebre ciudad portuaria de Crimea, a orillas del mar Negro. Allí estrechó relaciones con Tolstoi y conoció e intimó con Gorki. Y hasta allí, cada vez más enfermo, le llegaban los ecos de los aplausos por sus obras de teatro (“La gaviota”, “El tío Vania”, “Las tres hermanas”, “El jardín de los cerezos”) estrenadas con enorme éxito en Moscú y San Petersburgo.
Murió en el sanatorio antituberculoso de Baidenweiler, en la Selva Negra alemana, con apenas 44 años. Raymond Carver, el gran cuentista americano, escribió una magnífica y conmovedora reconstrucción literaria de la muerte de Chejov en su relato “Tres rosas amarillas”, Carver, como todos los grandes cuentistas americanos del siglo XX (Anderson, Babel, Hemingway, Cheever…) aprendieron su maestría de Chejov.
“En presencia de Chejov todos sentían un deseo inconsciente de ser más sencillos, más sinceros, más ellos mismos”, dice Gorki en sus memorias. Ese “impulso moral hacia el bien” que Chejov suscitaba en la gente es de la misma naturaleza que el impulso que late en su obra, solo que en ella el escritor es mucho menos condescendiente.
Como Proust, Chejov no fue un escritor “político”, pero como aquél nos ha dejado un cuadro despiadado e irónico de la degradación paulatina –tanto económica como cultural– de la nobleza terrateniente rusa y un no menos implacable retrato de la “inteligencia” pequeñoburguesa (las clases a las que pertenecen la mayoría de sus protagonistas, que muy pronto la revolución rusa borraría del mapa).
Pero la mirada de Chejov está llena de compasión y ternura hacia estos, sus personajes, que van a naufragar en sus empresas, ya sean económicas, culturales o amorosas. Su prosa, lírica pero sin excesos retóricos, actúa como un bálsamo que impide caer en el pesimismo más negro, del mismo modo que su fino sentido del humor nos veta reírnos a carcajadas de la desgracia ajena. Los personajes y sus actos, en Chejov, son casi siempre banales; y cuando intentan revolverse contra esa banalidad, contra la mediocridad de sus vidas, entonces se abocan a soluciones trágicas: lo banal desemboca en lo trágico. Atrapados en difíciles dilemas morales inesperados, se hunden por sí mismos. Gorki dice de Chejov que “era capaz de revelar el humor trágico presente en el tenue mar de la banalidad”.
“Suena ingenuo –dice Harold Bloom, el gran crítico literario neoyorquino–, y, sin embargo, el mayor poder de Chejov reside en darnos la impresión, mientras lo leemos, de que allí está al fin la verdad sobre la constante mezcla de infelicidad banal y alegría trágica que impregna la vida humana”.