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Verano

El sudafricano J. M. Coetzee, premio nobel de literatura, ensaya una fórmula narrativa autobiográfica valiente y llena de riesgos

Nacido y educado en Sudáfrica (1940), profesor de literatura y lengua inglesa en Estados Unidos, Gran Bretaña y en la universidad de El Cabo, residente desde hace ya más de una década en Australia, J. M. Coetzee es en cierto modo el prototipo del escritor anglosajón (el único que, por otra parte, ha ganado dos veces el Man Booker, el premio por excelencia de esas letras), a pesar de que, en realidad, nació y creció en el seno de una familia de afrikáners, o sea, los descendientes de los primeros colonos holandeses. No es ésta, con todo, la única paradoja de un escritor, cuya literatura tiene la gran virtud de la «infidelidad», de no resignarse jamás a repetir la misma fórmula (por exitosa que haya sido), que descoloca de antemano siempre al lector, que busca incesantemente perspectivas y modelos narrativos nuevos y que nunca repite, de una obra a otra, el mismo molde literario (aunque no todos ellos sean, hay que decirlo, de invención propia).

Esta permanente variación y novedad de las formas narrativas no afecta, sin embargo, al estilo propiamente dicho, que siempre es equilibrado y elegante, preciso y sencillo, ajeno a todo barroquismo y muy asequible para el lector. Por distintos que sean los moldes de sus obras, la prosa de Coetzee es de las que siempre te acoge y acuna ya desde la primera línea y, sin grandes sobresaltos, de forma sosegada y franquila, pero firme, te lleva en volandas por los meandros de sus argumentos, sus tramas y sus historias, en las que siempre nos aguardan dilemas e interrogantes de gran calado.

En Verano (2010), la tercera de las obras que conforman un ciclo autobiográfico abierto con Infancia (1998) y proseguido con Juventud (2002), Coetzee aborda un fragmento particularmente delicado y subjetivamente trascendente de su vida, ya en el comienzo de la madurez: los años que van de 1972 a 1976, tras su regreso a Sudáfrica después de una larga estancia en Estados Unidos, unos años en que se recrudece el sistema del apartheid y las matanzas, él lleva la vida de un ermitaño solitario cuidando de su padre viudo, trata de encontrar un trabajo adecuado y estable y da a luz su primera novela: Tierras de poniente (1974).

La perspectiva que elije Coetzzee para dar cuenta de este período es verdaderamente inaudita. Él ha muerto ya y un estudioso de su obra, que ni siquiera lo ha conocido, intenta reconstruir, por medio de unas notas que aquél ha dejado escritas, pero sobre todo entrevistando a personas que le conocieron, quién era realmente, qué hacía en esa época, cuál era su actitud hacia la Sudáfrica de entonces, hacia su padre, hacia su familia, cuál era la filosofía de su vida,cuáles sus sentimientos, sus emociones, sus afectos, sus formas de relación con los otros, su horizonte vital, si es que lo tenía. Y, muy especialmente, cómo era su relación con las mujeres.

El bisoño entrevistador da con cinco personajes, cuatro de ellos mujeres con las que el difunto Coetzee mantuvo, de alguna forma, una relación amorosa: la doctora judía Julia Frankl, su prima Margot, Adriana -la madre brasileña de una de sus alumnas- y Sophie, una profesora de literatura francesa y compañera de facultad. Al menos tres de estas cuatro «entrevistas» son trabajos verdaderamente memorables, ante todo por la cruda luz que arrojan sobre el escritor, su temperamento frío y distante, su incapacidad de «acoplarse con otra persona» (en particular con una mujer), su falta de pasión y su débil virilidad, sus peregrinas teorías sobre la sexualidad (como la de intentar acoplar el ritmo del coito a la música de Schubert) o sus extrañas e ineficaces formas de cortejo (las interminables y abstrusas cartas a Adriana).

La imagen que Coetzee construye de sí mismo a través de este complejo y entretenido puzzle no es precisamente heroica: reina una sinceridad descarnada, con leves toques de ironía y una tímida intención autocrítica teñida de aparente objetividad.

Las entrevistas son, asimismo, logradas y creíbles porque esas mujeres que hablan de Coetzee hablan ante todo de sí mismas, de sus vidas, de sus anhelos, de sus ambiciones, y construyen personajes vivos, muy bien definidos, llenos de matices, a través de los cuales, no solo la vida del escritor, su peculiar talante, sus curiosas obsesiones, su extraña manera de ser, se aclaran con notable veracidad, sino que también toda una época queda extraordinariamente iluminada desde todos esos focos distintos, poderosos, cuyas emisiones de luz no solo nos permiten discernir el perfil de las imágenes más cercanas, sino el tamaño y la dimensión de las zonas de sombras que aún quedan por descubrir.

Tu rostro mañana

Tu rostro mañana” es sin duda una obra de madurez, de una madurez pletórica, que a la vez presupone y desborda todo lo hecho con anterioridad por Javier Marías

Poco se puede añadir a lo que ya es público y reconocido y –extrañamente– casi unánime: es decir, que Javier Marías (Madrid, 1951) ocupa no sólo un lugar absolutamente central en la narrativa española de los últimos 25 años, sino que es ya uno de los mayores escritores de nuestro tiempo, lo que es asumido y avalado por la crítica anglosajona, alemana, francesa y, por supuesto, española.

Ello se apoya en muchos factores, pero sobre todo en uno, indiscutible: un puñado de extraordinarias novelas escritas con un estilo propio, singular e intransferible y un mundo narrativo propio, que salta de una a otra y que todas ellas completan y engrandecen.

Algunas de estas obras –como Todas las almas, Corazón tan blancoMañana en la batalla piensa en mí– no sólo han sido laureadas con multitud de premios internacionales, sino también ávidamente leídas por un público multinacional y sorprendentemente amplio. Otras, en cambio, como Negra espalda del tiempo, han hecho torcer el gesto de la crítica más ortodoxa y tropezado con una cierta resistencia, aunque el lector fiel –y sabio– la asumió, la gozó y desde ella ha dispuesto de un extraordinario trampolín desde el que zambullirse en esa magistral culminación de su obra que es Tu rostro mañana, una novela que tanto por su tamaño como por su ambición, y, sobre todo, por su realización y sus logros, está un peldaño por encima de todas las anteriores.

La hazaña narrativa de Marías en Tu rostro mañana no es pequeña. Levantar este inmenso edificio narrativo sin prácticamente ninguna trama, o con una trama tan tenue y sencilla que puede resumirrse en media docena de líneas, no es la menor de sus osadías. Pero todo puede esperarse de un escritor que inicia una novela de 1500 páginas diciendo: “No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido”. Este espíritu de contradicción, que anida en toda la narrativa de Marías, adquiere aquí una dimensión creativa admirable.

Tu rostro mañana contiene el relato minucioso, demorado y digresivo de un narrador, a quien Marías bautiza como Javier, o Jacobo, o Xavier, o Jacques Deza, al que contratan unos telúricos e imprecisos servicios de inteligencia británicos, más o menos herederos o continuadores de aquellos míticos servicios secretos que jugaron un papel crucial en los años treinta y cuarenta y luego en la segunda guerra mundial y en la guerra fría –y a los que estuvieron vinculados tantos profesores universitarios de Oxford y Cambridge–, para que realice una tarea singular para la que tiene, al parecer de su amigo y viejo maestro de Oxford, sir Peter Wheeler, un “don” especial: el don de leer e interpretar en el rostro actual de un desconocido su comportamiento futuro, si será capaz o no de matar, si traicionará o no una determinada causa, o si será leal a ella, incluso hasta la muerte, qué será de su vida, qué será capaz de hacer y qué no,… Un trabajo, una tarea, a la que en algunos momentos se la designa como “intérprete de vidas”.

Y tomando este hilo conductor, Marías nos lleva, con aparente azar, pero con rigurosa necesidad, a uno tras otro de los grandes temas que le obsesionan, que quiere aclarar, que quiere narrar. Muchos de esos temas conciernen al pasado que ha configurado nuestro presente (la guerra civil española, la segunda guerra mundial), lo que ha llevado a algunos críticos a definir la novela de Marías como una “En busca del tiempo perdido” española, lo que se justificaría no sólo por su ambicioso afán de reconstruir el pasado, sino también por la amplitud “proustiana” de la frase o su incansable trabajo de reflexión. Pero, sin dejar de ser verdad que hay un cierto aliento proustiano, a Marías le interesa –más que recobrar el pasado– hacer un cierto diagnóstico sobre el presente, un diagnóstico que requiere del pasado como elemento de génesis y como término de comparación.

Para esta doble ingente tarea de reconstrucción histórica y de diagnosis del presente, Javier Marías “inaugura” una prosa envolvente, de período amplísimo, que enlaza proposición tras proposición, encadena enumeraciones vastísimas, se prolonga con interminables disyunciones (o, ni), y matiza una y otra vez las cosas, hasta alcanzar una precisión digna de encomio. Enroscada como una serpiente, la prosa de Marías encanta y encadena al lector, que no busca nunca un final para esta historia, sino sólo que Marías siga y siga narrando. Su “inusual mezcla de sofisticación y cercanía” –como subrayaba recientemente el crítico literario de la prestigiosa revista The New Yorker– hace de la prosa de Marías un vehículo muy poderoso para que el lector, en vez de desanimarse ante las dificultades –que las hay, porque Marías no hace ni una sola concesión– desee superarlas, y disfrute haciéndolo.

Con Tu rostro mañana Marías ha creado una obra verdaderamente grande, una obra inmensa, inagotable, de obligada y merecida lectura, a la que será necesario volver una y otra vez en el futuro.

Una novela que presupone –y requiere– casi toda su obra anterior, sin la cual la lectura de esta novela pierde apoyaturas, complicidades, motivaciones. Aunque, desde luego, la obra se sostiene por sí misma, y no sólo se sostiene, se erige como un verdadero monumento literario, del cual el lector sale impresionado, enriquecido, deleitado y casi anodadado. El impacto de esta obra es el de cualquiera de los grandes clásicos de la literatura universal.

Némesis

Philip Roth pone en juego todo su talento narrativo en una nueva obra “magistralmente construida y llena de suspense” (J. M. Coetzee), sobre el azar, el destino, la culpa y el castigo

Con ésta ya van cuatro o cinco las novelas breves (o relatos largos) con los que un Philip Roth inacabable (que se acerca ya tranquilamente a los 80 años, pues nació en 1933 en Newark, New Jersey, EEUU), va completando otro nuevo ciclo narrativo dentro de su singular galaxia literaria, en la que dominan los astros de brillo excepcional, aunque también, como es lógico, encontramos algunos satélites opacos.

Hay críticos y escritores (como el premio nobel sudafricano J. M. Coetzee) para los que este ciclo último (formado por Elegía, Indignación, Humillación y ahora Némesis) son aportaciones menores a un canon que alcanzó su cumbre irrebasable con obras como El teatro de Sabbath o Pastoral americana. Y otros (como el irlandés John Banville) que no han dudado en calificar a Indignación como su mejor obra.

En todo caso, sea cual sea su dimensión y su papel en el conjunto de su obra, esta Némesis (Mondadori, 2011) es, sin duda, un relato sobrecogedor, teñido por una concepción hondamente trágica de la existencia y surcado por temas que integran la parte más noble y más honda de la tradición literaria.

La palabra griega “némesis” remite a una justicia cósmica destinada a infligir un castigo ejemplar a quien, aun sin saberlo y aun persiguiendo el fin más noble, comete acciones reprobables. Edipo, conquistador de la efigie y gran rey, tiene que abandonar Tebas convertido en un mendigo ciego, porque su trágico destino le ha empujado a cometer, sin querer y sin saberlo, acciones repudiables: matar a su padre y acostarse con su madre.

Eugene Bucky Cantor (el protagonista de Némesis) es un joven atleta, pletórico y sencillo, especialista en el tiro de jabalina, un modelo y hasta un héroe para sus alumnos, que acaba solo y abandonado en una silla de ruedas, víctima de un castigo ciego, y de otro castigo voluntario que él mismo se autoinflige al cargar con una culpa infinita, de la que no puede escapar.

Némesis está ambientada en el barrio judío de Newark durante el verano de la polio de 1944, cuando un brote epidémico causó 19.000 casos en todo el país. Bucky Castor está trabajando en un centro de verano para niños cuando la epidemia comienza a causar estragos.

Su pasado ya encierra sombrías señales: su madre murió en el parto en el que él nació y su padre es un vulgar ladronzuelo que ya ha pisado la cárcel, y que no le ha dejado otra herencia que las dioptrías suficientes que le impiden alistarse en el ejército cuando su país moviliza a todos los jóvenes para combatir al mal en los frentes de Europa y del Pacífico. A pesar de todo, Bucky ha salido bastante indemne de todo ello gracias a la educación y los cuidados de sus abuelos maternos: una abuela cariñosa y maternal y un abuelo que le ha inculcado los más nobles principios, el sentido del deber y de la responsabilidad y el afán de autosuperación. Gracias a ello ha llegado a convertirse en un atleta magnífico y una persona sencilla, tenaz y responsable, capaz incluso de enamorar a una joven, Marcia, hija de un médico, una chica de ensueño con una familia espléndida, y hasta alcanzar la cota de ser un verdadero héroe para los muchachos del barrio judío, no sólo por su capacidad para dirigirles y enseñarles los deportes que aman, sino porque está dispuesto a enfrentarse a riesgos y protegerlos: un día él solo planta cara a diez italianos del barrio más pobre de la ciudad que han venido provocativamente al barrio judío «a traerles la polio».

Todo parece ir más o menos bien (Castor combate su sentimiento de culpa por no haber ido al frente, como todos sus amigos, con una entrega ejemplar a su trabajo en la escuela de verano) hasta que la polio hace su fatal irrupción en Newark y al poco tiempo empieza a causar estragos entre sus propios alumnos. Mientras la población, aterrada, busca chivos expiatorios por doquier, dando pábulo a todas las supersticiones, Castor dirige su propia indignación hacia un Dios que permanece indiferente a esta cruel e inexplicable matanza de inocentes. Hasta que, un día, la multiplicación de casos en su centro da pie a que una madre le señale como presunto culpable de todo lo que ocurre. Entonces Castor hace lo que todos sus principios morales y su conciencia le prescriben que no debe hacer: huir. Traicionar y abandonar a sus alumnos.

Castor se marcha entonces a un campamento idílico en las montañas, donde no hay virus y donde Marcia le espera. Siente que ha traicionado todo lo que era, pero a la vez la paz y la tranquilidad del lugar, donde va a seguir educando niños, le otorgan una cierta calma… hasta que, de golpe, todo salta hecho añicos otra vez, al aparecer, en su entorno inmediato, un nuevo caso de polio, y luego varios más… La infundada sospecha de que él puede ser el trasmisor de la enfermedad, uno de esos extrañísimos casos de portador aún no afectado, y de que en definitiva él puede ser el culpable de los niños enfermos de la escuela de Newark y quien ha traído la enfermedad y la muerte también a este idílico campamento, se convierte en terrible certeza cuando los análisis demuestran que en efecto él es portador del virus.

Es entonces cuando «némesis» lleva a cabo su implacable castigo: Castor acaba sufriendo la polio, que lo transforma en un lisiado de por vida. Y, al tiempo, él mismo asume una culpa infinita, de la que ya no puede escapar, renunciando a todos sus deseos y convirtiéndose en un inválido no sólo físico sino mental, un ser desvitalizado.

Pero Roth no quiere cerrar el relato dando pábulo a esta visión unívoca de las cosas, ofreciendo esa única perspectiva. Y emplea a su narrador –un antiguo alumno de Castor en la escuela de verano de Newark, infectado también por el virus– para replicar a esa autocondena: “Debo decir que, por mucho que pudiera compadecerme del cúmulo de desgracias que había ensombrecido su vida, aquello no era más que un estúpido orgullo desmedido, no el orgullo desmedido de la voluntad o el deseo, sino el orgullo desmedido de la interpretación religiosa fantástica, infantil”. Para el narrador –que ha logrado rehacer su vida pese a los estragos de la enfermedad– no hay más culpable que la polio, esa insidiosa enfermedad que se ceba en los seres más inocentes, los niños, sin ninguna razón aparente, de forma ciega y trágica. Pero eso Castor nunca lo podrá admitir. Para él sólo hay dos culpables: un Dios maligno e indiferente al sufrimiento humano y él mismo, convertido a su pesar en mensajero del mal.

Némesis entronca, según Coetzee, con obras como Diario del año de la peste de Daniel Defoe o La peste de Albert Camus, en las que se indaga en la psicopatología de sociedades asediadas por enfermedades cuyos mecanismos de transmisión se ignoran, y cuyo verdadero trasfondo es analizar la conducta humana y social cuando el pánico se adueña de una comunidad atacada por una fuerza invisible, desconocida y mortífera. Pero, como muy bien matiza el mismo Coetzee, “en su narración del año de la epidemia de polio, 1944, a Roth le preocupa menos cómo se comportan las comunidades en tiempos de crisis que cuestiones como el destino y la libertad”.

El agente secreto

En 1909, Joseph Conrad escribió la novela que convirtió a las metrópolis modernas en el escenario crucial de la ficción contemporánea

Desde que decidió tomar la pluma en 1893 hasta 1904, Joseph Conrad (nacido en Polonia pero naturalizado británico) sacó a la luz uno de los más grandes monumentos de la literatura europea dedicado casi en exclusiva a un tema -la vida en el mar-, en el que alcanzó tal maestría que sigue siendo hoy un autor insuperado. Pero tras escribir un puñado de obras maestras (El negro del Narcissus, El corazón de las tinieblas, Lord Jim o Nostromo), con el mar como escenario esencial, Conrad decidió dar un giro a su obra, cambiar radicalmente de escenario y dirigir su atención a la gran ciudad.

En 1920, en el prólogo a la segunda edición de su novela El agente secreto (publicada en 1909), Conrad explica las razones que le empujaron a escribirla, así como el hallazgo de un nuevo escenario para su obra: «Se me presentó entonces -dice- la visión de una gran ciudad, de una monstruosa ciudad más poblada que algunos continentes e indiferente, por su humano poderío, a la cólera o a las sonrisas del cielo; un cruel devorador de la luz del mundo. Allí había espacio suficiente para situar cualquier historia, profundidad para cualquier pasión, variedad para cualquier argumento, suficiente oscuridad como para enterrar cinco millones de vidas. De manera irresistible la ciudad se convirtió en el escenario para el siguiente período de profundas e insinuantes meditaciones. Interminables vistas se abrían ante mí en varias direcciones. Necesitaría años para encontrar el camino adecuado».

El mar y la gran ciudad compartían, a tenor de esas impresiones, más de un rasgo común. Comentándalos, Juan Benet destacaba: «entre otras cosas, esa inabarcable extensión solo parcialmente percibida que por su falta de límites ofrece un inapreciable marco a la inabarcable extensión del alma humana, siempre parcialmente percibida; esa permanente posibilidad de aparición del misterio, de la misma entidad cuando se oculta tras la línea del horizonte que cuando puede surgir en una calle desconocida, en una barriada alejada». Y concluye diciendo: «Se diría que Conrad vivía en un estado de permanente vigilancia -muy propio del hombre que había consumido quince años en el mar- hacia todo lo inesperado que pudiera ocurrir en la vida cotidiana y su atención, en franca oposición a la tendencia naturalista de su tiempo, a la escuela que pretendía sacar acta notarial del desarrollo normal de la sociedad aun a través de las anomalías individuales, se dirigía hacia aquel sujeto o hacia aquel suceso insólito que demostraría qué lejos estaba el hombre de su tiempo de conocer el mundo en que vivía».

La gran ciudad ofrecía, sin duda, el escenario adecuado para cumplir ese propósito. Porque si la metrópoli moderna había concentrado por un lado las ingentes masas del poder político, financiero, industrial y social también se había convertido en el refugio de las fuerzas «oscuras» que aspiraban a su destrucción (Conrad es el primer escritor que va a reflejar, en El agente secreto precisamente, la importancia y el sentido del terrorismo urbano moderno), así como también en el recipiente de esa inmensa masa de «desarraigados» y marginados que van a nutrir el filón del «antihéroe» de la novela moderna.

La gran ciudad entra en la novela moderna como escenario y no como simple decorado de la acción o como marco social de un mundo cultural cerrado. Con la misma indiferencia moral, crueldad amoral, incertidumbre y horizontes inciertos que el mar. Si el misterio comienza allí donde acaba la capacidad de dominio, la inabarcable dimensión de la metrópoli se convierte en el más sugerente y perverso ámbito del misterio. Un misterio que comienza a indagarse hace un siglo, siguiendo los pasos del «terrorista» Verloc por las calles de Londres, en las memorables páginas de El agente secreto de Conrad.

Viaje al fin de la noche

«Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón”.

Por este lenguaje descarnado, veraz, vivo, mordaz e hiriente, Céline (seudónimo del escritor francés Louis Ferdinand Destouches, 1894-1961) es uno de los escritores más grandes del siglo XX, y uno de los hombres más odiados por la burguesía cultural y política francesa. Que, además, escribiese, en los años cuarenta, unos odiosos panfletos antisemitas (expresión, como dice Echevarría, “más de una idiosincrasia personal que de una ideología”) ha sido, durante decenios, la “excusa” perfecta para marginarlo y presentarlo públicamente como un “monstruo”, para intentar (desde las poltronas académicas parisinas) desacreditar su literatura y, en definitiva, invalidar esa verdadera bomba de neutrones literaria que es Viaje al fin de la noche, una de las novelas esenciales del siglo XX.

Nada debe extrañar que Céline siga siendo una presencia incómoda en el panorama cultural francés. Esa incomodidad se ha vuelto a poner de relieve estos días cuando su ministro de Cultura (nada menos que un sobrino de Mitterand) anunciaba que Céline (de cuya muerte se cumplen cincuenta años) había sido eliminado de la lista de “celebraciones nacionales” del año 2011. Por su “antisemitismo”. Correcto, pero, entonces, ¿no debería también Francia, patria, fuente y origen de todo el antisemitismo europeo, suprimir todas las celebraciones nacionales dedicadas a sí misma? ¿O no debería el sobrino prohibir toda celebración de su célebre tío, el ex presidente Mitterand, que fue, como es sabido, un activo colaborador del régimen colaboracionista de Vichy, que envió a decenas de miles de judíos franceses a los campos de concentración alemanes?

Céline sigue siendo, cincuenta años después de su muerte, el “chivo expiatorio” sobre el que se sigue descargando la mala conciencia de una nación que aún no puede confesarse a sí misma su ignominiosa conducta en los años de la “ocupación”. “Odiando” oficialmente a Céline creen expresar su “odio” hacia algo “extraño a ellos”, pero en realidad no hacen sino exorcizar en una víctima sus propias monstruosidades.

Y nadie fue, además, más contundente en sacar a la luz ese escenario monstruoso que el propio Céline. Un escritor de raza que ya en la página segunda de Viaje al fin de la noche deja esta perla indigerible: “¡No es verdad! La raza (francesa), lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste, los tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante. Eso es Francia y los franceses también”.

Y así sigue, sin desmayo, durante las 500 páginas de este libro excepcional, que, a pesar de los dicterios oficiales, es uno de los más leídos en Francia, y cuyo autor goza, entre los verdaderos lectores, de una preeminencia literaria que lo coloca como el mejor escritor francés del siglo XX, sólo por detrás de Marcel Proust. También es el autor más traducido, después de Proust.

Nacido en un pueblecito de Francia en 1894, Céline (que tomó este seudónimo de su madre y su abuela) se alistó a los diecinueve años -como tantos artistas, escritores e intelectuales de toda Europa- en una unidad de caballería para participar en aquella “alegría bélica” que las burguesías europeas desencadenaron en 1914, y que no sólo terminó por convertirse en una carnicería espantosa, sino que fue un auténtico tiro en la sién disparado contra Europa misma, que inicia con estos fuegos artificiales, regados de abundante sangre joven, una espiral de autodestrucción, que le llevará en 1945 (tras ese segundo episodio de la guerra inconclusa de 1914-1919 que fue la segunda guerra mundial) a perder toda soberanía y a convertirse en el campo de juego y disputa de dos potencias ajenas: EEUU y la URSS.

El joven Céline es herido grave de buenas a primeras (y recibe por ello hasta una medalla), pero esta corta experiencia es suficiente para que tome conciencia de lo que es la guerra, el ejército, los sinvergüenzas, ineptos y criminales que mandan a la gente a la muerte sin el menor escrúpulo (o sea, los mandos del ejército), y también la actitud de los ricos y poderosos que, en París, siguen de fiesta mientras en las trincheras se desangran miles de jóvenes, seducidos por una quimera y ahora atrapados en barrizales inmundos, esperando la llegada de las balas enemigas.

“Somos vírgenes del horror –dice Céline en Viaje al fin de la noche—, igual que del placer. ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego…”.

Y un poco más adelante, sigue: “Hay muchas formas de estar condenado a muerte. ¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento, por estar en la cárcel en lugar de allí! Por haber robado, previsor, algo, por ejemplo, cuando era tan fácil, en algún sitio, cuando aún estaba a tiempo. ¡No piensa uno en nada! De la cárcel sales vivo; de la guerra, no. Todo lo demás son palabras”.

En 1932, tras una vida llena de peripecias (viajes, exilios, matrimonios fracasados, experiencias en el África colonial, estudios de medicina, nuevos viajes por EEUU, Cuba, Canadá, Inglaterra, Senegal, Nigeria…) y el fracaso de su clínica privada, Céline da a la luz Voyage au bout de la nuit, una novela en la que no sólo vuelca gran parte de su experiencia vital, sino que logra, a través de un lenguaje nuevo, descarnado y liberado de formalismos, una de las críticas más mordaces, lúcidas, profundas e implacables que la literatura ha hecho nunca, no ya de Francia, o de la burguesía francesa, sino de toda la civilización occidental, sobre todo de sus clases dirigentes y dominantes, ávidas de placer, dinero y poder, y dispuestas a mandar a la muerte a quien sea o a explotar salvajemente a pueblos y continentes enteros sin el menor escrúpulo.

Merezca o no una de esas horribles “celebraciones nacionales”, pomposas y genuinamente antiliterarias sobre la que Céline hubiera seguramente escupido; aunque sea abolutamente reprobable su antisemitismo (por otro lado, tan “francés” y tan europeo), lo cierto es que, en este cincuenta aniversario de su muerte, lo verdaderamente indiscutible es que hay que leer —o aún mejor, releer— este Viaje al fin de la noche, que es, en todos los sentidos, una novela inolvidable, una obra cumbre del género narrativo, una mirada, una voz, que entran como un cuchillo hasta el fondo de algo ( y ese algo es nada menos que nuestro mundo, nuestra civilización) y saca a la luz sus miserias y sus gozos, con un lenguaje tan preciso como desvergonzado: el lenguaje de la vida.

Borges. Una vida

Este libro  es una nueva deuda que se suma a la ya incalculable que nuestra cultura –la cultura en lengua española– ha adquirido con los hispanistas de todo el mundo y, en especial, con los hispanistas británicos.

En esta ocasión, se trata de la impresionante biografía de Borges realizada por Edwin Williamson, titular de la Cátedra de Estudios Hispánicos en la Universidad de Oxford, miembro del Exeter College, crítico de la literatura hispanoamericana y renombrado especialista en la obra de Cervantes. Su Borges. Una vida es –en palabras de Harold Bloom– una obra “asombrosamente intensa y original”, una indagación compleja, completa y genuina que “lleva al lector mucho más allá de lo que se conocía de la obra del maestro argentino y su compleja relación con la vida”.

Y es que nos hallamos, efectivamente, ante una de esas obras cruciales, que se atreven a meter el cuchillo más a fondo de lo que lo han hecho todos sus predecesores en esta tarea (malas y regulares biografías de Borges las hay a docenas), formula sin ambages las preguntas esenciales que reclama una obra de este calado y nos ofrece una biografía literaria de extraordinaria hondura y calidad que, por una parte, ilumina y desentraña su vida con el recurso esencial de su literatura y, por otro, interpreta y desvela su literatura a la luz de su vida. Toda la obra de Borges experimenta una poderosa e intensa clarificación a la luz de esta obra, que pone un sólido pilar para el estudio y conocimiento de uno de los escritores verdaderamente esenciales de nuestra lengua.

Nueve años –el doble de los previstos– llevó a Williamson la elaboración y redacción definitiva de esta biografía de Borges. Y es indudable que ese “tiempo extra» sirvió para que la obra alcanzase un peso, una densidad y una consistencia muy notables. Aunque también es muy posible que el progresivo conocimiento y el ahondamiento en el personaje y en su obra acabaran conduciendo al hispanista inglés a modificar progresiva o incluso drásticamente el sentido y la orientación de su trabajo y de su proyecto inicial. Porque el resultado final no es la “clásica biografía”, ni siquiera una de esas magníficas biografías “empiristas” británicas, que hilan a la perfección todos los hechos. Por el contrario, aquí Williamson “depura” los hechos y los reduce a los datos esenciales. De otro modo, una vida como la de Borges, intensa como pocas, habría quedado sepultada bajo una montaña de datos irrelevantes que poco o nada nos habrían ayudado a desentrañar los arcanos de un autor particularmente hermético y amigo del enigma.

Williamson rehúye esa vía trillada, y va en busca de una interpretación integral de Borges. Una interpretación en la que se hace preciso conjugar y articular, en un todo, el devenir de un siglo de la historia de Argentina, con las ideas e ideales políticos que la atraviesan y desgarran –ya que Borges fue un “escenario” y a la vez un “protagonista’ incesante y privilegiado de esa historia y de esos ideales–; el desenvolvimiento pasional y literario de un escritor que, desde su inclusión en las vanguardias de los años 20, unirá intrínsecamente el curso de sus emociones al de su creación literaria; y, en relación a todo ello, la construcción de una obra, una inmensa obra poética, narrativa y ensayística, que habrá de esperar hasta los años 60 –cuando el autor, nacido en 1899, tiene ya más de sesenta años y está ciego– para ser reconocida como uno de los pilares esenciales de la literatura universal.

Para hilar, e hilar bien, todas estas hebras, Williamson se ha valido de todos los recursos a su alcance, procurando sabiamente pasar un poco por encima de los caminos ya trillados –la bibliografía sobre Borges es, a estas alturas, inmensa– para ir a buscar de nuevo, en fuentes originales, testimonios directos, documentos inéditos y un prolongado buceo en la obra de Borges, los elementos que le permitieran establecer un juego dialéctico entre experiencia y escritura capaz de iluminar adecuadamente el “enigma Borges”.

El reparo que algunos han hecho a Williamson de abusar del “instrumental psicoanalítico” palidece ante los logros que aquél le permite obtener. Ciertamente hay reiteración en la utilización de ciertos símbolos –el puñal, la espada, los ancestros, los padres, la mujer redentora, el miedo al fracaso–, pero también es cierto que estos símbolos son auténticas claves sin las que, muy probablemente, Williamson se habría quedado –como tantos otros– en la epidermis de Borges, sin entrar verdaderamente a fondo.

De la leyenda a la realidad

Muchos son los tópicos e ideas preconcebidas que la “leyenda” había consolidado sobre Borges y que Williamson derriba con certeros y demoledores hachazos en este libro.

El arduo contenido filosófico de algunos de sus relatos, la desmedida erudición que traslucen otros y el cosmopolitismo general que respiran contribuyó a que se fijara la idea de que Borges –a diferencia de otros autores hispanoamericanos– desdeñaba la experiencia concreta, la expresión de emociones y el vínculo con la realidad.

También Borges contribuyó no poco a cimentar esa imagen de hombre frío, distante y como desdeñoso. No pocas veces declaró que toda su literatura había brotado de “la biblioteca de su padre”, una biblioteca mitad inglesa, mitad española, donde un jovencísimo Borges –que no acudió siquiera a la escuela: no llegó a acabar ni el bachillerato– se inició en las lecturas de Stevenson, de Kipling, Conrad, Dumas o del Quijote. Williamson sostiene, por el contrario, que “mucho más que esas lecturas, lo que moldeó el carácter y la imaginación del niño fueron las historias que le contaron la madre y sus abuelas”. Los antepasados de Borges se contaban entre los “fundadores” de la Argentina, criollos ligados frecuentemente a hechos de armas heroicos, que, sin embargo, formaban parte ya de un pasado cada vez más olvidado y remoto, más alejado del presente. Sus últimos representantes eran ya familias patricias (como las de sus padres) muy venidas a menos, pero que conservaban –junto a los sentimientos de pérdida y desposesión injusta– el orgullo y la memoria íntegra y viva de su pasado.

Todos los “mitos” familiares, una y otra vez recreados en el relato familiar, y actualizados por la necesidad de “fidelidad” a los mismos, ejercieron un peso tan determinante en Borges y su obra, como lo ejercerían –40 años después– en García Márquez y sus “Cien años de soledad” los relatos de sus antepasados. Sin el peso de esos relatos familiares, Borges no hubiera sido Borges. Y no habría escrito muchos de sus extraordinarios poemas y cuentos donde el duelo, el valor, el miedo, la venganza, el honor y el recuerdo tejen con palabras aceradas una lucha a vida o muerte. Es, pues, un grave error creer que toda la literatura de Borges nació de una pura alquimia intelectual, de la “reelaboración” de lecturas, que fue –en definitiva– la obra de un genio de redoma en una torre de marfil.

Como tampoco su existencia fue la de un hombre encerrado a perpetuidad en una biblioteca, sin ninguna conexión con el mundo exterior. Al contrario. Borges fue un intelectual público toda su vida, con un enorme afán de protagonismo tanto en el mundo literario como en la esfera política.

Desde su temprana simpatía por los bolcheviques (en los años 20) hasta el pacifismo radical de sus últimos días, pasando por su afiliación al Partido Radical, su obstinada lucha antifascista, su acérrimo antiperonismo (en el que siempre vio su lacra de nacimiento, en la estela del fascismo italiano) o su desdichado apoyo a las juntas militares de los 70 (apoyo que retiró en cuanto comprendió su verdadera naturaleza), Borges vivió y participó con una intensidad extraordinaria los avatares fundamentales del siglo XX y, en carne viva, el devenir trágico de Argentina. Pocos fueron tan lúcidos, tan constantes, tan perseverantes en denunciar la catástrofe de su patria. Quizá una de las mayores del siglo XX. Baste recordar que a principios de siglo (cuando nació Borges) y hasta los años treinta, Argentina era una de las naciones más ricas del mundo, un país que rivalizaba con Estados Unidos a la hora de atraer a la inmigración europea: a la muerte de Borges, en 1986, Argentina ya era, a todos los efectos, un país del tercer mundo.

Pero más ardientes aún que su pasión política –sobre la que se proyectan inevitablemente las inagotables sombras ancestrales con su frenético antagonismo (la espada del honor criollo de la Madre; el puñal gaucho del Padre anarquista), son las pasiones amorosas y literarias de Borges, que Williamson anuda con una minuciosidad, una precisión y una hondura verdaderamente admirables a lo largo de las más de 600 páginas del libro.

El torbellino pasional de Borges es interpretado –al igual que el torbellino político– como un sustrato bullente de toda la creación borgiana, desde sus pinitos vanguardistas hasta su conversión en un clásico en vida.

Borges es –para Williamson– un tornado de emociones en busca de un objeto que siempre le es negado. El anhelo de una Argentina democrática, próspera y abierta a los inmigrantes es frustrado una y otra vez. El anhelo –potentísimo– de alcanzar un amor satisfactorio y perdurable tropieza siempre con negativas, deserciones y abandonos, que le llevan a las puertas del suicidio en numerosas ocasiones. Su anhelo de encontrar una “Beatriz”, como Dante, que le permita alcanzar el “cielo” y le sirva de musa inspiradora de su creación literaria, se salda siempre con largas permanencias en el “infierno” y continuas frustraciones literarias.

Aunque hoy nos parezca un “tótem”, Borges fue escasamente reconocido durante la mayor parte de su vida. También su “carrera literaria” fue en gran medida un fracaso. Su libro “Historia de la eternidad”, publicado en 1936, vendió –en su primer año– 36 ejemplares. También fue un fracaso completo la primera edición de “El jardín de senderos que se bifurcan” (que luego incluiría en su libro “Ficciones”) en 1941, que vería también rechazada su opción al Premio Nacional de Literatura. Según el jurado, el libro de Borges era “una obra exótica y de decadencia” que seguía “ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa contemporánea”, suspensa entre “el cuento fantástico, la jactanciosa erudición recóndita y la narración policial”. La obra de Borges equivalía a una “literatura deshumanizada, un juego cerebral oscuro y arbitrario”. Curiosamente estas descalificaciones coinciden, en parte, con los “elogios” que algunos le rendirán después, en la línea de la leyenda de un “genio inhumano”.

La “incomprensión literaria” de Borges coexistía, sin embargo, con un reconocimiento de su personalidad que fue creciendo con el paso de los años. Ni siquiera Perón, en los momentos álgidos de su poder, se atrevió a tocarlo (ni siquiera cuando aquél accedió a la presidencia de la Asociación de Escritores Argentinos), aunque el peronismo siempre procuró su marginación: en 1946 le retiró de su modesto trabajo como bibliotecario en un barrio bonaerense para ofrecerle un puesto en un mercado de aves. Esa retirada le impulsó, sin embargo, a convertirse en conferenciante, donde su voz sugerente y su poderosa y convincente imagen de vate ciego, como un nuevo Homero, lo fueron transformando en un auténtico “mito”. Pero su literatura seguía siendo un hueso “difícil de roer”. Dentro y fuera de Argentina.

Sólo cuando en 1961 comparte con Samuel Beckett el Premio Formentor otorgado por el Congreso Internacional de Escritores, dará comienzo su verdadera reputación literaria en todo el mundo occidental.

La soberanía de la ficción

Este “tardío” reconocimiento literario tiene mucho que ver con la dificultad para percibir la “novedad” que la obra de Borges introduce en el campo literario. Su obra, dice Williamson, “amplía los límites de la ficción”. Por un lado, instaura y proclama que la obra literaria es un “orbe autónomo”, un reino autosuficiente, que ni está obligada, ni debe ni puede “ser un espejo de la realidad” o una copia de ella. Pero es que, además, esa pretensión del “realismo”, amén de abusiva, es fraudulenta. El escritor, para Borges, difícilmente sabe más que el lector sobre cómo es y cómo funciona “realmente” la realidad. Y aún más, la mayor parte de la realidad que conocemos la conocemos ya “ficcionalizada”, puesto que, en definitiva, cualquier forma de representación (una enciclopedia, por ejemplo, compendio de todos los saberes) no es sino una forma de “ficción”. Esto no significa que “todo sea ficción”. Borges no cede a las tentaciones del idealismo absoluto ni del solipsismo. Lo que significa, para Borges, es que los límites entre realidad y representación, entre realidad y ficción, no son “absolutos” ni evidentes, que estamos hablando de mundos interconectados, que actúan incesantemente el uno sobre el otro. Desde este presupuesto, el escritor no está atado en sus facultades creativas por otro lazo que no sea –como afirma Williamson– el de “persuadir a sus lectores de que le preste un grado adecuado de fe poética”.

Esta ruptura de los diques literarios es la que hace que encontremos a Borges igual en uno de sus cuentos que en sus reseñas o en sus ensayos: las consecuencias literarias de este desbordamiento de los límites van a ser inmensas.

Por de pronto, Borges va a obligarnos a reconocer que cualquier forma literaria vale para cualquier fin: y él se dedica, personalmente, a rescatar las fábulas, las parábolas, los cuentos folclóricos, la épica… Incluso desafía la preeminencia de la novela en la jerarquía de la literatura moderna: Borges demuestra que es posible tratar cualquier tema, por complejo y arduo que sea, en un cuento de ocho o diez páginas.

En sus prodigiosos cuentos Borges envolvía en eruditas referencias mitológicas o en barriobajeros duelos de suburbio los conflictos que emergían de su complejo mundo interior, un universo en que bullía todo, lo emocional, lo literario, lo político, el pasado y el siempre incierto futuro. Williamson sigue con paciencia franciscana la emergencia, uno a uno, de esos maravillosos cuentos y su relación con los conflictos de Borges, que son a la vez conflictos individuales y auténticos conflictos de civilización. Borges siempre afirmó –parecía que para contradecir irónicamente la aparente objetividad de sus relatos– que su literatura era esencialmente autobiográfica. No mentía, era cierto, aunque quizá no sea hasta ahora –con el libro de Williamson– que podemos adquirir una idea precisa de la veracidad y profundidad de esa afirmación.

Este carácter autobiográfico no debe ser, sin embargo, comprendido de forma “chata” ni como algo que “rebaja” la dimensión de su escritura. Al contrario. Es algo que añade aún más espesor a ella, al permitir acceder a las emociones profundas puestas en juego en una escritura que parecía un trozo frío de inteligencia, pero que en verdad está recorrido por ríos subterráneos de lava ardiente.

Centrado en indagar y hacer emerger estos ríos de lava, hasta ahora desconocidos o poco transitados, el libro de Williamson deja inevitablemente algunos flancos abiertos, aspectos tal vez de difícil o imposible reconstrucción. Uno de ellos es la relación que Borges mantuvo con dos de los que –en vida– reconociócomo sus grandes maestros: el escritor sevillano Cansinos-Assens, al que conoció en Madrid en los años 20 y que le llevó a sumarse al “ultraísmo”, y esa figura espectral de las letras argentinas que fue Macedonio Fernández (a quien Borges dedicó uno de sus memorables ensayos). Reconocer como “maestros” a estos dos personajes, que transitaron por los márgenes absolutos de la literatura y que apenas si dejaron “obra”, orienta notablemente la comprensión de Borges. Como lo hace también saber que Kafka y Whitman fueron los polos opuestos que estimularon su diapasón creativo. Ellos, mucho más que los siempre citados Stevenson, Conrad, etc. (a quienes sin duda admiraba), son los rastros que hay que seguir para llegar a esa inmensa torre de Babel que es la obra borgeana.

Borges, como Cervantes o Lorca, no ha tenido “sucesores”. Su poderosa sombra causa “admiración”, pero más bien temor. A Borges se le reconoce un inmenso pedestal, pero se le mantiene fuera del canon literario. Sólo algunos escritores hispanoamericanos de la última generación han empezado a pugnar por otorgarle un papel central en el canon hispano: Pitol, Bolaño,.. Otros, como Piglia, en cambio, consideran a Borges como el mejor escritor argentino… del siglo XIX.

Leer a Borges fue durante muchos años en nuestro país un puro acto de pedantería intelectual, algo que daba “pedigrí”: enredarse en aquellos laberintos, buscar los “alephs” en los espejos de los pasillos… Todo ese intelectualismo de pacotilla ha ido dejando paso a un silencio espectante.

Sería más que recomendable que al calor de esta extraordinaria herramienta que nos ha regalado Williamson con su biografía, la lectura de Borges se retome como una verdadera guía del camino que debe tomar la literatura en lengua española en este siglo XXI.

Los sinsabores del verdadero policía

Para Bolaño el «verdadero policía» de esta última entrega -póstuma- de su obra es «el lector, que busca en vano ordenar esta novela endemoniada»

La publicación de Los sinsabores del verdadero policía (siete años ya después de la muerte de Bolaño, ocurrida en 2003) ha dado pie a una pequeña polémica entre dos grandes críticos, que merece la pena no obviar. Aunque, ciertamente, como veremos, las divergencias no han hecho que la sangre llegue al río porque, uno y otro, coinciden en lo esencial: sea o no una verdadera novela, en «Los sinsabores…» se encuentran algunas de las páginas más logradas, mejores e incluso memorables de Roberto Bolaño, páginas trazadas con tal libertad, osadía, comicidad, lirismo y misterio, que bastan y sobran para justificar su publicación.

Para J. A. Masoliver Ródenas -que prologa el libro- «Los sinsabores…», amén de un proyecto asumido por Bolaño «desde finales de los años 80», del que fue dejando pistas y huellas en su correspondencia a numerosos amigos, es una obra que, pese a incorporar materiales narrativos, personajes y argumentos que luego acabaron nutriendo otras obras (desde los cuentos de Llamadas telefónicas a su monumental 2666), puede considerarse, por derecho propio, una auténtica novela. Una novela, sin duda inacabada, pero no incompleta, si partimos, ante todo, de una concepción abierta y moderna de este género narrativo, en la que lo provisional, lo fragmentario, lo inconcluso o lo diverso, son de hecho el material esencial y definitivo, la verdadera marca de su textura y de su contemporaneidad. En cuanto al trasvase de textos, personajes y situaciones, nada habría tampoco que objetar, ya que esto es casi una seña de identidad del Bolaño escritor.

Para Ignacio Echevarría -amigo personal de los últimos años de Bolaño y editor literario de sus primeros libros póstumos, especialmente de 2666-, Masoliver Ródenas lleva demasiado lejos la defensa de la idea de que «Los sinsabores…» es una novela, lo que además de innecesario, «puede confundir al lector». Para Echevarría los textos que integran este libro son «materiales destinados a un proyecto de novela finalmente aparcado, algunas de cuyas líneas narrativas condujeron a 2666, mientras que otras quedaron en suspenso, inservibles o pendientes de ser retomadas por el autor, de haber tenido ganas u ocasión de hacerlo». Son, pues, «materiales narrativos que no constituyen en propiedad una novela, no al menos en el sentido cabal que se suele dar a este término. Ni siquiera es, como se sugiere, una novela inconclusa. No. Ni le hace falta». Porque, en efecto, aunque no sea una novela, Echevarría considera que ello «no le resta ningún aliciente» a estas páginas, entre las que se cuentan -dice literalmente- «algunas de las mejores de Roberto Bolaño», páginas que corroboran -añade- «la excepcional calidad de Bolaño como narrador».

El lector queda, pues, invitado a asistir a un extraño, pero verdadero festín, en el que se va a encontrar con platos, bebidas y postres muy diversos, entre los que están auténticos manjares de lujo, aunque nada esté servido con las normas tradicionales y la comida no tenga propiamente ni un orden muy definido ni un final convencional. Lo que no cabe duda -y el lector puede comprobarlo desde las primeras páginas- es que se trata de un verdadero festín, que no va a defraudar a ningún «bolañista» convencido, pero que también puede ser un buen pórtico de entrada para quienes todavía no se han decidido a sumergirse en las deliciosas y turbulentas aguas del mundo narrativo de Bolaño.

No obstante, si hay un eje capaz de vertebrar de algún modo el magma impreciso de este relato ese es, sin duda, la figura de Amalfitano, profesor de literatura, cincuentón, que descubre tardíamente su homosexualidad. Su historia, su pasado, sus relaciones (sobre todo con el joven Padilla, su iniciador homosexual: la más encantadora, sugerente y trágica de todas las perfiladas en el libro), su vida desarraigada y en fuga permanente, sus incontables peripecias por países, universidades, libros, amores y desengaños, configuran un personaje literario absolutamente bolañesco, que el lector puede seguir de algún modo a lo largo de las 300 páginas del libro. Aunque éste no deja nunca de desviarse hacia nuevos personajes, nuevas perspectivas y nuevas escenas, que van añadiendo interés, densidad y amplitud a un relato, en el que el vigor narrativo y el ritmo a veces estresante de la prosa de Bolaño se ven siempre compensados por su inagotable fulgor poético y su honda y, a veces, trágica visión del mundo.

En ese recorrido el lector descubre la verdad que el propio Bolaño proclama en sus páginas: «que un libro es un laberinto y un desierto», en donde es fácil perderse y difícil hallar la salida. Por eso el lector debe ser un «policía», un detective. Alguien que, tal vez, aprende que «la principal enseñanza de la literatura es la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo».

Un torbellino y un espejo: dos palabras que definen muy bien el universo narrativo del propio Bolaño, sin duda uno de los escritores esenciales de nuestro tiempo, sin duda el creador de uno de los planetas literarios recientes más valiosos, al que este nuevo libro no hace sino añadir nuevos atractivos.

Encerrados con un solo juguete

Vuelve Marsé  en su última novela («Caligrafía de los sueños») al territorio de su adolescencia, del que ya nutrió su debut literario hace ahora cincuenta años

Suele recomendar Marsé iniciar la lectura de su obra con Últimas tardes con Teresa (1966), y luego seguir.

Amén de lógicas preferencias, tal sugerencia parece encerrar una cierta prevención -a mi parecer, injustificada- hacia sus obras anteriores, y en especial hacia Encerrados con un solo juguete (1960), su opera prima, una novela que la crítica situó en un momento dado en la corriente del «objetivismo», pero a la que su autor -con el paso del tiempo- le parece, por el contrario, «decadente, intimista y subjetiva». Duros juicios, que quizá le han llevado, medio siglo después, a reconstruir o reformular narrativamente aquel período.

Barcelona 1949. Hace diez años que ha terminado la guerra civil, pero sus devastadores efectos lo impregnan todo: las cosas, las personas, las actitudes… En los barrios altos de la ciudad la vida es dura y monótona. Un tejido social traumatizado y amputado pugna por sobrevivir. Destinos truncados soportan una existencia estrecha y amarga, lastrada por los recuerdos y sin ningún horizonte. Los mayores miran con nostalgia y desazón un pasado truncado en el que lo perdieron casi todo. Y los jóvenes miran con ansiedad y desconcierto un presente inerte y sólo son capaces de representarse el futuro en torno a una idea: la huida.

Las tres familias que nutren el relato de Marsé tienen un denominador común: a las tres les falta el padre. El de Andrés Ferrán –protagonista y antihéroe de la novela, con ciertas trazas de encarar lo más próximo al universo adolescente del propio Marsé–, murió en las postrimerías de la guerra de un balazo cuando intentaba evitar la quema de una iglesia, pese a ser de izquierdas. El de Martín –su ex amigo y rival–, murió loco en la cárcel de Alicante. El padre de la familia Climent, partió al extranjero durante la guerra, ha prosperado en Brasil, sigue manteniendo a su familia con el envío de un cheque mensual, pero ha formado allí un nuevo hogar y ya no piensa en volver.

Esta “falta”, esta carencia, habla de los terribles sacrificios y amputaciones del pasado, a la vez que agudiza el terreno inestable, incierto, quebradizo, en el que se desenvuelven las tres familias, al frente de las cuales han quedado tres mujeres, que son de hecho tres vidas traumatizadas, tres viudas… anegadas de recuerdos dolorosos, obligadas a hacer frente a la supervivencia de los suyos en una realidad hostil… y perfectamente inútiles a la hora de ayudar a resolver los incomprensibles problemas de identidad a que se enfrentan sus hijos, hastiados ya del sonsonete familiar sobre los recuerdos del pasado, aburridos mortalmente en un mundo sin alicientes que defrauda todas sus expectativas y sumidos en una paralizante mezcla de rabia, indiferencia, resignación y amargura.

Andrés –como hizo en su día el propio Marsé– ha abandonado su trabajo en un taller de joyería, hastiado por una tarea que no le satisface y en la que ya no puede concentrarse, pero no sabe qué hacer con su vida. Eso le vale la hostilidad permanente de su hermana –que trabaja en una oficina– y el mudo reproche compasivo de su madre. Sin nada que hacer, cansado de la vida en los bares y con la pandilla, se refugia en la casa de los Climent, una familia antaño adinerada, que vive ahora entre estrecheces, y merced al cheque que envía el padre desde Brasil, y sobre la que corren por el barrio todo tipo de comentarios: que la madre “es una fulana desde que el marido la dejó”, que la hija –Tina– es tres cuartos de lo mismo, que son raros, que están locos, que viven encerrados sin pisar la calle… Estos chismes y esa atmósfera no sólo no incomodan, sino que atraen a Andrés, sobre todo por Tina, la hija, que es ahora su “novia”…, pero también la ex novia de su ex amigo Martín, un adolescente turbio y violento, que presiona a la madre para que convenza a su hija de que vuelva con él.

Toda la novela está impregnada por una pulsión sexual reprimida que empuja y consume la existencia de todos ellos, y que acaba desbordándose siempre de forma aberrante. Cuando Andrés y Tina, tras vencer mil obstáculos, logran acostarse en casa de una prostituta amiga de aquél, el tantas veces deseado encuentro acaba en un fiasco. La madre de los Climent –en el ensueño de que todavía es una mujer atractiva y deseable– “fuerza” a Martín a que le haga el amor una noche en la casita de la playa. Y ella misma prepara las condiciones para que su hija acabe siendo violada por Martín, lo que va a acabar precipitando su propio final.

Pero más que “los hechos” o el argumento de la novela, lo que destaca de esta obra es la poderosa atmósfera, agobiante y claustrofóbica, que Marsé logra crear. Una atmósfera que encierra, en definitiva, una poderosísima metáfora literaria de una España en la que, soterradamente, se está produciendo el tránsito desde la sangrienta y criminal posguerra a esa dictadura gris, plomiza, represiva y nacionalcatólica de los años cincuenta.

Pero, ojo, la novela no es en modo alguno –al rebufo del presente– un ejercicio de memoria histórica de una época. La “época” aparece más definida por lo que falta que por lo que hay en la historia de Marsé, que es una narración pura y dura.

Una narración, ambientada en la posguerra, pero centrada rigurosamente en los devaneos de unos jóvenes defraudados por la realidad, una realidad que es el resultado de una guerra librada (y perdida) por sus padres: una guerra que “ya no es suya” (de ahí la impaciencia y el fastidio de Andrés durante la visita del amigo de su padre) pero que, no obstante, les impide formarse una identidad propia: saber quiénes son, qué quieren, qué desean hacer… poder entenderse, amarse, disfrutar de la vida.

Inpregnada de un áura gris, húmeda y fría –como la de los inviernos en Barcelona–, la novela habla de la búsqueda de la identidad y de la felicidad. Algo muy difícil de encontrar cuando se vive constantemente encerrado con un solo juguete: la desesperación.

Con Encerrados con un solo juguete, Juan Marsé fue finalista del Premio Biblioteca Breve de novela en 1960, inició su brillantísima y singular carrera de narrador y nos dejó, en ella, las pistas necesarias para entender de dónde, cómo y por qué nació su ya irrefrenable vocación por la escritura. La que ha acabado por convertirlo en un “clásico” vivo de las letras españolas.

La carretera

Harold Bloom define a Cormac McCarthy como un escritor de estirpe “shakespeariana”, el más digno discípulo de Melville y Faulkner en la narrativa norteamericana del presente y el escritor “apocalíptico” más grande de Estados Unidos, dotado con una “originalidad aterradora”.

Todos estos juicios, que están esencialmente fundados en la crítica de Meridiano de sangre –la primera gran obra maestra de Cormac McMarthy–, adquieren un significado y un valor nuevos, se reactualizan plenamente, ante “The road” (La carretera), su última novela, que fue galardonada con el premio Pulitzer 2007. Una novela que propone al lector el desafío de acompañarle a un verdadero viaje a los infiernos.

Inquietante desde el primer párrafo, trágica en su más honda concepción, lúcida como pocas, la novela de Cormac McCarthy transcurre en la inmensidad del territorio norteamericano, un espacio devastado por lo que podría ser –aunque nunca lo sabemos con certeza– un reciente holocausto nuclear.

En ese escenario dantesco, un páramo carbonizado que es lo único que queda de lo que algún día fueron los Estados Unidos, un padre trata de salvar la vida de su hijo emprendiendo un viaje desesperado hacia el sur, hacia el mar, con el quimérico anhelo de encontrar allí unas mejores condiciones de vida, que aseguren su supervivencia. Huyendo de “un frío capaz de romper las piedras”, azotados por lluvias persistentes y nieve frecuente, padre e hijo recorren, siguiendo la ruta de una carretera incierta, un paisaje apocalíptico. Ya no resta más forma de vida que la humana, un escaso puñado de supervivientes, convertido en su mayor parte en forajidos salvajes y bandas de caníbales, frente a los que hay que mantenerse en una alerta permanente para no sucumbir a su ferocidad.

Amenazados de muerte por el frío y por “los otros”, en un escenario baldío, de árboles quemados y casas derruidas, de ceniza y luz muerta, empujando un carrito de la compra donde guardan sus escasas pertenencias, padre e hijo avanzan tercamente hacia el sur recorriendo los lugares donde aquél pasó su infancia, recordada en fugaces visiones, como un paraíso perdido. El padre evoca entonces su pasado, pero sin saber con certeza si esa memoria no es ya más que un mito, la imperiosa necesidad de crear un mito fundacional que dé sentido a la desolación que lo rodea.

Así resumida, podría extraerse la falsa impresión de que nos hallamos ante a un manido relato catastrofista de terror o ciencia-ficción al estilo de Hollywood, destinado a exhibir el espectáculo del Apocalipsis con gran derroche de “efectos especiales”. Pero nada más lejos de la realidad. Verdaderamente, se trata de las antípodas de esa vacuidad y de ese exhibicionismo.

Si con algo cabe, por el contrario, emparentar el libro es con la tragedia clásica. El libro provoca en el lector algo muy similar a lo que podemos presumir producía la representación de una tragedia entre los griegos: una verdadera conmoción, una auténtica catarsis. Como en la tragedia clásica, en “The road” el “destino” ya ha decidido, y al espectador (en este caso al lector) sólo le queda –como dice José María Guelbenzu– “el placer piadoso del estremecimiento por la suerte de los mortales como él”.

Y es en la “suerte” del padre y del hijo, en sus peripecias, donde Cormac McCarthy se la juega como narrador, en una apuesta de alto riesgo, de la que sale indudablemente victorioso. La lucha del padre por salir adelante y salvaguardar al hijo de lo inevitable adquiere verdadera grandeza. Y todo ello sin necesidad de recurrir a gestos heroicos o espectaculares. Al contrario, con un singular ascetismo lingüístico, McCarthy insiste una y otra vez –pero sin cansar al lector, que está dominado por la tensión implacable del relato– en los gestos repetitivos y las acciones básicas de la supervivencia. Los diálogos, cortos y efectivos, tienen a la vez una resonancia cotidiana y sagrada. Las pinceladas de la situación son escuetas, pero precisas y de una eficacia demoledora. Con estos mimbres, Cormac McCarthy sostiene en vilo una narración que, a la vez que mantiene en verdadero vilo al lector, le lleva a interrogarse una y otra vez por las preguntas que palpitan y respiran en las entrañas del libro.

Más que el “por qué” del Apocalipsis vivido –que ni el protagonista ni el niño se preguntan, ¿ya para qué?–, McCarthy parece inquirirnos por preguntas aún más esenciales: ¿por qué vivimos?, ¿por qué nos empeñamos en sobrevivir como humanos y no como animales?

El escenario en que McCarthy diseña su relato es extremo y, por ello, de límites muy precisos. Como el cuadrilátero de un ring. Pero resulta decisivo para que allí se escenifique la acción con toda su nitidez y dramatismo. En la aparente simplicidad del juego, la lucha de principios aparece desnuda, rotunda, implacable.

El niño, que ha sido educado por el padre en principios y valores humanos, encarna en su pletórica ingenuidad la demanda de su aplicación incondicionada. Pero el padre, que ha de asegurar su supervivencia, en un medio inconmensurablemente hostil, tiene que enfrentarse a cada paso con el dilema que enfrenta lo ideal con lo real.

En esas encrucijadas, padre e hijo, unidos por el amor y el miedo, están completamente solos. Arrastran consigo su conciencia y su moral, su fe en la vida, pero también la ausencia y el silencio aterrador de dios. ¿Dónde está el dios del “Dios bendiga América”? «Cuando los hombres están en las últimas, sus dioses también lo están», reflexiona con ironía McCarthy –quizá la única ironía que el escritor se permite en un relato, estremecedor en su objetividad narrativa y grandioso en su rigor lingüístico.

Una obra que corrobora plenamente la apuesta de Harold Bloom: Cormac McCarthy es, más que ningún otro escritor norteamericano, el verdadero heredero de Melville y de Faulkner.

La metamorfosis

Con “La metamorfosis” (escrita en 1913 y publicada por primera vez en 1915) Kafka iba a darnos la radiografía más transparente, más lúcida y más espantosa de la “transformación” que había sufrido el hombre en la nueva sociedad

En 1907 Franz Kafka culmina los estudios de Derecho, para dar cumplida satisfacción a las abrumadoras exigencias paternas, que aspiraban a hacer de él un hombre útil para los negocios y para la vida, y capaz de continuar su éxito comercial. Pero, para nueva decepción paterna, Kafka se busca un trabajo lejos del negocio familiar, primero en la “Assecurazione Generali” y a partir de julio de 1908 en la Compañía de Seguros y Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. Allí permaneció ininterrumpidamente durante 14 años, hasta su prematura jubilación, a causa de la tuberculosis, en julio de 1922.

Ese puesto, eminentemente burocrático, le dejaba al menos las tardes –y parte de las noches– libres para escribir, su única razón de ser, lo único que justificaba su existencia. Escribir se había convertido ya entonces para él en la única manera de vivir una vida que, fuera de la escritura, está totalmente secuestrada. Las exigencias paternas y familiares, los requisitos y las convenciones sociales, las demandas laborales… todo conforma un edificio de normas, reglas y exigencias que secuestran la vida, la administran hasta en sus más mínimos detalles, succionan de ella todo lo vital para ponerlo a su servicio. Pero no se conforman con ello. Extienden además una sensación de culpabilidad general para alimentar una espiral de remordimientos: quien no se amolde completamente a lo que se le exige, quien no satisfaga todas esas exigencias punto por punto, quien no cumpla todas esas expectativas (y realmente nadie puede), es culpable, y merece condena y castigo. Lo que existe en el mundo moderno no es la presunción de inocencia, sino la presunción de culpabilidad: uno es culpable si no demuestra lo contrario, ¿y cómo hacerlo? Joseph K., el protagonista de El proceso, una novela crucial de Kafka, muere culpable de un delito que desconoce.

Pero antes de llegar ahí, Kafka se detiene en otra estación previa. Como confiesa en sus Diarios (iniciados en 1910), muchos días, su sentimiento de “extrañeza” –su sensación de ser “un extraño”: alguien que no es propio, a quien no se le reconoce como propio, sino como algo “ajeno”, “distinto”– le hacía que, al despertarse de la siesta, se sintiera como un “escarabajo” tumbado en el canapé de su propia casa. Su imposibilidad de cumplir los designios paternos y familiares le había enajenado ya cualquier tipo de convivencia familiar asumible; las penosas exigencias de un trabajo burocrático y vacío, sustraían una parte sustancial de las horas útiles de su vida; la vida social cosificada sólo incrementaba su angustia y su desazón. Convertido en un “monstruo extraño”, fantasea con serlo realmente, fantasea con “transformarse” en él. Kafka imagina su “metamorfosis”.

“Para el hombre –escribe Kafka en estos años– la vida natural es la vida humana. Sin embargo, nadie lo ve. Nadie quiere ver ese hecho. La existencia humana resulta demasiado fatigosa, por lo cual deseamos desprendernos de ella, por lo menos en la fantasía… Cobijado en el seno del rebaño, uno desfila por las calles de las ciudades para asistir al trabajo, al pesebre o a las diversiones. No existen milagros, sino sólo instrucciones para el uso, folletos y normas. Uno siente temor ante la libertad y la responsabilidad. Por eso prefiere morir ahogado tras las rejas levantadas por uno mismo”.

Empujado por la “extrañeza” –causada por la alienación (en el sentido plenamente marxista del término)–, Kafka imagina una línea de fuga: la posibilidad de transformarse en algo no humano para escapar “de los folletos y las normas” y de “las rejas”. Y de ahí sale Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis. Una metáfora fantástica e imaginativamente poderosa de la alienación humana en las sociedades de capitalismo desarrollado y, a la vez, el anhelo angustioso de una fuga imposible, por la vía de un reingreso en la vida natural.

Pero antes de seguir (o de entrar) en el libro, es necesario –para valorar en su justeza el texto– calibrar y entender el concepto de literatura en Kafka. Un concepto –como el propio Kafka– “extraño” al entendimiento general de la literatura, y más aún al sentido que ha tomado, en líneas generales, en nuestros días. Ya hemos dicho que para Kafka la escritura era la única forma de vida posible. La escritura no es una forma de entretenimiento. En una carta enviada a Oscar Pollack en 1904, Kafka desnuda al completo su concepto de lo literario, a propósito de un comentario sobre una biografía de Dostoievski que acaba de leer. Dice:

“Cuando se tiene ante los ojos una vida como la de Dostoievski, que se remonta sin desmayo más y más hasta tales alturas que uno apenas puede alcanzarla con su catalejo, la conciencia no puede hallar reposo. Pero es saludable que en la conciencia se abran anchas heridas, porque así se vuelve más sensible a los remordimientos. Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos? ¿Para que nos haga felices como tú dices? Dios mío, también seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y los libros que nos hacen felices, en caso necesario, podríamos escribirlos nosotros mismos. Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro”.

Un hacha para el mar helado que llevamos dentro. Ese es el concepto kafkiano de literatura. Para eso escribió. Esa es la “utilidad” de su literatura. Desde ahí es desde donde se pueden y se deben leer sus libros.
 

La metamorfosis es una de esas hachas de Kafka. Un todavía joven representante de comercio, que mantiene con su trabajo a toda su familia (a sus dos padres y a su hermana, a la que sueña con poderle pagar sus estudios de piano), se despierta un día habitual de trabajo en su cuarto convertido en un monstruoso insecto. Reflexiona y piensa aún como el ser humano que fue hasta la víspera, como Gregorio Samsa, pero su cuerpo, y sus múltiples y móviles y cortas patas, son las de una horrible cucaracha. De hecho, y si exceptuamos el colofón final, todo el relato está efectuado desde la perspectiva de Samsa: vemos lo que él ve, oimos lo que él oye, sabemos lo que él sabe y cuenta… no disponemos de otra perspectiva. Kafka no nos la da.

Las pautadas reflexiones de este “buen hijo” y “buen trabajador”, que cumple a conciencia sus obligaciones, nos van desnudando paso a paso los “motivos” ocultos de su metamorfosis. Descubrimos cómo ha sido utilizado descaradamente por su familia, que vive a su costa sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de que esté desperdiciando su juventud en un trabajo alienante que, además, lo mantiene alejado de todo trato con gente de su edad. Tiene, además, que pagar una antigua deuda del padre, quien en principio parece que está impedido para trabajar (o así lo creía Gregorio), pero luego descubrimos no sólo que guarda secretamente cuantiosos ahorros sino que puede trabajar perfectamente. Y a la “explotación” familiar se suma la explotación laboral, absolutamente inmisericorde, a pesar de lo cual no se le tiene la más mínima consideración en la empresa: pese a su entrega, su dedicación y su esfuerzo, a la primera falta lo despiden sin contemplaciones. Reducidas a su verdadera dimensión y a su verdadera naturaleza, las relaciones familiares, las relaciones laborales y las relaciones sociales se muestran como lo que son realmente en las sociedades capitalistas: verdaderas relaciones de explotación y opresión. Y las poderosas maquinarias que respaldan aquellas relaciones (el Estado, la Familia, la Costumbre) reducen al explotado y oprimido a una verdadera condición de insignificante esclavo. Si cede y calla, perecerá aplastado o vivirá condenado a una mísera existencia, dentro de las rejas que él mismo se ponga. Si toma conciencia o se resiste (aunque sea impulsado por el incosciente) acabará siendo “culpable” y “deudor”, y “un extraño”, un “monstruo”, un insecto monstruoso, Gregorio Samsa.

La “rareza monstruosa” de Gregorio Samsa provoca distintas reacciones entre los personajes, lo que da pie a una de las indagaciones más interesantes del relato.

El padre lo rechaza desde el principio e incluso, con el aislamiento y creciente decrepitud del hijo, va rejuveneciendo. La madre mantiene en todo momento su actitud compasiva, pero influenciada por los demás, va dudando cada vez más de que “eso” sea realmente su hijo. La hermana, muy unida siempre a él, comienza por hacerse cargo voluntariosamente de su alimentación, pero conforme comienza a valerse por sí misma, lo va abandonando y al final se convierte en la más activa partidaria de su eliminación, al negarle su condición humana. Ella es la que dictamina que “eso no es Gregorio”, provocando, simbólica y realmente, su muerte.

Esta brutal disección de las relaciones familiares enlaza y nos remite a la famosa Carta al Padre que Kafka escribió por estos años y en la que, freudianamente, el escritor checo aspira simbólicamente a enlazar en una sola figura los tres focos históricos de Poder: Dios, el Estado y el Padre, la religión, la sociedad y la familia patriarcal, símbolos esenciales de la opresión.

A ellos Kafka añadirá la “explotación económica”. Aunque siempre se ha sostenido que Kafka vivía enclaustrado en su “torre de marfil”, en realidad fue (y ha sido) uno de los escasos escritores contemporáneos que conoció directamente (y no por referencias) la vida en el interior de las empresas capitalistas y tuvo una relación directa con obreros, a consecuencia de su trabajo. Kafka sabía muy bien de qué hablaba, y cómo allí se encerraba una nueva fuente de la esclavitud moderna. Y así lo refleja en La metamorfosis.

Aunque Kafka se quejó, con razón, del trabajo insípido y burocrático que tenía que llevar a cabo, casi siempre encerrado en la oficina, éste sin embargo dejó en él al menos una huella positiva. Los esmerados y precisos informes burocráticos que tenía que redactar acabaron por influir de forma decisiva en su estilo literario, que perdió así los últimos flecos postrománticos, y adquirió la objetividad precisa y el distanciamiento adecuado para dar a sus narraciones una poderosa sensación de realidad. El tono de “informe” que a veces percibimos leyendo La metamorfosis o El Proceso o El Castillo constituyen uno de lo mayores logros narrativos de Kafka, y determinan una precisa adecuación entre lo que cuenta y cómo lo cuenta.

Con La metamorfosis Kafka logró taladrar la falsa fachada de “mundo respetable” que tenía la sociedad burguesa de su tiempo, y por el enorme boquete se atrevió a mostrar la verdadera naturaleza de las relaciones en que se cimentaba. Lo que el lector actual descubrirá –con inquietud, tal vez con desolación– es que son las mismas de hoy. Kafka lo escribió hace un siglo. Pero podría haberlo escrito ayer.