Cuentos mínimos y canallas (1)
Desde hace un par de años he dejado de comprar la fruta y la verdura al frutero local, al frutero de siempre, al de toda la vida, al del terruño, y voy a los pakistanís. Tal vez porque son más baratos. Tal vez porque mi naturaleza rinde culto a la infidelidad (y como en otros ámbitos no me atrevo a practicarla, la ejerzo aquí). Además, siempre me han molestado los insólitos derechos que los tenderos creen haber adquirido sobre tí por el simple hecho de que les compres habitualmente. Me irrita la falsa familiaridad que se asienta en el mero negocio. En fin, el caso es que me he pasado con armas y bagajes a los pakistanís, seres herméticos que no dilapidan contigo sonrisas ni confidencias, sino que parecen heraldos, sucios y mal afeitados, de mundos lejanos y desconocidos.
Ya he ido a varios, y a todos, tarde o temprano, he acabado traicionándolos. Quiero decir, abandonándolos, dejando de ir a comprarles (no sé por qué utilizo un lenguaje tan drástico y belicoso, si sólo se trata de una cuestión doméstica). Y es que muchos han seguido el falso camino de los restaurantes chinos: al principio ofrecían una mercancía pasable, pero con el tiempo acaban en la basura.
Desde hace cinco o seis meses acudo siempre al mismo.La fruta y la verdura es pasable, es también barato y, sobre todo, me fascina el vendedor. Es un hombre seco, enjuto, menudo, de edad indescifrable, siempre mal afeitado, pero un poco más limpio que la media. Es el más reservado de todos los que he tratado. A decir verdad, fuera de los rituales hola y adiós y el precio a pagar, no hemos intercambiado más palabras. Con alguno de los que visitaba antes llegué incluso a tener un diálogo mínimo, hacer un comentario o intercambiar un dato. Con éste de ahora ni se me pasa por la cabeza. Nunca hay espacio, ni condiciones, ni cercanía suficiente para tales comentarios. Está sentado ahí, detrás del endeble mostrador, con el peso delante, recibe las bolsas de fruta y de verdura de los clientes, hace la cuenta, y sólo abre la boca para enunciar la cantidad: «Cuatro euros con cincuenta y cuatro».
No es sólo que no sonríe, es que nunca le he visto iniciar el gesto o tener la intención de hacerlo. Ni la clienta más simpática y dicharachera es capaz de extraerle el menor comentario o un desvaído gesto de cordialidad. No le aturden las quejas ni le seducen los elogios. Y, sin embargo, pese a su silencio ritual, no es una persona hosca, desagradable ni trasluce hostilidad alguna. A veces me recuerda a un monje, pero de una confesión inaudita. Alguien de una fe tan inquebrantable que nada de lo que ocurre a su alrededor es capaz de afectarle.
Casi siempre está oyendo música, música árabe o pakistaní o musulmana o lo que sea. Como no entiendo nada, no sé si es música profana o religiosa. Pero siempre he dado por hecho que es música religiosa, y que la conjunción de esa música y sus firmes convicciones interiores es lo que cimenta su imagen de rectitud y tranquilidad. Su naturaleza de esfinge.
Aunque, a veces, claro, con todo lo que la prensa, la radio y la tele dicen sobre esta gente, y sobre lo que está ocurriendo allí, en aquel agujero del mundo, que no deja de chorrear sangre, tengo la sensación de que soy un ingenuo atrapado por un engaño diabólico. Ese clásico estúpido que cuando se comete un crimen atroz en su vecindad sale diciendo que, a él, el asesino siempre le había parecido «una persona muy normal», un buen vecino.
Ahora pienso, algunas veces, si no nos estará observando, si su silencio y su hermetismo no serán más que una máscara tras la que se esconde un frío y demencial asesino, capaz -llegado el momento- de acuchillarme a sangre fría o volar medio barrio, o un vagón de metro, con su cinturón de explosivos.
¿Y si todo lo que hace es sólo fingir, y es uno de esos fanáticos «durmientes» que permanecen desactivados años y años, vendiendo pacíficamente naranjas y tomates en el barrio, hasta el día en que alguien los despierta y los convierte en bombas ambulantes? ¿No será su silencio y su hermetismo, no una máscara, sino el verdadero rostro de alguien que no siente el menor afecto, ni la menor emoción, por esos «infieles» compradores, a los que, tarde o temprano, colaborará en aniquilar?
Esta tarde he ido a por naranjas para zumo. El invierno ha comenzado a asomar y hay que protegerse con la vitamina C. Estaba allí, donde siempre, impávido, tranquilo, hermético, escuchando sin prestar atención la música del casette, esperando a que le pusiera las bolsas encima del mostrador para pesarlas y reclamar la deuda. Me he fijado, durante centésimas de segundo, en sus ojos claros, sus mejillas enjutas, su rostro apegaminado, su gesto ausente. Y entre los filamentos de esa mirada me he preguntado si, llegado el caso, en circunstancias extremas, yo sería capaz de acuchillar a este hombre, de matarlo. ¿Matarlo en nombre de qué? ¿En defensa de una religión en la que ya no creo, de una libertad que ya no tengo (pues soy, cada día más, un muerto de hambre), por pura autodefensa…? ¿Matarlo para que no mate si es que piensa matar?
Los tres kilos me han costado un euro. He dejado la moneda brillante sobre el mostrador sucio y ha emitido un nítido fulgor espectral, casi diabólico. Rápidamente la ha cogido y la ha metido en el cajón.
Al darme la vuelta para salir me he fijado en las espléndidas uvas y plátanos y nísperos que también debería haber comprado, y que hubiera comprado si no estuviera realmente sin blanca. Al llegar a la puerta me he vuelto, y me he despedido con un «adiós» desvaído, casi inaudible. No se ha movido. Parecía otra vez en sintonía con la música del casette.
Definitivamente nosotros aún no nos atrevemos a traicionar a los chinos del barrio, ni aún por otros nuevos chinos… porque sabemos que lo saben todo.