Orgullo y prejuicio
Se cumplen 200 años de la publicación, en 1813, de la novela «Orgullo y prejuicio», de Jane Austen, un relato precursor
La literatura de Jane Austen es de esas que gana frescura, vigor y lectores con el paso del tiempo. Puede ser que el fenómeno no sea estrictamente «literario», y que el cine (que multiplica año a año las versiones inspiradas en sus novelas) tenga mucho que ver con su auge y su aparente eterna juventud. No obstante, el hecho real es que sus obras cada vez se publican más y mejor, y que no sólo gana adeptos entre los lectores, sino valor para los críticos, que reconocen en la menuda figura de esta novelista, que murió muy joven (41 años) y apenas abandonó la biblioteca de su casa, una verdadera precursora de la narrativa posterior, y del auge mismo de la novela como gran género literario.
A ello contribuyó especialmente esta obra, «Orgullo y prejuicio» (1813), de la que estos días se celebra su segundo centenario. Esta comedia romántica de costumbres -en la que se inspirarían, de uno u otro modo, todas las posteriores- trazó de alguna manera un nuevo mapa literario, que luego muchos utilizarían como guía. La inteligente, independiente, astuta, divertida y rebelde Lizzie (Elizabeth Beneth), personaje central de la novela, se erigió en una heroína viva, y nada convencional, que derrotó todos los engendros de cartón piedra que forjó la literatura romántica de la época. Y lo mismo puede decirse del contrapunto masculino de Lizzie, el orgulloso, arrogante y, a su modo, atormentado Mr. Darcy, de ánimo cambiante y, sin embargo, íntegro y capaz de afectos profundos. El personaje sería un precedente, un antecesor clave de lo que luego se llamaría el «héroe byroniano», en cuyo molde se forjarían las figuras masculinas más relevantes de obras tan importantes como «Jane Eyre», de Charlote Brontë, o «Cumbres borrascosas», de Emily Brontë.
Aunque publicada en 1813, «Orgullo y prejuicio» se retrotrae a un período anterior: de hecho Jane Austen había escrito una versión de la misma dieciséis años atrás, la guardó en un cajón, y luego la corrigió intensamente hasta dejarla como la conocemos hoy: acabada y perfecta, como un mecanismo de relojería construido con una precisión extraordinaria. Parece increíble que la voz que se oculta tras la narradora fuera, inicialmente, la de una mujer de apenas veinte años inmersa en el mundo de finales del siglo XVIII. El acierto y la serenidad con que dilucida arduos conflictos de la condición humana y reflexiona sobre los vicios y virtudes de hombres y mujeres, más parecen fruto del trabajo maduro de un filósofo sagaz, que de una jovencita que, en medio de una vida tranquila, y dentro de una familia sin grandes conflictos y sencillas costumbres, simplemente aspiraba a «escribir historias emocionantes» para leérselas a sus hermanos.
La familia en la que creció y se formó Jane Austen no tuvo nada de excepcional. Aunque bien es cierto que su madre era una mujer ilustrada, que escribió algo de poesía en los escasos ratos libres que le dejaba la crianza de siete hijos, y que la joven Jane tenía libre acceso a la biblioteca de su padre –un párroco anglicano-, donde desde niña tuvo la posibilidad de recrearse con las más diversas lecturas. Su vida fue intensamente «familiar», y aunque no carecía de «experiencia y conocimiento» del mundo, todo su universo literario discurre siempre en un marco deliberadamente acotado de cuatro o cinco familias del mundo rural inglés, con Londres al fondo. La compleja interacción entre esas familias, sobre todo entre sus miembros más destacados, y los conflictos derivados de ella, constituyen el motor esencial de sus tramas narrativas. Jane Austen era muy perspicaz a la hora de valorar la poderosa influencia que sobre aquellas vidas tenían las diferencias económicas entre unas y otras familias: conocía a la perfección la verdad del aserto quevediano de que «poderoso caballero es don dinero». La ambición de los más pobres por alcanzar la fortuna a través de un buen matrimonio de sus hijas es una constante en su obra. Pero Jane no es en absoluto mezquina, es más, detesta la mezquindad. Sus heroínas jamás actúan y toman sus decisiones deslumbradas o vencidas por los oropeles del dinero, la posición social o la vanidad. No es que desdeñen o ignoren el valor de esas cosas, es que las someten a otros valores superiores. Su inteligencia y su sensatez las lleva a colocar cada cosa en su sitio, y aunque puedan cometer errores de juicio, o dejarse llevar a veces por la pasión, no tardarán en reconocer sus propios errores y restablecer el equilibrio. También su «independencia» es un rasgo singular de estas heroínas, que aun viviendo en un contexto social muy adverso a ellas, sin embargo mantienen un criterio propio y hacen valer en todo momento su opinión y su actitud.
En las novelas de Jane Austen, el matrimonio -quién se casa con quién- suele constituir el centro del drama y de la intriga, pero ello no la empuja a una narrativa puramente convencional. Jane, que no se casó nunca, no tenía precisamente una gran opinión sobre el matrimonio, pero sí intuyó que en torno a él podía reconstruir todo el mundo de anhelos, ambiciones, prejuicios, cobardía, insensatez, valor o mezquindad que mueve a los seres humanos. Y que ello le permitía representar la gran comedia humana, con todos sus soterrados y explícitos conflictos de clase: en Jane Austen descubrimos una visión exhaustiva de la sociedad clasista inglesa, que pervive hasta nuestras días (ver, si no, la película «británica» de Woddy Allen «Macht Point»).
Jane Austen fue, quizá sin saberlo ni desearlo, una verdadera pionera. Sus seis novelas («Sentido y sensibilidad» -1811-, «Orgullo y prejuicio» -1813-, «Mansfield Park» -1814-, «Emma» -1815-, «La abadía de Northinger» -1817- y «Persuasión» -1817-) acabaron formando un verdadero corpus narrativo cuya influencia iría filtrándose y calando, no sólo en la narrativa romántica de su tiempo, o en la novela inglesa posterior, sino en el canon novelístico universal. Austen fue una pionera, no sólo porque fuera mujer, sino también, y sobre todo, por su dominio de las habilidades narrativas, su capacidad para definir personajes y situaciones (a veces simplemente a través de los diálogos; unos diálogos memorables, en los que demuestra toda su maestría) y a la composición misma de sus textos, donde se muestra sorprendentemente capaz de crear mecanismos narrativos de una enorme perfección y eficacia.
Así ocurre en «Orgullo y prejuicio», una novela en la que no sólo gozamos de unos personajes extraordinariamente bien construidos y vivos, sino en la que asistimos a una lección magistral de composición narrativa.
Hay en Austen tanta intuición como talento, tanta audacia como sabiduría. Y aunque a estas alturas de los tiempos su lenguaje pueda parecernos, a veces, engolado y relamido, algo decimonónico, su propio vigor narrativo y sus constantes hallazgos nos hacen saltar por encima de ello, hasta encadenarnos sin remedio al flujo de la narración.
Doscientos años después de su publicación, «Orgullo y prejuicio» sigue siendo -pese a la modestia y humildad de su autora- uno de los clásicos esenciales de la literatura. Un relato precursor.