Corre, Conejo

La leyenda del hombre que sale un día de casa a «comprar tabaco» y ya no vuelve se fraguó en esta novela de John Updike

Editorial Tusquets está publicando, en su colección Fábula, la «Biblioteca John Updike», dedicada al gran escritor norteamericano fallecido el 27 de enero de 2009. Y la ha iniciado con la que fue su primera obra emblemática y de éxito y, a la vez, la puesta en escena del que sería el personaje central de su narrativa: Harry «Conejo» Angstrom, cuyas peripecias seguiría a lo largo de cuatro décadas en una «saga» que acabaría por convertirse en una de las radiografías más ácidas y lúcidas del desconcierto y la inconsistencia vital y moral del «americano medio»: en «Corre, Conejo» (1960) John Updike pone en marcha a su personaje … y lo echa a correr.

Parece ya muy antigua la fábula del hombre que sale un día de casa a buscar tabaco y decide no volver. Pero, al menos en el campo literario, esa leyenda se remonta tan sólo a 1960, año en que John Updike pone en liza a su inefable “Conejo”.

Harry “Conejo” Angstrom ha sido en su juventud un as del baloncesto en el colegio, reconocido, mimado y aplaudido por todos, pero ahora, con 26 años, las cosas han cambiado. Su vida se ha vuelto completamente gris. Trabaja como un modesto vendedor de “MagiPeels”, un artilugio culinario que sirve para pelar patatas y verduras. Y su vida doméstica no mejora las cosas: tiene un hijo de tres años y espera otro, pero las relaciones con su mujer han perdido el discreto encanto de antaño, todo son recriminaciones mutuas y la convivencia es un infierno. Su vida está vacía, pero el recuerdo del pasado sigue alimentando inconscientemente en su interior el anhelo, intangible e irreflexivo, de “otra vida” distinta, mejor.

Un día como otro cualquiera vuelve a casa. Su mujer está bebiendo su enésimo cóctel sentada frente al televisor. La casa está desordenada y sucia. El niño está en la casa de la madre de él. El coche en la puerta de la casa de la madre de ella; las dos han pasado la tarde de compras en la ciudad. Ella (pese a estar embarazada) se ha comprado un bonito bañador. Y luego estaba muy cansada y… La pelota que todo este “desorden” crea en la mente de Harry da pie a otro capítulo diario de recriminaciones interminables… que le producen un nudo angustioso en el estómago y la convicción fulminante de que “está atrapado en una trampa”.

No hay una deliberación consciente ni una decisión explícita. Pero cuando al final sale de casa a buscar el coche, recoger el niño y comprar tabaco… lo hace para no volver. Huye sin saber muy bien que está huyendo. Echa a correr… pero no sabe adónde va. Inicia un camino sin rumbo, que va a acabar poniendo en evidencia, ante todo, su inconsistencia y su desconcierto, su incapacidad de levantar unos cimientos sólidos a una existencia que carece de todo anclaje de fuste. Conejo ya no tiene convicciones, sólo recuerdos. No cree ni descree nada. Sólo intuye que “merece una vida mejor”, pero es incapaz de ir a buscarla, no sabe ni en qué consiste ni cómo se logra, está a merced de lo que ocurre. Y los acontecimientos lo llevan, como vientos cambiantes, a juntarse con Ruth (una semiprostituta), a abandonarla y volver con su esposa cuando nace su hija, a abandonar otra vez a ésta, a volver con ella cuando muere accidentalmente el bebé, a salir corriendo el día del entierro para volver con Ruth, y a acabar huyendo también de ésta cuando descubre que está embarazada de él. Corre, Conejo, corre…

Updike elabora una meticulosa y certera radiografía de la inconsistencia y el desconcierto vital y moral del “americano medio” cuando la instauración, a finales de los años cincuenta, de la “sociedad de consumo” va a provocar alteraciones sustanciales en el universo de los valores y en el conjunto de las instituciones sociales del país, empezando por la familia.

El peso del “sueño americano”, inalcanzable para la mayoría, y la emergencia incontenible de las pulsiones sexuales, colaboran asimismo a romper los “moldes” antiguos, dejando a la gente sin asideros y suscitando una fuga permanente y sin final.

Con una prosa abigarrada, densa, detallista y prolija, Updike penetra, sin aspavientos, en la urdimbre moral y real de una “nueva” clase de americanos que, antes que enfrentarse al mundo o a sí mismos, y en pleno declive del sistema patriarcal, prefieren salir huyendo. Corre, Conejo, corre…

La vida breve

La obra maestra de Onetti, publicada en 1950, es una de las diez mejores novelas de la literatura hispanoamericana del siglo XX

Si hay una novela de Onetti que merece figurar, en compañía de «Cien años de soledad» de García Márquez, «El siglo de las luces» de Alejo Carpentier, «Paradiso» de Lezama Lima, «Conversaciones en la Catedral» de Vargas Llosa, «Pedro Páramo» de Juan Rulfo o «Rayuela» de Cortázar, en el restringido y exclusivo «parnaso» de las diez mejores novelas hispanoamericanas del siglo XX (un siglo al que yo no dudaría en llamar el «Siglo de Oro» de las letras hispanas), ésa es sin duda «La vida breve», que, además, es la primera de todas ellas. Publicada en 1950, «La vida breve» condensa todas las virtudes narrativas de Onetti y abre el camino a todo su universo literario, a través de la creación de una ciudad imaginaria, «Santa María», escenario en el que se va desarrollar la trama de la mayor parte de sus historias.

A Vila-Matas, que tanto le gusta “coleccionar” grandes comienzos de novelas (uno de sus favoritos es el de “El extranjero”, de Camus: “Aujourd´hui, ma mére est mort”), estoy seguro que no le disgustará el de “La vida breve”, de Onetti: “–¡Mundo loco! -dijo la mujer.” Un comienzo de “tango”, para una novela que se podría decir que está toda ella bañada en el perfume trágico y fatalista de esta singular música porteña.

Lo crucial de esta novela, cuya densidad narrativa sorprenderá inevitablemente al lector (sobre todo, si ha acostumbrado excesivamente su paladar literario a textos livianos y de poca enjundia), es la emergencia, la creación de la ciudad de Santa María. Una ciudad que, en principio, nace en la imaginación de Brausen, como escenario de un posible guión que podría ayudarle a resolver su precaria situación (están a punto de despedirlo en la agencia de publicidad en la que trabaja) y tal vez salvar su insostenible relación con Gertrudis (la mujer con la que vive, y a la que acaban de operar para quitarle un pecho). Pero, a partir de un determinado momento, esa ciudad “imaginada”, y los personajes que han comenzado a poblarla en la “ficción” de Brausen (una ficción que nunca se lleva a término, porque Brausen nunca acaba la historia), se emancipan completamente de su creador, adquieren vida propia al margen de él e, incluso, acaban por tener verdadera “realidad”: al final del relato de Onetti, Brausen ayuda a Ernesto (un macró, un prostituto, que ha asesinado a su vecina, la Queca, la mujer que repite incesantemente: ¡Mundo loco!) a huir de Buenos Aires… a Santa María: un viaje de la “realidad” a la “ficción”, de una realidad degradada y amenazante a una ficción salvadora (o como mínimo “refugio”) que resume perfectamente el “pensamiento” literario de Onetti.

La novela discurre paralelamente en tres planos que si, inicialmente, parecen separados y discernibles, poco a poco van a ir comportándose como “vasos comunicantes” en los que el fluido narrativo se va mezclando, hasta definitivamente fundirse en el episodio final. El primer plano es el del mundo de Brausen, narrado por él mismo, y con ciertas pretensiones de objetividad, un mundo del que forma parte su trabajo, su mujer, sus amigos y la ciudad de Buenos Aires. El segundo plano es el de su vecina, la Queca, un mundo en cierta forma también objetivo (Brausen se introduce en él), pero alimentado también por sospechas, intuiciones, palabras y frases sólo escuchadas a medias (espiadas a través de la pared), un mundo muy alejado de su mundo habitual, que le va a obligar a transformarse en un personaje de “los bajos fondos”, un mundo que discurre ya, en cierta forma, a mitad de camino entre la realidad y la ficción. Y, por último, está el mundo de Santa María, un mundo de fantasía, creado por su imaginación, en el que va a ir “proyectando” elementos inspirados en su realidad y transformados (él mismo es la matriz del Doctor Grey, Elena Sala se inspira en Gertrudis, aunque, a diferencia de ésta, destaca por sus dos impresionantes pechos… lo primero en lo que se fija el doctor Grey nada más entrar en su consulta).

A lo largo del libro, con sabiduría y precisión, Onetti va a ir mezclando y combinando los elementos, los ingredientes de estos tres mundos, para dejarnos una prodigiosa “lección” de cómo se gestan las ficciones y cómo se incorporan a la vida real, cómo se produce ese “misterio” que es la alquimia de todo arte.

Faulkner siempre

William Faulkner falleció el 6 de julio de 1962, hace ahora cincuenta años. Su legado literario sigue siendo uno de los monumentos cruciales de la historia de la literatura moderna

Nacido en 1897 en las cercanías de Oxford (Misisipi), Faulkner no sólo nos ha dejado un formidable tesoro literario, compuesto por poemas, cuentos, relatos, una veintena de novelas imperecederas («Santuario», «El ruido y la furia», «Mientras agonizo», «Absalón, Absalón», «Luz de agosto», «Las palmeras salvajes») y algunos de los guiones cinematográficos más inolvidables de la historia del cine («El sueño eterno», «Tener y no tener»…), sino que rescató para la literatura la única tarea en la que ésta puede consistir, sin traicionarse a sí misma: ser testimonio siempre renovado de la inocencia perdida, del dolor acumulado, de las viejas verdades inscritas en el corazón de los hombres desde el alba de la historia; ser capaz de dignificar el dolor y el sufrimiento, como ya lo hicieron los trágicos griegos en el origen de la escritura.

Relata una conocida anécdota (tal vez, leyenda) que, cuando apenas era un veinteañero, Faulkner acudió en Nueva Orleans a un debate literario, organizado por una revista cultural, que acabó derivando en una viva discusión sobre el Hamlet de Shakespeare. Tras permanecer largo rato en silencio, como si aquello no fuera mucho con él, de pronto se levantó y lanzó un reto, no contra nadie sino contra sí mismo: “Yo podría escribir una obra como Hamlet si quisiese” –dijo, ante la estupefacción y el asombro, entre contenido y burlón, de los asistentes.

Veinticinco años después, Jean-Paul Sartre y André Malraux presentaban en sociedad a Faulkner ante el público francés (y europeo) con estas palabras: “Faulkner introduce la tragedia en el relato”.

No cabe duda que, para ello, Faulkner dispuso de un escenario más que apropiado para hacer revivir el antiguo espíritu de la tragedia y dar nueva forma al canon shakespiriano: el Sur, la derrota, porque ambos términos (al menos para Faulkner) eran equivalentes: el Sur es la derrota, y de ella (de la deshonra de la derrota, de los “pecados” que han hecho posible e inevitable la derrota, pero también de la deshonra y de los “pecados” de los vencedores) germina y brota un mundo de seres desgarrados, atravesados por los sentimientos y las pasiones más extremas en toda su pureza y esplendor (el odio, la inquina, la venganza, pero también el honor, la lealtad, el sacrificio, el amor), sobre una tierra desolada. Sólo aquí –en una tierra doblemente “maldita”: arrebatada, primero, a los indios mediante una violencia extrema; arrebatada después a la propia naturaleza mediante la sangre y el sudor de la esclavitud– vuelve a tener sentido el “destino”: no como azar ciego de lo desconocido o mandato de una deidad aterradora, sino como esa densa e inexorable trama que tejen la sangre, la tierra, la tradición y el corazón humano cuando obedecen sus leyes más íntimas.

El mundo narrativo faulkneriano demuestra, a la perfección, cómo la universalidad reside en la particularidad, y no puede tener otra residencia efectiva. A pesar de que su obra no abandona prácticamente los estrechos y voluntarios límites del condado de Yoknapatawpha (cuyos planos, geografía, topografía y demografía nos proporciona el propio Faulkner, que se proclama, además, único propietario), trasunto de su propio condado natal sureño, allí están todos los conflictos, todas las contradicciones básicas, el laberinto mismo del mundo moderno haciéndose y deshaciéndose en cenizas continuamente. Su obra no es la mera “tragedia del Sur”, sino la fabulación de cómo la tragedia del Sur es la tragedia del mundo, y cómo el dolor del Sur es el dolor del mundo.

Pero Faulkner no se limitó a ser testigo (o heredero) de esta tragedia y de este dolor universales. Intentó –y al lector le queda decidir si realmente lo logró– ir más allá de ello, más allá de donde Kafka –como testigo silencioso de una desolación acatada– había dejado las cosas. Si Kafka dejó constancia –casi notarial, con su escritura “objetiva”– del silencio desolado que sigue a la derrota, y de la imposibilidad de hacer frente a sus devastadoras consecuencias, Faulkner da un paso más adelante, y como derrotado, trata de convertir la derrota en victoria, apelando a la capacidad humana de “aprender la humildad a través del sufrimiento y el orgullo a través de la fortaleza que sobrevive al sufrimiento”. Faulkner creía en la capacidad de erigirse después de la caída, de recuperar el orgullo después del fracaso, apelando a las leyes (que él creía eternas) del corazón humano, y que defendió con ardor en su estremecedor discurso de recogida del Premio Nobel de Literatura que se le concedió en 1950.

Por todo ello –y porque su prosa es uno de los mayores logros narrativos del siglo XX–, Faulkner merece y debe ser leído siempre, con el esfuerzo y la dedicación que exigen todo lo grande, todo lo destinado, no a pasar desapercibido, sino a dejar en nosotros una huella profunda e imborrable.

La narrativa faulkneriana (sin la cual serían imposibles los García Márquez, Juan Rulfo, Vargas Llosa, Juan Benet y tantos otros), erigida sobre los sillares básicos de la tragedia griega, la Biblia, Cervantes (todos los años leía el Quijote) y Shakespeare, y a la que incorpora todos los logros fundamentales de la literatura de los primeros decenios del siglo XX (Joyce, Kafka, Proust), constituye, sin duda, una de la últimas grandes cimas escalada por esa eterna paradoja, merced a la cual, un universo de ficciones, deviene en el pozo de las verdades más profundas y necesarias.

El oficio de escribir

Las respuestas de Faulkner a la entrevista de la Paris Review en 1956 son el mejor manual que existe sobre qué es escribir (con motivo del 50 aniversario de la muerte de Faulkner el 6 de julio de 1962)

«Hay unos novecientos millones de aforismos sobre escribir que son ciertos», decía con ironía y certeza Harold Brodkey. Pero pocas lecciones sobre el oficio de escribir son tan claras, rotundas y decisivas como las que nos legó William Faulkner en su célebre entrevista para The Paris Review, en 1956. Reproducimos a continuación las respuestas más sustanciosas de aquella conversación, que fija de forma rotunda e indeleble qué es realmente un escritor.

¿Existe alguna fórmula para ser un buen novelista?

William Faulkner: Un noventa y nueve por ciento de talento… un noventa y nueve por ciento de disciplina… y un noventa y nueve por ciento de trabajo. Nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Nunca es tan bueno como puede serlo. Sueña siempre y apunta más alto de lo que sabes que puedes hacer. No te limites a ser mejor que tus contemporáneos o tus predecesores. Intenta ser mejor que tú mismo. El artista es una criatura movida por los demonios. No sabe por qué lo eligen y suele estar demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que roba, toma prestado o pide de todos y de cualquiera para conseguir hacer su trabajo.

¿Quiere decir que un escritor tendría que ser completamente despiadado?

W. F.: La única responsabilidad del escritor es con su arte. Si es bueno será completamente despiadado. Tiene un sueño. Le angustia tanto que tiene que liberarse de él. Y no logrará la paz hasta entonces. Hay que desecharlo todo: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, para conseguir escribir el libro. Si un escritor tiene que robar a su madre, no dudará en hacerlo; la Oda a una urna griega bien vale unas cuantas viejecitas.

Entonces ¿podrían la falta de seguridad, la felicidad, el honor, constituir un factor importante en la creatividad del artista?

W. F.: No. Sólo son importantes para que sienta paz y satisfacción, y el arte no se preocupa de la paz y la satisfacción.

Entonces ¿cuál sería el mejor entorno para un escritor?

W. F.: Al arte tampoco le preocupa el entorno; no le importa dónde se encuentra. Si se refiere a mi caso, el mejor trabajo que me han ofrecido nunca fue el de hacerme casero de un burdel. En mi opinión, es el medio perfecto para que trabaje un artista. Le otorga una libertad económica perfecta: no pasa miedo ni hambre, tiene un techo en el que cobijarse y lo único que tiene que hacer es llevar unas pocas cuentas sencillas e ir una vez al mes a pagar a la policía local. El lugar está tranquilo por la mañana, que es el mejor momento del día para trabajar. Hay suficiente vida social por la noche, si le apetece participar, para que no se aburra; le da una cierta posición en su sociedad; no tiene nada que hacer porque la madame lleva los registros; toda la gente que vive en la casa son mujeres y lo llamarían respetuosamente “señor”. Todos los contrabandistas del barrio lo llamarían “señor”. Y podría llamar a los policías por sus nombres.

Así que el único entorno que necesita el artista es la paz, la soledad, el placer que pueda conseguir a un coste que no resulte demasiado elevado. El entorno equivocado sólo servirá para que le suba la tensión, y pasará más tiempo frustrado e indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que las herramientas que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.

¿Quiere decir bourbon?

W. F.: No, no soy tan maniático. Entre un whisky y nada, prefiero un whisky.

Ha mencionado la libertad económica. ¿La necesita el escritor?

W. F.: No. El escritor no necesita libertad económica. Sólo necesita lápiz y un poco de papel. Nunca he visto ningún escrito bueno que proceda de haber aceptado dinero regalado. Un buen escritor nunca presenta una solicitud a una fundación. Está siempre demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es de primera, se engaña diciendo que no tiene tiempo o libertad económica. El buen arte puede proceder de rateros, contrabandistas o ladrones de caballos. La gente tiene realmente miedo de descubrir cuántas penurias y pobreza puede soportar. La única cosa que puede alterar a un buen escritor es la muerte. Los escritores buenos no tienen tiempo para preocuparse por el éxito o por enriquecerse. El éxito es femenino y es como una mujer: si te encoges ante ella, te anulará. Así que hay que tratarla enseñándole la palma de la mano. Entonces puede que sea ella la que se arrastre.

¿Puede perjudicar a su escritura el hecho de trabajar en el cine?

W. F.: Nada puede perjudicar a la escritura de un hombre si es un escritor de primera. En el caso de que no lo sea, no hay nada que pueda servirle de mucho. El problema no existe si no es un autor de primera, porque ya ha vendido su alma por una piscina.

¿Se compromete el escritor al escribir para el cine?

W. F.: Siempre, porque una película es por naturaleza una colaboración, y cualquier colaboración supone un compromiso porque eso es lo que significa la palabra: dar y recibir.

Usted dice que el escritor debe comprometerse para trabajar en el cine. ¿Y qué ocurre con su escritura? ¿Tiene alguna obligación con su lector?

W. F.: Su obligación es hacer su trabajo lo mejor posible; sea cual sea la obligación que le quede después de eso puede cumplir con ella como desee. Yo mismo estoy demasiado ocupado para preocuparme del público. No tengo tiempo de preguntarme quién me lee. No me importa la opinión del americano medio sobre mí o sobre el trabajo de cualquier otro. Tengo que cumplir con mi propio estándar, que es lo que se da cuando la obra me hace sentir lo que experimento cuando leo La tentación de San Antonio o el Antiguo Testamento. Me hace sentir bien. También me siento bien observando a un pájaro. Si me reencarnara, me gustaría volver en forma de zopilote, ¿sabe? No existe nada que lo odie, lo envidie, lo quiera o lo necesite. Nunca está preocupado o en peligro, y puede comer cualquier cosa.

¿Qué técnica utiliza para alcanzar su estándar?

W. F.: Deje que el escritor se dedique a la cirugía o a la albañilería si lo que le interesa es la técnica. No existe una manera mecánica des escribir, no hay atajos. El escritor joven sería un estúpido si siguiera una teoría. Enséñate a ti mismo por tus propios errores: la gente sólo aprende a partir de los errores. El buen artista cree que nadie es lo bastante bueno para darle consejos. Posee una vanidad suprema. Por mucho que admire al viejo escritor, quiere superarlo.

¿Cuánto hay de su experiencia personal en su escritura?

W. F.: No sabría decirlo. Nunca lo he calculado. Porque no importa “cuánto”. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación, y dos de ellas –a veces incluso una– puede suplir la falta de las otras. En mi caso, una historia suele empezar con una sola idea, recuerdo o imagen mental. La escritura de una historia es sencillamente una cuestión de trabajar hacia ese momento, explicar porqué ocurrió o qué hizo que sucediera después. El escritor intenta crear personajes verosímiles en situaciones emotivas y verosímiles de la manera más emotiva de la que es capaz. Obviamente tiene que usar el entorno que conoce como una de sus herramientas. Diría que la música es el medio más sencillo con el que expresarse, ya que apareció primero en la experiencia y la historia de la humanidad. Pero dado que lo mío son las palabras, tengo que intentar expresar torpemente en ellas lo que la música pura habría hecho mejor. Es decir, la música lo expresaría mejor y de manera más sencilla, pero yo prefiero utilizar palabras, ya que prefiero leer en vez de escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras se da en el silencio. Es decir, el estruendo y la música de la prosa se dan en silencio.

Algunas personas dicen que no entienden lo que escribe, incluso después de leerlo dos o tres veces. ¿Qué les sugeriría que hicieran?

W. F.: Que lo leyeran cuatro veces.

Ha mencionado que la experiencia, la observación y la imaginación son importantes para el escritor. ¿Incluiría la inspiración?

W. F.: No sé nada sobre la inspiración porque no sé qué es; he oído hablar de ella, pero no la he visto nunca.

¿Podría opinar sobre el futuro de la novela?

W. F.: Imagino que mientras la gente continúe leyendo novelas, la gente continuará escribiéndolas, o viceversa, a no ser, claro está, que las revistas con imágenes y las tiras cómicas acaben atrofiando la capacidad del hombre para leer, y la literatura vuelva a la escritura con imágenes de la cueva neandertal.

Las leyes del corazón

Extracto del discurso de William Faulkner en el acto de recepción del Premio Nobel en 1949 o sobre qué puede versar aún la literatura (con motivo del 50 aniversario de su muerte el 6 de julio de 1962)

Nuestra tragedia de hoy es un miedo universal y puramente físico, que por llevar padeciéndolo tanto tiempo, apenas si podemos soportar más. Ya no cuentan los problemas del espíritu, sino la cruda pregunta: ¿Cuándo me tocará saltar hecho trizas? Debido a esto, el joven o la joven que se dedica hoy a escribir, ha olvidado esos problemas derivados del corazón humano en conflicto consigo mismo, que son los únicos de donde puede surgir una buena literatura, por ser de ellos de los únicos de que merece la pena escribir, con todas las angustias y sudores que el abordarlo supone.

Y tiene que volver a recordar tales problemas, tiene que convencerse de que la mayor vileza que cabe es tener miedo y, una vez convencido, olvidar para siempre todo lo que no sean las viejas realidades y verdades del corazón, las viejas verdades ecuménicas -amor, honra, piedad, orgullo, compasión, sacrificio-, sin cuya presencia cualquier relato está condenado a muerte, a perderse en la inanidad de lo efímero. Hasta que proceda así trabajará bajo una maldición. Escribirá no del amor, sino del deseo, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanza y, lo que es peor, sin piedad ni compasión. Sus cuitas no conmoverán la osamenta del universo, no dejarán cicatriz alguna detrás de sí.

Hasta que vuelva a aprender estas cosas, escribirá como si estuviera ahí para asistir al fin del hombre. Yo no creo en el fin del hombre. Es harto simple decir que el hombre es inmortal sencillamente porque perseverará, porque cuando el eco de la última campanada del juicio se haya apagado en la última y más miserable roca, vacilante, aunque ya no la sacuda la marea, en el último crepúsculo rojizo y agonizante, aun entonces habrá un sonido más: el de la mezquina pero inextinguible voz humana que seguirá hablando y hablando.

Lo que yo creo es algo más. Creo que el hombre no sólo perdurará sino que prevalecerá. Es inmortal no porque de todas las criaturas sea la única que posee una voz inextinguible, sino porque tiene un alma, un espíritu, capaz de compasión y de sacrificio y de sufrimiento. El deber del poeta, del escritor, es escribir sobre estas cosas. Su privilegio consiste en la ayuda que puede prestar al hombre para que perdure, aupando su corazón y recordándole qué son el valor, el honor, la esperanza, la dignidad, la compasión, la piedad. La voz del poeta no tiene por qué ser un simple testimonio del hombre. sino que puede constitur también uno de los puntales que le ayuden a sostenerse y a prevalecer.

Arrecife

El mexicano Juan Villoro es una de las voces más poderosas de la actual narrativa en lengua española. Y como prueba, su última novela: Arrecife, editada por Anagrama en abril de 2012

Juan Villoro (México, D.F., 1956) es un escritor que, como ha acreditado ya brillantemente a lo largo de muchos años (su primer libro de cuentos data de finales de los setenta), se mueve como pez en el agua por todas las formas de la narración: ya sea la crónica, el ensayo crítico, el relato infantil, el cuento o la novela. Y en todos ellos sobresale un ingrediente común, definitorio: un estilo propio de contar, rigurosamente sintético, casi aforístico, en el que logra aunar con una magia especial lo descriptivo y lo reflexivo, la acción y el pensamiento, lo puramente narrativo y el ensayo. Sus dotes para sintetizar una situación, definir un personaje o concretar un pensamiento son asombrosas. Su «facilidad» para encontrar una frase feliz que se ajusta como un calzador al contexto, formular axiomáticamente algo o elaborar un resumen analítico absolutamente preciso con muy pocas palabras es un prodigio.

Un prodigio que sin duda se explica por su formación excéntrica y sus complejos vínculos intelectuales y literarios. A los cuatro años, Villoro ingresó en el Colegio Alemán del DF. Su dominio perfecto del alemán le permitiría más tarde trabajar como diplomático en el Berlín oriental (cuando todavía existía la RDA), familiarizarse con la cultura centroeuropea (con especial preferencia por el mundo austro-húngaro, más que por el propiamente germánico) o traducir los célebres «Aforismos» de Lichtenberg, verdadera cumbre del género (y que Nietzsche consideraba uno de los cinco mejores libros de la cultura alemana). Estos ingredientes tan singulares (y que, en cierto modo, también pueden rastrearse en una figura como la de Sergio Pitol, que es sin duda uno de sus «maestros») son los que explican en buena medida esa posición «excéntrica» de Villoro, que no afecta sólo a su estilo, sino al enfoque general de su obra, que se inscribe ya plenamente al otro lado de una ruptura (intelectual y generacional) respecto a los moldes trillados que imperaban todavía en la literatura hispanoamericana en general, y en la mexicana en particular, a finales de los ochenta y principios de los 90: los epígonos de un «realismo mágico», que ya no tenía nada que ver con el carácter incisivo de un Carpentier o un García Márquez, y había caído en la ramplonería exótica; o la ingente búsqueda y rastreo de los problemas identitarios de la región a través de la reflexión social o histórica.

Villoro pugna por romper valientemente con esos corsés que hacen de la literatura hispana «un parque temático del atraso», a la que se exige «un exceso de imaginación que se rechaza en otros sitios», una «necesidad de acentuar el exotismo», impuesta desde fuera, que acaba induciendo «una autenticidad artificial».

Precisamente esa demanda de exotismo y emociones fuertes que se reclama desde el exterior a Latinoamérica en general, y a México de forma particularmente intensa, forma parte del núcleo argumental de Arrecife, la cuarta novela de Villoro, que llega ocho años después de su gran obra maestra: El testigo (2004). La nueva novela de Villoro transcurre en un resort vacacional de la costa maya en el que se ofrece, a turistas europeos y norteamericanos ávidos de emociones fuertes, «programas recreativos con una coreografía delictiva» (como que te secuestre la guerrilla o te capturen los narcos), eso sí, con un riesgo controlado y un final feliz. «Vivir una revolución -dice Villoro en una entrevista-, pero por un fin de semana; entrar en contacto con una emoción, pero luego volver a su vida de bienestar». Hispanoamérica como escenario de riesgos programados y peligros fingidos, para que el turista se libere momentáneamente de la angustia que le produce el tedio del bienestar, pero eso sí: con billete de vuelta asegurado. Villoro es, sin duda, un maestro de la ironía.

Pero como todas sus novelas, Arrecife va también mucho más allá de sus propias anécdotas argumentales. En realidad, el relato tiene todos los ingredientes de un «ajuste de cuentas», de un balance, de una mirada, crítica, apasionada y compasiva, al devenir de una generación que naufragó en casi todas sus expectativas, pero que no terminó de ahogarse del todo, y ahora se interroga por su pasado y por su futuro.

Tony Góngora (el narrador) y Mario Müller (el ideólogo y director del resort La Pirámide) son dos viejos amigos, dos supervivientes de aquel naufragio. En su juventud formaron parte de una banda de rock que se llamaba Los Extraditables, que acabó fracasando y disolviéndose. El fracaso hundió a Tony en las drogas hasta convertirlo en una piltrafa humana, con la memoria borrada, perdida casi por completo. Años después de aquel desastre, Mario Müller busca a Tony para que participe en su nuevo proyecto empresarial (La Pirámide), y así sacarlo del marasmo, ayudarle a recordar el pasado… y también a diseñar el futuro.

«Pasé la primera parte de mi vida tratando de despertarme, la segunda tratando de dormir, me pregunto si habrá una tercera parte». Arrecife comienza así, cuando sus protagonistas están ya en esta tercera parte. Ahí comienza el itinerario introspectivo de Tony, que es a la vez un nuevo reto vital, en el que conocer es recordar (pues lo ha olvidado casi todo), pero en el que, también, el recuerdo sirve para reconstruir un pasado, que no es sólo la constatación de un fracaso, sino rememoración de un tiempo en el que la amistad y el amor fueron signos de una vida en cierto modo pletórica… una vida que todavía no está clausurada, que aún puede tener un tercer acto. Al menos eso piensa Villoro.

El arrecife en el que encallaron sus vidas ha devenido un negocio (La Pirámide, junto al Caribe y las costas llenas de corales) al que ahora también le llega la hora del ocaso, con la llegada de la crisis y la enfermedad de Müller. Villoro, que no olvida una, aprovecha ese contexto para lanzar una andanada demoledora contra esos países tan serios y justos, tan «diferentes» de México. Y nos recuerda que, tras su sobria fachada de respetabilidad, la City londinense (de donde provienen los inversores que gestionan La Pirámide) no es más que la versión actual y posmoderna de la vieja piratería inglesa, el lugar donde ahora mismo se lava buena parte del dinero negro procedente del tráfico de drogas, de armas, de la prostirución… Los auténticos dueños de La Pirámide vislumbran ya que hay más negocio en integrar el resort en ese proceso de lavado de dinero que mantenerlo abierto.

Pero Müller, ya gravemente enfermo (cáncer), prepara para Tony un nuevo y sorprendente futuro alejado de todo eso. Y quizá tras la honesta y lúcida incursión en las vidas de estos dos personajes, ese «futuro» sea la parte más débil del libro. La menos lograda.

Pese a ello, Arrecife es en todo momento una novela muy poderosa en el campo del lenguaje. La ironía y el humor de Villoro brillan tanto como la precisión, la concisión y la exactitud expresiva. Y sus diálogos tienen la energía y la fuerza de los de una buena novela negra.

Por cierto que Acerrife también es, a su modo, un trhiller, aunque sólo accidentalmente. Las novelas de Villoro tienen siempre infinidad de rincones y ponen en juego multitud de recursos. Y es que para él: «La novela nos puede procurar algo que sólo provee la literatura y que nos ayuda a entender mejor el mundo; no se trata de una explicación cien por ciento racional, sino de la recreación de emociones que le dan sentido a una época y a una gente y esa manera de conocer emotivamente una realidad y una época sólo la encontramos en la literatura».

A sangre fría

Tras más de cinco años de ardua y minuciosa investigación, Truman Capote dio a la luz en 1965 A sangre fría, relato preciso y escalofriante del asesinato de una familia de granjeros de Kansas a manos de dos ex presidiarios que nunca habían tenido la más mínima relación con ella y nada podían obtener con su muerte

Aquel relato, aquella novela, ha pasado a los anales de la historia literaria porque con ella Truman Capote dio carta de naturaleza a un nuevo género narrativo: la novela de “no ficción”, un híbrido, un centauro, mezcla de periodismo (crónica real de unos hechos acontecidos) y literatura (por su estructura, composición y aliento poético). Aunque tal fórmula fue acerbamente criticada por algunos (Norman Mailer dijo de ella que era “una derrota de la imaginación”), la literatura de “no ficción” se abrió paso en Estados Unidos con notable éxito y dio pie a algunas obras esenciales de la narrativa norteamericana de los años sesenta y setenta, entre ellas Los ejércitos de la noche, del propio Norman Mailer (galardonada en 1967 con el Pulitzer y el National Book Award), el “nuevo periodismo” de Tom Wolfe, o, en su vertiente californiana, gamberra y más ácida, Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S. Thompson.

Casi todos los comentarios críticos realizados hasta hoy recurren a “la intuición”, a la “sensibilidad” o al “olfato” de Truman Capote para explicar la súbita decisión del escritor de abandonar Nueva York y lanzarse a las deshabitadas y poco acogedoras llanuras de Kansas tras el simple hecho de leer en el New York Times la espeluznante noticia del asesinato de los Clutter. A Capote, desde luego, no le faltaban ni intuición, ni sensibilidad ni olfato; pero ¿qué intuyó, qué sintió o percibió, que olió Capote detrás de esa trágica noticia sobre el enigmático y cruel asesinato de un granjero próspero y virtuoso y de su familia, querida, admirada y respetada por toda la comunidad? ¿Qué podía, no sólo interesar, sino arrastrar a Capote a indagar, durante años, en esa devastadora e injustificada aniquilación de una familia modélica, una familia que encarnaba, a priori, todos los valores positivos, todas las virtudes de América: el esfuerzo, el trabajo, la prosperidad, una vida familiar ejemplar, el respeto a la ley, la religión, las buenas costumbres, la solidaridad con los vecinos, incluso el rechazo a la bebida…? Pues bien: eso era. Eso era lo que constituía el mayor estímulo para Capote. Saber quién (y por qué) había disparado inmisericordemente, a sangre fría, contra todo eso. Quién odiaba hasta tal punto esa América, que estaba dispuesto a destruirla sin piedad, sin remordimientos, sin un motivo concreto (ni siquiera el dinero). Cómo se había gestado ese odio cerval. De qué otra América procedía la mano que aquella noche del 14 de noviembre de 1959 apretó el gatillo de un fusil del calibre 12 para volarles la cabeza a cuatro desconocidos. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Qué antagonismos escondía América para que un hecho así pudiera producirse?

En realidad toda la vida y toda la obra de Truman Capote nunca habían dejado de girar en torno al conflicto de las dos Américas que conviven, se enfrentan y se excluyen sobre el inmenso mapa de los Estados Unidos. No se trataba de ningún dilema intelectual. No, al menos, para Truman Capote. Él conocía muy bien esas dos Américas: había vivido en las dos. Las dos bullían dentro de él. Nunca escapó a su ineludible antagonismo. Fue víctima de él.

“Tengo la impresión de que tú y yo pasamos nuestra infancia en la misma casa, sólo que luego yo salí por la puerta de delante y tú por la de atrás”, le dijo un día Truman Capote a Perry Smith, el asesino de los Clutter, durante una de las interminables conversaciones que mantuvieron en la celda del corredor de la muerte. Truman Capote encontró, en efecto, aquello que buscaba, lo que intuyó desde un principio. La otra América. Sólo que ésta, como ya sabía, no le era en absoluta ajena.

Nacido en Nueva Orleans (la vieja ciudad del sur, del sur derrotado, del sur vencido y avasallado), la infancia de Capote difería muy poco, en efecto, de la de Perry Smith: el divorcio prematuro de los padres (Capote ni siquiera llevaba el apellido de su padre real), una madre que se entregaba a los hombres y se hundía en el alcoholismo, abandono, soledad, miedo, siempre vagando de una casa a otra, sin hogar, sin dinero, sin cariño, sin protección; testigos doloridos y atormentados de la autodestrucción de sus madres, que se suicidaron. La América de estas infancias era, en efecto, la antítesis del mundo familiar de los Clutter, que con tanto mimo reconstruye Capote en la primera parte de A sangre fría.

A los 17 años, en Nueva York, trabajando ya para el The New Yorker, Capote logró escapar aparentemente a su destino: salió (así lo pensaba) por la puerta de delante. Perry, no. La vida de Perry se fue haciendo más y más perra. Procedía de una América aún más derrotada, aún más humillada: su madre era india cherokee. En un hospicio de monjas le daban palizas cada vez que mojaba la cama por la noche. Su hermano mayor se suicidó después de que su mujer se suicidara. Su hermana mayor se tiró desde la cornisa de un edificio. La madre murió alcoholizada. Su padre, “Lobo solitario”, lo educó como un superviviente, de acá para allá, con una disciplina de hierro, sin afecto, explotándolo incluso: tras el último de sus fracasos, un día lo encañonó y disparó dos veces contra él: el fusil estaba casualmente descargado; estaban en Alaska, pero ya no buscaban oro. En un accidente de moto se fracturó las piernas y se volvió un tullido. Más tarde se vio envuelto en un delito y acabó en la cárcel. Allí conoció a Dick: un maleante de poca monta que soñaba con dar el gran golpe. El golpe que permitiría a Perry cumplir su sueño: ir a México en busca de los tesoros escondidos de los españoles…, el sueño que le había dejado como única herencia su padre.

Éste es el destino que elude Capote, o quizá, más exactamente, el destino que reprimía dentro de sí mismo, dejándose arrastrar a las interminables fiestas y cócteles del Nueva York glamuroso, donde indefectiblemente actuaba como el gran “clown” de la reunión… que luego abandonaba siempre borracho.

Perry, no. Perry lo cumplió hasta el fin. Odiaba y despreciaba la otra América como un todo, como un enemigo sin rostro; eran “ellos” y ansiaban seguir jodiéndolo, encarcelarlo, suprimirlo, eliminarlo. ¿Por qué debía sentir ninguna compasión por ellos? Siempre tenían dinero, él nunca. A ellos no les dolían las piernas, como a él. “Ellos” lo tenían todo: el dinero, la religión, la ley, el Estado… A él lo habían apaleado las monjas, se le negó hasta el oro de Alaska, lo perseguía la policía…, lo acabaron colgando de una cuerda “a sangre fría”. Cuando la noche del 14 de noviembre de 1959 cortó la garganta de Herb Clutter con un cuchillo lo hizo después de pensar que era un hombre amable y considerado. Poco antes le había puesto una almohada a su hijo para que estuviera más cómodo. Luego les disparó un tiro a cada uno en la cabeza “a sangre fría”. Los mató a los dos aquella noche (y luego a aquellas dos mujeres indefensas) -concluye Capote-, no porque fueran los Clutter, sino porque eran “ellos”. Tenían que morir.

No fueron pocos los que tras la lectura de A sangre fría pensaron que Capote jugaba a un juego muy peligroso: “explicar”, “intentar comprender”, casi “justificar” aquel horrible crimen. A Capote nunca le faltaron detractores. Pero esa es, obviamente, una interpretación errada. A Capote lo que realmente le importaba era describir, en un caso manifiesto, perfecto, casi de laboratorio, de una pureza extrema, el encontronazo brutal de aquellas dos Américas antagónicas que, por un absoluto azar, se dieron cita la noche del 14 de noviembre de 1959 en una granja de la pequeña localidad de Holcomb, Kansas. El 16 de noviembre Truman Capote leyó en el New York Times una simple reseña de aquel hecho: seis años más tarde, después de un trabajo obsesivo, desquiciante, finalizó A sangre fría. El impacto del libro en su vida fue demoledor. Prácticamente ya no se recuperó. Aunque 14 años después aún dio a la imprenta los deliciosos relatos de Música para camaleones (para mí su mejor obra, la más perdurable), eso sólo fue ya el estertor de una vida que se deslizaba, sin frenos, hacia el abismo. De amante en amante, entregado a las drogas, alcohólico perdido, acabó suicidándose en 1984. ¿Realmente puede decirse que salió por la puerta de delante?

Carlos Fuentes: el espejo y los claroscuros

El pasado 15 de mayo fallecía en México DF, a los 83 años de edad, Carlos Fuentes, uno de los escritores decisivos en lengua española de la segunda mitad del siglo XX, un intelectual comprometido incesantemente con la defensa de la libertad y un amigo intenso y apasionado de la España democrática

 

Había nacido en 1928, en el México posrevolucionario. Debido a los distintos cargos que su padre desempeñó en el servicio diplomático mexicano, pasó parte de su infancia y juventud en países como Estados Unidos o Chile. Aunque siempre tuvo sus raíces en México, Carlos Fuentes fue un hombre esencialmente cosmopolita, con una vasta formación intelectual, una curiosidad insaciable y la capacidad de abarcar con su mirada una perspectiva global sobre las cosas.

Carlos Fuentes puso los cimientos de su singular obra literaria con dos libros tempranos, dos novelas que forman parte esencial del canon literario hispanoamericano del siglo XX: «La región más transparente» (1958) y «La muerte de Artemio Cruz» (1962). Ixco Cienfuegos, el incierto protagonista de la primera, encarna la conciencia censurada pero no borrada, la mitad ignorada de México: el pasado precolombino, enterrado pero vivo. Fuentes utiliza esa conciencia como espejo para desvelar la ciudad y el México moderno, ignorante de toda su complejidad. La literatura ya es aquí, en esta obra inaugural, crítica del mundo e indagación del lenguaje, espejo y máscara. «La muerte de Artemio Cruz» es otra vía,otra faceta del México moderno: la historia del revolucionario que se corrompe (y, a través de ella, la historia de la revolución traicionada). Si Ixco es la realidad negada, oculta, enterrada pero viva, Artemio Cruz es la realidad visible, transparente, ostensible, pero que encierra y oculta su auténtica verdad: su traición. Uno y otro componen un retablo excepcional dibujado por quien, a través de ellos, se revela ya como un verdadero maestro, con vastísimos recursos narrativos y, a la vez, un trabajo riguroso y preciso con el lenguaje. En todo ello estaba, cómo no, la presencia cercana de la narrativa de William Faulkner, la más cercana aún de Juan Rulfo y, en el fondo, la gran sombra cervantina. Como ha comentado muchas veces, Carlos Fuentes heredó de su maestro Faulkner el hábito de leer todos los años el Quijote.

Con estas dos novelas, Carlos Fuentes pasó a integrarse, junto a Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en la locomotora del «boom» narrativo hispanoamericano que, en los años sesenta y setenta colocaría la literatura en lengua española no sólo en el «escaparate» de la literatura mundial, sino también en su vanguardia. Algo que no había ocurrido desde la «generación del 27».

El «boom» hispanoamericano no sólo aportó grandes novelas, de una enorme creatividad formal y una intensidad narrativa arrolladora («Cien años de soledad», «La ciudad y los perros», «Rayuela»…, las dos citadas de Carlos Fuentes), sino que fue un estímulo esencial para que salieran a la luz y alcanzaran dimensión global otros autores y obras hispanoamericanos, hasta entonces desconocidos, y que hoy son genios universales de la literatura: Borges, Carpentier, Rulfo, Lezama, Onetti… El «boom» abrió la brecha. y por ella irrumpió todo un planeta literario oculto, poblado, hasta los topes, de maravillas ignoradas.

Con su obra literaria y ensayística, con su trabajo permanente de hormiga gigante, Carlos Fuentes fue una de las piquetas decisivas que permitieron, que facilitaron, que estimularon la aparición de esa brecha.

Pero con ser trascendente esta dimensión, no agota en absoluto la figura de Carlos Fuentes, que fue, además, un intelectual crítico y solidario permanentemente comprometido con la libertad: en México, en Hispanoamérica, en España, en Europa o en Estados Unidos. Durante más de sesenta años, Carlos Fuentes nunca dejó de aportar su granito de arena intelectual ante los conflictos esenciales de nuestra época. Y siempre con el mismo sesgo, con una enorme coherencia política y social, siempre en defensa de la libertad, oponiéndose a toda forma de imperialismo, a todas las caras de la injuscia, a los rostros múltiples de la opresión. Su proximidad, su cariño y su simpatía por la España democrática, que emergió a mediados de los setenta de las tinieblas de la dictadura, fueron siempre una realidad ostensible, que mantuvo inalterable hasta el final de sus días.

Carlos Fuentes fue además un verdadero constructor de puentes entre ambas orillas del Atlántico, entre Europa y América, entre España e Hispanoamérica. Aunque siempre juzgó y condenó con severidad la vertiente destructiva de la conquista española, Fuentes valoraba ante todo el inmenso legado común construido durante quinientos años de vida y cultura conflictivamente compartidos y la riqueza del mestizaje. En un extraordinario ensayo publicado en 1992 (el año de la conmemoración del quinto centenario del «descubrimiento» de América), titulado «El espejo enterrado», Fuentes nos ha legado su más íntima y profunda reflexión sobre la identidad y el conflicto, la continuidad y la ruptura, el pasado y el futuro de esa realidad compartida y fecunda que es el mundo hispano.

Ahí, tanto como en sus novelas y cuentos, sus artículos e intervenciones públicas, sus ensayos y sus memorias, descubrimos la verdadera talla y dimensión de un escritor que devolvió la literatura en lengua española al escenario del mundo.

Vila-Matas: «Aire de Dylan»

«Aire de Dylan», la última novela de Vila-Matas, no es ni un vuelco en su narrativa ni una
mera defensa de su “extraña forma de literatura”

El lector familiarizado con la obra de Vila-Matas suele experimentar una doble reacción al contacto con “Aire de Dylan”. La primera es que le basta con leer dos o tres párrafos, apenas la primera página, para saber que ya “está en casa”. No hay duda. No hay error posible. Ni el mejor imitador podría conseguirlo. Estamos en el mundo de Vila-Matas: un mundo literario propio, singular, extravagante, extrañamente profundo; ante una forma de narrar, de fabular, inequívocamente suya, que de vez en cuando recibe elogios desmesurados como éste: “Las novelas de Vila-Matas están en el punto más avanzado en que se encuentra la novela” (Ricardo Piglia); pero al que, últimamente, una o varias ramas de las generaciones literarias más jóvenes, le han dado algún que otro palo, por “anticuado” y por “repetitivo”. Y quizá cabe aquí recordar también que la crítica nacional más carpetovetónica siempre lo ha tenido por un escritor de “juguetes posmodernos” sin consistencia alguna, por un autor sin “poder narrativo”, incapaz de construir una historia (una historia “tradicional”, al modo de nuestro secular realismo), por lo que tenía que recurrir a hilvanar o reproducir citas de cierto relieve, intentando ganar peso con el fulgor ajeno, pero no logrando más que una metaliteratura libresca, sin emoción y, lo peor, sin trama.

Como, a pesar de todo ello, la fama y el peso de Vila-Matas han ido inevitablemente en ascenso en el escenario cultural y literario español –quizá simplemente por seguir la estela de lo que ocurría en otros países, incluso en Hispanoamérica, y probablemente sólo para no hacer el ridículo–, la atención crítica a su obra ha ido también creciendo en nuestro país. Hasta el punto de que, ahora ya, cada nueva novela de Vila-Matas es un “acontecimiento” en el planeta literario español. Un alunizaje literario que es observado con cierto cuidado y atención, e interpretado desde todas las ópticas posibles.

Bajo una de esas ópticas, “Aire de Dylan” vendría a intentar rectificar, en cierto modo, el modus operandi antinarrativo de Vila-Matas (al tiempo, eso sí, que asesta un golpe inmisericorde a quienes le tratan ya como un autor de retaguardia). En breve: Vila- Matas (por utilizar un símil de la política) se nos habría “derechizado”. Se estaría inclinando en favor de las tesis de la crítica más conservadora, y andaría intentando dar satisfacción a quienes le piden que sea menos libresco y más narrativo, que se deje de citas y ponga personajes, y acción, y trama. En definitiva, que se haga un escritor “como Dios manda”.

¿Y es esto así? ¿Vila-Matas se ha clavado, por fin, en la cruz del realismo patrio? ¿Se nos ha “normalizado”, huyendo despavorido de esas etéreas bandadas de jóvenes narradores que piden hacer astillas la novela o difuminarla, por fin, en el magma sin forma (ni fondo) de internet, los nuevos apóstoles de la googlenovela?

Ciertamente la crítica literaria tiene una manga ancha notable. Caben muchas interpretaciones. Lo que no debería caber, sin embargo, es la pura invención. El castizo “sacarse de la manga” lo que no hay. Y lo que no hay en “Aire de Dylan” es ese Vila-Matas “reformado”, “reconducido”, “normalizado” – “reinsertado”, casi, podría decirse, como si fuera un antiguo “terrorista literario” que ha renunciado a la violencia y vuelve a la vida normal, tras una larga condena y una severa autocrítica de sus “crímenes”.

En “Aire de Dylan”, una vez más, Vila-Matas juega al juego –tan suyo– en el que la literatura y la vida dejan de ser –como el objeto y el sujeto de la metafísica– dos realidades enfrentadas, opuestas, que necesitan librar entre sí una batalla titánica para relacionarse –por ejemplo: la batalla del conocimiento–, sino un complejo y vivo entramado de vasos comunicantes en permanente interacción. Así, el joven Vilnius –uno de los personajes centrales de la novela, o el personaje central si se quiere– vive el drama de Hamlet como un avatar de su vida, al tiempo que intenta encontrar en una supuesta frase de Scott Fitzgerald –”Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien”– una guía maestra para acercarse a su verdadera identidad y a su realidad última –”La mía y la del mundo en general”, dice en un momento determinado–. Literatura y vida; vida y literatura. Eso sí, envuelto todo en una trama novelesca, no nueva, no diferente, sino, tal vez, más densa que en otras ocasiones. Vila-Matas no ha cambiado en absoluto de registro, ni de modus operandi; pero sí que es verdad que en “Aire de Dylan” hay más espesor, más densidad, más “trascendencia” –sin sacrificar, en exceso, ni la ironía, ni la ligereza, ni el humor. Quizá sean sólo los años, o el oficio, o la experiencia: el caso es que Vila-Matas cala más hondo, y lleva los interrogantes de siempre a un nivel aún más profundo. Y lo reitero: sin sacrificar la ironía (¿no es un monstruo de ironía esa madre fatal?), ni la ligereza (esa sociedad de infraleves, de Oblomovs, de aspirantes a no hacer nada, que forman Vilnius y Débora), ni el sacrosanto humor (como cuando el hijo, poseído por el ansia carnal de su padre muerto, se siente salvajamente atraído por la madre, pese a que –como dice magistralmente Vila-Matas–, “nunca había sido muy incestuoso”).

La segunda reacción del lector vila-matiano ante “Aire de Dylan” es la de percibir, de inmediato, ciertas novedades, ciertos cambios, la singularidad de esta melodía dentro del conjunto orquestal. Por ejemplo, el protagonismo que adquieren en ella el teatro (incluida, por supuesto, la vida entendida como función, como representación teatral) o el cine (extraordinario episodio el de la rocambolesca búsqueda de la autoría de una frase de una película de Hollywood) en detrimento quizá de lo específicamente literario, aunque esto, así dicho, no deja de ser una apreciación bastante baladí. También destaca el “aire”, no ya anglosajón (ya presente en “Dublinesca”), sino específicamente “norteamericano”, que respira toda la novela, en cuyo título ya está incluido el mito vila-matiano por excelencia de la cultura americana, el multiforme Dylan, el músico de las mil identidades, al que el joven Vilnius sólo se parece físicamente, del que sólo tiene un “aire”, porque, a diferencia de él, Vilnius quiere ser “auténtico”, de una sola pieza, con una sola identidad inmutable: eso sí, una identidad a lo Oblomov, para no hacer nada.

Para desdicha de muchos, Vila-Matas no se apuñala, no se suicida en “Aire de Dylan”. Como siempre, a la pregunta de hacia dónde camina la literatura de Vila-Matas, podría contestarse con el maravilloso verso de Dylan: “la respuesta está en el viento”.

Bicentenario de Dickens

Marx escribió que Dickens «había proclamado más verdades de calado social y político que todos los discursos de los profesionales de la política, agitadores y moralistas juntos».

Se cumplen doscientos años del nacimiento de Charles Dickens, el más popular y el más leído de los novelistas ingleses de todos los tiempos, y aún pesan sobre su figura distintos sambenitos -la mayoría elaborados por la crítica «modernista» de finales del XIX y principios del XX- que han contribuido decisivamente a crear una imagen muy distorsionada de su legado: que si era el escritor favorito y representativo de la Inglaterra victoriana, que su literatura está penosamente lastrada por un pegajoso sentimentalismo, que sus personajes adolecen de un esquematismo moral extremo -o muy buenos o muy malos-, lo que contribuye a acentuar el irrealismo de sus tramas, o que, en definitiva, está preso de su gusto por artificios verbales demasiado ampulosos. Dickens sería, de aceptar todo esto, un autor «de época», al que no haríamos mal en dejar que durmiera bajo las capas de polvo que van acumulando inevitablemente los siglos.

Y, sin embargo, Dickens sigue vivo. Y hasta escritores como Kafka o Joyce lo tuvieron por un autor de cabecera. Y es que aquella crítica «modernista» -aun teniendo razón en muchas cosas- no podía ir más desencaminada. Quien se hacía pasar por el novelista prototípico de la Inglaterra victoriana fue, en realidad, su crítico más implacable, su observador más satírico, su juez más severo. Marx -que en aquellos años vivía exiliado en Londres y seguía, como cientos de miles de personas, las entregas semanales de sus obras- fue muy consciente de ello. La ineficacia, la malevolencia y aun la perversidad de la mayoría de las instituciones políticas y sociales de la Inglaterra victoriana aparecen constantemente denunciadas y ridiculizadas en las complejas tramas de sus novelas, cuyos protagonistas suelen ser víctimas de ellas. Dickens fue un crítico feroz de la pobreza, de la marginación y la violencia brutal que se cometía contra los pobres, detestaba el «clasismo» británico, no sentía ninguna simpatía por la «familia burguesa», ni por los comerciantes o los ricos, odiaba la aristocracia, y hasta «humanizó» a las prostitutas, a las que la sociedad victoriana trataba como escoria social. Su novelística es la primera que presenta un carácter abiertamente social, sin perder por ello nada de su riqueza literaria. En los albores de la sociedad capitalista triunfante, Dickens dotó a la literatura de la capacidad y el poder de ser un antídoto contra la opresión y la explotación, de encarnar los sueños, las esperanzas y los anhelos de los exlotados y los oprimidos.

Que esto llegara a ser así no obedeció sólo a su enorme capacidad de observación de lo real, sino a sus propias vivencias, a sus experiencias y obsesiones personales. A los doce años, el joven Dickens entró a trabajar en una fábrica de betún de la periferia de Londres, al tiempo que su padre permanecía encarcelado por deudas. Aquella jornadas terribles de diez horas y más de trabajo, permanentemente humillado y maltratado, dejaron en él una huella indeleble. Que al salir su padre de la cárcel, su madre insistiera en que continuara en aquel extenuante trabajo, también le marcó. No se sentía querido, sino rechazado, y ello determinó que, aun a pesar de que llegó a ser un hombre enormemente famoso, aclamado por las multitudes, nunca dejó de ser un «outsider», un desplazado, un ser inadaptado, que no encajaba ni en los círculos sociales, ni en el marco familiar. Pese al escándalo que suponía en la sociedad victoriana, se divorció. A pesar de su fama, del éxito y del dinero, nunca «cambió de bando» y se mantuvo fiel hasta el final a sus denuncias y a sus obsesiones.

Dickens escribió catorce novelas (quince si incluimos la inacabada «El misterio de Edwin Drood»), por el sistema de las «entregas», semanales o mensuales: un método más económico y popular, que lo hacía más accesible al gran público, que vivía con ansiedad la espera de los nuevos capítulos y el desenlace de sus imaginativas intrigas. Algunas de esas novelas, como «Oliver Twist», «David Copperfield», «Casa desolada», «Tiempos difíciles», «Historia de dos ciudades» o «Grandes esperanzas», son clásicos que se reeditan año tras año en todo el mundo. Su célebre «Canción de Navidad» se lee en casi todos los colegios del planeta.

Los ingredientes esenciales de las novelas de Dickens son: la increíble galería de personajes inolvidables que creó, y que componen una radiografía completa y compleja de la sociedad victoriana inglesa; la recreación de escenas y ambientes dramáticos (ciertamente, más teatrales que novelescos, más alegóricos que realistas); una primera visión descarnada de la gran urbe moderna (Londres como un monstruo sin entrañas, sin piedad); el sentimentalismo como arma para denunciar y llamar la atención sobre los abusos e injusticias (sobre la vergonzosa situación de los niños, de los pobres, de los débiles…) y la utilización de un lenguaje que es a la vez cómico y corrosivo, irónico y ampuloso, un lenguaje que ha generado muchos equívocos, pero que sin embargo es el arma clave y esencial de su inmensa creación novelesca.

El lector moderno, de hoy, no puede sino sorprenderse de la vigencia de los temas y de la narrativa de Dickens. Su novela «Oliver Twist» es una de las obras más veces llevadas al cine, por directores de la talla de David Lean o Roman Polansky. La avaricia de sus comerciantes y hombres de negocios encuentra un buen correlato en la presente crisis. En su novela «La pequeña Dorrit» ya denunció la especulación de los mercados. En «Casa desolada» criticó el monstruoso aparato institucional victoriano (modelo de los actuales Estados) y cómo sus interminables litigios de corte y las trapacerías de los tribunales destruían la vida de la gente. La amargura diskensiana ante la realidad, su mirada desilusionada, se veía no obstante compensada con su creencia en la bondad y en el progreso, aunque también sobre esto se fue haciendo más y más escéptico con el paso de los años.

Ejerció durante muchos años trabajos periodísticos (fue incluso cronista del Parlamento), fundó sus propios periódicos, trabajó como actor en el teatro (al que adoraba), se hizo conferenciante por dinero, pero indudablemente lo que más le gustaba era el trato y el reconocimiento del público: al final de su vida hizo giras constantes por Gran Bretaña y por Estados Unidos (su rechazo a la esclavitud le causó problemas) leyendo en público sus obras. Acudían multitudes, que lo aclamaban. Pero el titánico esfuerzo acabó minando su salud. Murió en 1870, a los 58 años, dejando un legado que, como afirmaba recientemente Vila-Matas, «cambió el rumbo de la novela».

Dickens logró en la mayor parte de sus obras aunar en un todo las dos grandes dimensiones de su narrativa: la expresión de su identidad herida y la denuncia despiadada de la ideología y la sociedad victorianas, logrando que una y otra quedaran perfectamente superpuestas e integradas. Toda una lección de arte narrativo que no debería dejarse caer en saco roto en los tiempos que corren.