La mancha humana

Esta novela de Philip Roth, publicada en el año 2000, constituye un pórtico inmejorable a la historia literaria del siglo XXI

Desde hace unos años, Philip Roth se ha convertido en un habitual de los medios y de los suplementos de cultura de la prensa española. La razón de primer plano es, obviamente, la continua publicación en España de sus novelas. Pero la raíz más honda y última de esta presencia es, sin duda, el reconocimiento ineludible a un escritor que ha adquirido ya en vida la condición de un clásico, que así se le trata ya no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo, lo que, por otra parte, no le impide seguir publicando novelas repletas de un vigor narrativo que parece inagotable, una sabiduría que no deja nunca de asombrar al lector y una emoción y un temblor que sobrecogen aun a los más advertidos por una saga narrativa que supera ya a las 25 novelas.

Philip Roth pertenece a la gran saga de los escritores judíos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX (Henry Roth, Saul Bellow, Norman Mailer, Arthur Miller…), aunque, por su edad, es el más contemporáneo de todos. Nació en Newark (Nueva Jersey) en 1933, en el seno de una familia que había emigrado en una generación anterior desde la Galitzia polaca. Estudió filología inglesa y luego realizó en Chicago un máster sobre literatura americana. Hasta 1992 dio clases en diversas universidades norteamericanas (Chicago, Iowa, Princeton, Pennsylvania) tanto de escritura creativa como de literatura comparada.

A los 26 años publicó su primera obra, Goodbye, Columbus, un libro conformado por cinco cuentos cortos y una novela breve, que le valió el prestigioso National Book Award de 1960. Con su tercera novela, El lamento de Portnoy (1969) encontró el éxito de público y crítica. Desde entonces ha publicado prácticamente sin interrupciones otros 25 libros, algunos de los cuales constituyen sin duda los escalones decisivos que le han permitido convertirse (y así lo corrobora el aval de Harold Bloom, el gran crítico neoyorquino) en uno de los cuatro pilares esenciales de la literatura norteamericana en activo, junto a Cormack McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon: hablamos de novelas como Operación Shylok (1993, premio Faulkner), El teatro de Sabbath (1995, National Book Award), Pastoral Americana (1997, Premio Pulitzer), La mancha humana (2000, premio Hemingway del Pen Club), El complot contra América (2004) o Indignación (2008).

En una de esas típicas encuestas entre escritores y críticos, impulsada por la prestigiosa The New York Times Book Rewiev, sobre las mejores novelas norteamericanas de los últimos 25 años, figuraban seis obras de Roth. El ensayo que acompañaba a la encuesta concluía afirmando: “Si hubiéramos buscado al mejor escritor de los últimos 25 años, Roth habría ganado”.

Este inmenso prestigio de Philip Roth, entre la crítica, entre sus pares (los escritores) y también entre un público cada vez más universal, se ha fraguado merced al poderío narrativo y la honda cosmovisión literaria de un escritor capaz de crear novelas de la complejidad y hondura de La mancha humana, construir personajes tan intensos, nítidos y creíbles como Coleman Silk (el protagonista de esta novela) y, a través de ellos ofrecernos todo un retrato –no panorámico, desde fuera, desde lejos– de los Estados Unidos, sino desde sus mismas entrañas. Y todo ello, sin la menor contemplación, sin concesiones, siendo lo insobornablemente implacable que hay que ser cuando uno se enfrenta a la realidad de su tiempo, a la realidad de su país y a su propia realidad, pues, en definitiva, en La mancha humana, Philip Roth no está sólo como autor en la solapa del libro, sino como narrador del libro (a través de su alter ego, el escritor Nathan Zuckerman) y personaje, incluso, sometido a escrutinio.

La coincidencia de la escritura de esta novela con el período del escándalo Clinton-Lewinsky –al que Roth se refiere expresamente, y que utiliza además para enmarcar temporalmente el relato– y con la ola de puritanismo moral que se levantó en Estados Unidos por ese motivo, ha llevado a una parte considerable de la crítica a tratar La mancha humana como un monumento literario contra la hipocresía, la gazmoñería, la mojigatería norteamericana, capaz de acorralar a una persona, perseguirla y ensañarse con ella hasta destruirla por completo, única forma de satisfacer un Moloch moral que exige sangre y venganza.

Pero esta visión y este tratamiento del libro no deja de ser “interesadamente” unilateral, al borrar, minimizar u ocultar el otro “blanco” contra el que la novela de Roth dispara con no menos potencia artillera y no menos voluntad de desenmascaramiento, denuncia y demolición: el blanco de la “corrección política”, otro Moloch moral (éste con una careta aparentemente “progresista”), pero igualmente insaciable en su búsqueda de víctimas inocentes, en su demanda de sangre y en su delirante afán persecutorio.

Coleman Silk es un viejo profesor universitario de Lenguas Clásicas, que durante muchos años ejerció como decano reformista e innovador que cambió la decrépita Universidad de Athena por un centro dinámico, moderno y atractivo, y al que un comentario inocuo hecho un día al pasar lista en clase hace caer sobre él una absurda acusación de “racismo”, a la que, unos por oportunismo, otros por interés, algunos por viejos rencores y los más por miedo a comprometerse con él, sus compañeros acaban por dar curso y crédito, lo que provoca su indignación, su ira, su dimisión, su salida de la universidad y su completo abandono de la docencia. La muerte de su esposa un año después, por causas que Silk achaca a la persecución sufrida, hace que crezca su enfurecimiento y su rabia, hasta el punto de que un día se presenta en casa de su vecino, el escritor Nathan Zuckerman (alter ego del propio Roth y narrador de la novela) para que se encargue de contar esta historia y así desenmascare a todos los han participado en su desdicha y en el “asesinato” de su mujer.

De ese encuentro surge la amistad de estos dos hombres y con el tiempo la confidencia de que Silk –a sus 73 años– mantiene relaciones sexuales con una mujer a la que dobla la edad, una limpiadora de la facultad, una mujer divorciada de su marido (un excombatiente de Vietnam, violento y desquiciado, afectado por el síndrome postraumático de tantos jóvenes norteamericanos que un día fueron sacados de sus pacíficas granjas para meterlos al día siguiente a “matar amarillos” en la selva, y ya nunca salieron de allí, ni los vivos ni los muertos), una mujer que duerme y vive en una granja lechera, en la que también trabaja, y que de alguna forma es la “antítesis” del propio Silk: Faunia Farley –así se llama– no tiene ningún aura de respetabilidad (incluso parece que rozó la prostitución), se considera analfabeta y, de hecho, es, ha sido, se la considera, una mujer maltratada.

Roth va a tirar del hilo de esta relación “extraordinaria” para construir un relato tan poderoso como complejo, tan cautivador como desesperanzado. A un autor “normal” le hubiera bastado ese hilo para –combinado con el eco del escándalo Lewinsky– construir un relato devastador del puritanismo. Pero Roth va mucho más allá de eso. Lo que Roth levanta es la verdadera epopeya de un hombre, de una vida, construida en torno a una decisión, un secreto, que perdura prácticamente hasta la tumba (y que Zuckerman sólo conoce después de su muerte). Una existencia fundada a la vez en una negación y una afirmación de sí mismo. Un hombre que triunfa y se derrota a sí mismo en el curso de una vida pletórica y en el marco de una sociedad que, a las puertas del siglo XXI, parece seguir empeñada en promover sus ya poderosos mecanismos de destrucción y autodestrucción.

Con La mancha humana, Philip Roth alcanza uno de los relatos más rigurosos y uno de los testimonios más incisivos de la literatura contemporánea.

Sergio Pitol: inventor de la literatura del siglo XXI

Fusión de géneros, entrelazamiento de vida y literatura y una permanente excentricidad caracterizan la obra del mexicano Pitol

J. Albacete

En una de sus columnas periodísticas sobre temas literarios escrita a finales de los noventa, Roberto Bolaño habla de Pitol como de un autor «secreto e inclasificable». Secreto, porque, aunque por su edad (nació en 1933) le habría correspondido entrar en la generación del «boom» (con Carlos Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez), sin embargo, Pitol se mantuvo siempre a distancia, a cubierto, agazapado, lo más lejos posible de las mieles del éxito y de los focos de la publicidad. Pero también, en cierto modo, Pitol ha permanecido largo tiempo como «autor secreto», es decir, desconocido e ignorado por el público, por su carácter de escritor «inclasificable». Un autor que no ha formado parte de ninguna escuela o capilla, cuyas obras resultan difíciles de definir, difíciles de integrar en algún género reconocido, un escritor excéntrico autor de una obra excéntrica que, como ha dicho Fresán, «ha inventado la literatura del siglo XXI».

Por todo ello, el escritor veracruzano Sergio Pitol ha ocupado durante mucho tiempo una posición muy especial en el panorama literario mexicano (y cabría asegurar, también, en el panorama general de la literatura en lengua española). Unánimemente elogiado por un sector minoritario de la crítica y por un pequeño círculo de escritores incondicionales, que no han dudado en reconocerlo como «amigo» y «maestro» (Monsiváis, Bolaño, Villoro, Vila-Matas), Pitol ha sido mucho más conocido por su brillante labor de traductor de clásicos como Henry James y Conrad, entre otros, o por su labor de introducción en nuestra lengua de los grandes escritores polacos del siglo XX: Gombrowicz o Andrzejewski, que como un gran escritor con una obra propia y relevante o, como mínimo, comparable a la de los nombres «míticos» de su generación.

Y es que, aunque su narrativa es -como ha dicho el crítico Juan Antonio Masoliver- «visceralmente mexicana», de ninguna manera se puede anclar ni en los modelos literarios ni en las obsesiones temáticas que han marcado a los escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX: la obsesión por la identidad nacional y por la revolución traicionada. Y no es que estos temas «clásicos» no le interesen o le sean indiferentes a Pitol, es que los «disuelve», los «pulveriza», simplemente ofreciéndonos otra óptica, estilística y temática: una literatura alejada radicalmente del costumbrismo (y también del realismo mágico) y centrada en el desarraigo y en las «heridas del tiempo».

La obra de Pitol «rompe» los esquemas, narrativos y mentales, que obligaban a los escritores a girar inevitable e iterminablemente en torno a la noria de los enigmas irresolubles de la identidad «inmutable» de los pueblos o las marcas ineludibles de la historia, e intenta abrir caminos a una nueva labor de síntesis de la memoria individual, de la experiencia individual, enfrentada a la realidad cambiante de un mundo en transición. Pitol abrió puertas y ventanas a la narrativa mexicana y reclamó para el escritor, no la esclavitud de unos temas y unos modelos dados, sino la posibilidad de extraer de la propia vida y de la propia experiencia una literatura que afrontara los grandes retos de la existencia en un universo no monopolizado por una identidad y un tema únicos.

Para lograrlo, recurrió a todo. A la vasta realidad de la experiencia literaria del mundo, a la que México (como también España en esos años) estaba cerrado. A la peregrinación por los más dispares rincones del planeta. A un autoexilio de casi 30 años (en el que jamás perdió pie en México, también hay que decirlo). Y, en la cumbre de su búsqueda, a recursos tan poco frecuentes de la literatura mexicana como el humor, el sarcasmo, la parodia, la socarronería, la «literatura» de carnaval.

Pitol ha hecho un ingente esfuerzo por desacralizar, por desenmascarar, en su sentido estricto de «quitar las máscaras», a esa «seriedad» de lo mexicano que en realidad no es más que un cúmulo de frustración, desencuentros y fracasos que no se quieren reconocer. Lo extremado de los recursos utilizados, la necesidad de llegar hasta la farsa y la parodia grotesca, sólo revela la enorme costra de podredumbre que necesitaba ser demolida.

Con todo, la obra de Pitol no es «anti-nada», no es, sino involuntariamente, una réplica a otras literaturas, porque en lo esencial su vocación es universal y está levantada como un monumento a la relación entre la vida y la literatura, en la que todo tiene cabida.

Pero tampoco debe caerse, al señalar esto, en el señuelo de creer que estamos ante una obra que es una mera autobiografía al uso. «La memoria -dice Pitol, en su libro El arte de la fuga– trabaja con la misma lógica oblicua y rebelde de los sueños». La «memoria» de Pitol no es una memoria domesticada, sometida a calendarios, fechas o eventos preestablecidos, sino un fino estilete que desgarra y reconstruye fragmentos cuya lógica no se puede dar por justificada y en los que la realidad no es nunca un terreno fijo y estable descrito al detalle. Al equiparar «memoria» y «sueño» Pitol introduce en su mirada una variedad de registros y de perspectivas que alteran por completo los esquemas narrativos conocidos, y que explican lo cercano que en Pitol pueden estar lo más cotidiano y lo más extraviado, la cordura de la locura, lo racional de lo grotesco.

En esa memoria, oblicua y rebelde, siempre están presentes las «heridas del tiempo». Los mundos perdidos, arrumbados en el pasado, que afloran en las remembranzas infantiles; o la adolescencia perdida en México DF, comparada con la devastación y degradación de la capital hoy en día («una antiutopía puesta en escena por un director expresionista», dice Pitol, en certera descripción de la ciudad-monstruo actual). Todo esto no es mera nostalgia, sino pura lucidez de un hombre que, como afirmaba su compatriota Monsiváis, tiene por consejeros «la inteligencia, el humor y la cólera». ¿La cólera? Sí, la cólera ante la injusticia. «No soporto las injusticias» -dice Pitol.

Harto de la retórica, hueca y mentirosa, que asfixiaba a la nación, y que atenazaba y degradaba su literatura, Pitol comenzó creando un nuevo lenguaje dominado por el rigor y acabó creando toda una nueva literatura, caracterizada por el entrelazamiento de vida y narración, la fusión de géneros y una permanente excentricidad.

En los últimos años, esta obra  ha pasado de la admiración de unos pocos a recibir algunos de los galardones más importantes de la lengua española: el premio Villaurrutia de narración, el Juan Rulfo y el Premio Cervantes. Es el reconocimiento final de un autor en el que escritores como Bolaño, Fresán o Vila-Matas han reconocido las claves de la literatura del futuro.

Los detectives salvajes

La aparición, en 1998, de “Los detectives salvajes”, de Roberto Bolaño, representa una ruptura, un corte, un movimiento sísmico en el seno de las literaturas hispanas de la misma envergadura del que en su día representaron “Cien años de soledad” o “Rayuela”.

Los detectives salvajes entierra –con dignidad y respeto, pero sin ninguna duda ni titubeo– la literatura del boom (sus pretensiones, sus obsesiones, su visión de América, sus métodos y propuestas narrativas), fulmina la literatura epigonal post-boom (todas las versiones acarameladas y academicistas del realismo mágico) y abre una nueva época.

Doce años después de su aparición, el libro ya es un icono para toda una generación de escritores y lectores (en Hispanoamérica, en España, pero también en Europa y EEUU, donde su publicación ha sido todo un acontecimiento), y ha abierto –como ya anunció en su día Vila-Matas– una de las grandes brechas “por la que habrán de circular las nuevas corrientes literarias en el próximo milenio”.

Con Los detectives salvajes Bolaño obtuvo en su día los premios Herralde de novela y el Rómulo Gallegos (también conocido como el Nobel de Hispanoamérica).

Arturo Belano y Ulises Lima –los detectives salvajes– marchan tras las huellas de Cesárea Tinajero, la misteriosa poetisa que encabezó un movimiento de vanguardia de los años 20 conocido como “realismo visceral” y que desapareció en el desierto de Sonora en los años inmediatamente posteriores a la Revolución mexicana.

Arturo Belano y Ulises Lima –que promueven y encabezan a mediados de los 70 un movimiento de vanguardia poética, tan inconsistente y efímero como aquél, y que recupera su mismo nombre: los “real visceralistas”– inician una búsqueda de incierto propósito e impredecibles consecuencias, que acaba prolongándose en una errancia prácticamente infinita de más de 20 años (desde 1976 a 1996) por varios continentes, y de la que nos van a ofrecer testimonio una multitud de voces, que acaban constituyendo la parte medular del libro. Estos testimonios de quienes vieron, conocieron, se relacionaron y tuvieron algo que ver –en algún momento, en algún sitio– con Belano y Lima reconstruyen no sólo el devenir de aquéllos sino el destino general de una generación y de una época (la generación y la época del propio Bolaño, la de los nacidos a mediados de los años 50 del siglo pasado, y que fueron testigos –o víctimas– de “todos los Vietnam ocultos de Hispanoamérica” en los años 70 y 80).

La novela tiene una estructura completamente original. Se abre y se cierra con el diario de García Madero (un joven poeta de 17 años que acaba de ingresar “sin ceremonias” en el realismo visceral), partido justo por el momento en que accidentalmente abandona el DF con Belano y Lima camino de Sonora.

En medio, entre una parte y otra del diario, una auténtica turbamulta de voces inunda y se apropia de la novela, con una catarata inacabable de historias y testimonios: la novela abre una brecha dentro de sí misma –una brecha de 400 páginas– y por ella se cuelan medio centenar de personajes que van proyectando sobre el lector –como dice Villoro– “las mil y una noches de una generación adicta a la poesía y al tequila”, una generación de seres errantes que, como astillas a la deriva, contemplan sin piedad, sin mentiras, pero con melancolía, los restos de su propio naufragio.

Algunos de estos relatos, de estas historias, de estas voces, son absolutamente memorables y componen por sí mismos “novelas dentro de la novela”, como el dramático y a la vez cómico relato de Auxilio Lacouture, la poetisa uruguaya a la que el asalto del ejército a la Universidad el año 68 sorprende en los retretes de la facultad y permanece allí encerrada hasta que reabren la universidad. O el encuentro casi fantasmagórico entre un Ulises Lima, convertido ya prácticamente en un mendigo, y un Octavio Paz –enemigo número 1 de de los real visceralistas– que cree reconocer en aquél uno de los jóvenes que intentaron secuestrarlo décadas atrás: un encuentro que tiene lugar en el Parque Hundido del DF. O la historia –la más completa, desarrollada y hermosa de todas– de Amadeo Salvatierra, compañero de fatigas de Cesárea Tinajero en los años 20, y ahora (50 años después) reconvertido en escribano público, que guarda como un tesoro el único ejemplar conocido de la revista “Caborca”, donde está el único poema conocido y publicado de Cesárea Tinajero, un poema sin palabras, un poema de signos, que nunca llegó a entender, y que muestra como una reliquia sagrada a Belano y Lima mientras los tres se beben su última botella de mezcal “Los Suicidas”.

Esta “brecha” de 400 páginas –como si fueran los “400 golpes”, dice Vila-Matas, rememorando la película de Truffaut– constituyen –al decir del escritor catalán, gran amigo de Bolaño– una aproximación, salvaje y múltiple, a “cómo el desastre se instaló en el centro de gravedad de una generación extravagante”, una generación de poetas sin poesía y de revolucionarios sin revolución.

A través del diario de García Madero y de buena parte de las voces que pueblan esa “brecha” de la novela, asistimos a la recreación de un mundo perdido. A las aventuras y desventuras de “una pandilla absurda y entrañable” (Villoro), que quería “cambiar el mundo y cambiarlo ahora”, perdidos en medio de un México único y espectral. Despreocupados, promiscuos, generosos, buscadores de un oro esquivo (la poesía) que se les escurre entre los dedos, como sus propias vidas, que eluden el norte socialmente establecido para acabar naufragando en las playas del sur. Un naufragio que Bolaño describe con melancolía contenida, en un equilibrio desesperado entre la vindicación y la sátira.

Un naufragio que nos llega empujado por el lenguaje torrencial de Bolaño. Porque sin duda lo más deslumbrante de la novela es su trabajo con el lenguaje, la inmensa cantidad de registros diversos que se utilizan en ella. A través del lenguaje, de sus giros y modismos, de sus expresiones y omisiones, Bolaño va definiendo personalidades y perfilando caracteres. Cada personaje nace de su propia voz, se construye al decirse, se revela al hablar. No hay ningún narrador omnisciente que atestigüe el relato. Todo son voces que cuentan sus historias, que ofrecen su testimonio, y al hacerlo incorporan su individualidad singular al torrente general de la novela: cada uno desde su lenguaje propio. Bolaño hace un verdadero trabajo de orfebrería, un esfuerzo titánico, un auténtico “tour de force”, que revela su poderío narrativo.

En medio de esta turbamulta de voces hay, también, silencios ominosos. A los “detectives salvajes”, Belano –alter ego del propio Bolaño– y Ulises Lima –inspirado en su amigo, el poeta mexicano Mariano Santiago– apenas si los “oímos”: les vemos y sabemos de ellos siempre a través del espejo, del eco de los otros. Todo el tiempo desconocemos sus motivos, ignoramos lo que piensan, no leemos ni uno solo de sus versos: al final siguen siendo un misterio que el lector tiene que desentrañar por su cuenta, recomponiendo las piezas del puzzle roto que le han dado. También es un misterio por qué, tras dar con Cesárea, y tras el desenlace trágico de esa búsqueda, los dos deciden abandonar México. O qué ocurre con García Madero. Bolaño esconde tanto como muestra.

Como su reconocido maestro –Borges, a quien reivindica como verdadero centro del canon de las letras hispanas–, Bolaño construye la novela como un juego de espejos en el que unas cosas se ven, otras se ven a través de diversos y aun opuestos reflejos y otras permanecen en el “espacio ciego”, ocultas. El lector quiere saber más. Pero Bolaño calla sabiamente. El misterio, el lado oscuro y desconocido, es una fuerza literariamente tan poderosa y tan atractiva como la verdad. Y Bolaño lo sabe.

En Los detectives salvajes Bolaño pulveriza, además, muchos mitos del universo literario hispano. Diseca la esterilidad de muchas vanguardias. Asesina el mito parisino que, durante un siglo, ha obsesionado a todo escritor latinoamericano (mito que Cortázar, con Rayuela, elevó a la enésima potencia). Y se mofa sin compasión de la fanfarria literaria hispánica. A Bolaño le repugnan las imposturas literarias. Es algo que le pone enfermo.

Los escenarios –como las voces– de Los detectives salvajes son también múltiples: México, Estados Unidos, Francia, España, Israel, Austria, Nicaragua, África,… siempre al compás de la errancia de los enigmáticos “detectives salvajes”, verdaderos “nietos” de los vagabundos del Dharma, astillas a la deriva que –Vila-Matas de nuevo– “navegan en espacios familiares que, sin embargo, son de una geometría desconocida”.

Con Los detectives salvajes Bolaño ha erigido una Odisea contemporánea, empleando para ello un magma lingüístico impresionante, y ha construido –más allá del relato de una deriva generacional– una verdadera alegoría sobre el destino humano.

Doce años es aún la infancia de una novela. Pero en ellos, Los detectives salvajes han demostrado una inequívoca voluntad de crecer, de perdurar, de romper fronteras. Y ha demostrado tener la estatura necesaria para ser un faro que ilumine el rumbo de las nuevas generaciones de escritores.

La maravillosa vida breve de Óscar Wao

Junot Díaz se convirtió con esta asombrosa novela en el primer escritor hispano de lengua inglesa que ganaba el premio Pulitzer

J. Albacete

Con La maravillosa vida breve de Óscar Wao el escritor de origen dominicano Junot Díaz ganó en 2008 el Premio Pulitzer de novela y el National Book Critics Circle Award, el premio que otorgan cada año los críticos literarios norteamericanos. La novela fue elegida además mejor libro del año por las revistas «Times» y «New York Magacine» y obtuvo un notable éxito de ventas en Estados Unidos. Su traducción al castellano, editada con Mondadori, es sin duda uno de los acontecimientos literarios recientes.

La novela narra en primera instancia la vida de Óscar de León (Óscar Wao, para el narrador), un chico nacido en Nueva Jersey de padres dominicanos, un chaval muy negro y muy gordo, un «nerd» -persona inteligente pero inadaptada-, apasionado de los cómics y de la ciencia-ficción, obsesionado por las mujeres (pero sin poder alcanzarlas), que sueña con ser el Tolkien dominicano, y que sufre porque no encaja en ninguna parte: ni en el mundo de los blancos de EEUU (para el que es un puto inmigrante más, aunque haya nacido allí), ni tampoco en el universo hispano o dominicano, ya que contradice todos los patrones y estereotipos de ese mundo: no es ligón, ni mujeriego, ni violento… Marginado por las dos culturas que lo constituyen, y que rechaza, termina alcanzado por la «maldición familiar»: el «Fukú» que ha convertido la historia de su saga familiar en un reguero de tragedias, en una sucesión de destinos coronados por la cárcel, las torturas, las palizas, los amores desdichados y una violencia destructiva.

Pero la novela no es sólo la «biografía» de Óscar, sino la historia compleja y densa de toda una «saga» familiar dominicana, de la que aquél es, si acaso -como diría García Márquez- «un cabo de raza». La novela va creciendo y trepando por la liana familiar hasta acabar desplegando ante nuestros atónitos ojos la historia de media docena de personajes (la hermana, la madre, la tía-abuela, el abuelo…), a través de los cuales Junot consigue recrear de forma magistral tanto la vida dominicana en la época terrible de la dictadura de Trujillo (una dictadura que duró treinta años y es una verdadera pesadilla de la Historia, a la que Junot da por fin una estocada literaria mortal), como la también dura y difícil existencia de los hispanos en los Estados Unidos, víctimas no sólo de la marginación y la discriminación de los anglos, sino también de sus propios e implacables demonios (unos «demonios» en los que Junot ya había hurgado en su primer libro de relatos, Down: maltrato familiar, abusos entre hermanos, machismo, drogas, violencia…).

Son historias duras, incluso muy duras, trágicas y conmovedoras, que nos llegan dominantemente (porque en el libro hay una polifonía de voces), a través de un «narrador» que es, sin duda, el mayor logro del libro, quien crea su peculiar atmósfera única -diferente a todo lo que hemos leído- y quien nos aborda con su insólito y asombroso lenguaje.

Se ha puesto mucho el acento al hablar de este libro del supuesto uso del spanglish o de los términos anglos importados ya por la lengua hispana en toda el área del Caribe (expresiones como fokin, bróder, jevitas, panas, nerd,…). O en el singular ritmo caribeño del relato -acentuado en la versión española por la presencia de la traductora cubana Achy Obejas, que trabajó con Junot Díaz para llevarla a cabo- y que sin duda modula el ritmo expresivo del libro a la vez que lo cuaja de modismos caribeños: tremendo, tíguere

Pero esto no pasaría de ser meros «postizos» lingüísticos ( o incluso puro folklorismo) si no fuera porque todo ello se integra en una textura verdaderamente nueva, una textura literaria espléndida, que es la que da a Junot una singularidad y una potencia expresiva que comenzó encandilando a la crítica americana y ahora lo ha hecho a la española y a la hispana.

Es difícil definir este lenguaje literario verdaderamente nuevo, que incluye, absorbe y deglute sin pedir permiso un sinfín de tradiciones (desde el realismo mágico y la apuesta contraria de Bolaño, al cómic y la ciencia-ficción norteamericana, pasando por lenguajes rompedores, tipo Foster Wallace, por citar sólo algunas) para acabar generando un producto literario absorbente, que genera a la vez adicción y estupor. Una lengua directa que no evade la reflexión, pero que cuando la aborda la formula en términos inauditos.

Merece la pena leer este relato que tiene el difícil aura de lo nuevo. Y un lenguaje, que tal vez moleste a los puristas, pero que encarna la verdad de la literatura

El proceso

Borges decía que «cuando se estudie la historia de nuestro tiempo, los libros de Kafka serán los verdaderos documentos». Y añadía: «Y cuando todo esto pase, la obra de Kafka aún perdurará»

J. Albacete

Lo primero que hay que dejar claro en relación con un libro como El proceso de Kafka es que se trata de un texto que, como la Ilíada de Homero, Esquilo de Sófocles, Hamlet de Shakespeare o el Quijote de Cervantes, constituye una de las «vigas maestras» de la historia de la literatura occidental o, simplemente, de la literatura. Y, dicho esto, también es preciso subrayar que este libro, ya mil veces interpretado desde mil puntos de vista, permanece incólume como un enigma luminoso a través del cual captamos la esencia de nuestro mundo con una tal pureza, que toda exégesis o comentario acaba por arruinar la comprensión. Tenemos un diamante en la mano, sabemos de su valor y hasta de su utilidad, pero no podemos arrebatarle su inextinguible brillo interior.

Franz Kafka inició y finalizó su libro El proceso en unos pocos meses de finales de 1914, después de dos hechos de notable relieve: el estallido de la «gran guerra» (la I Guerra Mundial) y la ruptura de su compromiso matrimonial con Felice Bauer, que puso fin a una tortura interior de dos años. Liberado de las tensiones angustiosas del periodo anterior, e inquieto por el futuro que se dibuja en el horizonte, Kafka se encierra y vive uno de los periodos creativos de mayor intensidad de toda su vida. El proceso es el fruto mayor de esa etapa, aunque no hay que desdeñar la importancia de otro relato escrito en esos meses: En la colonia penitenciaria. Estos dos textos presagian, como ningún otro, los horrores en que va a sumergirse Europa de inmediato.

En enero de 1915, Kafka «abandona la redacción de El proceso» y deja la novela «inacabada», pero «extrañamente» con un final tan explícito como rotundo. Acerca del inacabamiento de todas las novelas de Kafka, siempre he estado de acuerdo con la teoría de Borges, que comparaba estas obras de Kafka con las aporías de Zenón, en las cuales es imposible que nadie llegue de un punto A a otro B al tener que recorrer infinitas estaciones intermedias. En efecto: Kafka podía haber añadido dos o doscientos capítulos más a El proceso, pero ¿hubiera cambiado la sustancia del relato? En absoluto. Cualquier añadido hubiera sido un simple avance más en un proceso infinito. Por tanto, la novela está perfectamente concluida como está.

Su comienzo es tan prodigioso que ya en él se anuda todo el núcleo de enigmas y contradicciones que desarrolla el libro: «Alguien debía de haber calumniado a Joseph K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana». K. es considerado culpable de un delito que ignora y sometido por él a un interminable proceso que va, paso a paso, apoderándose de toda su vida, hasta que, en el capítulo final, es sentenciado y ejecutado «como un perro», pese a que jamás llega a conocer ni al tribunal que lo juzga ni la acusación por la que se le procesa ni las razones del castigo que se le inflije.

Naturalmente es lógico que el lector de esta inquietante parábola se interrogue por la presunta «culpabilidad» de Joseph K. Él se juzga a sí mismo «inocente, completamente inocente», pero eso no le libra del proceso ni del castigo. Es más, su permanente actitud, primero de incredulidad, y luego de rebeldía, no van a hacer más que «perjudicar su caso» o, al menos, empeorar sus escasas opciones en esas «altas instancias» del tribunal a las que K. nunca tendrá acceso.

En un texto de su «Diario» Kafka habla de dos personajes de sus relatos y cita que uno es «inocente» (el protagonista de La metamorfosis) y otro «culpable» (el de El proceso). Explicarse la «culpa» de Joseph K. requiere una verdadera exégesis de toda la vida y de toda la obra de Kafka. Nadie como él ha llegado a explicarnos los perversos fundamentos de todo orden por los que llegamos, sin siquiera saberlo, a adquirir esa «culpabilidad», y en virtud de la cual somos inevitablemente condenados por poderes inaccesibles y autoridades inalcanzables.

Contra lo que suele afirmarse, el relato no es ni sombrío ni deprimente, aunque sí inquietante. Una veta de humor kafkiana lo recorre, con bromas de una hilaridad que recuerda el estilo de los hermanos Marx. Max Brod siempre recordaba que una vez que le leyó el primer capítulo «se atragantaba de risa». Otro elemento destacado del relato son la función gestual esencial que desempeñan las manos en todas las escenas: las manos «hablan» en este relato como verdaderas «cotorras». También la sexualidad desempeña un papel central, incluido el hecho de que los textos que utilizan los jueces de instrucción no son sesudos textos de jurisprudencia sino obscenos libros pornográficos.

A través de El proceso (escrito en 1914, lo recordamos) se tiene una panorámica inmejorable para comprender lo que ha sido todo el siglo XX. Y, naturalmente, el presente. Mejor, como intuyó Borges, que con el más completo manual de historia. En sus meandros narrativos está impresa una intuición esencial e imborrable, que el lector no puede arrebatarle al libro para apropiársela, pero que le puede iluminar hasta el fin del mundo y hasta el fin de sus días.

Confesiones de un burgués

Sándor Márai escribió esta autobiografía con sólo 34 años. Tenía motivos: a esa edad ya había asistido al derrumbe de todo su mundo

J. Albacete

El 11 de febrero de 1989, abrumado por la vejez y la soledad, se suicidaba en su casa de California Sándor Márai. Por entonces su figura y su obra habían caído totalmente en el olvido, pese a que durante los años 30 y 40 llegó a ser uno de los escritores más importantes de Europa central.

No sería hasta después de su muerte y tras la caída del muro de Berlín que esa obra recuperaría su antiguo esplendor … y el fervor de todo el público europeo. Junto a sus novelas, Márai nos legó tres espléndidos relatos autobiográficos que recogen prácticamente toda su vida. El primero de esos relatos («Confesiones de un burgués»), escrito a la insólita edad de 34 años.

Fruto de una vida de una intensidad poco común, sometida a las convulsiones que pusieron patas arriba toda la arquitectura política y social europea en los primeros decenios del siglo XX, las memorias de infancia y juventud de Sándor Márai (nacido con el siglo, en 1900, en una pequeña ciudad húngara) son un libro de una madurez, una profundidad y una lucidez tan sorprendentes como apasionantes.

En «Confesiones de un burgués» están todas las raíces y todas las claves de la obra de Márai: aquí están sus lecturas, su obsesión por escribir, su pasión por el periodismo, sus amantes, su matrimonio, los encuentros con autores célebres, los incesantes viajes, el sentimiento creciente de desarraigo y el fantasma del alcoholismo.

Descendiente de una rica familia de origen sajón, Márai inicia su relato con una descripción de la próspera y confiada burguesía a la que pertenecía: una clase que vivía en un mundo «ideal», en el que reinaban la cultura y la tolerancia. Pero esta plácida existencia se verá abruptamente truncada el verano de 1914, con el asesinato en Sarajevo del heredero al trono de los Habsburgo, que dará pie al estallido de la primera guerra mundial, cuyo desenlace, cinco años más tarde, y después de una terrible carnicería, significará la disolución del imperio austrohúngaro. Márai fue llamado a filas con 17 años y, cuando volvió de la guerra, con 19, todo su mundo había desaparecido.

Es entonces cuando su familia lo envía a Alemania a estudiar periodismo. Allí, como cronista del prestigioso diario alemán «Frankfurter Zeitung», Márai comienza un peregrinaje por la Europa de los años veinte que le llevará de Leipzig a Weimar, de Francfort a Berlín, de Londres a París, lo que le permitirá convertirse en un testigo extraordinario de la rápida transformación de un continente que, entregado a la frivolidad y el desenfreno, ignora las corrientes de odio que están fermentando en su seno y que lo volverán a conducir a una catástrofe aún mayor que la anterior. Mientras la mayoría sólo percibía la «espuma» de los felices veinte, Márai, con una perspicacia y una lucidez que causan asombro, distinguía ya los signos ocultos pero perceptibles de la hecatombe.

Tras una década de peregrinaje, con su familia y su clase social desaparecidas y su país desmembrado, Márai opta por recluirse en la única patria posible para un escritor, «la patria verdadera, que quizá sea la lengua o quizá la infancia». Se instala en Budapest, abandona la lengua alemana y se dedica a escribir en su lengua materna, el húngaro.

En este periplo vital de apenas 28 años (de 1900 a 1928) Márai deja constancia del esplendor y el ocaso de una cultura y un mundo, vivido en carne propia, y la génesis de una nueva realidad explosiva que no tardaría en volver a destruir su mundo por segunda vez: la ocupación alemana, la segunda guerra mundial y la posterior ocupación soviética de Hungría acabarían por provocar su definitivo exilio en 1948. Pero de todo esto se ocupa ya en otro libro: «¡Tierra, Tierra!».

El Danubio a su paso por Budapest

Trilogía sucia de La Habana

Una perspectiva diferente sobre la Cuba que acaba de celebrar los 50 años de su revolución nos la ofrecen los relatos breves, incisivos e irreverentes de Pedro Juan Gutiérrez

J. Albacete

Nacido en Matanzas, Cuba, en 1950, Pedro Juan Gutiérrez es un caso ciertamente singular en el seno de una literatura, la cubana, escindida, como todo en esta isla, en dos mitades antagónicas. No vive en el exilio, sino en Cuba, en el corazón de La Habana; pero no es un escritor del «régimen», sino un escritor independiente, con una mirada propia y una pluma acerada, que desnuda lo que toca y no teme pasearse, a cuerpo gentil, por el borde del precipicio. Una vez allí, con un poco de ron y mucho sexo, sobrevivir es posible.

Trilogía sucia de La Habana contiene medio centenar de relatos cortos, que antes de reunirse en esta colección y bajo este título, integraron tres libros distintos: «Anclado en tierra de nadie», «Nada que hacer» y «Sabor a mí», escritos a mediados de los años 90, es decir, en el momento más crítico de la isla en los últimos años, en el llamado oficialmente «período especial», cuando tras la desaparición de la Unión Soviética la economía cubana se hundió por completo, el país vivió años de auténtica penuria y la población tuvo que hacer frente a una verdadera lucha por la supervivencia.

Pedro Juan, narrador y protagonista, es un testigo de excepción de esa lucha. Su mirada descreída e inquisitiva lo mira todo, lo escarba todo, hunde sus ojos sin compasión hasta en la miseria más insólita. Revuelve todos los cubos de basura de la realidad hasta mostrarnos los límites inverosímiles a que el hombre puede llegar en esa lucha, donde abundan las hienas pero no faltan los ángeles.

El lenguaje de Gutiérrez es directo, sin contemplaciones, una forma de realismo que ha sido emparentada con el «realismo sucio» americano, y que ha llevado a muchos críticos a considerar a Pedro Juan Gutiérrez como «el Bukovski de La Habana».

Pero, a diferencia del angelino, el cubano no es un escritor pesimista. No está por tirar la toalla. Aunque a veces parece sentado en el vórtice de un huracán que inevitablemente va a despedazarlo, o hundido en una desesperación sin salida en su azotea de La Habana, sin nada que hacer, sin dada que comer, sin nadie con quien hablar, Pedro Juan sabe que tiene que seguir adelante, e incluso, sabe la mejor forma de hacerlo: a golpe de ron, música y sexo. Bolaño le envidiaba su condición de escritor «priápico», por las innumerables mulatas que ensarta -como diría Sada- en sus concisos, divertidos, pero en el fondo trágicos relatos, capaces de crear en el lector verdadera adicción.

Los emigrados

W. G. Sebald recorre los caminos de la memoria silenciada en esta obra maestra que lo consagró como uno de los mejores escritores de nuestro tiempo

J. Albacete

W. G. Sebald falleció en el otoño de 2001, víctima de un fatídico accidente automovilístico, en la campiña de Norfold, al este de Inglaterra. Se truncaba así la vida de un escritor tardío (no comenzó a publicar hasta los 46 años), pero que en muy pocos años, y con muy pocas obras, había comenzado a erigirse en una de las figuras más relevantes de la literatura europea contemporánea. Un autor de prosa exquisita al que la crítica le otorgó desde un principio la dimensión de un clásico.

Sebald había nacido en 1944 en una pequeña localidad de la región alpina de Baviera, y creció en la Alemania devastada de la inmediata posguerra. Tras realizar sus estudios universitarios y pasar un breve período en Suiza, en 1965 se trasladó definitivamente a Inglaterra, donde desarrolló una larga carrera como docente universitario (sobre todo en la universidad de Est Anglia, en Norwich, donde llegó a ser catedrático de literatura alemana) y, más tarde, a partir de los años 90, una breve pero intensa actividad literaria que, en apenas una década, hasta su desgraciada muerte en 2001, nos dejó casi una decena de libros que, en la actualidad, componen una verdadera «obra de culto» en toda Europa.

Su primer libro (que data de 1985) es un conjunto de ensayos sobre literatura austríaca (a la que Sebald se siente más vinculado que a la literatura de Alemania: autores como Stifter, Hofmannsthal o Thomas Bernhard son sus «influencias» reconocidas). En 1991, con los ensayos de Pútrida patria (título más que expresivo), Sebald volvería a abordar esa misma temática.

Su obra estrictamente narrativa comenzaría a publicarse en 1988, con After Natural (traducido aquí como «Del Natural» y editado por Anagrama), un «poema en prosa» en el que Sebald «anuncia» dos de los grandes ejes inalterables de su singladura literaria: por un lado, la temática de la destrucción (en este caso, esencialmente, la destrucción de la naturaleza); de otro, la aparición de un «narrador viajero», que será el hilo conductor permanente de sus cuatro libros de narrativa posteriores: Vértigo (1990), Los emigrados (1992), Los anillos de Saturno (1995) y Austerlitz (2001), su aclamada obra maestra.

Aparte de estas obras esenciales, en España se ha publicado también Sobre la historia natural de la destrucción (un polémico ciclo de conferencias sobre el bombardeo de ciudades alemanas por los aliados durante la segunda guerra mundial) y, de forma póstuma, Campo Santo, una obra inacabada pero intensamente sebaldiana sobre «la imposibilidad del duelo» en el mundo del presente.

Lo primero que sorprende (y cautiva) al lector de los libros de Sebald es su peculiar técnica narrativa y la aparición intermitente en sus textos de fotografías e ilustraciones. Sebald se acoge plenamente a la fórmula de un relato en el que se compaginan a la perfección la narrativa de viajes y memorias, la autobiografía, el ensayo, la crónica o incluso el reportaje, aderezados, cada tanto, por fotografías (generalmente antiguas) de lugares y personas, o de objetos, pinturas, manuscritos, mapas o hasta tickets de viajes, que -según el propio Sebald- aspiran a reforzar la «objetividad» del relato, su «sentido de realidad», y que parecen corroborar la intención del narrador de hacer creer al lector que «lo que aquí se cuenta es cierto».

Lo segundo que sorprende (y gratifica) al lector es la elegancia y delicadeza de la prosa de Sebald. En una época que aspira a que los desgarrones de la realidad se trasladen como tales a la prosa que los describe, Sebald se aparta radicalmente de esa tónica, de ese canon, y se recrea y deleita en narrar con un encanto y una delicadeza prácticamente extinguidas. El riesgo no es minino. Que una escritura así no descarrile por la pendiende de la cursilería o, lo que es peor, aburra e irrite a un lector, poco predispuesto ya a perder su tiempo en la demorada descripción de un bosque de coníferas, es el gran logro de la prosa de Sebald, en la que la hondura de la visión de lo contemporáneo que nos ofrece no sólo no rechaza sino que agradece la presencia -de tanto en tanto- de esas digresiones que, por otra parte, son un elemento genético de la novela, al menos desde el Quijote.

Por otra parte, esas digresiones sebaldianas no hacen sino abordar -desde el ángulo del lenguaje- su tema genérico de la destrucción. No es sólo la naturaleza o las ciudades lo que está sometido a la piqueta devastadora de la modernidad; también el lenguaje está siendo aniquilado a hachazos y olvidado. Más de un lector necesitará un buen diccionario si no quiere perderse detalle de la grandeza de la narrativa de Sebald. Aunque no hay que asustarse: por lo general, la prosa de Sebald discurre de forma fluida, natural; y el lector se siente plenamente gratificado por ese fluir «maravilloso, delicado y denso».

Los emigrados (1992), publicada sólo dos años después de Vértigo, reproduce el esquema narrativo de ésta, es decir, la misma estructura «musical» de una pieza en cuatro movimientos, en cada uno de los cuales se reconstuye la vida de unos personajes a los que el narrador conoció en el pasado, que ya han muerto y que, por uno u otro motivo, abandonaron Alemania en algún momento del siglo XX: los cuatro son judíos alemanes, que se vieron obligados a marchar al exilio, a perder su patria, a veces a su familia, su patrimonio, su lengua…, cuatro personas heridas por la Historia, cuyas historias Sebald no quiere que caigan en el pozo devastador del olvido.

Indagar, descubrir la verdad de esas vidas es una tarea tan necesaria como apasionante, en el curso de la cual Sebald va poniendo el acento, paso a paso, en los temas que vertebran su narrativa: la necesidad de recuperar la memoria perdida, los efectos liquidadores del desarraigo, de la expatriación forzada, del exilio obligado; el espantoso declive de la civilización alemana que le llevó al exterminio de una parte de su propia población, y la imposibilidad de los alemanes de asumir la culpa de ello; el elemento depredador, destructor, de la civilización moderna…

Como afirma Susan Sontang: «Ningún otro libro explica mejor el complejo destino de ser europeo al final de la civilización europea».

El material humano

Rodrigo Rey Rosa es uno de los escritores más desconocido, oculto y despreocupado de famas y reconocimientos, pero también uno de los mejores de la lengua castellana de hoy. Nacido en Guatemala en 1958, nacido para la literatura en Tánger junto a Paul Bowles en los años ochenta, reinstalado en Guatemala desde mediados de los noventa (cuando se firmaron los acuerdos de paz que pusieron fin a una «guerra» de más de treinta años: de 1960 a 1996), Rey Rosa es un escritor de un talento y una sutileza poco comunes en nuestra lengua. Bolaño lo consideraba el «mejor cuentista» de su generación.

J. Albacete

En mayo de 2009 apareció en las librerías españolas, bajo el sello de Anagrama, El material humano, el último libro de Rey Rosa, un texto difícil de encasillar literariamente (mezcla de autobiografía, diario, apuntes, citas, historia y ficción), pero que, tras ese aspecto heterogéneo y liviano, encubre un viaje realmente arriesgado por los límites de ese horror sin fin que fueron los años de violencia ciega y genocidio vividos por Guatemala en la segunda mitad del siglo XX, y que, pese a la «paz», firmada en 1996, han dejado un país roto y destrozado, en el que la violencia sigue campando a su antojo.

Rey Rosa no es, sin embargo, un escritor tremendista, ni un relator de carnicerías sangrientas, sino un escritor sutil, conciso y elegante, con una extraordinaria capacidad de sugerencia y una mirada oblicua, en el que la ambigüedad e incluso el silencio puede ser más que elocuentes. Bolaño, que lo admiraba sin reservas, decía de él que «aunque su prosa metódica y sabia no desdeña en algunos momentos el látigo, o mejor dicho: el chasquido del látigo que jamás vemos», Rey Rosa no es «el maestro de la resistencia, sino una sombra, una raya que atraviesa veloz el espacio de la normalidad».

Rey Rosa no nos detalla pues los datos, los hechos o las matanzas (aunque no obvia recordarnos que el ejército fue el responsable del 90% de los muertos de aquel conflicto ni introducir el relato conciso y a cuento de algún hecho atroz), sino que aborda aquel foso de horror desde una mirada oblicua y aparentemente distante, y desde un riguroso presente.

El estímulo del relato se gesta con la sorpresiva aparición en 2005 de los archivos policiales guatematelcos escondidos, olvidados y llenos de polvo en unos barracones semiabandonados de lo que pudo ser en su día un centro de torturas de la policía o del ejército. Cientos de miles de fichas y legajos emergen de la sombra del pasado con su registro preciso del horror. Rey Rosa (que narra en primera persona) logra una autorización especial para acceder a esos documentos, y aunque no sabe muy bien qué busca (él mismo se interrogará luego si la motivación inconsciente no sería la de encontrar a los responsables del secuestro de su madre) el hecho es que, poco a poco, aquel inmenso laberinto de millones y millones de legajos policíacos, acumulados durante más de un siglo y conservados por azar, y el ambiente que se vive en aquel extraño y kafkiano archivo, le van pareciendo «novelescos, y acaso novelables«. Una especie de microcaos cuya relación podría servir de «coda para la singular danza macabra de nuestro último siglo».

Con este hilo, Rey Rosa va a ir tejiendo un delicado tapiz narrativo, donde conviven con extraña cotidianidad desde resúmenes directos y sin comentarios de las fichas policiales, la increíble historia de Benedicto Tun (el hombre que creó y dirigió casi durante 50 años la Brigada de Identificación de la policía guatemalteca), los avatares personales y sentimentales del propio narrador (su turbulenta relación con B., o con su hija o con sus padres), sus viajes para atender compromisos literarios, comentarios a las lecturas que está haciendo (algunas tan pertinentes como el Fouché de Zweig, otras más intempestivas como la del Borges»de Bioy Casares), así como puntuales incursiones en la realidad presente del país, que ponen de relieve la omnipresencia de la violencia.

El relato se va llenando poco a poco de sombras ominosas, y no sólo por las huellas de un pasado de horrores sin fin (que Rey Rosa deja asomar en las ínfimas dosis necesarias para que, vista la punta, nos imaginemos el resto del iceberg), sino por las veladas amenazas que comienzan a dibujarse en torno al narrador, al que vetan de pronto su acceso a los archivos y comienza a presentir que ha pisado terreno vedado y que eso, en Guatemala, puede tener muy mal fin.

El material humano -título que Rey Rosa toma, directamente, de un informe de Benedicto Tun, en el que éste define los campos de trabajo del Gabinete a su mando: «El primero es el material humano que ingresa día tras día en los Cuarteles de la Policía por delitos o faltas graves, y que hay necesidad de identificar por medio de la ficha, lo cual constituye por así decirlo, la primera página del historial del reo, donde en lo sucesivo figurarán los datos de su reincidencia»- es, pues, un libro decisivo y valiente, a la vez que un nuevo reto para la narrativa de ficción y una muestra palpable de que Rey Rosa es un escritor extraordinario.

Los hermosos años del castigo

Desde el título, cada frase de este apasionante relato de Fleur Jaeggy está repleto de dulzura y extravío, de belleza y crueldad

J. Albacete

«A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell”. Así comienzan Los hermosos años del castigo, el relato subyugante, hermético y cruel con el que, hace veinte años, la escritora suiza, residente en Milán, Fleur Jaeggy se reveló como una de las figuras más prometedoras de la nueva literatura europea. A través de la narración de la vida en un internado (todo un género en la literatura centroeuropea, con precedentes tan destacados como Musil o Walser), enmarcada en los años de la posguerra europea, Jaeggy disecciona con su bisturí de precisión un microcosmos social, en estado casi de cautividad, en el que se reflejan no sólo todo el orden de las contradicciones sociales (familiares, educativas, de clase…), sino también los aspectos más luminosos y perversos del alma humana.
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En el Bausler Institut, prestigioso y hermético internado femenino situado en Appenzel (el cantón más conservador, más retrógrado de Suiza, situado junto al lago Constanza), se respira una densa atmósfera de cautiverio, sensualidad inconfesada y cierta inquietud proclive a la demencia.

En estos parajes, por los que el escritor suizo Robert Walser paseaba, y donde murió tras recostarse sobre la nieve un día de Navidad, luego de permanecer durante treinta años internado en el manicomio de Heriseu, discurre el tránsito de la infancia a la adolescencia de la narradora y protagonista del relato, que rememora, ya desde su madurez, “los hermosos años del castigo” vividos en este microcosmos, ajeno a la realidad exterior, escenario de cotidianidades y delirios, alejado de “las deformaciones humanas”, un ámbito donde “la infancia es vetusta«, la «obediencia voluptuosa» y el «amor mudo».

En este colegio, dirigido paternalmente por el matrimonio Hofstetter, en el que «la monotonía es la norma«, la narradora asiste, a los quince años, a la llegada de una nueva interna, Frédérique, una joven algo mayor, enigmática, solitaria, callada, inteligente y severa, por la que se siente inmediatamente atraída, primero, y luego abiertamente enamorada, pese a que la atmósfera del centro es reacia a todo género de efusión sentimental, el clima emocional es absolutamente gélido y la propia Fréderique se comporta de una forma distante y glacial. Pero la narradora no puede evitar la fascinación que le produje un personaje que es, en cierta forma, lo que ella no es: ha vivido ya todo (o aparenta que lo ha vivido) y ha decidido mantenerse distante de todos los intereses humanos, sólo próxima al mundo de las ideas: alguien que deja entrever, detrás de su hermetismo, algo sereno y, a la vez, terrible.

Jaeggy “aprovecha” la textura de este relato para lanzar una mirada despiadada a las relaciones familiares y escolares en que se asienta aquel mundo, que, desde una sensibilidad “mediterránea” sólo cabe definir como “extraño”, “frío”, literalmente congelado. Particularmente la relación “madre-hija” aparece dibujada desde un ángulo aterrador. La narradora apenas ve a su madre, que desde Brasil dirige su vida implacablemente desde los siete años, de internado en internado. Y Frédérique ha intentado quemar su casa familiar, con su madre dentro. En cuanto al universo de los “internados”, estos aparecen, dicho benignamente, como “mundos enfermos” separados de la realidad.

Con todo, lo que más sorprende y cautiva de este poderoso y enigmático relato es el sistema narrativo de Fleur Jaeggy, su estilo. La tensión conceptual del lenguaje que utiliza es extrema. Todo lo superfluo ha sido eliminado. Lo que leemos parece directamente cincelado por un bisturí lingüístico tan preciso y conciso como hiriente. El relato naturalista, con su prolijidad y su derroche, ha sido abolido, y lo que leemos tiene la fuerza de una colección de aforismos. Aforismos cargados de poderosas antinomias, como la que establece el propio título del relato, al engarzar en una sola oración la “hermosura” y el “castigo”.

Los hermosos años del castigo es, hay que advertirlo de entrada, un libro destinado a un lector parsimonioso, dispuesto a recrearse y paladear cada una de las complejas, elaboradas y cortantes frases del relato. Un relato que sólo tiene 118 páginas, pero que necesita la concentración absoluta del lector y su entrega sin reservas, tal es su intesidad.