Recinto español
(La generación del 27 fue otro mundo. El centenario del pintor Ramón Gaya nos permite corroborarlo hoy través de este texto excepcional, escrito en México en 1955, y que tiene la hondura, la textura y la genialidad irrepetible del 27: qué idea más prodigiosa la de que el Museo del Prado es un «manicomio» a la inversa. Leer esto es verdaderamente saber «lo que perdimos»)
Cuando pienso en el Prado, éste no se me presenta nunca como un museo, sino como una especie de patria. Hay allí algo muy fijo, invulnerable y también sin remedio, sin redención. Para los franceses, el Louvre no puede ser sino un museo, un museo que está en Francia, pero que, claro, no es Francia. Los museos de Italia siguen siendo exterior, calle italiana, y no hay diferencia entre una sala de los Uffizi y el Arno; todo es igualmente navegable, vivible. Pero el Prado es un lugar hermético, secreto, conventual, en donde lo español va metiéndose en clausura, espesándose, encastillándose. Y no es que sólo guarde pintura española, pero allí dentro todo parece convertirse en una misma tierra, en una misma terquedad. La pintura española (Berruguete, Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo y Goya) no puede, ni con mucho, presentar un índice como puede presentarlo la poesía española (Cantar de Mío Cid, Berceo, Arcipreste de Hita, Jorge Manrique, El Lazarillo, Hurtado de Mendoza, Gil Vicente, La Celestina, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Lope, Cervantes, Góngora, Quevedo, Gracián, Calderón) y, sin embargo, sentimos que la pintura es nuestro suelo, casi nuestra seguridad. Hay en todo lo español una especie de hambre que en la pintura es donde parece quedar más satisfecha. Si España no hubiese pintado -como no han pintado Alemania, Inglaterra ni Francia-, España sería un país más hambriento, más frenético, más absurdo, más loco; el sentimiento plástico le ha dado a España como una cordura pesante, contrapesante. También Holanda sin la piedra descomunal de Rembrandt, sería otra, o quizá ninguna, ya que las aguas podían muy bien haberla borrado. Pero la pintura es suelo firme, cuerpo, carne, es decir, realidad. Seis nombres españoles -que si se quiere pueden reducirse a tres: Velázquez, Murillo y Goya- han bastado para que España pueda codearse con las otras fortalezas pictóricas: China, Flandes, Italia y Holanda. Como se sabe, Francia llegó o se asomó a la pintura con mucho retraso, y no parece haber llegado por verdadero impulso vital, sino por comprensión y por afición; de ahí que sus pintores (Watteau, Chardin, Corot, Daumier, Seurat, Cézanne, Bonnard) tengan siempre ese aire de placenteros cultivadores de la pintura, casi de hortelanos. Alemania cuenta con nombres insignes -Durero, Cranach, Holbein- pero son más bien como artesanos concienzudos, rigurosos, nobles. Inglaterra, aparte del extravagante caso de Turner, gran artista artístico, sólo dispone de un nombre firme: Constable; se trata, desde luego, de un magnífico pintor, pero debilitado ya por ese gusano moderno de lo sensible, de lo emocional transitorio.
Entrar en el Prado es como bajar a una cueva profunda, mezcla de reciedumbre y solemnidad, en donde España oculta una gran riqueza, una especie de botín de sí misma, robado, arrebatado a sí misma, defendido de sí misma. La pintura española es real como no ha podido serlo nunca la realidad misma española. Por eso el Prado es casi como un manicomio al revés, como un manicomio de cordura, de realidad, de certidumbre. Afuera está la realidad ilusoria, la vida sueño; pero el arte, para el español es, precisamente, despertar. (Algunos jueces han lamentado y criticado la ausencia, en el arte español, de toda fantasía; se trata, claro, de estetas muy ligeros, muy triviales, muy artísticos, que no han sabido comprender que en España el arte no brota del arte, del juego imaginativo del arte, sino de la vida, de la realidad de la vida, y no es que brote de ella para mimarla, para adularla, para copiarla, sino para salvarla.) El arte español es siempre un despertar, una vigilia, una sabiduría última. Y no me olvido de Goya, del llamado Goya fantástico; sus fantasías -oídas en la vida real española- no son nunca cántico o creencia, sino condenación, burla, despego de ellas, desvelo de ellas. Las llama «Disparates» porque no son fantasías vistas por un enamorado, por un visionario, es decir, vistas desde dentro, desde su propio clima fantasmagórico, sino desde una sensatez desnuda, dura.
Cuando pienso en este recinto español no se me presenta nunca como un museo -puesto que no se trata aquí de una simple colección de objetos artísticos-, sino como una roca viva.
Ramón Gaya, México, 1955