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Café San Marcos

En «Microcosmos», Claudio Magris rinde un homenaje conmovedor a los viejos cafés literarios de Europa

Buena parte de la vida literaria de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX tiene su escenario natural en los grandes cafés europeos: en Viena, París, Zurich, Milán, Berlín, Bruselas, Praga o Trieste, el café es el ámbito en el que se desenvuelve y teje una rica tela de araña, con la literatura como gran tema de indagación. El escritor no es aún ese ente privado de hoy, cuya aparición pública está restringida a lo que le dictan los calendarios académicos o promocionales. No hay todavía un marketing que rige la vida del autor y sus apariciones públicas. Ir al café, charlar con conocidos y desconocidos, narrar y escuchar historias y anécdotas, conocer gente, ver sus ideas contrastadas y refutadas por otros, compartir sueños, ilusiones y esperanzas, sentir la emoción, la tristeza o el dolor o la alegría con los demás, en un escenario público, abierto, donde uno no tiene el control de todo, ni es el máximo soberano indiscutido, fue durante todo un siglo parte sustancial de la «educación sentimental» de los escritores, y quizá uno de los mayores viveros de su propia «experiencia» literaria, esa marmita en la que se gestan lo que luego serán poemas, novelas, ensayos o piezas teatrales.

En Microcosmos, Claudio Magris rinde un homenaje conmovedor a esos cafés, en los que se desenvuelve no sólo la vida literaria, sino la vida en su sentido más amplio, rememorando el ya casi centenario Café San Marcos de Trieste (su ciudad natal y una de las capitales europeas con mayor pedigrí literario). Fundado (o mejor sería decir «abierto») en 1914, cuando la ciudad está todavía bajo dominio austriaco, en vísperas de la gran guerra, el Café San Marcos es para Magris «un arca de Noé», donde hay sitio -sin prioridades ni exclusiones- para todos: no sólo caben todo tipo de parejas, sino también los que no la tienen, dice con tierna ironía. Recorriendo la fisonomía peculiar del café, su decoración, su estructura, su historia y, sobre todo, su singular «fauna», Magris alcanza a construir un relato verdaderamente prodigioso, que es a la vez una antología de la experiencia humana y un canto lleno de nostalgia a esas vidas que hayan en el café un fulgor especial antes de sumergirse por completo en el anonimato y el olvido.

Hablando de las «máscaras» que decoran una parte del café, Magris recrea, por ejemplo, la memoria de Timmel, un pintor vagabundo, nacido en Viena, que en los años treinta llega a Trieste «para completar su autodestrucción». Mientras su mente se va deshilachando con la bebida, y antes de acabar recluido en el manicomio, Timmel pasó algunas tardes «lúcidas» en el Café San Marcos, pintando y regalando algunas obras maestras y dando cuenta de su propia aniquilación en su «Cuaderno mágico». «mezcla -dice Magris- de fulgurantes destellos líricos y de espasmos verbales próximos a la afasia, …» movido por su deseo de «borrar todos los nombres y todos los signos que enredan al individuo en el mundo».

El café es el escenario de todo tipo de dramas, confesiones, juegos y expresiones de la devoradora nostalgia. Magris da cuenta, con magistral concisión, de algunas de ellas: «En el fondo, estaba enamorado de ella, pero no me gustaba, mientras que yo le gustaba, pero no estaba enamorado de mí, dice el señor Palich, nacido en Lussino, sintetizando una atormentada novela conyugal»

El café, dice en otro momento, es una «academia platónica»: en esta academia «no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto. Se puede charlar, contar, pero no es posible predicar, dar mítines ni clase». «Entre estas mesas no es posible hacer escuela, crear alineamientos, movilizar seguidores e imitadores, reclutar discípulos». El Café San Marcos es un verdadero café, concluye Magris, no uno de esos «pseudocafés» en los que sientan sus reales una única tribu (y poco importa que sea de señoras bien, de jovenzuelos de bonitas esperanzas, grupos alternativos o intelectuales al día). «Toda endogamia es asfixiante» y enemiga de la vida, que es mestiza por naturaleza y por definición.

Sentado en el café se está como en un viaje: como en el tren, en un hotel o cuando se pasea, se llevan pocas cosas, no se carga ni siquiera con el peso de la vanidad personal, se es uno más. En el café «las horas fluyen amables, despreocupadas, casi felices», dice Magris, a quien se adivina una sonrisa pasajera de melancolía al escribir estas palabras.

Los cafés son además una especie de «asilo para los indigentes del corazón», refugios donde los desconsolados encuentran un amparo siquiera sea provisional contra las asechanzas de la intemperie. Y mientras dura su desazón, se convierten en extraordinarios narradores de historias. Todos los deslices: tanto los sentimentales, como los patrióticos, encuentran aquí oídos dispuestos a escuchar, aunque no imposibles remedios salvadores. Como dice Magris, «En el Café San Marcos, uno no se hace la ilusión de que el pecado original no haya sido cometido y de que la vida sea virgen e inocente».

Novelar la vida, novelar el mundo

El Nobel premia a un escritor que cree el el poder libertador de las ficciones y es un baluarte mundial de la literatura en lengua española

J. Albacete

En La verdad de las mentiras -uno de sus últimos libros de ensayos literarios-, Vargas Llosa reflexiona sobre ese extraño, casi incomprensible fenómeno -incomprensible a la luz de una racionalidad puramente positivista- por el cual la ficción literaria, que desde el punto de vista empírico es eso, pura ficción, pura fabulación, o por decirlo llanamente «mentiras» extraídas de la imaginación, sin embargo es capaz de contener y transmitir un poderoso aliento de verdad. Es más, para Vargas Llosa, no hay verdadera literatura, auténtica ficción, sin ese anhelo de verdad. Y como la verdad, o mejor dicho, la búsqueda de la verdad es -en la concepción más íntima y profunda de Vargas Llosa- una experiencia liberadora, un camino necesario para alcanzar la libertad, toda su literatura consiste en una amalgama -a veces más lograda, a veces menos- de esos dos ingredientes: una ficción que contiene un auténtico anhelo de verdad y que, por ello, se acaba convirtiendo en un camino abierto hacia la libertad. La literatura puede, debe tener, en ese sentido, un carácter «libertario».

Pero, ¿qué verdad busca la literatura? La verdad sobre la vida, la verdad sobre el mundo. Y esa verdad es tan válida si se extrae de la existencia de Agamenón como de la de su porquero, si el mundo que se indaga es el Nueva York posmoderno o la selva peruana. Esa es una verdad palmaria que ya había comprendido la gran literatura del siglo XIX, pero que profundiza y desarrolla, hasta sus últimas consecuencias, la literatura del siglo XX: el Dublín por el que deambula Leopold Bloom en Ulysses o el ínfimo condado sureño de Faulkner y su cuadrilla familiar de los Snopes son más que suficientes para llevar a cabo una indagación esencial sobre la vida y sobre el mundo.

Vargas Llosa -desde su primer cuento, desde su primera novela- encuentra que ni siquiera tiene que ir tan lejos. Su propia vida, su propio mundo, ya son suficientemente novelescos. En su vida familiar, escolar, social, política, cultural… y en el complejo y turbulento universo social y político del Perú hay -para un fabulador total, como él- materiales más que suficientes para indagar en todas las cuestiones esenciales de la vida, en todos los aspectos relevantes del mundo; y para plantearse todas las encrucijadas de la libertad.

Así, el ciclo inicial -y esencial- de sus novelas no va a ser otra cosa -como en cierta forma ocurre, paralelamente, con el caso de García Márquez- que una fabulación autobiográfica. En La ciudad y los perros (1962), su primera novela, su primer reconocimiento literario (Premio Biblioteca Breve), su inicio y ya su consagración como narrador, Vargas Llosa recrea su paso por el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, donde lo metió su padre a los catorce años para mitigar su rebeldía. En La Casa Verde (1965) narra un complejo de historias «oídas» en su infancia, cuando vivía con su familia materna en la ciudad norteña de Piura y cursaba todavía la enseñanza primaria. En Conversación en La Catedral (1969) -su verdadera «opus magnum»- reconstruye sus años juveniles, su ingreso en la universidad de San Marcos, sus pinitos políticos con el grupo Cahuide (vinculado al partido comunista), sus inicios en el periodismo, su enfrentamiento con el padre y su ruptura con la vida familiar, todo ello en el marco de la dictadura de Odría y de los diversos intentos para derrocarlo.

La médula esencial de todos estos relatos es la rebelión contra la tiranía, ya sea la tiranía militar, política, familiar, paternal, económica, étnica, sexual, o cualquiera que sea su fuente o su causa. Aunque Vargas Llosa es de origen esencialmente criollo, su literatura, sobre todo esta literatura inicial, es radicalmente mestiza. Ninguna raza, ninguna étnia, ninguna clase social, están excluidas de la narrativa de Vargas Llosa; ninguna está tratada con distancia o con desprecio. Lo único que Vargas Llosa odia y desprecia, con todas sus fuerzas, es la tiranía, que, por desgracia, tantas veces logra imponer su férula, doblegar voluntades y destruir expectativas. Más tarde, en una segunda etapa, a mi modo de ver menos lograda, Vargas Llosa irá incorporando otros «blancos»: el fanatismo, la intolerancia, la discriminación…, siempre en una continuada línea ética de carácter libertario.

Podría decirse que en cierta forma Vargas Llosa perpetua en su narrativa el fondo ético y la voluntad reformista de la mejor narrativa burguesa del siglo XIX. Y él mismo no ha dudado ni un momento en colocarse en la estela de los Flaubert, Balzac, Zola, Hugo, etc. Pero, sobre esa línea de continuidad narrativa -un filón que muchos escritores dieron por muerto-, Vargas Llosa opera una transformación esencial: le aplica las nuevas técnicas narrativas que, desde principios del siglo XX, han revolucionado por completo el universo literario.

Pocos escritores de la lengua española han llegado a tener un dominio tan abrumador y tan consecuente de esas técnicas, con las que, por ejemplo, en Conversación en La Catedral, Vargas Llosa llega a hacer una exhibición literaria portentosa.Desde la fragmentación narrativa y la liquidación de la estructura lineal del relato a la construcción de éste como una suma (o mejor, un contraste) de perspectivas diversas. La eliminación del narrador omnicomprensivo y la multiplicación de los focos discursivos. La superposición de voces temporal y espacialmente diferenciadas. La narración como un puzzle que el lector tiene que montar. La realidad y certeza de las cosas como elementos no dados ni seguros, sino que es necesario interpretar, dilucidar… Los dilemas éticos de los personajes como «conflictos» en los que el lector se ve inevitablemente implicado.

En este «primer» Vargas Llosa (al que podemos añadirle, amén de las novelas ya citadas, Pantaleón y las visitadoras, de 1973, y La tía Julia y el escribidor, de 1977, relatos también ligados a sus experiencias autobiográficas, aunque de menor entidad literaria), la búsqueda de la verdad, el afán libertario y la experimentación y renovación literarias van intrínsecamente unidos.

En sus obras posteriores -ya a partir de los años ochenta- ese vínculo inicial se rompe. Las novelas ya no se inspiran en fuentes autobiográficas, sino documentales, y pierden esa fuerza vivificante que les otorgaba la cercanía a lo vivido. Predomina un cierto esquematismo ideológico que moldea y en cierta forma acartona el relato. Y correlativamente, se van abandonando los «experimentos» narrativos (en realidad, los grandes avances literarios) en pos de una linealidad y una inteligibilidad mayores. Vargas Llosa cede ante la presión de la universalidad creciente de su obra y se dirige a públicos cada vez más vastos. Como gran «rompeolas» del boom hispanoamericano, ya es un novelista de dimensión mundial. Junto a García Márquez y Carlos Fuentes ha protagonizado la hazaña de convertir la narrativa en lengua española en una lectura atractiva en todo el planeta. Una heroicidad que es indiscutible y que tiene un valor enorme.

Pero sí, a partir de los años ochenta, hay un giro «conservador» en la narrativa de Vargas Llosa. ¿»Conservador» en qué sentido? En el sentido literario del término. Más formalismo narrativo. Menos riesgos. O riesgos acaso mucho más calculados. Linealidad. Clasicismo. Una arquitectura narrativa más hierática. Más ideología y menos ambigüedad. En cambio, lo que permanece inalterable es su designio libertario. Ni una sola de sus novelas ceja en su afán de combatir la tiranía, las imposiciones, la opresión, las discriminaciones… Hasta en su última novela, a punto de aparecer estos días, Vargas Llosa insiste en fustigar los desmanes y las atrocidades del colonialismo europeo en África. Ese es el sello inconfundible de su narrativa: ese afán de novelar la vida, de novelar el mundo, en busca de la verdad; porque con ella, siempre, se abre el camino de la libertad.

En todo caso, y lejos de ir sumergiéndose en el ocaso, como suele ser la norma, la narrativa de Vargas Llosa mantiene, hasta hoy, un vigor digno de elogio. Su prosa sigue siendo persuasiva, elocuente, engatusadora. Y nunca da gato por liebre.

Por otra parte, la faceta novelística -con ser la esencial- no agota en absoluto la totalidad de un personaje poliédrico, que es también ensayista literario (sus trabajos sobre García Márquez, Onetti, o Flaubert, son referencias ineludibles), un articulista y un polemista de primer nivel (donde brilla con todo su esplendor su enorme capacidad de persuasión), un notable pedagogo (la concesión del Nobel le «sorprendió» dando clases de literatura en la universidad de Princenton), una figura pública comprometida en infinidad de causas, un notable académico de la lengua y, por encima de todo ello, un embajador permanente de la hispanidad y de la lengua española en el mundo.

Un estúpido debate, derivado de la rebatiña política española, ha intentado dilucidar estos días en todos los medios de prensa si Vargas Llosa era «de derechas o de izquierdas». Amén del afán inutil por apropiarse de su figura y de su prestigio, de sus inagotables dimensiones, se trata de un debate mezquino. Vargas Llosa pertenece a la hispanidad y a la lengua española. Esa es su vertiente indiscutible. La única que merece la pena resaltar en esta hora.

El loro de Flaubert

«La palabra humana es como caldera rota en la que tocamos música para que bailen los osos, cuando querríamos conmover a las estrellas»

J. Albacete

Al menos media docena de veces a lo largo de su libro El loro de Flaubert (1984), el escritor británico Julian Barnes, recuerda y reproduce estas palabras del escritor normando. Son una expresión más de la admiración que le suscita Flaubert, una admiración que le lleva a viajar a Rouen, persiguiendo cualquier huella que le permita aproximarse al enigma del autor de Madame Bovary, rastreando los escenarios de su vida, indagando las encrucijadas de su existencia, reconstruyendo sus momentos claves, explorando sus misterios y sus contradicciones, intentando, en fin, hallar la respuesta de Flaubert a la ecuación Vida y Arte.

De todos los grandes textos de la narrativa británica de los últimos 25 años, quizás éste sea uno de los más «extraños», de los más «excéntricos». Por una parte, porque no deja de ser una verdadera «novedad» ver a un gran escritor inglés rindiendo semejante tributo de admiración hacia un autor «del otro lado del Canal», dada la enorme «rivalidad» no sólo política sino cultural entre ambos países, una rivalidad que está muy lejos de haber cesado. No sé si será casualidad o no, pero hasta hoy Julian Barnes ha sido un autor mucho más premiado en Francia que en Gran Bretaña, donde se ha quedado tres veces a las puertas de obtener el Booker Prize, el mayor galardón de las letras anglosajonas: ¿un «merecido» castigo por su «francofilia»?

Pero no es esa su única ni su principal fuente de extrañeza: El loro de Flaubert es un texto de difícil definición literaria. No es un ensayo sobre Flaubert, ni lo pretende: y, sin embargo, ¿hay muchos ensayos sobre Flaubert mejor que éste? No es un libro de «chismografía» flaubertiana, y sin embargo hasta los más curiosos e insólitos «chismes» sobre Flaubert tienen cabida en este libro, que garantiza el entretenimiento hasta para aquellos que, a priori, pìensan que no están interesados en las entrañas de un literato. Tampoco el libro es exactamente una «guía» moderna sobre el mundo interior y exterior de ese universo que llamamos Flaubert, pero difícilmente el lector encontrará una «hoja de ruta» mejor elaborada que esta para adentrarse en aquel.

El loro de Flaubert es, además, aunque no lo parezca, una «ficción», una novela, un relato, con un narrador (el doctor Braithwaite), de quien no sólo conocemos su apasionada atracción por el mundo de Flaubert, sino también algunos episodios cruciales de su propia existencia.

De modo que Julian Barnes nos pasea por uno de esos delicados alambres que constituyen lo más novedoso de la ficción moderna: una novela «literaria», que no tiene miedo de serlo, amena, curiosa, interesante, y sin eludir los grandes temas: la literatura como destino, el perfil singular de un genio de las letras, sus relaciones con el amor, el sexo y la muerte, y en última instancia, la naturaleza de las relaciones entre Vida y Arte, vistas no como un problema teórico y abstracto, sino en el caso específico de «el idiota de la familia» (como le llama Sartre, en un famoso ensayo, que le consumió diez años de vida). Flaubert da para esto y para más, porque se trata sin duda de uno de los grandes genios literarios del realismo del XIX y uno de los mejores escritores de todos los tiempos.

El loro de Flaubert está publicado en la colección Compactos de Anagrama, donde también se encuentran editadas la mayor parte de las diez novelas que ha escrito hasta hoy Julian Barnes (Leicester, 1946), sin duda uno de los escritores británicos contemporáneos digno de ser leído.

Anatomía de un instante

El libro de Javier Cercas sobre el 23-F apasiona y conmueve, pero no alcanza a descifrar los verdaderos enigmas del golpe

J. Albacete

Si con Soldados de Salamina (2001) Javier Cercas provocó un gran revuelo literario, por su forma novedosa (novedosa en España) de integrar realidad y ficción en un texto estrictamente literario y por su forma, también singular, de enfocar el conflicto de la guerra civil española, con Anatomía de un instante (2009), crónica estricta del golpe de Estado del 23-F que funciona en los hechos como una «novela», da un paso más adelante en esa ruptura definitiva de fronteras y mestizaje absoluto de géneros que caracterizó a la literatura en los últimos decenios del siglo pasado y sigue siendo uno de los «caminos» por los que transita en este comienzo de siglo. El libro de Cercas fue valorado como la mejor obra de ficción -por unos- o de no ficción -por otros- del año 2009 en España, y acaba de obtener el Premio Nacional de Narrativa.

«En la primavera de 2008 -dice Javier Cercas en el prólogo del libro- decidí que la única forma de levantar una ficción sobre el golpe del 23 de febrero consistía en conocer con el mayor escrúpulo posible cuál era la realidad del golpe del 23 de febrero». Y más adelante (después de meses y meses de indagar todo lo indagable, leer todo lo leíble, entrevistar a casi toda persona viva relacionada con los hechos) concluye: «comprendí que los hechos del 23 de febrero poseían por sí mismos toda la fuerza dramática y el potencial simbólico que exigimos a la literatura y comprendí que, aunque yo fuera un escritor de ficciones, por una vez la realidad me importaba más que la ficción o me importaba demasiado para querer reinventarla sustituyéndola`por una realidad alternativa, porque nada de lo que yo pudiera imaginar sobre el 23 de febrero me atañía y me exaltaba tanto y podría resultar más complejo y persuasivo que la pura realidad del 23 de febrero».

Bajo esas premisas, el libro de Cercas nace pues como un monstruo bifronte: por un lado, se presenta como un relato fidedigno (a mitad de camino entre la crónica y el ensayo) del 23-F; por otro, como una «novela» sobre el 23-F en la que (como en A sangre fría, de Truman Capote) no se recurre a la ficción, sino a la escrupulosa y verídica reconstrucción de los hechos, con la convicción de que éstos, por sí mismos, contienen ya toda la fuerza y la dramaturgia de lo literario.

Estamos, por tanto, ante un libro al que cabe plantearle una doble exigencia: por un lado, que tenga la estructura formal, la fuerza dramática, el empleo de los recursos narrativos y la densidad y amenidad exigible a toda obra literaria; y, por otro, que sea capaz de desentrañar el problema que se plantea: en este caso, los enigmas de un golpe de Estado particularmente «enigmático» y sobre el que 29 años después de su ejecución y fracaso aún sobrevuelan las más diversas interpretaciones.

Respecto a esta doble exigencia cabe afirmar que Cercas cumple sobradamente la primera. El libro está muy bien construido y estructurado, Cercas domina magistralmente su puesta en escena, algunos episodios están magníficamente narrados y dramatizados, el autor hace un enorme despliegue de recursos literarios de todo género (incluido el manejo de certeras comparaciones literarias y cinematográficas, sobre todo a la hora de trazar el perfil de Adolfo Suárez) y, en definitiva, se lee con gusto, incluso con avidez. Todo el talento que Cercas había demostrado ya en las obras que le han consagrado (Soldados de Salamina, La velocidad de la luz) está plenamente volcado en Anatomía de un instante.

Otra cosa es, sin embargo, la capacidad del libro no sólo para evocar lo ocurrido, sino para desentrañarlo. Aquí, lógicamente, las cosas son mucho más discutibles. Esgrimiendo un argumento de «prudencia», Cercas no se atreve a ir más allá de lo que se ha podido «comprobar y verificar» hasta hoy, lo que inevitablemente deja un amplio margen de sombras en el libro: algunos asuntos cruciales, como el papel de los servicios secretos (el CESID, y dentro del CESID, su grupo operativo, la AOME, dirigida por el coronel Cortina), la coordinación entre «los tres golpes» que coincidieron y se superpusieron el 23-F (el de Tejero, el de Milans y el de Armada), las razones por las que capitanes generales aún más franquistas que Milans no se sumaron al golpe la noche del 23-F o la sempiterna pregunta (si el objetivo prioritario era acabar con Suárez, ¿por qué hay golpe si Suárez ya ha dimitido hace casi un mes?), no encuentran en el libro de Cercas respuestas claras y definitivas.

Con todo no es eso lo peor, sino que Cercas, entre toda la ingente y enrevesada madeja de conflictos y realidades que se mezclan en una coyuntura tan compleja, no encuentra el verdadero hilo del que tirar para que todo tenga verdadero sentido. Y aunque Cercas invoca y pone en escena casi todas las variables de la situación (no sólo las variables internas, sino también las externas: Washington y Roma), no las ordena y jerarquiza, no encuentra el vector prioritario de aquella crisis. Así no acaba por decidirse exactamente si el 23-F fue dominantemente un «golpe franquista» o una especie de «golpe gaullista» (en el que Armada trataría de imitar el modelo de De Gaulle), cuando en realidad fue un golpe esencialmente «atlantista», inscrito en la nueva dinámica abierta en el sur de Europa por el cambio general de la estrategia norteamericana que va marcar la llegada de Reagan al poder. Dinámica en la que se insciben el golpe turco de 1980, las operaciones de la red Gladio en Italia, la eliminación del primer ministro portugués y el 23-F español.

Cercas está preso, en su relato del 23-F, de la ficción, tan común en España, de que acontecimientos de la gravedad y las consecuencias de un golpe de Estado, pueden tener lugar por la pura lógica de su devenir interno. Pero en 1981 (y también hoy, o aún más hoy, en el que España es un miembro pleno de dos clubs, la OTAN y la UE, que merman prácticamente toda su soberanía) eso era no ya improbable, sino literalmente imposible.

Fuera de esto, el libro de Cercas tiene momentos verdaderamente brillantes, sobre todo a la hora de captar (y de reivindicar) la figura de Suárez. Aunque a veces se «gusta» en exceso en los rasgos del perfil que traza de él, y los repite hasta la saciedad, sin profundizar en ellos, y desdeña el análisis de lo que fue el proyecto suarista (sobre todo en los últimos años), dando excesivo crédito al balance catastrofista de su gestión, que tan interesadamente difundían sus adversarios y enemigos, no deja de ser notable que un escritor de izquierdas, como Cercas, haga justicia (no de boquilla, no protocolariamente) a Adolfo Suárez.

Blanco nocturno

Irrumpe la nueva novela de Ricardo Piglia, uno de los escritores esenciales, no sólo de Argentina o Hispanoamérica, sino de la lengua española.

Trece años de espera han valido la pena. Piglia vuelve a la novela, después del tremendo impacto de Plata quemada (1997), y justo cuando se cumplen tres décadas de la magistral e imprescindible Respiración artificial (1980). Y lo hace con otra obra de envergadura, de calado, una construcción narrativa que superpone géneros, enlaza tramas diversas y desafía moldes, todo ello magistralmente engarzado por un impresionante trabajo de orfebrería narrativa, en la que el escritor argentino deja una vez más las huellas de su maestría.

Blanco nocturno (2010) es, como todas las novelas de Piglia, el resultado de un sistema de trabajo muy especial. Piglia no escribe para satisfacer exigencias de mercado o promover su valor comercial. Más de una década llevaba hablando de esta novela. En una primera época, transcurría en la época de la guerra de las Malvinas (entonces, esos «blancos nocturnos» eran, con toda probabilidad, los soldados argentinos, a quienes los británicos, provistos de «anteojos infrarrojos», podían ver en la oscuridad y dispararles con facilidad). En la novela final, ese episodio se ha reducido a una nota a pie de página (la 21 de las 42 que tiene el libro) de apenas ocho líneas, en la página 149, justo la mitad del libro. Piglia hace y rehace sus novelas, les cambia los escenarios, la época, los argumentos, hasta que alcanza, en un momento determinado, el punto de sazón que justifica su publicación. Y en ese tejer y destejer, desplazar y recomponer, la novela va adquiriendo un volumen y una espesura manifiestos; distintas tramas acaban ligándose y superponiéndose y el todo adquiere una potencia narrativa y literaria excepcional.

El resultado final de Blanco nocturno es una obra que es, a la vez, una «novela policial» (con evidentes raíces en la obra de Chandler, sobre todo en «El sueño eterno»), una «novela familiar» y «rural» (de inequívoco aire faulkneriano), y hasta una «novela confesional» (con un leva aroma a Scott Fitzgerald), pero más allá de todas esas categorías genéricas, perfectamente integradas, una verdadera «novela total», en la que Piglia trata de desvelar, en el curso de la propia narración, problemas relacionados con la filosofía narrativa y la construcción literaria, en unos momentos en que la literatura misma pugna por redefinir y acotar sus siempre maleables y rugosos límites.

La novela comienza con la llegada, a fines de 1971, de Tony Duran, un mulato nacido en Puerto Rico, pero criado en Estados Unidos, a un pueblo de la llanura bonaerense, en los lindes de la Pampa. En apariencia, va siguiendo la estela de la hermanas Belladona, Ada y Sofía, las hijas gemelas de un rico y poderoso estanciero local, a las que ha conocido en el curso de un viaje de éstas por EEUU, jugando en los casinos.

El «forastero» Duran se hospeda en un hotel del pueblo, se relaciona con todo el mundo, da a entender que ha venido por un negocio de caballos, desata todo género de especulaciones y, por las noches, entabla una ambigua relación con otro «forastero», un japonés de nombre Yoshio, que trabaja en el hotel.

A los tres meses y cuatro días de su llegada, Duran es asesinado en su habitación. Esta extraña e inexplicable muerte hace entrar en el relato a dos personajes contrapuestos: el comisario Croce (un peronista de la primera época, un investigador sui generis, que lo cifra todo en la intuición, en las antípodas del detective racional de la clásica novela negra, y al que todo el pueblo considera algo chiflado) y su rival, el fiscal Cueto, un personaje poderoso, ambicioso, sin escrúpulos, perfecta encarnación de esa justicia corrompida que rige la vida de todo medio cerrado. Esa muerte da pie, también -es un ingrediente esencial de todo relato de Piglia- a la aparición en escena de Emilio Renzi (el alter ego del autor), periodista, aspirante a escritor, que acude al pueblo como enviado especial del diario bonaerense «El Mundo», a cubrir la noticia del «asesinato de un yanqui». Renzi trabará una relación especial con el comisario Croce (más intensa conforme éste va siendo apartado del caso por Cueto) y acabará prendándose de Sofía, una de las gemelas, por boca de la cual irá conociendo la historia del pueblo y la historia de su familia (indisolublemente unidas), una historia de desgarrones, de pendencias, de traiciones y engaños, de odios y venganzas, en la que irá ganando cada vez más peso y volumen la figura de su hermano Luca, un personaje marginal al principio de la novela, pero que acaba convirtiéndose en la verdadera clave de bóveda del relato, un «iluminado» que lo sacrifica todo para mantener viva una idea, un proyecto, que es traicionado y lo pierde todo, y que en su desvarío final aspira a convertir la materia de sus sueños en objetos reales. Casualmente, los últimos coletazos del naufragio de ese delirio serán los que arrastren involuntariamente a la muerte de Duran. Muerte que, por el curso interesado de una justicia corrompida, acabará pagando otro inocente.

En las entrañas de este poderoso y complejo argumento discurren y laten, al unísono, los ingredientes esenciales y más valiosos de la novela. Impresiona y seduce la forma en que Piglia logra tallar el perfil nítido de casi una docena de personajes. Cómo logra materializar el ambiente sofocante, cerrado, claustrofóbico, vitalmente anémico del pueblo (y cómo emplea a los «forasteros» -el bonaerense Renzi, el yanqui Duran, el japonés Yoshio- para iluminar, desde fuera, ese universo sombrío). La radiografía social del lugar es de una precisión y una meticulosidad asombrosa, pese a que Piglia no se deja tentar ni una sola vez por el naturalismo o el costumbrismo narrativo. La vida familiar como «infierno», donde se cuecen, a fuego lento, todo tipo de rencillas y venganzas, alcanza ciertamente resonancias faulknerianas. Aunque se remonta a los años 70, el retrato implacable de Argentina (¿acaso ese mundo de estancieros y sus turbios negocios ha desaparecido? ¿no sigue siendo un ingrediente vital de la Argentina de hoy?) tiene una vigencia, yo diría que nada casual.

La novela de Piglia (a diferencia de tantos relatos de hoy, que se limitan a un mero encadenado de hechos) avanza por un sistema de círculos concéntricos, que van proporcionando al lector una información cada vez más concreta y más amplia de la situación; pero, a la vez, discurre de tal modo que va multiplicando los puntos de vista, incorporando perspectivas complementarias o dispares, sumando indicios, abriendo nuevas posibilidades…, lo que fuerza al lector a tener que fabricar y sopesar sus propias hipótesis, emitir sus propios juicios, calibrar la fuerza probatoria de cada nuevo indicio… Todo conduce a la certeza de que la verdad es escurridiza y que, incluso cuando ya parece estar a la mano, las artimañas de la justicia y del poder acaban desfigurándola.

Amarga y concisa verdad que ilumina un relato deslumbrante, tejido con un lenguaje de una riqueza y una precisión muy difíciles de encontrar en la literatura de hoy.

La mancha humana

Esta novela de Philip Roth, publicada en el año 2000, constituye un pórtico inmejorable a la historia literaria del siglo XXI

Desde hace unos años, Philip Roth se ha convertido en un habitual de los medios y de los suplementos de cultura de la prensa española. La razón de primer plano es, obviamente, la continua publicación en España de sus novelas. Pero la raíz más honda y última de esta presencia es, sin duda, el reconocimiento ineludible a un escritor que ha adquirido ya en vida la condición de un clásico, que así se le trata ya no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo, lo que, por otra parte, no le impide seguir publicando novelas repletas de un vigor narrativo que parece inagotable, una sabiduría que no deja nunca de asombrar al lector y una emoción y un temblor que sobrecogen aun a los más advertidos por una saga narrativa que supera ya a las 25 novelas.

Philip Roth pertenece a la gran saga de los escritores judíos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX (Henry Roth, Saul Bellow, Norman Mailer, Arthur Miller…), aunque, por su edad, es el más contemporáneo de todos. Nació en Newark (Nueva Jersey) en 1933, en el seno de una familia que había emigrado en una generación anterior desde la Galitzia polaca. Estudió filología inglesa y luego realizó en Chicago un máster sobre literatura americana. Hasta 1992 dio clases en diversas universidades norteamericanas (Chicago, Iowa, Princeton, Pennsylvania) tanto de escritura creativa como de literatura comparada.

A los 26 años publicó su primera obra, Goodbye, Columbus, un libro conformado por cinco cuentos cortos y una novela breve, que le valió el prestigioso National Book Award de 1960. Con su tercera novela, El lamento de Portnoy (1969) encontró el éxito de público y crítica. Desde entonces ha publicado prácticamente sin interrupciones otros 25 libros, algunos de los cuales constituyen sin duda los escalones decisivos que le han permitido convertirse (y así lo corrobora el aval de Harold Bloom, el gran crítico neoyorquino) en uno de los cuatro pilares esenciales de la literatura norteamericana en activo, junto a Cormack McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon: hablamos de novelas como Operación Shylok (1993, premio Faulkner), El teatro de Sabbath (1995, National Book Award), Pastoral Americana (1997, Premio Pulitzer), La mancha humana (2000, premio Hemingway del Pen Club), El complot contra América (2004) o Indignación (2008).

En una de esas típicas encuestas entre escritores y críticos, impulsada por la prestigiosa The New York Times Book Rewiev, sobre las mejores novelas norteamericanas de los últimos 25 años, figuraban seis obras de Roth. El ensayo que acompañaba a la encuesta concluía afirmando: “Si hubiéramos buscado al mejor escritor de los últimos 25 años, Roth habría ganado”.

Este inmenso prestigio de Philip Roth, entre la crítica, entre sus pares (los escritores) y también entre un público cada vez más universal, se ha fraguado merced al poderío narrativo y la honda cosmovisión literaria de un escritor capaz de crear novelas de la complejidad y hondura de La mancha humana, construir personajes tan intensos, nítidos y creíbles como Coleman Silk (el protagonista de esta novela) y, a través de ellos ofrecernos todo un retrato –no panorámico, desde fuera, desde lejos– de los Estados Unidos, sino desde sus mismas entrañas. Y todo ello, sin la menor contemplación, sin concesiones, siendo lo insobornablemente implacable que hay que ser cuando uno se enfrenta a la realidad de su tiempo, a la realidad de su país y a su propia realidad, pues, en definitiva, en La mancha humana, Philip Roth no está sólo como autor en la solapa del libro, sino como narrador del libro (a través de su alter ego, el escritor Nathan Zuckerman) y personaje, incluso, sometido a escrutinio.

La coincidencia de la escritura de esta novela con el período del escándalo Clinton-Lewinsky –al que Roth se refiere expresamente, y que utiliza además para enmarcar temporalmente el relato– y con la ola de puritanismo moral que se levantó en Estados Unidos por ese motivo, ha llevado a una parte considerable de la crítica a tratar La mancha humana como un monumento literario contra la hipocresía, la gazmoñería, la mojigatería norteamericana, capaz de acorralar a una persona, perseguirla y ensañarse con ella hasta destruirla por completo, única forma de satisfacer un Moloch moral que exige sangre y venganza.

Pero esta visión y este tratamiento del libro no deja de ser “interesadamente” unilateral, al borrar, minimizar u ocultar el otro “blanco” contra el que la novela de Roth dispara con no menos potencia artillera y no menos voluntad de desenmascaramiento, denuncia y demolición: el blanco de la “corrección política”, otro Moloch moral (éste con una careta aparentemente “progresista”), pero igualmente insaciable en su búsqueda de víctimas inocentes, en su demanda de sangre y en su delirante afán persecutorio.

Coleman Silk es un viejo profesor universitario de Lenguas Clásicas, que durante muchos años ejerció como decano reformista e innovador que cambió la decrépita Universidad de Athena por un centro dinámico, moderno y atractivo, y al que un comentario inocuo hecho un día al pasar lista en clase hace caer sobre él una absurda acusación de “racismo”, a la que, unos por oportunismo, otros por interés, algunos por viejos rencores y los más por miedo a comprometerse con él, sus compañeros acaban por dar curso y crédito, lo que provoca su indignación, su ira, su dimisión, su salida de la universidad y su completo abandono de la docencia. La muerte de su esposa un año después, por causas que Silk achaca a la persecución sufrida, hace que crezca su enfurecimiento y su rabia, hasta el punto de que un día se presenta en casa de su vecino, el escritor Nathan Zuckerman (alter ego del propio Roth y narrador de la novela) para que se encargue de contar esta historia y así desenmascare a todos los han participado en su desdicha y en el “asesinato” de su mujer.

De ese encuentro surge la amistad de estos dos hombres y con el tiempo la confidencia de que Silk –a sus 73 años– mantiene relaciones sexuales con una mujer a la que dobla la edad, una limpiadora de la facultad, una mujer divorciada de su marido (un excombatiente de Vietnam, violento y desquiciado, afectado por el síndrome postraumático de tantos jóvenes norteamericanos que un día fueron sacados de sus pacíficas granjas para meterlos al día siguiente a “matar amarillos” en la selva, y ya nunca salieron de allí, ni los vivos ni los muertos), una mujer que duerme y vive en una granja lechera, en la que también trabaja, y que de alguna forma es la “antítesis” del propio Silk: Faunia Farley –así se llama– no tiene ningún aura de respetabilidad (incluso parece que rozó la prostitución), se considera analfabeta y, de hecho, es, ha sido, se la considera, una mujer maltratada.

Roth va a tirar del hilo de esta relación “extraordinaria” para construir un relato tan poderoso como complejo, tan cautivador como desesperanzado. A un autor “normal” le hubiera bastado ese hilo para –combinado con el eco del escándalo Lewinsky– construir un relato devastador del puritanismo. Pero Roth va mucho más allá de eso. Lo que Roth levanta es la verdadera epopeya de un hombre, de una vida, construida en torno a una decisión, un secreto, que perdura prácticamente hasta la tumba (y que Zuckerman sólo conoce después de su muerte). Una existencia fundada a la vez en una negación y una afirmación de sí mismo. Un hombre que triunfa y se derrota a sí mismo en el curso de una vida pletórica y en el marco de una sociedad que, a las puertas del siglo XXI, parece seguir empeñada en promover sus ya poderosos mecanismos de destrucción y autodestrucción.

Con La mancha humana, Philip Roth alcanza uno de los relatos más rigurosos y uno de los testimonios más incisivos de la literatura contemporánea.

Sergio Pitol: inventor de la literatura del siglo XXI

Fusión de géneros, entrelazamiento de vida y literatura y una permanente excentricidad caracterizan la obra del mexicano Pitol

J. Albacete

En una de sus columnas periodísticas sobre temas literarios escrita a finales de los noventa, Roberto Bolaño habla de Pitol como de un autor «secreto e inclasificable». Secreto, porque, aunque por su edad (nació en 1933) le habría correspondido entrar en la generación del «boom» (con Carlos Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez), sin embargo, Pitol se mantuvo siempre a distancia, a cubierto, agazapado, lo más lejos posible de las mieles del éxito y de los focos de la publicidad. Pero también, en cierto modo, Pitol ha permanecido largo tiempo como «autor secreto», es decir, desconocido e ignorado por el público, por su carácter de escritor «inclasificable». Un autor que no ha formado parte de ninguna escuela o capilla, cuyas obras resultan difíciles de definir, difíciles de integrar en algún género reconocido, un escritor excéntrico autor de una obra excéntrica que, como ha dicho Fresán, «ha inventado la literatura del siglo XXI».

Por todo ello, el escritor veracruzano Sergio Pitol ha ocupado durante mucho tiempo una posición muy especial en el panorama literario mexicano (y cabría asegurar, también, en el panorama general de la literatura en lengua española). Unánimemente elogiado por un sector minoritario de la crítica y por un pequeño círculo de escritores incondicionales, que no han dudado en reconocerlo como «amigo» y «maestro» (Monsiváis, Bolaño, Villoro, Vila-Matas), Pitol ha sido mucho más conocido por su brillante labor de traductor de clásicos como Henry James y Conrad, entre otros, o por su labor de introducción en nuestra lengua de los grandes escritores polacos del siglo XX: Gombrowicz o Andrzejewski, que como un gran escritor con una obra propia y relevante o, como mínimo, comparable a la de los nombres «míticos» de su generación.

Y es que, aunque su narrativa es -como ha dicho el crítico Juan Antonio Masoliver- «visceralmente mexicana», de ninguna manera se puede anclar ni en los modelos literarios ni en las obsesiones temáticas que han marcado a los escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX: la obsesión por la identidad nacional y por la revolución traicionada. Y no es que estos temas «clásicos» no le interesen o le sean indiferentes a Pitol, es que los «disuelve», los «pulveriza», simplemente ofreciéndonos otra óptica, estilística y temática: una literatura alejada radicalmente del costumbrismo (y también del realismo mágico) y centrada en el desarraigo y en las «heridas del tiempo».

La obra de Pitol «rompe» los esquemas, narrativos y mentales, que obligaban a los escritores a girar inevitable e iterminablemente en torno a la noria de los enigmas irresolubles de la identidad «inmutable» de los pueblos o las marcas ineludibles de la historia, e intenta abrir caminos a una nueva labor de síntesis de la memoria individual, de la experiencia individual, enfrentada a la realidad cambiante de un mundo en transición. Pitol abrió puertas y ventanas a la narrativa mexicana y reclamó para el escritor, no la esclavitud de unos temas y unos modelos dados, sino la posibilidad de extraer de la propia vida y de la propia experiencia una literatura que afrontara los grandes retos de la existencia en un universo no monopolizado por una identidad y un tema únicos.

Para lograrlo, recurrió a todo. A la vasta realidad de la experiencia literaria del mundo, a la que México (como también España en esos años) estaba cerrado. A la peregrinación por los más dispares rincones del planeta. A un autoexilio de casi 30 años (en el que jamás perdió pie en México, también hay que decirlo). Y, en la cumbre de su búsqueda, a recursos tan poco frecuentes de la literatura mexicana como el humor, el sarcasmo, la parodia, la socarronería, la «literatura» de carnaval.

Pitol ha hecho un ingente esfuerzo por desacralizar, por desenmascarar, en su sentido estricto de «quitar las máscaras», a esa «seriedad» de lo mexicano que en realidad no es más que un cúmulo de frustración, desencuentros y fracasos que no se quieren reconocer. Lo extremado de los recursos utilizados, la necesidad de llegar hasta la farsa y la parodia grotesca, sólo revela la enorme costra de podredumbre que necesitaba ser demolida.

Con todo, la obra de Pitol no es «anti-nada», no es, sino involuntariamente, una réplica a otras literaturas, porque en lo esencial su vocación es universal y está levantada como un monumento a la relación entre la vida y la literatura, en la que todo tiene cabida.

Pero tampoco debe caerse, al señalar esto, en el señuelo de creer que estamos ante una obra que es una mera autobiografía al uso. «La memoria -dice Pitol, en su libro El arte de la fuga– trabaja con la misma lógica oblicua y rebelde de los sueños». La «memoria» de Pitol no es una memoria domesticada, sometida a calendarios, fechas o eventos preestablecidos, sino un fino estilete que desgarra y reconstruye fragmentos cuya lógica no se puede dar por justificada y en los que la realidad no es nunca un terreno fijo y estable descrito al detalle. Al equiparar «memoria» y «sueño» Pitol introduce en su mirada una variedad de registros y de perspectivas que alteran por completo los esquemas narrativos conocidos, y que explican lo cercano que en Pitol pueden estar lo más cotidiano y lo más extraviado, la cordura de la locura, lo racional de lo grotesco.

En esa memoria, oblicua y rebelde, siempre están presentes las «heridas del tiempo». Los mundos perdidos, arrumbados en el pasado, que afloran en las remembranzas infantiles; o la adolescencia perdida en México DF, comparada con la devastación y degradación de la capital hoy en día («una antiutopía puesta en escena por un director expresionista», dice Pitol, en certera descripción de la ciudad-monstruo actual). Todo esto no es mera nostalgia, sino pura lucidez de un hombre que, como afirmaba su compatriota Monsiváis, tiene por consejeros «la inteligencia, el humor y la cólera». ¿La cólera? Sí, la cólera ante la injusticia. «No soporto las injusticias» -dice Pitol.

Harto de la retórica, hueca y mentirosa, que asfixiaba a la nación, y que atenazaba y degradaba su literatura, Pitol comenzó creando un nuevo lenguaje dominado por el rigor y acabó creando toda una nueva literatura, caracterizada por el entrelazamiento de vida y narración, la fusión de géneros y una permanente excentricidad.

En los últimos años, esta obra  ha pasado de la admiración de unos pocos a recibir algunos de los galardones más importantes de la lengua española: el premio Villaurrutia de narración, el Juan Rulfo y el Premio Cervantes. Es el reconocimiento final de un autor en el que escritores como Bolaño, Fresán o Vila-Matas han reconocido las claves de la literatura del futuro.

Los detectives salvajes

La aparición, en 1998, de “Los detectives salvajes”, de Roberto Bolaño, representa una ruptura, un corte, un movimiento sísmico en el seno de las literaturas hispanas de la misma envergadura del que en su día representaron “Cien años de soledad” o “Rayuela”.

Los detectives salvajes entierra –con dignidad y respeto, pero sin ninguna duda ni titubeo– la literatura del boom (sus pretensiones, sus obsesiones, su visión de América, sus métodos y propuestas narrativas), fulmina la literatura epigonal post-boom (todas las versiones acarameladas y academicistas del realismo mágico) y abre una nueva época.

Doce años después de su aparición, el libro ya es un icono para toda una generación de escritores y lectores (en Hispanoamérica, en España, pero también en Europa y EEUU, donde su publicación ha sido todo un acontecimiento), y ha abierto –como ya anunció en su día Vila-Matas– una de las grandes brechas “por la que habrán de circular las nuevas corrientes literarias en el próximo milenio”.

Con Los detectives salvajes Bolaño obtuvo en su día los premios Herralde de novela y el Rómulo Gallegos (también conocido como el Nobel de Hispanoamérica).

Arturo Belano y Ulises Lima –los detectives salvajes– marchan tras las huellas de Cesárea Tinajero, la misteriosa poetisa que encabezó un movimiento de vanguardia de los años 20 conocido como “realismo visceral” y que desapareció en el desierto de Sonora en los años inmediatamente posteriores a la Revolución mexicana.

Arturo Belano y Ulises Lima –que promueven y encabezan a mediados de los 70 un movimiento de vanguardia poética, tan inconsistente y efímero como aquél, y que recupera su mismo nombre: los “real visceralistas”– inician una búsqueda de incierto propósito e impredecibles consecuencias, que acaba prolongándose en una errancia prácticamente infinita de más de 20 años (desde 1976 a 1996) por varios continentes, y de la que nos van a ofrecer testimonio una multitud de voces, que acaban constituyendo la parte medular del libro. Estos testimonios de quienes vieron, conocieron, se relacionaron y tuvieron algo que ver –en algún momento, en algún sitio– con Belano y Lima reconstruyen no sólo el devenir de aquéllos sino el destino general de una generación y de una época (la generación y la época del propio Bolaño, la de los nacidos a mediados de los años 50 del siglo pasado, y que fueron testigos –o víctimas– de “todos los Vietnam ocultos de Hispanoamérica” en los años 70 y 80).

La novela tiene una estructura completamente original. Se abre y se cierra con el diario de García Madero (un joven poeta de 17 años que acaba de ingresar “sin ceremonias” en el realismo visceral), partido justo por el momento en que accidentalmente abandona el DF con Belano y Lima camino de Sonora.

En medio, entre una parte y otra del diario, una auténtica turbamulta de voces inunda y se apropia de la novela, con una catarata inacabable de historias y testimonios: la novela abre una brecha dentro de sí misma –una brecha de 400 páginas– y por ella se cuelan medio centenar de personajes que van proyectando sobre el lector –como dice Villoro– “las mil y una noches de una generación adicta a la poesía y al tequila”, una generación de seres errantes que, como astillas a la deriva, contemplan sin piedad, sin mentiras, pero con melancolía, los restos de su propio naufragio.

Algunos de estos relatos, de estas historias, de estas voces, son absolutamente memorables y componen por sí mismos “novelas dentro de la novela”, como el dramático y a la vez cómico relato de Auxilio Lacouture, la poetisa uruguaya a la que el asalto del ejército a la Universidad el año 68 sorprende en los retretes de la facultad y permanece allí encerrada hasta que reabren la universidad. O el encuentro casi fantasmagórico entre un Ulises Lima, convertido ya prácticamente en un mendigo, y un Octavio Paz –enemigo número 1 de de los real visceralistas– que cree reconocer en aquél uno de los jóvenes que intentaron secuestrarlo décadas atrás: un encuentro que tiene lugar en el Parque Hundido del DF. O la historia –la más completa, desarrollada y hermosa de todas– de Amadeo Salvatierra, compañero de fatigas de Cesárea Tinajero en los años 20, y ahora (50 años después) reconvertido en escribano público, que guarda como un tesoro el único ejemplar conocido de la revista “Caborca”, donde está el único poema conocido y publicado de Cesárea Tinajero, un poema sin palabras, un poema de signos, que nunca llegó a entender, y que muestra como una reliquia sagrada a Belano y Lima mientras los tres se beben su última botella de mezcal “Los Suicidas”.

Esta “brecha” de 400 páginas –como si fueran los “400 golpes”, dice Vila-Matas, rememorando la película de Truffaut– constituyen –al decir del escritor catalán, gran amigo de Bolaño– una aproximación, salvaje y múltiple, a “cómo el desastre se instaló en el centro de gravedad de una generación extravagante”, una generación de poetas sin poesía y de revolucionarios sin revolución.

A través del diario de García Madero y de buena parte de las voces que pueblan esa “brecha” de la novela, asistimos a la recreación de un mundo perdido. A las aventuras y desventuras de “una pandilla absurda y entrañable” (Villoro), que quería “cambiar el mundo y cambiarlo ahora”, perdidos en medio de un México único y espectral. Despreocupados, promiscuos, generosos, buscadores de un oro esquivo (la poesía) que se les escurre entre los dedos, como sus propias vidas, que eluden el norte socialmente establecido para acabar naufragando en las playas del sur. Un naufragio que Bolaño describe con melancolía contenida, en un equilibrio desesperado entre la vindicación y la sátira.

Un naufragio que nos llega empujado por el lenguaje torrencial de Bolaño. Porque sin duda lo más deslumbrante de la novela es su trabajo con el lenguaje, la inmensa cantidad de registros diversos que se utilizan en ella. A través del lenguaje, de sus giros y modismos, de sus expresiones y omisiones, Bolaño va definiendo personalidades y perfilando caracteres. Cada personaje nace de su propia voz, se construye al decirse, se revela al hablar. No hay ningún narrador omnisciente que atestigüe el relato. Todo son voces que cuentan sus historias, que ofrecen su testimonio, y al hacerlo incorporan su individualidad singular al torrente general de la novela: cada uno desde su lenguaje propio. Bolaño hace un verdadero trabajo de orfebrería, un esfuerzo titánico, un auténtico “tour de force”, que revela su poderío narrativo.

En medio de esta turbamulta de voces hay, también, silencios ominosos. A los “detectives salvajes”, Belano –alter ego del propio Bolaño– y Ulises Lima –inspirado en su amigo, el poeta mexicano Mariano Santiago– apenas si los “oímos”: les vemos y sabemos de ellos siempre a través del espejo, del eco de los otros. Todo el tiempo desconocemos sus motivos, ignoramos lo que piensan, no leemos ni uno solo de sus versos: al final siguen siendo un misterio que el lector tiene que desentrañar por su cuenta, recomponiendo las piezas del puzzle roto que le han dado. También es un misterio por qué, tras dar con Cesárea, y tras el desenlace trágico de esa búsqueda, los dos deciden abandonar México. O qué ocurre con García Madero. Bolaño esconde tanto como muestra.

Como su reconocido maestro –Borges, a quien reivindica como verdadero centro del canon de las letras hispanas–, Bolaño construye la novela como un juego de espejos en el que unas cosas se ven, otras se ven a través de diversos y aun opuestos reflejos y otras permanecen en el “espacio ciego”, ocultas. El lector quiere saber más. Pero Bolaño calla sabiamente. El misterio, el lado oscuro y desconocido, es una fuerza literariamente tan poderosa y tan atractiva como la verdad. Y Bolaño lo sabe.

En Los detectives salvajes Bolaño pulveriza, además, muchos mitos del universo literario hispano. Diseca la esterilidad de muchas vanguardias. Asesina el mito parisino que, durante un siglo, ha obsesionado a todo escritor latinoamericano (mito que Cortázar, con Rayuela, elevó a la enésima potencia). Y se mofa sin compasión de la fanfarria literaria hispánica. A Bolaño le repugnan las imposturas literarias. Es algo que le pone enfermo.

Los escenarios –como las voces– de Los detectives salvajes son también múltiples: México, Estados Unidos, Francia, España, Israel, Austria, Nicaragua, África,… siempre al compás de la errancia de los enigmáticos “detectives salvajes”, verdaderos “nietos” de los vagabundos del Dharma, astillas a la deriva que –Vila-Matas de nuevo– “navegan en espacios familiares que, sin embargo, son de una geometría desconocida”.

Con Los detectives salvajes Bolaño ha erigido una Odisea contemporánea, empleando para ello un magma lingüístico impresionante, y ha construido –más allá del relato de una deriva generacional– una verdadera alegoría sobre el destino humano.

Doce años es aún la infancia de una novela. Pero en ellos, Los detectives salvajes han demostrado una inequívoca voluntad de crecer, de perdurar, de romper fronteras. Y ha demostrado tener la estatura necesaria para ser un faro que ilumine el rumbo de las nuevas generaciones de escritores.

La maravillosa vida breve de Óscar Wao

Junot Díaz se convirtió con esta asombrosa novela en el primer escritor hispano de lengua inglesa que ganaba el premio Pulitzer

J. Albacete

Con La maravillosa vida breve de Óscar Wao el escritor de origen dominicano Junot Díaz ganó en 2008 el Premio Pulitzer de novela y el National Book Critics Circle Award, el premio que otorgan cada año los críticos literarios norteamericanos. La novela fue elegida además mejor libro del año por las revistas «Times» y «New York Magacine» y obtuvo un notable éxito de ventas en Estados Unidos. Su traducción al castellano, editada con Mondadori, es sin duda uno de los acontecimientos literarios recientes.

La novela narra en primera instancia la vida de Óscar de León (Óscar Wao, para el narrador), un chico nacido en Nueva Jersey de padres dominicanos, un chaval muy negro y muy gordo, un «nerd» -persona inteligente pero inadaptada-, apasionado de los cómics y de la ciencia-ficción, obsesionado por las mujeres (pero sin poder alcanzarlas), que sueña con ser el Tolkien dominicano, y que sufre porque no encaja en ninguna parte: ni en el mundo de los blancos de EEUU (para el que es un puto inmigrante más, aunque haya nacido allí), ni tampoco en el universo hispano o dominicano, ya que contradice todos los patrones y estereotipos de ese mundo: no es ligón, ni mujeriego, ni violento… Marginado por las dos culturas que lo constituyen, y que rechaza, termina alcanzado por la «maldición familiar»: el «Fukú» que ha convertido la historia de su saga familiar en un reguero de tragedias, en una sucesión de destinos coronados por la cárcel, las torturas, las palizas, los amores desdichados y una violencia destructiva.

Pero la novela no es sólo la «biografía» de Óscar, sino la historia compleja y densa de toda una «saga» familiar dominicana, de la que aquél es, si acaso -como diría García Márquez- «un cabo de raza». La novela va creciendo y trepando por la liana familiar hasta acabar desplegando ante nuestros atónitos ojos la historia de media docena de personajes (la hermana, la madre, la tía-abuela, el abuelo…), a través de los cuales Junot consigue recrear de forma magistral tanto la vida dominicana en la época terrible de la dictadura de Trujillo (una dictadura que duró treinta años y es una verdadera pesadilla de la Historia, a la que Junot da por fin una estocada literaria mortal), como la también dura y difícil existencia de los hispanos en los Estados Unidos, víctimas no sólo de la marginación y la discriminación de los anglos, sino también de sus propios e implacables demonios (unos «demonios» en los que Junot ya había hurgado en su primer libro de relatos, Down: maltrato familiar, abusos entre hermanos, machismo, drogas, violencia…).

Son historias duras, incluso muy duras, trágicas y conmovedoras, que nos llegan dominantemente (porque en el libro hay una polifonía de voces), a través de un «narrador» que es, sin duda, el mayor logro del libro, quien crea su peculiar atmósfera única -diferente a todo lo que hemos leído- y quien nos aborda con su insólito y asombroso lenguaje.

Se ha puesto mucho el acento al hablar de este libro del supuesto uso del spanglish o de los términos anglos importados ya por la lengua hispana en toda el área del Caribe (expresiones como fokin, bróder, jevitas, panas, nerd,…). O en el singular ritmo caribeño del relato -acentuado en la versión española por la presencia de la traductora cubana Achy Obejas, que trabajó con Junot Díaz para llevarla a cabo- y que sin duda modula el ritmo expresivo del libro a la vez que lo cuaja de modismos caribeños: tremendo, tíguere

Pero esto no pasaría de ser meros «postizos» lingüísticos ( o incluso puro folklorismo) si no fuera porque todo ello se integra en una textura verdaderamente nueva, una textura literaria espléndida, que es la que da a Junot una singularidad y una potencia expresiva que comenzó encandilando a la crítica americana y ahora lo ha hecho a la española y a la hispana.

Es difícil definir este lenguaje literario verdaderamente nuevo, que incluye, absorbe y deglute sin pedir permiso un sinfín de tradiciones (desde el realismo mágico y la apuesta contraria de Bolaño, al cómic y la ciencia-ficción norteamericana, pasando por lenguajes rompedores, tipo Foster Wallace, por citar sólo algunas) para acabar generando un producto literario absorbente, que genera a la vez adicción y estupor. Una lengua directa que no evade la reflexión, pero que cuando la aborda la formula en términos inauditos.

Merece la pena leer este relato que tiene el difícil aura de lo nuevo. Y un lenguaje, que tal vez moleste a los puristas, pero que encarna la verdad de la literatura

El proceso

Borges decía que «cuando se estudie la historia de nuestro tiempo, los libros de Kafka serán los verdaderos documentos». Y añadía: «Y cuando todo esto pase, la obra de Kafka aún perdurará»

J. Albacete

Lo primero que hay que dejar claro en relación con un libro como El proceso de Kafka es que se trata de un texto que, como la Ilíada de Homero, Esquilo de Sófocles, Hamlet de Shakespeare o el Quijote de Cervantes, constituye una de las «vigas maestras» de la historia de la literatura occidental o, simplemente, de la literatura. Y, dicho esto, también es preciso subrayar que este libro, ya mil veces interpretado desde mil puntos de vista, permanece incólume como un enigma luminoso a través del cual captamos la esencia de nuestro mundo con una tal pureza, que toda exégesis o comentario acaba por arruinar la comprensión. Tenemos un diamante en la mano, sabemos de su valor y hasta de su utilidad, pero no podemos arrebatarle su inextinguible brillo interior.

Franz Kafka inició y finalizó su libro El proceso en unos pocos meses de finales de 1914, después de dos hechos de notable relieve: el estallido de la «gran guerra» (la I Guerra Mundial) y la ruptura de su compromiso matrimonial con Felice Bauer, que puso fin a una tortura interior de dos años. Liberado de las tensiones angustiosas del periodo anterior, e inquieto por el futuro que se dibuja en el horizonte, Kafka se encierra y vive uno de los periodos creativos de mayor intensidad de toda su vida. El proceso es el fruto mayor de esa etapa, aunque no hay que desdeñar la importancia de otro relato escrito en esos meses: En la colonia penitenciaria. Estos dos textos presagian, como ningún otro, los horrores en que va a sumergirse Europa de inmediato.

En enero de 1915, Kafka «abandona la redacción de El proceso» y deja la novela «inacabada», pero «extrañamente» con un final tan explícito como rotundo. Acerca del inacabamiento de todas las novelas de Kafka, siempre he estado de acuerdo con la teoría de Borges, que comparaba estas obras de Kafka con las aporías de Zenón, en las cuales es imposible que nadie llegue de un punto A a otro B al tener que recorrer infinitas estaciones intermedias. En efecto: Kafka podía haber añadido dos o doscientos capítulos más a El proceso, pero ¿hubiera cambiado la sustancia del relato? En absoluto. Cualquier añadido hubiera sido un simple avance más en un proceso infinito. Por tanto, la novela está perfectamente concluida como está.

Su comienzo es tan prodigioso que ya en él se anuda todo el núcleo de enigmas y contradicciones que desarrolla el libro: «Alguien debía de haber calumniado a Joseph K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana». K. es considerado culpable de un delito que ignora y sometido por él a un interminable proceso que va, paso a paso, apoderándose de toda su vida, hasta que, en el capítulo final, es sentenciado y ejecutado «como un perro», pese a que jamás llega a conocer ni al tribunal que lo juzga ni la acusación por la que se le procesa ni las razones del castigo que se le inflije.

Naturalmente es lógico que el lector de esta inquietante parábola se interrogue por la presunta «culpabilidad» de Joseph K. Él se juzga a sí mismo «inocente, completamente inocente», pero eso no le libra del proceso ni del castigo. Es más, su permanente actitud, primero de incredulidad, y luego de rebeldía, no van a hacer más que «perjudicar su caso» o, al menos, empeorar sus escasas opciones en esas «altas instancias» del tribunal a las que K. nunca tendrá acceso.

En un texto de su «Diario» Kafka habla de dos personajes de sus relatos y cita que uno es «inocente» (el protagonista de La metamorfosis) y otro «culpable» (el de El proceso). Explicarse la «culpa» de Joseph K. requiere una verdadera exégesis de toda la vida y de toda la obra de Kafka. Nadie como él ha llegado a explicarnos los perversos fundamentos de todo orden por los que llegamos, sin siquiera saberlo, a adquirir esa «culpabilidad», y en virtud de la cual somos inevitablemente condenados por poderes inaccesibles y autoridades inalcanzables.

Contra lo que suele afirmarse, el relato no es ni sombrío ni deprimente, aunque sí inquietante. Una veta de humor kafkiana lo recorre, con bromas de una hilaridad que recuerda el estilo de los hermanos Marx. Max Brod siempre recordaba que una vez que le leyó el primer capítulo «se atragantaba de risa». Otro elemento destacado del relato son la función gestual esencial que desempeñan las manos en todas las escenas: las manos «hablan» en este relato como verdaderas «cotorras». También la sexualidad desempeña un papel central, incluido el hecho de que los textos que utilizan los jueces de instrucción no son sesudos textos de jurisprudencia sino obscenos libros pornográficos.

A través de El proceso (escrito en 1914, lo recordamos) se tiene una panorámica inmejorable para comprender lo que ha sido todo el siglo XX. Y, naturalmente, el presente. Mejor, como intuyó Borges, que con el más completo manual de historia. En sus meandros narrativos está impresa una intuición esencial e imborrable, que el lector no puede arrebatarle al libro para apropiársela, pero que le puede iluminar hasta el fin del mundo y hasta el fin de sus días.