Novelar la vida, novelar el mundo

El Nobel premia a un escritor que cree el el poder libertador de las ficciones y es un baluarte mundial de la literatura en lengua española

J. Albacete

En La verdad de las mentiras -uno de sus últimos libros de ensayos literarios-, Vargas Llosa reflexiona sobre ese extraño, casi incomprensible fenómeno -incomprensible a la luz de una racionalidad puramente positivista- por el cual la ficción literaria, que desde el punto de vista empírico es eso, pura ficción, pura fabulación, o por decirlo llanamente «mentiras» extraídas de la imaginación, sin embargo es capaz de contener y transmitir un poderoso aliento de verdad. Es más, para Vargas Llosa, no hay verdadera literatura, auténtica ficción, sin ese anhelo de verdad. Y como la verdad, o mejor dicho, la búsqueda de la verdad es -en la concepción más íntima y profunda de Vargas Llosa- una experiencia liberadora, un camino necesario para alcanzar la libertad, toda su literatura consiste en una amalgama -a veces más lograda, a veces menos- de esos dos ingredientes: una ficción que contiene un auténtico anhelo de verdad y que, por ello, se acaba convirtiendo en un camino abierto hacia la libertad. La literatura puede, debe tener, en ese sentido, un carácter «libertario».

Pero, ¿qué verdad busca la literatura? La verdad sobre la vida, la verdad sobre el mundo. Y esa verdad es tan válida si se extrae de la existencia de Agamenón como de la de su porquero, si el mundo que se indaga es el Nueva York posmoderno o la selva peruana. Esa es una verdad palmaria que ya había comprendido la gran literatura del siglo XIX, pero que profundiza y desarrolla, hasta sus últimas consecuencias, la literatura del siglo XX: el Dublín por el que deambula Leopold Bloom en Ulysses o el ínfimo condado sureño de Faulkner y su cuadrilla familiar de los Snopes son más que suficientes para llevar a cabo una indagación esencial sobre la vida y sobre el mundo.

Vargas Llosa -desde su primer cuento, desde su primera novela- encuentra que ni siquiera tiene que ir tan lejos. Su propia vida, su propio mundo, ya son suficientemente novelescos. En su vida familiar, escolar, social, política, cultural… y en el complejo y turbulento universo social y político del Perú hay -para un fabulador total, como él- materiales más que suficientes para indagar en todas las cuestiones esenciales de la vida, en todos los aspectos relevantes del mundo; y para plantearse todas las encrucijadas de la libertad.

Así, el ciclo inicial -y esencial- de sus novelas no va a ser otra cosa -como en cierta forma ocurre, paralelamente, con el caso de García Márquez- que una fabulación autobiográfica. En La ciudad y los perros (1962), su primera novela, su primer reconocimiento literario (Premio Biblioteca Breve), su inicio y ya su consagración como narrador, Vargas Llosa recrea su paso por el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, donde lo metió su padre a los catorce años para mitigar su rebeldía. En La Casa Verde (1965) narra un complejo de historias «oídas» en su infancia, cuando vivía con su familia materna en la ciudad norteña de Piura y cursaba todavía la enseñanza primaria. En Conversación en La Catedral (1969) -su verdadera «opus magnum»- reconstruye sus años juveniles, su ingreso en la universidad de San Marcos, sus pinitos políticos con el grupo Cahuide (vinculado al partido comunista), sus inicios en el periodismo, su enfrentamiento con el padre y su ruptura con la vida familiar, todo ello en el marco de la dictadura de Odría y de los diversos intentos para derrocarlo.

La médula esencial de todos estos relatos es la rebelión contra la tiranía, ya sea la tiranía militar, política, familiar, paternal, económica, étnica, sexual, o cualquiera que sea su fuente o su causa. Aunque Vargas Llosa es de origen esencialmente criollo, su literatura, sobre todo esta literatura inicial, es radicalmente mestiza. Ninguna raza, ninguna étnia, ninguna clase social, están excluidas de la narrativa de Vargas Llosa; ninguna está tratada con distancia o con desprecio. Lo único que Vargas Llosa odia y desprecia, con todas sus fuerzas, es la tiranía, que, por desgracia, tantas veces logra imponer su férula, doblegar voluntades y destruir expectativas. Más tarde, en una segunda etapa, a mi modo de ver menos lograda, Vargas Llosa irá incorporando otros «blancos»: el fanatismo, la intolerancia, la discriminación…, siempre en una continuada línea ética de carácter libertario.

Podría decirse que en cierta forma Vargas Llosa perpetua en su narrativa el fondo ético y la voluntad reformista de la mejor narrativa burguesa del siglo XIX. Y él mismo no ha dudado ni un momento en colocarse en la estela de los Flaubert, Balzac, Zola, Hugo, etc. Pero, sobre esa línea de continuidad narrativa -un filón que muchos escritores dieron por muerto-, Vargas Llosa opera una transformación esencial: le aplica las nuevas técnicas narrativas que, desde principios del siglo XX, han revolucionado por completo el universo literario.

Pocos escritores de la lengua española han llegado a tener un dominio tan abrumador y tan consecuente de esas técnicas, con las que, por ejemplo, en Conversación en La Catedral, Vargas Llosa llega a hacer una exhibición literaria portentosa.Desde la fragmentación narrativa y la liquidación de la estructura lineal del relato a la construcción de éste como una suma (o mejor, un contraste) de perspectivas diversas. La eliminación del narrador omnicomprensivo y la multiplicación de los focos discursivos. La superposición de voces temporal y espacialmente diferenciadas. La narración como un puzzle que el lector tiene que montar. La realidad y certeza de las cosas como elementos no dados ni seguros, sino que es necesario interpretar, dilucidar… Los dilemas éticos de los personajes como «conflictos» en los que el lector se ve inevitablemente implicado.

En este «primer» Vargas Llosa (al que podemos añadirle, amén de las novelas ya citadas, Pantaleón y las visitadoras, de 1973, y La tía Julia y el escribidor, de 1977, relatos también ligados a sus experiencias autobiográficas, aunque de menor entidad literaria), la búsqueda de la verdad, el afán libertario y la experimentación y renovación literarias van intrínsecamente unidos.

En sus obras posteriores -ya a partir de los años ochenta- ese vínculo inicial se rompe. Las novelas ya no se inspiran en fuentes autobiográficas, sino documentales, y pierden esa fuerza vivificante que les otorgaba la cercanía a lo vivido. Predomina un cierto esquematismo ideológico que moldea y en cierta forma acartona el relato. Y correlativamente, se van abandonando los «experimentos» narrativos (en realidad, los grandes avances literarios) en pos de una linealidad y una inteligibilidad mayores. Vargas Llosa cede ante la presión de la universalidad creciente de su obra y se dirige a públicos cada vez más vastos. Como gran «rompeolas» del boom hispanoamericano, ya es un novelista de dimensión mundial. Junto a García Márquez y Carlos Fuentes ha protagonizado la hazaña de convertir la narrativa en lengua española en una lectura atractiva en todo el planeta. Una heroicidad que es indiscutible y que tiene un valor enorme.

Pero sí, a partir de los años ochenta, hay un giro «conservador» en la narrativa de Vargas Llosa. ¿»Conservador» en qué sentido? En el sentido literario del término. Más formalismo narrativo. Menos riesgos. O riesgos acaso mucho más calculados. Linealidad. Clasicismo. Una arquitectura narrativa más hierática. Más ideología y menos ambigüedad. En cambio, lo que permanece inalterable es su designio libertario. Ni una sola de sus novelas ceja en su afán de combatir la tiranía, las imposiciones, la opresión, las discriminaciones… Hasta en su última novela, a punto de aparecer estos días, Vargas Llosa insiste en fustigar los desmanes y las atrocidades del colonialismo europeo en África. Ese es el sello inconfundible de su narrativa: ese afán de novelar la vida, de novelar el mundo, en busca de la verdad; porque con ella, siempre, se abre el camino de la libertad.

En todo caso, y lejos de ir sumergiéndose en el ocaso, como suele ser la norma, la narrativa de Vargas Llosa mantiene, hasta hoy, un vigor digno de elogio. Su prosa sigue siendo persuasiva, elocuente, engatusadora. Y nunca da gato por liebre.

Por otra parte, la faceta novelística -con ser la esencial- no agota en absoluto la totalidad de un personaje poliédrico, que es también ensayista literario (sus trabajos sobre García Márquez, Onetti, o Flaubert, son referencias ineludibles), un articulista y un polemista de primer nivel (donde brilla con todo su esplendor su enorme capacidad de persuasión), un notable pedagogo (la concesión del Nobel le «sorprendió» dando clases de literatura en la universidad de Princenton), una figura pública comprometida en infinidad de causas, un notable académico de la lengua y, por encima de todo ello, un embajador permanente de la hispanidad y de la lengua española en el mundo.

Un estúpido debate, derivado de la rebatiña política española, ha intentado dilucidar estos días en todos los medios de prensa si Vargas Llosa era «de derechas o de izquierdas». Amén del afán inutil por apropiarse de su figura y de su prestigio, de sus inagotables dimensiones, se trata de un debate mezquino. Vargas Llosa pertenece a la hispanidad y a la lengua española. Esa es su vertiente indiscutible. La única que merece la pena resaltar en esta hora.

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