Los enamoramientos
40 años después de la publicación de su primera novela, «Los dominios del lobo», Javier Marías vuelve a sorprender con una obra que muestra nuevas facetas de un fenómeno aparentemente agotado en el campo literario: el amor
Cuando en 2007 puso punto y final a su obra magna Tu rostro mañana, tres volúmenes de cerca de 1.700 páginas que le consumieron diez años de trabajo, Javier Marías tuvo la íntima sensación de que esa obra podía ser perfectamente la última que escribiría, ya que en cierto modo había volcado en ella todo lo esencial de su mundo narrativo, explotado exhaustivamente todos los temas que obsesionan y nutren su peculiar mundo literario, y, por otro lado, había llevado hasta un límite irrebasable sus propios recursos narrativos, su singular y excepcional estilo, que le han llevado a ser universalmente considerado como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.
Pero era obvio, al mismo tiempo, que un escritor de la talla y de la naturaleza de Javier Marías, que llevan la literatura como una marca de Caín, grabada en su cuerpo desde su nacimiento, no iba a hacer mutis tan fácilmente. Que, tarde o temprano, reaparecería sobre el escenario, con un nuevo libro bajo el brazo, y que ese libro sería como todos los suyos, una sorpresa inesperada y, al tiempo, una rama perfectamente engarzada en su tronco narrativo, unido al resto no por una trama similar, sino por el mismo núcleo de obsesiones y fobias que constituyen la esencia más íntima de su universo literario.
Así pues, nada hay de extraño ni de reprochable en que, tras anunciar aquella prematura e increíble retirada, Marías vuelva con Los enamoramientos (Alfaguara, 2011), y lo haga con una obra que, alejada del gigantismo proustiano de «Tu rostro mañana», responde a las dimensiones exactas de un relato que trata de llevar al lector a un territorio que éste puede considerar, de antemano, manido y agotado, para demostrale, con otro gran ejercicio de estilo, que hay temas que no se agotan nunca, que siempre hay nuevas facetas que desvelar, que nuestro conocimiento de las cosas es siempre parcial y limitado, es más, que nuestro conocimiento de las cosas humanas jamás puede anclarse en un mundo de certezas inamovibles. Por eso es necesario seguir horadando como topos en esos misterios, saltando por encima de los tópicos y los prejuicios, e intentando nuevas y valientes aproximaciones.
Como era de esperar, Marías no nos ofrece nada que pueda asimilarse a una visión tópica del fenómeno, más que del amor en sí, del «enamoramiento», en el que se entrecruzan y mezclan, inevitablemente, los ingredientes más extremos del actuar humano: la lealtad y la traición, la entrega desinteresada y los celos posesivos, la generosidad y la mezquindad más abyecta. Pero incluso todo esta trama contradictoria de hilos que se entrecruzan y se separan, una y otra vez, no nos es ofrecida como una visión nítida, analítica, sino como el fruto de una introspección (la de la narradora que hilvana el relato de la novela) en la que la conjetura y la especulación son mucho más poderosas que la certeza. Todo ello da pie a las digresiones típicas de la literatura de Marías, que nos acaban conduciendo a un mundo de problemas que acaban revirtiendo inevitablemente en el lector, que debe dilucidar lo acontecido y fijar su postura moral casi de forma paralela (con el mismo nivel de conocimiento y de desconocimiento) a como lo hace la propia narradora.
El lector está, pues, invitado más a compartir incertidumbres que a encontrar remedios. Y es que esto es una novela, y no un manual de autoayuda. Y la literatura, como recuerda Javier Marías. citando a Faulkner, «no sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor».