Lo más «cool»

«Las Teorías Salvajes», de Pola Oloixarac, es una novela «fresca» pero no «light», de moda pero no «a la moda», la voz de una nueva generación que empieza a modelar y leer el mundo a su manera

Avalada por el éxito de ventas y crítica en Argentina; respaldada por escritores de la talla de Ricardo Piglia o Mario Bellatin; con el aura de algo realmente nuevo, fresco, verdaderamente «cool», «Las Teorías Salvajes» de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977) ha tenido una ambivalente recepción en España. Primero, mucho ruido. Críticas, entrevistas, reseñas positivas, alguna suspicacia (no sólo aquí, también en Argentina se ha dicho que el principal argumento a favor de la novela es el imponente físico de su autora)… Todo ello llevó a que en un suspiro se agotara la primera edición y saliera a la calle una segunda. Pero, pasado este impacto inicial, riguroso silencio, preámbulo del olvido. La novela no ha traspasado un cierto círculo de entendidos. La novela presenta evidentes dificultades de lectura. La novela parece un erizo abandonado en mitad del camino: no hay por donde cogerla sin pincharse. La novela exige una actitud y unos recursos que muchos lectores ya no tienen: recursos que muchos han perdido tras tantos años de literatura fácil y adicción a los bestseller. Y Pola, desde luego, no lo pone fácil.
Con acierto señala un bloguero que «de cada tres páginas, una me divierte, la otra me sorprende y la tercera me deja fuera de juego». ¿Merece la pena involucrarse en una lectura que cada tres páginas te deja KO, tirado en la lona, con la mente confundida y sin apenas oxígeno?
Sí, merece la pena. Sobre todo para un lector que tenga curiosidad por asomarse al  zeitgeist (al «espíritu de los tiempos») de hoy en día, de las nuevas generaciones; y para quien tenga el valor de afrontar cómo se ve y cómo se juzgan desde ese nuevo zeitgeist ciertos fragmentos del pasado, ciertas generaciones anteriores: especialmente, aquella de los años setenta, imbuida de ilusiones revolucionarias que acabaron anegadas en una orgía de sangre.
Algo desde el propio título del libro -aunque sea la mera reiteración de la palabra «salvajes»- parece remitirnos y evocar a Bolaño. Pero, en realidad, los personajes que Pola pone en acción tendríamos que considerarlos como los hijos de unos «detectives salvajes» que sobrevivieron milagrosamente al naufragio (a uno de los infinitos naufragios de los setenta y ochenta), encontraron un cierto acomodo social sin renunciar a sus convicciones (o a la apariencia de sus convicciones), lo que les llevó a educar a sus vástagos con unos evanescentes criterios de permisividad absoluta. A mediados de los noventa, esos vástagos son ya veinteañeros autónomos… y Pola los recoge y cocina en su propia salsa, componiendo un puzzle, o un collage, que el lector tiene que ir armando e interpretando con agilidad, inteligencia, destreza y sin miedo.
Por la novela discurren varias historias simultáneas. Una comienza en Africa occidental en 1917 y tiene tres «hitos», enhebrados por la búsqueda de una teoría que dé cuenta del hecho civilizatorio desde sus mismas raíces: eso es lo que lleva al antropólogo holandés Van Vliert a desaparecer en la selva africana en 1917; lo que 50 años después despierta la fiebre insomne de un psiquiatra argentino, que luego se convertirá en profesor de la Facultad de Filosofía de Buenos Aires; y lo que 80 años más tarde conectará con las intuiciones de una estudiante de esa facultad -y narradora de la novela-, que aspira a darle una nueva vida actual a esa teoría de «las transmisiones yoicas», en la que las estrategias de la guerra y la seducción se solapan. Paralelamente a esta hebra, discurren otras historias: la de una pareja de «nerds» bonaerenses, entrañables y estravagantes, que acaban fabricando un videojuego sobre la guerra sucia argentina y hackeando google; la de una militante revolucionaria de los setenta que escribía cartas a Mao…
«Las Teorías Salvajes» es una comedia filosófica divertida y amarga a la vez, el retrato implacable de una generación que se intoxicó de mitos (y que los sigue alimentando, aunque sea desde el sofá), un puzzle sobre el estado del mundo en la época de la posmodernidad «madura» e internet, una guillotina políticamente incorrecta que siega la cabeza de multitud de imposturas… Pero, ante todo, es una novela que intenta situarse en la estela de la concepción borgiana de la literatura: aquella que la piensa, primordialmente, como una forma de conocimiento.
Hay que reconocer que, frente a la novela de Pola, los intentos de los «nocillistas» españoles de conectarnos con un cierto zeitgeist actual, empiezan a oler un tanto a naftalina.

Cristina Fernández Cubas

Ha sido un descubrimiento. Llamémosle “cuentos fantásticos” o de “fantasía”, como los que las madres o las abuelas leen (o leían) a los niños. Así son los personajes, la forma en que se entrecruzan y los argumentos, pero sobretodo, la manera en que se unen la atmósfera y el sentido, en los relatos de Cristina Fernández Cubas. Y como en los cuentos infantiles (los auténticos, los de los hermanos Grimm, no muchos de los actuales carentes de sustancia) siempre hay un monstruo, un misterio inquietante que no se acaba cuando el relato llega a su fin.

Bruno Bettelheim, en su célebre Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas, nos enseña que los cuentos tienen un fuerte elemento inconsciente (cuando el lobo persigue a Caperucita, cuando Blanca nieves es envenenada…) que ayuda a los niños en su desarrollo emocional. Los cuentos de Fernández Cubas, estos para adultos, nos confrontan de manera íntima y turbadora con nuestras pulsiones más profundas o, quizá, con la manera en que solemos enterrarlas.

En el relato denominado La ventana en el jardín, un personaje, “Olla”, nos deja en un estado de consternación del que es difícil desprenderse aunque comprendamos, al fin, de qué lado de la narración se encontraba la locura; en Mi hermana Elba nos precipita al fin de la infancia es su aspecto más estremecedor o en El provocador de imágenes, quizá nos dice algo sobre la amistad. De nuevo una atmósfera donde se expresa un mundo interior que fluye, lucha y se oculta en los personajes, hacia un final desconcertante. Cuenta la escritora que en una de las ocasiones en que buscaba sin éxito una editorial para sus cuentos alguien le aconsejó: “Esos finales… ¿Por qué no cambia los finales?”.

Cristina Fernández Cubas (1945) es escritora y periodista. Nacida en  Arenys de Mar, Barcelona, ha residido durante varios años en Sudamérica y durante un invierno en El Cairo, donde aprendió árabe, lo que la inspirará para componer una colección de cuentos situados en Egipto.

Su primera obra, un conjunto de relatos, se publica en 1980 bajo el título Mi hermana Elba y tiene un gran éxito de crítica y público. En este libro estamos ante un original simbolismo seductor y, en ocasiones, escalofriante. Tres años más tarde publica otro conjunto de relatos, Los altillos de Brumal (1983), en ellos nos encontramos ante una vertiente más fantástica y apócrifa.  En el siguiente título publicado, El ángulo del horror (1996), recuperamos a la Cristina más inquietante.

Muchos de sus relatos son un juego de espejos; el lector aguzado no dejará de sorprenderse ante un personaje que en la narración se desdobla o ante ese dos que habita en nuestro interior. Como en el cuento titulado Lúnula y Violeta que nos habla de dos amigas, o en Helicón, donde la duplicidad se hace evidente a través de la historia de unos gemelos bizarros.

Tiene, Cubas, si se me permite decirlo, por ser mujer, la capacidad de introducir con mucha fortuna -en su caso sin dramatismos- un muy complejo mundo interior de miedos, reflexiones… una especial sensibilidad, en definitiva, una lucha interior habitualmente callada.

Cristina Fernández Cubas ha escrito otros libros como Parientes pobres del diablo (2006), las novelas El año de Gracia (1985), El columpio (1995) y de las memorias Cosas que ya no existen (2001). El año pasado el libro de recopilación sus relatos, Todos los cuentos (Tusquets), se llevó el premio Salambó. Su obra está traducida a diez idiomas.

A. Garzón

P. D. Al finalizar este breve artículo me he encontrado con una entrevista a la autora en Internet, ya que puede interesar al lector, cito:

“Entrevistadora: ¿Los toques de terror que tienen algunos de sus relatos se inspiran en su fascinación por Edgar Alan Poe?

Cristina Fernández Cubas-No sólo por él. Yo soy una deudora muy grande de la narración oral y en mi infancia tuve una niñera a la que le debo mucho de lo que poco que sé, porque solía dormirnos con historias terroríficas. Yo dormía plácidamente, pero mis hermanas, desde esa época, mantienen un persistente insomnio.”

Vértigo

Anagrama publica «Vértigo», la primera de las cuatro novelas que componen el excepcional ciclo narrativo del gran escritor alemán W. G. Sebald

«Vértigo» se publicó por primera vez en Alemania en 1990 -hace ahora, pues, veinte años- con el título «Schwindel. Gefhüle» («Mal de altura. Sentimiento»), cuando Sebald contaba ya 46 años. Dos años después daba a la luz «Los emigrados». En 1996, «Los anillos de Saturno». Y en 2001, «Austerlitz». Ese mismo año fallecía en un accidente automovilístico en Norwich (Gran Bretaña), donde residía desde hacía más de 30 años, ejerciendo como docente en la universidad de East Anglia. Desde entonces acá, su obra se ha erigido en uno de los pilares más sobresalientes de la literatura europea contemporánea.
En «Vértigo» -como en el resto de sus novelas- el narrador sebaldiano es, a su manera, una imagen inversa del «promeneur solitaire» (el paseante solitario) de la literatura romántica: ambos deambulan por paisajes y escenarios reconocibles, por ciudades y países reales; pero donde el viajero romántico descubría y se extasiaba ante el esplendor de la naturaleza, el sebaldiano se conmueve y espanta ante las huellas ostensibles de la destrucción: donde aquél encontraba escenarios en que inflamar su espíritu, el cronista sebaldiano encuentra sólo motivos para la desazón y una desconsolada melancolía. Los apasionados sueños románticos han dado paso a las pesadillas de un mundo cuya contemplación produce vértigo.
En cuanto a su estructura, «Vértigo» responde a la concepción musical de una pieza en cuatro movimientos, que también hallamos en «Los emigrados» y «Los anillos de Saturno». Cada «movimiento» tiene su autonomía y su sentido pleno, pero los cuatro guardan asimismo un estrecho parentesco entre sí. En los cuatro asistimos a un «viaje» (tema y recurso sebaldiano por antonomasia). En los cuatro se deambula por el corazón alpino de Europa: las regiones alpinas de Italia y Suiza, el Tirol austriaco y el Allgau alemán. Y en los cuatro anida una reflexión recurrente sobre la memoria, el pasado, las dificultades de la evocación, las heridas del tiempo y las permanentes huellas del horror que deja, a cada paso, una civilización (la nuestra) marcada por el sello de la destrucción.
El primer y el tercer texto son notoriamente breves y narran -en brillantes ejercicios de escritura concentrada- episodios de las «jornadas italianas» de Sthendal y de Kafka. Sebald se apoya en textos como «La vida de Henry Brulard» (Sthendal), o las cartas a Felice y los Diarios de Kafka, para elaborar poderosas síntesis de dos escritores que buscarton y no hallaron sosiego amoroso.
En el segundo texto («All´estero»: en el extranjero), el narrador parte de Inglaterra, impulsado por una desazón interna, y viaja por Austria y el norte de Italia sin una intención precisa ni un norte claro. En el abismo de una mente atormentada, proclive a las alucinaciones, Sebald va hilando recuerdos, experiencias, hallazgos, evocaciones, hasta reconocer que ya no sabe si está «en la tierra de los vivos o en algún otro lugar«. Quizá como en ningún otro texto Sebald manifiesta el malestar por su nacionalidad -le gustaría, dice, «haber sido ciudadano de un país mejor«- y su verdadera condición de expatriado -«o de ningún país en absoluto«-.
Ese malestar se comprende mejor leyendo el último fragmento, «Il ritorno in patria» (El regreso a casa), crónica de su regreso a W. (Wertach), la aldea de los Alpes bávaros donde nació en 1944 y abandonó definitivamente en 1965. Ejercicio ejemplar de inmersión en un pasado hecho jirones, donde la lucidez es más poderosa que la melancolía, este texto cierra un libro en el que Sebald nos deja la sensación de que estos retratos, orlados en negro, contienen de alguna manera el germen de la literatura del siglo XXI.

Wertag im Allgau. Alpes bávaros.

Cuentos mínimos y canallas (1)

Frutas y verduras

Desde hace un par de años he dejado de comprar la fruta y la verdura al frutero local, al frutero de siempre, al de toda la vida, al del terruño, y voy a los pakistanís. Tal vez porque son más baratos. Tal vez porque mi naturaleza rinde culto a la infidelidad (y como en otros ámbitos no me atrevo a practicarla, la ejerzo aquí). Además, siempre me han molestado los insólitos derechos que los tenderos creen haber adquirido sobre tí por el simple hecho de que les compres habitualmente. Me irrita la falsa familiaridad que se asienta en el mero negocio. En fin, el caso es que me he pasado con armas y bagajes a los pakistanís, seres herméticos que no dilapidan contigo sonrisas ni confidencias, sino que parecen heraldos, sucios y mal afeitados, de mundos lejanos y desconocidos.
Ya he ido a varios, y a todos, tarde o temprano, he acabado traicionándolos. Quiero decir, abandonándolos, dejando de ir a comprarles (no sé por qué utilizo un lenguaje tan drástico y belicoso, si sólo se trata de una cuestión doméstica). Y es que muchos han seguido el falso camino de los restaurantes chinos: al principio ofrecían una mercancía pasable, pero con el tiempo acaban en la basura.
Desde hace cinco o seis meses acudo siempre al mismo.La fruta y la verdura es pasable, es también barato y, sobre todo, me fascina el vendedor. Es un hombre seco, enjuto, menudo, de edad indescifrable, siempre mal afeitado, pero un poco más limpio que la media. Es el más reservado de todos los que he tratado. A decir verdad, fuera de los rituales hola y adiós y el precio a pagar, no hemos intercambiado más palabras. Con alguno de los que visitaba antes llegué incluso a tener un diálogo mínimo, hacer un comentario o intercambiar un dato. Con éste de ahora ni se me pasa por la cabeza. Nunca hay espacio, ni condiciones, ni cercanía suficiente para tales comentarios. Está sentado ahí, detrás del endeble mostrador, con el peso delante, recibe las bolsas de fruta y de verdura de los clientes, hace la cuenta, y sólo abre la boca para enunciar la cantidad: «Cuatro euros con cincuenta y cuatro».
No es sólo que no sonríe, es que nunca le he visto iniciar el gesto o tener la intención de hacerlo. Ni la clienta más simpática y dicharachera es capaz de extraerle el menor comentario o un desvaído gesto de cordialidad. No le aturden las quejas ni le seducen los elogios. Y, sin embargo, pese a su silencio ritual, no es una persona hosca, desagradable ni trasluce hostilidad alguna. A veces me recuerda a un monje, pero de una confesión inaudita. Alguien de una fe tan inquebrantable que nada de lo que ocurre a su alrededor es capaz de afectarle.
Casi siempre está oyendo música, música árabe o pakistaní o musulmana o lo que sea. Como no entiendo nada, no sé si es música profana o religiosa. Pero siempre he dado por hecho que es música religiosa, y que la conjunción de esa música y sus firmes convicciones interiores es lo que cimenta su imagen de rectitud y tranquilidad. Su naturaleza de esfinge.
Aunque, a veces, claro, con todo lo que la prensa, la radio y la tele dicen sobre esta gente, y sobre lo que está ocurriendo allí, en aquel agujero del mundo, que no deja de chorrear sangre, tengo la sensación de que soy un ingenuo atrapado por un engaño diabólico. Ese clásico estúpido que cuando se comete un crimen atroz en su vecindad sale diciendo que, a él, el asesino siempre le había parecido «una persona muy normal», un buen vecino.
Ahora pienso, algunas veces, si no nos estará observando, si su silencio y su hermetismo no serán más que una máscara tras la que se esconde un frío y demencial asesino, capaz -llegado el momento- de acuchillarme a sangre fría o volar medio barrio, o un vagón de metro, con su cinturón de explosivos.
¿Y si todo lo que hace es sólo fingir, y es uno de esos fanáticos «durmientes» que permanecen desactivados años y años, vendiendo pacíficamente naranjas y tomates en el barrio, hasta el día en que alguien los despierta y los convierte en bombas ambulantes? ¿No será su silencio y su hermetismo, no una máscara, sino el verdadero rostro de alguien que no siente el menor afecto, ni la menor emoción, por esos «infieles» compradores, a los que, tarde o temprano, colaborará en aniquilar?
Esta tarde he ido a por naranjas para zumo. El invierno ha comenzado a asomar y hay que protegerse con la vitamina C. Estaba allí, donde siempre, impávido, tranquilo, hermético, escuchando sin prestar atención la música del casette, esperando a que le pusiera las bolsas encima del mostrador para pesarlas y reclamar la deuda. Me he fijado, durante centésimas de segundo, en sus ojos claros, sus mejillas enjutas, su rostro apegaminado, su gesto ausente. Y entre los filamentos de esa mirada me he preguntado si, llegado el caso, en circunstancias extremas, yo sería capaz de acuchillar a este hombre, de matarlo. ¿Matarlo en nombre de qué? ¿En defensa de una religión en la que ya no creo, de una libertad que ya no tengo (pues soy, cada día más, un muerto de hambre), por pura autodefensa…? ¿Matarlo para que no mate si es que piensa matar?
Los tres kilos me han costado un euro. He dejado la moneda brillante sobre el mostrador sucio y ha emitido un nítido fulgor espectral, casi diabólico. Rápidamente la ha cogido y la ha metido en el cajón.
Al darme la vuelta para salir me he fijado en las espléndidas uvas y plátanos y nísperos que también debería haber comprado, y que hubiera comprado si no estuviera realmente sin blanca. Al llegar a la puerta me he vuelto, y me he despedido con un «adiós» desvaído, casi inaudible. No se ha movido. Parecía otra vez en sintonía con la música del casette.

«Todo lo escribimos entre todos»

En un mismo año, José Emilio Pacheco ha recibido el premio reina Sofía de poesía iberoamericana y el premio Cervantes, el «nobel» de las letras hispanas

Nacido en la Ciudad de México en 1939, Pacheco siempre ha considerado esa fecha, ese «año atroz de mi nacimiento», como una cifra de su destino. El año de la derrota de la República española, el año del comienzo de la segunda guerra mundial, el año en el que el fascismo abrió ante la humanidad una de las bocas del infierno, y tantas y tantas cosas se abocaron a la destrucción.
Poeta, novelista, articulista, traductor, ensayista, antologista, profesor, José Emilio Pacheco ha cultivado durante cincuenta años todos los géneros imaginables de la literatura; y a través de todos ellos trasluce una conciencia permanente y lúcida sobre la naturaleza efímera de las cosas, sobre la fuerza destructora de la civilización, sobre el fondo necesariamente trágico de toda verdadera literatura: «La poesía -afirma- no es un manual de autoayuda. Más bien sirve para llamar la atención sobre las cosas menos agradables del mundo… La dicha y el placer son mudos. Sólo la desgracia y el sufrimiento hablan».
Errarán, sin embargo, quienes interpreten su poesía como un refugio de la nostalgia o como un burdo «paño de lágrimas». «La nostalgia –dice Pacheco– es la invención de un falso pasado. A ello se opone la mirada crítica. Estoy en contra de la idealización de lo vivido pero totalmente a favor de la memoria».
Ni siquiera su «conciencia de la fugacidad» es el atrio de la melancolía: «En la naturaleza efímera de las cosas -dice- no todo es negativo. Sería terrible que el mundo se detuviera un día determinado. Todo debe cambiar sin tregua. Estamos aquí porque desaparecieron los que estaban antes. Nos vamos para que otros ocupen su lugar».
La gravedad que permite a la poesía (y a la prosa poética) de Pacheco ser una poesía de lo fugaz pero no de la melancolía, de la conciencia de la destrucción pero no de la nostalgia idealizada del pasado, reside en la marca de su cotidianidad. En lo más cercano está la cifra de todo. Villoro cuenta una anécdota que lo resume muy bien: «Un día iba yo a casa de Pacheco y me di cuenta de que había olvidado la dirección. Entonces, recordé un poema en el que Pacheco habla del escritor Juan García Ponce, que había padecido una larga y grave enfermedad, y lo compara con un árbol que hay afuera de su casa. El poema cuenta que el árbol ha sido humillado por las navajas de los novios, que le han cortado las ramas para colocar cables de electricidad y de teléfono, que ha sido sometido a toda clase de afrentas, pero que, sin embargo, el árbol –como el escritor al que estaba dedicado– seguía en pie. Pensé que si encontraba aquel árbol, daría con su casa, y así fue. Eso explica el grado de cercanía que tiene la poesía de Pacheco, una poesía que es un mapa para encontrar su propia casa…».
La cercanía de las ideas, de los conceptos y los hechos, de las cosas, es en la poesía de Pacheco también una cercanía de las palabras, del lenguaje, tan transparente y claro como hondo y esencial. Eso le ha permitido que algunos de sus poemas sean conocidos y recitados en México, no sólo por estudiantes y adolescentes, sino hasta por quienes no saben leer. Es el caso de su poema «Alta traición», un verdadero emblema de su poesía:

No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

Es un poema que marca el desafío implícito de su obra: una demolición de la vacía retórica patriótica de los nacionalismos. Como dice Monsiváis: «Para él las poesías pueden ser también el comentario que nulifica la confesión, el epitafio que se burla de la proclamación de la grandeza». Su poesía refrenda la actitud democrática de su yo poético. Un yo que no busca erigirse en un tótem vanidoso, sino diluirse, proyectarse en el nosotros. «Todo lo escribimos entre todos», ha dicho José Emilio Pacheco, parafraseando y ahondando aquella otra verdad de su admirado y reverenciado Alfonso Reyes: «Todo lo sabemos entre todos».
«Me gusta -ha dicho- que la poesía sea la voz interior, la voz que nadie oye, la voz de la persona que lee. Así el yo se vuelve tú, el tú se transforma en yo y del acto de leer nace el nosotros, que sólo existe en ese momento íntimo y pleno de la lectura».
A sus 70 años, José Emilio Pacheco atesora en su memoria las voces conocidas y amigas de Octavio Paz, de Luis Cernuda, de Vicente Aleixandre, de Max Aub, de Jorge Luis Borges, a los que conoció en su etapa de formación,…, y sobre todo, la cercanía de Carlos Monsiváis y Sergio Pitol, con los que hace cincuenta años «creó» la literatura mexicana moderna, rompiendo con las obsesiones y los mitos inagotables del pasado.
En esos 50 años, Pacheco ha levantado una obra poética, literaria y cultural impresionante. Pero también ha sido testigo de una destrucción inacabable: la más llorada, la de su ciudad, el DF, una ciudad «en la que se podía vivir en la calle» y a la que «hemos destruido y la seguimos arrasando».
Pero en México, un país que todavía ama a los poetas más que a los futbolistas, nada está aún definitivamente perdido. Poeta de la lengua, poeta del español de América, ¡bienvenido al panteón de las letras hispanas!

Dublinesca: gozosa y genial

El más singular, arriesgado y novedoso de cuantos proyectos narrativos se han puesto en pie en España en los últimos tres decenios, ha alcanzado su cénit. Porque eso es, en definitiva, la última obra de Enrique Vila-Matas: el cénit, la cumbre de su obra.

Un libro en el que el escritor barcelonés llena y apura la copa de sus singulares (aunque aún bastante incomprendidas) virtudes literarias y nos ofrece un verdadero recital, un compendio exhaustivo de lo que es su literatura. Un libro gozoso y genial, una novela pletórica de humor y de dolor, que cava hasta lo más hondo en todas y cada una de las obsesiones vila-matianas: la identidad entre vida y literatura, la voluntad perpetua de ser otro y escapar de la cárcel de las identidades obligatorias, la soledad que aguarda a todo destino humano.
El marco de la novela no puede estar elegido con más acierto: asistimos al final de la era Gutenberg y a la llegada de una inquietante nueva era: la era digital. Es el fin del libro impreso, el fin de cierta literatura, el fin de un mundo, una verdadera «apocalipsis», sobre todo para Samuel Riba -protagonista indiscutible de «Dublinesca»-, «el último de los grandes editores literarios», uno de esos raros editores que leían y amaban la literatura, pero que se ha visto obligado a retirarse y cerrar la editorial hace ya dos años. Desde entonces -dice el narrador- «vive en una potente y angustiosa psicosis de fin de todo». Se siente viejo, abandonado, solo. Ha perdido el refugio de la bebida y de los actos sociales que como editor famoso le llenaban la vida. Las relaciones con sus ancianos -y aún excesivamente paternales- padres y con su mujer, Celia -que además está a punto de hacerse budista-, son otros tantos quebraderos de cabeza. Vive recluido en su casa barcelonesa, cada día más absorbido y más obsesionado con internet, a punto de convertirse en un hikikomori: uno de esos adolescentes japoneses que viven encerrados meses y años en sus cuartos, sin otra relación con el mundo que la televisión y su ordenador.
Para escapar de esa obsesiva reclusión que amenaza con trastornarlo, Riba -que tiene una notable tendencia a leer e interpretar su vida como un texto literario- concibe un genial «plan de fuga»: marchará a Dublín y allí, el Bloomsday (el 16 de junio, día en que se conmemora la jornada en la que transcurre el Ulysses de Joyce) celebrará, con un puñado de amigos escritores, un funeral por la era Gutenberg.
Los preparativos, la realización y la extraordinaria coda final de ese insólito viaje constituyen la guía maestra de un relato que, amparado en una comicidad soterrada e hilarante, deviene en una monumental parodia de lo apocalíptico; pero también en una aguda reflexión sobre las inevitables mutaciones que acechan en este auténtico «final de época».
La novela está poblada de ingredientes típicamente vila-matianos: sueños premonitorios, encuentros casuales, fantasmas presentidos, ambiciones frustradas (como la de encontrar al nuevo genio de la literatura: la ambición nunca alcanzada por Riba y que le persigue todavía) y, por supuesto, el impulso constante de «convertirse en otro», vivir en otro sitio, de hacerse extranjero… Y está, como todo texto de Vila-Matas, densamente poblada de escritores, de libros, de películas, de canciones, de citas y de pertinentes reflexiones literarias: como la magistral interpretación que ofrece del decurso de la literatura del siglo XX, como un tránsito desde la exuberancia de Joyce al laconismo de Beckett.
Además, como todo libro de Vila-Matas, «Dublinesca» es también una invitación a leer otros libros, ver ciertas películas, escuchar algunas canciones y ver determinados cuadros. El lector -para disfrutar plenamente de ella- hará bien en ver «Spider», de David Cronenberg, «Desierto rojo» de Antonioni, o «Los muertos» («Dublineses») de John Huston. Y, desde luego, leerse al menos el célebre capítulo 6 del Ulysses, con el entierro del «pobre» Paddy Dingam.
Gran fiesta de la literatura, este «entierro» del libro impreso, este funeral por la «honrada vieja puta de la literatura», esta gozosa «Dublinesca» de Vila-Matas es, también, un libro sabio y corrosivo sobre la vida y sobre lo «real». No en vano, y aunque no lo parezca, Vila-Matas es un gran pintor de paisajes anímicos, un retratista implacable de la angustia que atenaza al europeo de hoy, un investigador de primera fila de los fantasmas que nos acechan. Aunque el verdadero estímulo que anima toda la literatura de Vila-Matas no es retratar la angustia paralizante que deriva del tedio contemporáneo, sino -como afirma certeramente Alan Pauls- «la voluntad de vivir una vida diferente». Incluso en esta obra, tan centrada en los temas de la vejez y la muerte, late esa pulsión. Esa Gran Voluntad.

Recinto español

(La generación del 27 fue otro mundo. El centenario del pintor Ramón Gaya nos permite corroborarlo hoy través de este texto excepcional, escrito en México en 1955, y que tiene la hondura, la textura y la genialidad  irrepetible del 27: qué idea más prodigiosa la de que el Museo del Prado es un «manicomio» a la inversa. Leer esto es verdaderamente saber «lo que perdimos»)

Recinto español

Cuando pienso en el Prado, éste no se me presenta nunca como un museo, sino como una especie de patria. Hay allí algo muy fijo, invulnerable y también sin remedio, sin redención. Para los franceses, el Louvre no puede ser sino un museo, un museo que está en Francia, pero que, claro, no es Francia. Los museos de Italia siguen siendo exterior, calle italiana, y no hay diferencia entre una sala de los Uffizi y el Arno; todo es igualmente navegable, vivible. Pero el Prado es un lugar hermético, secreto, conventual, en donde lo español va metiéndose en clausura, espesándose, encastillándose. Y no es que sólo guarde pintura española, pero allí dentro todo parece convertirse en una misma tierra, en una misma terquedad. La pintura española (Berruguete, Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo y Goya) no puede, ni con mucho, presentar un índice como puede presentarlo la poesía española (Cantar de Mío Cid, Berceo, Arcipreste de Hita, Jorge Manrique, El Lazarillo, Hurtado de Mendoza, Gil Vicente, La Celestina, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Lope, Cervantes, Góngora, Quevedo, Gracián, Calderón) y, sin embargo, sentimos que la pintura es nuestro suelo, casi nuestra seguridad. Hay en todo lo español una especie de hambre que en la pintura es donde parece quedar más satisfecha. Si España no hubiese pintado -como no han pintado Alemania, Inglaterra ni Francia-, España sería un país más hambriento, más frenético, más absurdo, más loco; el sentimiento plástico le ha dado a España como una cordura pesante, contrapesante. También Holanda sin la piedra descomunal de Rembrandt, sería otra, o quizá ninguna, ya que las aguas podían muy bien haberla borrado. Pero la pintura es suelo firme, cuerpo, carne, es decir, realidad. Seis nombres españoles -que si se quiere pueden reducirse a tres: Velázquez, Murillo y Goya- han bastado para que España pueda codearse con las otras fortalezas pictóricas: China, Flandes, Italia y Holanda. Como se sabe, Francia llegó o se asomó a la pintura con mucho retraso, y no parece haber llegado por verdadero impulso vital, sino por comprensión y por afición; de ahí que sus pintores (Watteau, Chardin, Corot, Daumier, Seurat, Cézanne, Bonnard) tengan siempre ese aire de placenteros cultivadores de la pintura, casi de hortelanos. Alemania cuenta con nombres insignes -Durero, Cranach, Holbein- pero son más bien como artesanos concienzudos, rigurosos, nobles. Inglaterra, aparte del extravagante caso de Turner, gran artista artístico, sólo dispone de un nombre firme: Constable; se trata, desde luego, de un magnífico pintor, pero debilitado ya por ese gusano moderno de lo sensible, de lo emocional transitorio.

Entrar en el Prado es como bajar a una cueva profunda, mezcla de reciedumbre y solemnidad, en donde España oculta una gran riqueza, una especie de botín de sí misma, robado, arrebatado a sí misma, defendido de sí misma. La pintura española es real como no ha podido serlo nunca la realidad misma española. Por eso el Prado es casi como un manicomio al revés, como un manicomio de cordura, de realidad, de certidumbre. Afuera está la realidad ilusoria, la vida sueño; pero el arte, para el español es, precisamente, despertar. (Algunos jueces han lamentado y criticado la ausencia, en el arte español, de toda fantasía; se trata, claro, de estetas muy ligeros, muy triviales, muy artísticos, que no han sabido comprender que en España el arte no brota del arte, del juego imaginativo del arte, sino de la vida, de la realidad de la vida, y no es que brote de ella para mimarla, para adularla, para copiarla, sino para salvarla.) El arte español es siempre un despertar, una vigilia, una sabiduría última. Y no me olvido de Goya, del llamado Goya fantástico; sus fantasías -oídas en la vida real española- no son nunca cántico o creencia, sino condenación, burla, despego de ellas, desvelo de ellas. Las llama «Disparates» porque no son fantasías vistas por un enamorado, por un visionario, es decir, vistas desde dentro, desde su propio clima fantasmagórico, sino desde una sensatez desnuda, dura.

Cuando pienso en este recinto español no se me presenta nunca como un museo -puesto que no se trata aquí de una simple colección de objetos artísticos-, sino como una roca viva.

Ramón Gaya, México, 1955

¡Indignación!

Para el carnicero Khoser

Philip Roth lleva a un relato sobre los Estados Unidos de los años 50 su indignación contra los años de plomo de Bush

J. Albacete

Tras dos espléndidos relatos donde Roth ha volcado narrativamente sus obsesiones sobre la vejez, el pasado y la muerte («Elegía», de 2006, y «Sale el espectro», de 2007), con «Indignación» asistimos a un clásico relato de «educación sentimental», un libro conciso y soberbio sobre el tremendo impacto que la historia y la represión pueden tener sobre la vida de un individuo en pleno proceso de «formación» y, por ello, inexperto y vulnerable. Si en cualquier libro de Roth emergen siempre la rabia y la indignación contra todas las formas opresivas y manipuladoras del poder, en esta novela la «indignación» misma acapara por completo el protagonismo de la ficción.

En «Indignación» Philip Roth elabora una cuidada prospección sobre la difícil «educación sentimental» de un joven de apenas 19 años en los Estados Unidos de comienzos de los años 50, una época de extremo conservadurismo moral, intensa reacción política y acusado racismo, con la guerra de Corea como telón de fondo. Una guerra sucia, dura, difícil, que costó a EEUU decenas de miles de bajas, y que pendía como una amenaza constante sobre los jóvenes, dadas las imperiosas necesidades de reclutamiento de un ejército que estaba sufriendo en la península coreana un duro e inesperado castigo.
Marcus Messer es el hijo único de una familia de carniceros khoser de Newark, Pensilvania, a veinte kilómetros de Nueva York. Es el primer miembro de una amplia familia judía de la zona que tiene el privilegio de ir a la universidad, con grandes sacrificios de sus padres. Pero cuando lleva cursado apenas el primer año de la carrera de derecho, a su padre le asalta un temor obsesivo por la vida de su hijo, un temor que acaba derivando en un torturante, maniático e insoportable acoso, un auténtico sinvivir. Para librarse de ello, y poder estudiar y crecer libremente, Marcus decide marcharse a una pequeña universidad del medio oeste, en Ohio, a ochocientos kilómetros de casa.
Marcus Messer no aspira a otra cosa que a aprovechar su inteligencia y su enorme capacidad de trabajo (aprendida ayudando a su padre en la carnicería) para hacer una brillante carrera plagada de sobresalientes (y así, de paso, evitar ser llamado a filas, para una guerra en la que están cayendo cada día cientos de jóvenes americanos como él). Pero esta inflexifle determinación (que le ha llevado hasta el punto de enfrentarse a su padre y alejarse de su familia) es algo más que el esqueleto de su ambición personal. Es su propia arquitectura interior, su armazón moral, que le lleva una y otra vez a chocar con los demás, y a ir alimentando la «indignación» de un joven inexperto, impulsivo, imprudente a veces, incapaz de «negociar» situaciones conflictivas o adversas, lo que le conduce a rupturas y confrontaciones con sus compañeros de habitación (en dos meses se cambia de habitación tres veces), a su negativa a entrar en ninguna de las «fraternidades» de alumnos (ni siquiera en las de alumnos judíos) y finalmente su choque brutal con el decano de la Universidad. El decano intenta domar el carácter insolidario de Marcus, pero lo que se encuentra es no sólo una cerrada e indignada defensa de su libertad, sino una notable resistencia intelectual, una argumentada y firme resistencia a dejarse avasallar, una negativa irreductible a aceptar peajes religiosos o morales, a los que nadie puede obligarle.
A todo esto se suman, además, los conflictos que nacen de la intensa represión sexual de la época, más acentuada aún en ese baluarte conservador que es la universidad luterana de Winesburg, Ohio. La «condena del sexo» acaba provocando una canalización y explosión aberrante del deseo, como en la hilarante escena en que los alumnos borrachos asaltan una noche las residencias femeninas, vacían las cómodas de sus dormitorios y lanzas por las ventanas miles de bragas blancas sobre la nieve. Marcus Messer también está despertando al sexo, pero su «iniciación» lo desconcierta y lo aterra. Invita a una chica a cenar, y para su absoluta sorpresa, en la primera cita, ella se la chupa. Ese simple e inmediato cumplimiento del deseo, más que satisfacción despierta una sospecha: no es posible que una persona «normal» haga esto así. En este caso, será su propia «estrechez» moral la que acabará por indignarlo consigo mismo, en una historia (la de su relación con Olivia) que alcanza una verdadera hondura trágica.
En apenas 170 páginas, Roth es capaz de embelesarnos, de subyugarnos y de trasladarnos toda la indignación moral que le produce la historia de este joven que lucha con las armas que tiene por alcanzar su libertad personal y moral, por construir su propia vida, por inventarse a sí mismo (la tarea titánica en la que se ven envueltos los grandes héroes narrativos de Roth) y que, por todo ello, y tras ser expulsado de la universidad, tras otro encontronazo con el decano, acabará acribillado a bayonetazos en una trinchera de Corea.
Estamos en la América de los 50, una Amériva envuelta en una cruzada moral y política reaccionaria, revestida por la bendición divina, una América racista, amenazante y en guerra que se parece mucho a los recientes años de plomo de Bush II.

Los «Diarios» de Kafka

Hace un siglo (en 1910), Kafka comenzó a escribir su Diario. Quizá ningún documento literario de los últimos cien años encierre la profundidad, el misterio, la angustia y la riqueza de estos textos kafkianos, que no se parecen a nada conocido

J. Albacete

A mi «debilidad» general por la literatuta de Kafka tengo que sumar mi predilección por este libro, cuya singularidad en la historia literaria es notoria y esencial. Ciertamente se trata o, al menos, tiene la apariencia de un diario, que se extiende a lo largo de más de una década, desde 1910 hasta 1923. Pero basta abrirlo y leer la primera «entrada» para constatar que no estamos en el terreno familiar de los «diarios», «memorias» o «autobiografías» a los que estamos acostumbrados, sino en un escenario distinto, en el que la «singularidad» de Kafka impone sus propias leyes.

En el prólogo de Jordi Llovet a la edición de DeBOLS!LLO de los «Diarios» de Franz Kafka (la más económica y la más completa de las editadas en España, con un aparato crítico incorporado capaz de satisfacer al lector más curioso y al más erudito) ya se subraya esta singularidad del texto kafkiano, que lo mantiene a distancia de todas las fórmulas y modelos de escritura autobiográfica conocidos: en efecto, no se trata ni de un intento, como decía Baudelaire, de «poner su corazón al desnudo», desvelando las claves y los episodios ocultos de la propia vida, ni tampoco de ofrecernos un cuadro general de los grandes sucesos de su época, ni mucho menos, un relato pormenorizado de cotidianidades insulsas, al estilo de Thomas Mann («hoy me duele el estómago»…).
No parece, en efecto, que Kafka tuviera en mente ningún modelo previo cuando en 1910, ya con 27 años, hizo su primera anotación diarística. Pero sí es claro que su voluntad expresa era «llevar un Diario», «escribirlo»: y esa voluntad se reafirma una y otra vez en el interior del texto, sobre todo después de pasar largas temporadas de abandono o crisis notables con la escritura. «Ya no abandonaré mi diario. Tengo que aferrarme a él», dice en una entrada. Y aunque con notable discontinuidad, y grandes períodos en «blanco», Kafka mantiene viva la escritura de sus «Diarios» hasta 1923, el año anterior a su muerte.
Aunque los «Diarios» no eluden del todo el tono confesional -aquí están, en carne y hueso, todas las angustias, todas las contradicciones, todas las luchas del escritor, con una sinceridad y una «ingenuidad» inigualables-, el punto de vista de Kafka en sus anotaciones no es dominantemente el de dar cuenta lisa y llanamente de sus experiencias biográficas, sino el intento de transmutarlas en material válido para la creación literaria. De alguna manera, el contenido dominante de estos «Diarios» podría considerarse un «material» preliterario, que Kafka toma en parte de sí mismo, pero también de su papel de observador, o de lector, y que aquí queda reflejado en forma de «esbozos», «apuntes» o «proyectos». Para sorpresa del lector no avisado conviene recordar que, en el interior de los «Diarios» hay casi un centenar de fragmentos, esbozos y apuntes narrativos, muchos de los cuales luego pasaron -como tales, o más elaborados- a las novelas y a los relatos propiamente literarios de Kafka.
Esta falta de distinción o de separación entre vida y literatura es, en realidad, la característica esencial de Kafka. Kafka siempre «percibió» la literatura como un destino ineludible, un destino que comprometía toda su existencia. En una entrada del Diario de 1912 escribe: «Puede reconocerse muy bien en mí una concentración dirigida a la escritura. Cuando se hizo claro en mi organismo que el escribir era la dirección más productica de mi naturaleza, todo tendió con apremio hacia allá y dejó vacías todas aquellas capacidades que se dirigían preferentemente hacia los gozos del sexo, la comida, la bebida, la reflexión filosófica, la música. Adelgacé en todas esas direcciones».
«Mi vida -dice Kafka en una carta a su prometida Felice Bauer, con la que más tarde rompería su compromiso-, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados. Pero el no escribir me hacía estar por los suelos, a punto para ser barrido». Esta tensión, este «duelo» continuo entre la «necesidad» vital de escribir y la «imposibilidad» de hacerlo, o de hacerlo a la altura que piensa que debería hacerlo, es la titánica batalla que se describe en este inmenso libro, donde uno aprende lo que es realmente literatura, lo que diferencia implacablemente a la literatura de todo lo demás.
Para definir con exactitud el contenido de este libro, algunos críticos lo han descrito como el «Taller de escritura» de Kafka. No es mala idea, siempre que se tengan en cuenta dos cosas: lo que hay aquí no son simples sucedáneos y, por otra parte, que en Kafka todo está al mismo nivel: un relato, una carta, una novela, un esbozo, una entrada del diario, en cada palabra escrita por Kafka hay la misma intensidad y la misma exigencia literaria. Como decía su amigo Max Brod, Kafka jamás decía una cosa gratuitamente.

Microrrelato

Pesadilla en la noche definitiva

No sé por qué razón ni sinrazón enseguida supe que aquella sería la noche definitiva. Había cenado un puré de calabacines a las finas hierbas, una ensalada de puerros congelados y un danone caducado de fresas silvestres y frutas del bosque encantado. Luego me vi dos películas de terror distintas que tenían el mismo título: Pesadilla endemoniada. Eran divertidas, cómicas, diabólicas e indigestas. El personaje principal era un negro japonés casado con una rusa tuerta. Cada vez que la mujer lo miraba con el ojo malo, el malvado chino sacaba de debajo de la cama un espadón de samurai y amenazaba con sajarle el ojo bueno a la manera de Un chien andalou. Entonces la italiana gritaba como una verdadera mamma e invocaba a los diabolos, una especie de pequeños «gremlins» oscuros con cuernecillos y unos tridentes de risa, que saltaban todo el tiempo, como si estuvieran enojados con algo extraño y perverso. Luego, con un mandoble estupendo, el tártaro les sajaba la cabeza a los bichejos y de esa carnicería salpicaba un espeso líquido verde con el que se preparaban unos apetitosos zumos que sorbían como la mayor de las exquisiteces. Luego aparecía un tercer personaje, un enano gordo y bobalicón, al que le daban unas palizas tremendas, y él se reía como un loco. Creo que fue entonces cuando me dormí un poco porque al despertar el enano seguía riendo pero tenía en cada mano la cabeza decapitada de sus amos. Enfin, un horror.