Mientras agonizo

La obra maestra de William Faulkner es un retrato implacable de la condición humana, para la cual -dice el crítico Harold Bloom- “la familia nuclear es la catástrofe más terrible”

J. Albacete

Comenzamos a partir de hoy con unas intempestivas recomendaciones de libros de lectura para el verano, alejadas un tanto de las apabullantes presiones bestselleristas o de los requerimientos abusivos de la actualidad, y centradas en lo que podríamos llamado textos “esenciales”. Hoy queremos guiar la atención del lector hacia esta novela, publicada en 1930, y que pese a ser menos renombrada que otras de Faulkner (El ruido y la furia, ¡Absalón, Absalón!, Santuario, Las palmeras salvajes, Luz de agosto…), sin embargo es considerada por muchos críticos como la verdadera obra maestra del escritor sureño. Entre quienes así lo creen está, de forma destacada, el gran crítico neoyorquino Harold Bloom, a quien seguimos en su inteligente y penetrante lectura de este libro “difícil”, pero que dejará en el lector una huella imborrable.

“El libro -comienza resumiendo Bloom (¿Qué leer y por qué?)- consiste en cincuenta y nueve monólogos interiores, cincuenta y tres de ellos de miembros de la familia Bundren. Los Bundren son un orgulloso clan de blancos pobres que superando toda clase de adversidades pugnan heroicamente por llevar el ataúd que contiene el cadáver de Addie, la madre, al cementerio de Jefferson, Mississippi, donde deseaba que la enterraran junto a su padre”.

De esos 59 monólogos interiores, diecinueve corresponden al “notable Darl Bundren” (sin duda el personaje predilecto de Bloom), “un visionario que, finalmente, cruza la frontera de la locura”. El “disociado” Darl odia a muerte a su hermano Jewell y al no sentirse querido por Addie, insiste una y otra vez en que “no tiene madre”. Ésta, por su parte, protagoniza un solo monólogo de la novela (el cuadragésimo), pero, como asegura Bloom, es suficiente para que la detestemos. Desde el consejo que recibe de su padre (“recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo”) hasta su conducta sádica con sus hijos (“solía estar deseando que cometieran alguna falta, para así poder zurrarles”), Addie Bundren se revela como una madre atroz, cuya muerte, al comienzo del libro, no desencadena “la paz”, sino que empuja a su familia a la tragedia ya larvada en la que está inmersa.

“Uno empieza a comprender por qué esta mujer sádicamente perturbada quiere que la entierren junto a su padre. Muerta, Addie –dice Bloom– es más ominosa aún que cuando vivía: lo vemos a medida que se nos cuenta la saga grotesca, heroica, a veces cómica y siempre atroz de sus cinco hijos y su marido, que cruzan fuegos y torrentes para llevar el cadáver hasta el deseado lugar de reposo. Farsa trágica, Mientras agonizo tiene, no obstante, inmensa dignidad estética y es una despiadada burla de lo que, sombriamente, Freud llamó “novela familiar”. Ciertos críticos píos han tratado de interpretarla como afirmación de los valores familiares cristianos, pero creo que semejante juicio dejará al lector perplejo”. Para Bloom “la visión novelística de Faulkner se basa en el horror por la familia”.

“Las tonalidades de los monólogos interiores -sobre todo los 19 de Darl, dice Bloom- son tan irónicos, que al principio el lector puede sentir que Faulkner prescinde de guiar su respuesta. No hay género que pueda asistirnos para comprender esta epopeya de blancos pobres de Mississippi que cumplen la última voluntad de una madre repelente. Prácticamente el único principio que une a los Bundren es el honor familiar, ya que el padre, Anse, es, a su modo, tan destructivo como Addie”. Los tres monólogos que le otorga Faulkner lo muestran, efectivamente, como un manipulador terco y taimado, y no menos egoísta que su mujer.

Dewey Dell, la única hembra de los cinco hijos, “tiene su dignidad -asegura Bloom-, pero no encuentra fuerzas para llorar a su madre porque, como blanca pobre soltera y embarazada está obligada a buscar, en vano, un modo de abortar en secreto”. Vardaman, el más pequeño, simplemente niega la muerte de Addie; hace agujeros en el ataúd para que respire y al fin la identifica con un gran pez que atrapó mientras ella agonizaba: “Mi madre es un pez”, dice.

Los otros tres hermanos son los verdaderos protagonistas de la novela, que se centra narrativamente en la “conciencia” de Darl y en los actos heroicos de Cash, el carpintero, y Jewell, el jinete. Jewel (hijo adulterino, fruto de la relación de de Addie con un reverendo) es feroz y temerario y sólo puede expresarse mediante la acción. Su único monólogo, el 4, es una recriminación a su hermano Cash por la confección del ataúd y una declaración posesiva sobre su madre, a la que jura proteger incluso contra su familia y contra el mundo entero. Cash es también un hombre de acción, simple, directo, constante, de un gran valor físico y el único que mantiene una relación cálida con los demás. Jewel y Darl se odian. Y entre Darl y su hermana, Dewey Dell, hay –dice Bloom– “una hostilidad oscura, implícitamente incestuosa”.

De todos ellos, sin embargo, “Darl -dice Bloom- es el corazón y la grandeza de Mientras agonizo y claramente el narrador alter ego de Faulkner. (…) Todos sus monólogos interiores (diecinueve) son notables. Darl acaba sufriendo algo parecido a la esquizofrenia, pero es de una singularidad y un poder visionario imposibles de reducir a la locura. (…) Dudoso de su identidad, Darl tiene una percepción shakespeariana de la nada, que es una versión del nihilismo de Faulkner… Como le repugna la terrible odisea de llevar el cadáver en carreta hasta donde Addie nació, casi sabotea el esfuerzo prendiendo fuego a un granero. (…) Faulkner hace continuo hincapié en que Darl es el que sabe todo. Sabe que su hermana está embarazada, que Jewel no es hijo de Anse, que, en el verdadero sentido de la palabra, su madre no es su madre y que la condición humana es una desgracia de principio a fin… (…) Poeta y metafísico intuitivo, Darl se encuentra peligrosamente cerca de un precipicio al cual debe caer. Las heridas psíquicas que lleva son el legado de la frialdad de Addie y el egoísmo de Anse: está predestinado a la demencia. Para él no hay salida: sólo siente deseo sexual por su hermana y ve su familia como una condena. (…) En el último monólogo (57) está ya completamente ido; su alienación es tal que habla de sí mismo en tercera persona, mientras dos guardias lo escoltan en tren al manicomio del Estado”. La cordura de Darl, asegura Bloom, muere con su madre y, en cierto sentido, su trastorno explicita lo que en sus hermanos permanece mudo.

Bloom afirma: “Puede que Mientras agonizo se le haga difícil al lector. Bien, es difícil, pero tiene todo el derecho a serlo”. Y concluye: Mientras agonizo hace un retrato catastrófico de la condición humana, para la cual la familia nuclear es la catástrofe más terrible”.

Mientras agonizo puede encontrarse en las colecciones de bolsillo de Anagrama y de Alianza Editorial.

Desgracia

Nacido en Ciudad del Cabo en 1940, educado en Sudáfrica y Estados Unidos, profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo durante muchos años, pero también con largos períodos de docencia en Inglaterra y EEUU y, desde hace más de un lustro, residente habitual en Australia, J. M. Coetzee es sin duda un escritor anglosajón por los cuatro costados. También es el primer escritor que ha ganado dos veces el Premio Brooker, el más prestigioso de la lengua inglesa: la segunda vez, por «Desgracia» (1999). En 2003 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Desgracia es sin duda su obra más destacada, más lograda, más honda y desgarradora: ese tipo de novela redonda y perfecta que todo gran escritor aspira a crear al menos alguna vez. Esa obra donde toda el alma del escritor está puesta en el asador y toda su sabiduría narrativa se desliza página a página a lo largo y ancho del relato.

A sus cincuenta y dos años, David Lurie -el protagonista de Desgracia– tiene muy poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas y una hija a la que apenas ve y con la que no se entiende, intentar apaciguar su indeclinable deseo sexual se ha convertido ya en prácticamente su única aspiración en la vida, puesto que las clases que sigue dando rutinariamente en la Universidad son un mero trámite para él y aún más para sus alumnos, que no le prestan ya la menor atención.

Sin embargo, cuando en un momento determinado se destapa su relación con una alumna (una relación mutuamente consentida), que termina por convertirse en una denuncia de acoso y un posible proceso por abusos, David Lurie se ve envuelto de pronto en una espiral tan turbadora como desquiciante. Sin poder apenas dominarse, y llevado por la indignación y la soberbia, preferirá renunciar a la docencia y a la universidad antes que dar explicaciones y disculparse en público. Al final, rechazado por todos, irritado y amargado, abandona Ciudad del Cabo y se marcha a visitar a su hija Lucy, que vive en una granja.

Allí, en una sociedad donde los códigos de conducta, ya sea de los blancos o ya sea de los negros, han cambiado drásticamente con el fin del «apharteid», y donde el idioma es una herramienta viciada que ya no sirve a este mundo naciente, David Lurie verá hacerse añicos todas sus certidumbres y todas sus creencias en una tarde de violencia implacable.

Novela profunda, inquietante, extraordinaria, tan desgarradora que por momentos sobrecoge verdaderamente al lector, subyugante desde el comienzo al final, Desgracia es seguramente la mejor de esas «novelas luminosas y desconcertantes de J. M. Coetzee» que, al decir de Javier Marías, «nos revelan que la verdad es siempre extranjera».

Una novela que, además, rompe en añicos cualquier visión idílica sobre la supuesta integración racial en la nueva Sudáfrica. Las cosas no son tan sencillas como las cuenta la propaganda y las difunde la televisión. Una vez más es la literatura, la gran literatura, la que se ofrece como el camino más fecundo hacia la verdad.

La novela, ¿un invento español?

El gran escritor cubano Alejo Carpentier sostuvo siempre que la novela fue un género literario tardío y una invención española. Esa radical convicción la desarrolló y defendió a lo largo de su vida en multitud de ocasiones, en ensayos, artículos, conferencias, etcétera. Buena parte de estas «intervenciones públicas» fueron seleccionadas y organizadas en forma de «entrevista» por el periodista y crítico literario Ramón Chao en un libro titulado «Conversaciones con Alejo Carpentier» (editado en España por Alianza Editorial), que contó con la expresa aprobación del escritor cubano.

Ahí, en ese libro, están perfectamente condensadas, a veces por boca del propio Carpentier, la mayor parte de sus convicciones literarias y una detenida y profunda exposición de su propia trayectoria literaria, que, como sabemos hoy, jugó un papel decisivo en la evolución de la narrativa hispanoamericana del siglo XX y en la obra de escritores tan esenciales como García Márquez, Carlos Fuentes o Vargas Llosa. Pues bien, ahí, en ese libro, en el capítulo dedicado a glosar el tema de «la novela» y ante la pregunta de cómo sitúa la novela dentro de la historia de la literatura, Carpentier responde:

«La novela es un género tardío. Si bien puede decirse que toda literatura es novela, y que toda literatura es poesía, al menos en sus inicios, la novela, tal como la consideramos hoy, llega tarde a la literatura. No basta una novela aislada, un Asno de oro, un Satiricón, para crear una tradición de la novela. Ésta existe, no lo olvidemos, cuando hay un movimiento, una escuela, una evolución de la novela. De ahí que la novela, como hoy la entendemos -la novela presente en una novelística definible-, sea de invención española, la picaresca, que al cabo de una trayectoria de casi tres siglos -nunca hubo género literario más tenaz ni más dilatado-, va a caer en América, dando nacimiento aún, por operación de su energía, al Periquillo Sarmiento. Entretanto, a modo de producciones excepcionales, sin herencia previsible ni comprobable, podían producirse en Francia las Astreas, de Urfé o La nueva Heloísa. La picaresca española, nacida sin saberlo del gracioso embrión de Lazarillo de Tormes y llevada hasta la premonitoria autobiografía de Torres Villarroel, cumplía con su función cabal de novelística, que consiste en violar constantemente el principio ingenuo de ser relato destinado a causar placer estético a los lectores para hacerse un instrumento de indagación, un modo de conocimiento de hombres y de épocas que rebasa en muchos casos las intenciones de su autor» (la negrita es nuestra)».

Y a continuación, en respuesta a una pregunta acerca de las novelas de caballerías, Carpentier ratifica de nuevo: «Se trata de un folklore magnificado por el talento de poetas aislados. Parsifal, Tristán, Amadís de Gaula, pertenecían al folclore de diversos países. No; la novela moderna, tal y como la entendemos hoy, nace con la picaresca española. Leyendo la picaresca española nos encontramos ante una novela que expresa no solamente su época, sino que la interpreta (la negrita es nuestra), llena de prodigios geográficos, astronómicos, científicos, sin que sus autores hayan tenido que forzar el lenguaje de su época. Es decir, son ellos, como en el caso del barroco admirable Torres Villarroel, los que conducen el juego del lenguaje. Nada los sobrepasa; son ellos los que sobrepasan a su época: Vélez de Guevara y Castillo Solórzano en sus burlas a la alquimia; el anónimo Estebanillo de González en su conocimiento singular de Europa y de sus gentes; Torres Villarroel en sus ciencias de la «crisopeya» de las artes de la adivinación, y antes Quevedo, con su enciclopédica cultura. Los doctores de Salamanca y de Toledo pueden quedarse en casa. El novelista aventaja a su época. La expresa como nadie más pudiera hacerlo».

«Las Novelas ejemplares de Cervantes -continúa diciendo-  constituyen, con su forma madura, equilibrada, sometida a cánones precisos, un conjunto único y precursor dentro de la historia literaria universal. No escribe Cervantes, incidentalmente, un cuento largo o una novela corta porque la materia tratada haya llenado tal o cuál número de páginas. Hay en las Novelas ejemplares la fijación voluntaria de una forma, tan observada en La Gitanilla como en El celoso extremeño o Rinconete y Cortadillo. Esto es precisamente lo que observaron los románticos alemanes, buenos traductores de Numancia, pero mejores traductores aún de las novelas cervantinas, en las que hallaban una superación de la cuentística de Bocaccio».

¿Por qué una idea de esta magnitud apenas si ha tenido eco en nuestros medios académicos, literarios y educativos?

El Crepúsculo de las Ideologías

El Grupo Prisa, paladín del laicismo y el progresismo, se «forra» con la saga vampiresca de una mormona neoconservadora: la «Saga Crepúsculo», que ha vendido en España ya más de dos millones de ejemplares.

La saga de vampiros «Crepúsculo», iniciada hace cuatro años por la escritora norteamericana Stephenie Meyer, se ha convertido en el mayor éxito de ventas juvenil de los últimos tiempos y en un fenómeno capaz de desbancar al mismísimo Harry Potter. La edición en lengua española ha vendido ya más de tres millones y medio de ejemplares, de ellos más de dos sólo en España y otro millón y medio en Hispanoamérica. En todo el mundo la saga ha vendido ya 50 millones de ejemplares en los más de 40 países en que se ha publicado. Hasta aquí nada anormal en la vida habitual de un best seller planetario como hay tantos. La sorpresa surge cuando descubrimos el sello editorial que la comercializa en España: la editorial Alfaguara, buque insignia literario del Grupo Prisa.

¿Sorpresa por qué? Porque de la misma forma que, a priori, sería difícil pensar que una editorial del Vaticano o de la Conferencia Episcopal española se dedicara a publicar y vender, por ejemplo, el «Origen de las especies» de Darwin o el «Anticristo» de Nietzsche, no deja de ser chocante que el Grupo Prisa, que tiene a gala ser en España el paladín del laicismo y del progresismo, se haya hecho cargo de la publicación en español de una saga que a todas luces bebe y está empapada de una religiosidad encubierta pero empalagosa, y que además es un vehículo muy poco disimulado de propagación de los valores y la concepción del mundo más neo-conservadora.

Y difícilmente se puede argüir desconocimiento. La señora Meyer, artífice del producto, no ha ocultado jamás que es una fiel adepta de la Iglesia de los Últimos Días, es decir, de «los mormones» de Utah (EEUU). Como tampoco es un secreto que la susodicha ha relatado hasta la náusea que la inspiración para sus libros le vino de «un sueño», clara rememoración de que su obra es prácticamente un encargo divino. Pero, en todo caso, ninguno de estos datos logra empalidecer lo que el propio relato encumbra: una historia de amor entre una bella adolescente y un bellísimo vampiro según las reglas más clásicas y rancias del género rosa, disfrazado en este caso de «rojo», aunque el verdadero color que domina es el blanco mormón, porque a la autora, una bendita, «las historias de terror le dan mucho miedo». ¡Válgame el señor!

Para que esta reedición de la «serie rosa» embelese a millones de zombis adolescentes, amén del reclamo «vampiresco», la autora la ha recubierto de ciertas capas de aparente «modernidad» que sólo nombrarlas produje sonrojo: incontables descripciones de peinados, ropas, color de ojos, modelos de automóviles, roces de piel con piel… Entre tanto discurre una acción no menos sonrojante: la seducción de la Bella por el guapísimo Romeo de turno, el largo cortejo con los inevitables conflictos «romeojulietescos» con las familias, la fiesta de «dieciocho» para Bella, la conversión de la chica en vampira, su debut sexual (después del matrimonio, claro está, no vaya a pecar), la luna de miel en una paradisíaca playa brasileña, el rápido embarazo, el parto complicado y feliz de un nuevo vampirito…enfin, todo el molde completo de un verdadero revival del más ultraconservador de los relatos del tránsito de la adolescencia a la madurez.

Obviamente de todas las razones pensables para que Alfaguara y el grupo Prisa se hayan hecho cargo de distribuir este producto, que contradice uno a uno todos los valores e ideas que el grupo se empecina en difundir a través de sus poderosísimos altavoces mediáticos (el diario El País, la cadena Ser, Cuatro, Canal Plus, …), sólo nos queda uno: el deseo inconfesable de forrarse. Un ideal que los retrata con bastante exactitud.

¿Qué dirían sus afilados articulistas de alguien que vende un aceite «tóxico» a la población simplemente para llenarse los bolsillos? ¿Y hay alguna diferencia entre eso y atiborrar a millones de adolescentes con las toxinas ideológicas de la Iglesia del Último Día y ese falso molde ultraconservador de existencia adolescente que sólo puede llevarlos a que se rompan de bruces la cabeza contra la realidad?

Una de dos: o Juan Luis Cebrián (devenido ya en mandamás absoluto del grupo) ha decidido practicar el farisáico «que mi mano derecha no sepa lo que hace mi mano izquierda», o sencillamente está a punto de decretar (como aquel antecesor falangista) «el crepúsculo de las ideologías».

16 de junio: Bloomsday

El 16 de junio de cada año se celebra el Bloomsday, el «día de Bloom», conmemorando la inolvidable jornada del año 1904 en que transcurre el Ulysses de Joyce. Esas 24 horas que cambiaron el rumbo de la literatura inspiran las veinticuatro reflexiones joyceanas de ayer y de hoy.

13. ¿Por qué razón eligió Joyce precisamente el 16 de junio de 1904? Para sus biógrafos ese es el día en el que -según unos- conoció a su futura esposa, Nora Barnacle, y -según otros- el día que tuvo su primera cita con ella. Vivieron juntos más de treinta años, tuvieron varios hijos, y solo se casaron al final. Nora jamás se interesó ni mostró la menor curiosidad por los escritos de su marido. Y, sin embargo, el Ulysses tiene mucho que ver con un episodio de infidelidad de Nora que, al parecer, se inventaron unos amigos de Joyce.

14. La inolvidable primera escena del primer capítulo del Ulysses siempre se ha entendido como una «mofa» de la misa católica. Joyce comienza el libro disparando otro dardo contra la Iglesia. La Iglesia y el Estado fueron sus blancos favoritos. Pero, más en profundidad, lo que el capítulo dilucida es una opción entre los dos grandes fustes de la civilización occidental: el fuste griego y el fuste judeo-cristiano. Joyce lo tiene muy claro: ¡hay que helenizar Irlanda!

15. El Ulysses de Joyce consta de 18 episodios, divididos en tres partes. Inicialmente, Joyce los nombró con los títulos de los episodios fundamentales de la Odisea (Telémaco, Néstor, Proteo, Calipso, Las Sirenas…), pero, más tarde, con buen criterio, los eliminó a fin de que no condicionaran la lectura del libro ni indujeran a la creencia de una dependencia excesiva del texto homérico (lo que no ha evitado que un sector de la crítica se encarnice en los paralelismos). No obstante, parece ser que el mismo Joyce recomendaba leer la Odisea homérica antes de sumergirse en el Ulysses.

16. Las tres partes en las que está dividido el Ulysses remiten, cada una, de forma muy clara, a uno de los tres personajes claves en torno a los cuales se articula el libro. La primera parte (tres capítulos o escenas) pertenecen a Stephen Dedalus, a quien ya conocemos por ser el protagonista del Retrato del artista adolescente y, según todos, el alter ego del propio Joyce, lo que no deja de ser discutible. Stephen Dedalus comparte ciertos rasgos destacados con James Joyce: como él estudió en los jesuitas y terminó perdiendo la fe; y su apellido (Dedalus = Dedalo = figura de la mitología cretense) remite a la opción de Joyce de «helenizar Irlanda».

17. Stephen, al comenzar el Ulysses, tiene 22 años, es un joven maestro de escuela dublinés, pero también un esteta, un artista, un erudito, un poeta, dominado por pasiones ardorosamente juveniles, dogmático en sus convicciones, pero brillante polemista, capaz de traducir en acertados aforismos intuiciones estéticas nada desdeñables. Stephen es físicamente endeble, sucio (no se baña más que una vez al mes), descuidado en el vestir, suspicaz y a veces amargado. Le remuerde la conciencia por no haber cumplido el último deseo de su madre antes de morir: arrodillarse junto a su cama. Tampoco la relación con su padre (Simón Dedalus, a quien vemos también deambular por las calles de Dublín a lo largo del Ulysses) pasa por un buen momento.

18. El personaje que ocupa la parte final de Ulysses, un impresionante monólogo interior de casi cincuenta páginas sin un punto ni una coma, es Marion (Molly) Bloom, la adúltera esposa de Bloom. Molly es irlandesa por parte de padre y judeoespañola por parte de madre. Es una cantante de concierto, indolente, sensual, carnal, ignorante y decididamente vulgar, pero con un cierto prurito artístico. A pesar de su chabacanería y de su ordinariez, es capaz de articular una rica respuesta emocional y de captar la verdad profunda de las cosas. Aunque engaña a su marido, no deja de sentir por él cierto cariño, e incluso lo considera mejor hombre en todos los sentidos que su amante.

19. Todo el centro de la novela -su parte sustancial- y todo el protagonismo central de la obra corresponde al tercer personaje, Leopold Bloom, un modesto agente publicitario (contratista de anuncios), que trabaja ahora por su cuenta con escaso éxito. Bloom es un irlandés de origen judeo-húngaro. ¿Por qué eligió Joyce un personaje de un perfil tan «excéntrico» si lo que quería era transmitir el curso y el pulso de un día normal en el Dublín de principios de siglo? Nabokov considera que: «Al componer la figura de Bloom, la idea de Joyce era colocar entre los endémicos irlandeses de su Dublín natal a alguno que sea irlandés y exiliado y oveja negra a la vez, como él, Joyce. De modo que elaboró un plan racional de seleccionar el tipo del Judío Errante, del exiliado, para componer el tipo del outsider», llevando su «extranjería» no sólo al plano social o cultural, sino también al racial (lo que le sirvió de paso para poner en evidencia la xenofobia y el antisemitismo latente de muchos de sus contemporáneos).

20. ¿Quería Joyce construir realmente un persionaje «normal», aunque algo excéntrico? Así parece ser, según sus propias declaraciones, pero al menos en un aspecto Nabokov lo pone seriamente en duda. Ese aspecto es el sexual. «Está claro -dice Nabokov- que, en su aspecto sexual, Bloom, si no está en el límite mismo de la demencia, es al menos un buen ejemplo clásico de un alto grado de obsesión y perversidad sexuales, con toda clase de complicaciones extrañas». «Dentro de los amplios límites del amor con el sexo opuesto -continúa diciendo-, Bloom se entrega a actos y sueños que son decididamente anormales en el sentido zoológico y evolutivo (…) En la mente de Bloom y en el libro de Joyce el tema del sexo se entremezclan continuamente con el del retrete». «Bien sabe Dios que yo no pongo objeción de ningún género a la llamada franqueza en las novelas -dice el autor de un texto tan desafiante como Lolita-, …pero rechazo que la imaginación del ciudadano normal se esté recreando constantemente (como hace Bloom) en detalles fisiológicos».

21. ¿Es el Ulysses de Joyce una «parodia» de la Odisea homérica, con Bloom ocupando el papel estelar de Ulises, la adúltera Molly representando a la fiel Penélope y el joven Dedalus encarnando a Telémaco? No es necesario ni conveniente llevar la relación de estos dos textos más allá de la de un influjo constante y subterráneo, que responde, a mi juicio, a la intención de Joyce de volcar el mundo irlandés (conformado dominantemente por el patrón judeo-cristiano, o más exactamente por el católico-jesuítico) en un nuevo molde helenístico. Lo que Joyce propugna, soterradamente, es cambiar el paradigma nacional irlandés. De más está reconocer que no lo logró. Como tampoco Borges logró que Argentina dejara de despeñarse por el tobogán suicida del peronismo.

22. Uno de los grandes retos del Ulysses es colmar la ambición de Joyce de escribir cada uno de sus capítulos con un estilo diferente o, cuanto menos, hacerlos tan singulares en estructura, composición y hegemonía o predominio de un determinado estilo, que cada uno alcance plena singularidad y excelencia. El rasgo más definitorio del estilo del Ulysses es la constante interferencia de los distintos planos en que trabaja la conciencia. Junto al pensamiento racional, lúcido, o al mero sentido común, junto al lenguaje empírico y cotidiano, emerge el fluido interno, las asociaciones de ideas, el funcionamiento espontáneo y a veces irracional de la psique, las imágenes difícilmente comprensibles del inconsciente. Este es el logro narrativo mayor. Por doquier, y en casi todos los capítulos, emerge ese magmático texto, tan singular, tan complejo, tan sorprendente, tan nuevo (pese al paso ya de un siglo) y tan exigente, que logra desanimar a tantos lectores. La ambición ilimitada de Joyce es captar y expresar toda la complejidad de lo que ocurre en la conciencia en cada momento, en cada situación.

23. Como ambicionaba captar toda la compleja red de relaciones, contactos, encuentros azarosos o no, coincidencias, etc., que configuran cada instante de la vida en una metrópoli moderna. Los cientos de personajes que tienen cabida en el Ulysses están constantemente encontrándose, despidiéndose, cruzándose sin verse, saludándose, intercambiando información, contándose chismes, yendo y viniendo, callejeando por Dublín. En medio de este aparente e incesante caos, Joyce destaca la regularidad de ciertos elementos, la repetición de ciertos temas, la sincronización de lo más disperso. Joyce consigue siempre que todas las piezas del enorme puzle encajen a la perfección.

24. En Dublinesca, Vila-Matas nos recuerda inmisericordemente que aún somos una cultura capaz de enorgullecernos de no haber leído el Ulysses. A mí sólo me queda aportar el argumento gráfico que puede acabar con la resistencia de los más remisos.

James Joyce: en vísperas

El 16 de junio es el Bloomsday, la fecha en que transcurre la célebre novela de Joyce Ulysses. Hoy y mañana, para conmemorar esta verdadera festividad joyceana, editamos veinticuatro reflexiones sobre el escritor que cambió, para siempre, el rumbo de la literatura.

1. En sus comentarios a la Metafísica de Aristóteles, Heidegger resumió así la vida del filósofo griego: «Nació, trabajó y murió». Era su peculiar forma de apuntalar la idea de que el «factor biográfico» carece de importancia a la hora de valorar una obra. En sus famosas lecciones sobre literatura europea (recientemente reeditadas), Vladimir Nabokov no se queda a la zaga del anterior a la hora de extractar la biografía del autor del Ulysses: «James Joyce nació en Irlanda en 1882, abandonó su país en el primer decenio del siglo XX, vivió casi toda su vida expatriado en la Europa continental, y murió en Suiza en 1941». Nabokov, para quien todas las obras maestras de la literatura (incluido el Ulysses) eran «cuentos de hadas», criaturas de ficción fruto de una mente inventiva, remitir la literatura a un trasunto de la vida del autor era una solemne idiotez. «Nació, trabajó y murió».

2. Algunos hechos, sin embargo, tienen verdadero interés. Por ejemplo, que Joyce estudió con los jesuitas. Stephen Dedalus (el protagonista absoluto del Retrato del artista adolescente y uno de los tres pilares esenciales del Ulysses, junto al matrimonio de Leopold y Molly Bloom) es un aplicado alumno de los jesuitas, primero en Conglowes, luego en el Belvedere College, donde recibe una esmerada formación al tiempo que pierde definitivamente la fe. José María Valverde, uno de los grandes traductores de Ulysses al castellano, considera irónicamente la obra joyceana como «la gran contribución -involuntaria y como un tiro salido por la culata- de la Companía de Jesús a la literatura universal». En el capítulo segundo de A portrait... , el padre de Stephen, que ha tenido que retirar a su hijo de Conglowes tras una penosa quiebra, consigue, después de hablar con el provincial de la Orden, que readmitan a su hijo, esta vez en Belvedere, y afirma: «No, no; que siga arrimado a los jesuitas puesto que con ellos ha comenzado. Le pueden servir de mucho el día de mañana. Esa gente le puede labrar un porvenir a cualquiera» (la negrita es nuestra). En la primera escena del Ulysses, que transcurre en la célebre Torre Martello, en Sandycove, frente a la bahía de Dublín, el «rollizo» Buck Mulligan le espeta a Stephen Dedalus: «Acércate, Kinch. Acércate, jesuita miedoso».

3. James Joyce logró ciertamente labrarse un porvenir, pero, eso sí, lejos de Irlanda… y aún más lejos de la Compañía de Jesús. Joyce abandonó Irlanda cuando tenía 20 años. Antes que él, a una edad similar, lo habían hecho Oscar Wilde y W.B. Yeats. Más tarde lo haría también Samuel Beckett. Parece inutil, por obvia, intentar explicar esta diáspora. La ciénaga clerical irlandesa y los avatares políticos de una nación imposible de emancipar (cuando alcanzó la independencia, en 1922 -el mismo año de aparición del Ulysses-, continuó siendo un país dividido y de lengua inglesa) constituían una atmósfera irrespirable, en la que nacían y se generaban, sí, pero no conseguían sobrevivir, un genio literario tras otro. No sería hasta la llegada de Banville que un gran escritor irlandés pudiera decir con razón: «La mejor forma de escapar de Irlanda es vivir aquí». En todo caso, las cuatro obras narrativas esenciales de Joyce –Dublineses, Retrato del artista adolescente, Ulysses y Finnegans Wake– tienen su corazón en Irlanda.

4. Pese a que siempre tuvo la indiscutible conciencia de que había sido llamado por el destino para desempeñar un papel notable, a Joyce le asaltaban continuamente las dudas sobre el verdadero valor de las obras que iba creando. Sobre Dublineses le dijo a su hermano Stanislas: «Los relatos parecen indiscutiblemente bien hechos, pero pienso que muchos otros podrían escribirlos igual de bien». Publicados en 1914, después de una larga y penosa odisea, los quince relatos que componen Dublineses (escritos entre 1904 y 1907) son una obra tan singularmente joyceana, que resulta imposible pensar que los pudiera haber escrito otro. La libertad y novedad en el uso del lenguaje, la crudeza de algunos de los temas que aborda, las irrespetuosas alusiones a personas e instituciones que salpican los textos, todo es inequívocamente joyceano. El temor al escándalo que despertaba entre los editores su publicación anticipaba lo que le ocurriría en adelante con sus otras obras. Pese a su fragmentación, el texto funciona como una unidad indiscutible, cuyo centro de gravedad exclusivo es Dublín. «Mi intención -aseguró en una ocasión Joyce- era escribir un capítulo de la historia moral de mi país». Al tiempo que «denunciar el alma de esa hemiplejía o parálisis que algunos llaman ciudad».

5. En Dublinesca Vila-Matas evoca, cómo no, la escena trascendental de «Los muertos«, la película de John Huston basada en un cuento de Dublineses, en la que su hija Anjelica, tras la magistral cena, desciende por la escalera de la casa de sus tías y, de golpe, se queda rígida y paralizada, pero inesperadamente hermosa y rejuvenecida, al escuchar «aquella triste balada irlandesa, The Lass of Aughrim, que le traía siempre la memoria de un pretendiente que murió de frío y lluvia y de amor por ella». Con «Los muertos» y «la nieve cayendo sobre toda Irlanda… sobre todos los vivos y los muertos», Joyce cierra magistralmente el volumen de Dublineses, con uno de los cuentos más hermosos y desgarradores de toda la historia literaria.

6. Los relatos de Dublineses se vertebran en torno a cuatro motivos esenciales: las primeras experiencias infantiles (normalmente traumáticas, y que dejan una huella indeleble); las frustraciones de la juventud: los desengaños de la madurez; y la ruina final de las ilusiones. Joyce no cambiará ya nunca esta visión profunda de la realidad y de la vida.

7. Joyce utilizaba para definir a sus cuentos (y, a la postre, a toda su narrativa) el término «epiclesis», extraído de la liturgia del rito oriental y relacionado con el misterio de la transustanciación. Para Joyce, será el arte (y no la religión) quien puede transformar «el pan de la cotidianidad» en vida duradera, quien es capaz de extraer de la trivialidad más común y ordinaria la esencia verdadera de las cosas. Joyce será el artífice moderno capaz de transformar en heroico el gesto más cotidiano y banal, de darle al detalle más común la profundidad y la grandeza de una gesta homérica.

8. Más o menos simultáneamente a la redacción de los cuentos de Dublineses, Joyce estaba escribiendo una especie de novela autobiográfica a la que tenía previsto, inicialmente, llamar Stephen el héroe. Tampoco aquí se libró de las dudas. Al principio contaba con 63 capítulos y narraba toda su vida, incluso antes de ir al colegio. Luego la redujo de golpe a 5 capítulos y eliminó todo el comienzo, dejando todo lo relativo a su primera infancia reducido a 4 ó 5 páginas memorables. Sobre ellas, Richard Ellmann, el biógrafo de Joyce, afirma: «La descripción de la conciencia infantil, con formas, olores y sensaciones táctiles muy claros pero que aún no se comprenden y con palabras que empiezan a generar ecos, eran tan asombrosas que proporcionó a William Faulkner la técnica que utilizó para su no menos admirable descripción de la mente idiota de El ruido y la furia«.

9. Si memorable es el comienzo, qué decir de las famosas veinte páginas del capítulo tercero, en que Joyce narra un retiro espiritual con los jesuitas dedicado a evocar las «postrimerías»: muerte, juicio, infierno y gloria. «Acuérdate tan sólo de tus postrimerías y no pecarás jamás», dice el Eclesiastés: con ese pórtico, Joyce reconstruye con una minuciosidad, entre terrorífica e hilarante, los tormentos que acaecerán al que en su hora final persista en el pecado. Toda la truculenta imaginería religiosa sobre el infierno alcanza con la pluma de Joyce la fuerza de un pavoroso relato de terror, cuyo efecto sobre la mente adolescente alcanza también registros literarios excepcionales.

10. Frente al tono sombrío que reina en el capítulo tercero, el cuarto, el de la «liberación», está marcado por un lirismo conmovedor. Cuando Stephen decide, siguiendo su instinto, rechazar la oferta de ingresar en la Orden, camina hasta la playa, y allí vive una experiencia nueva. «Arriba, el derivar silencioso de las nubes; abajo, el silencioso fluir de de las algas de mar; el aire gris, tibio aún; y en sus venas, la canción nueva y salvaje de la vida».

11. El gran reto narrativo que Joyce cumple en A portrait… es el de ir adecuando la tonalidad del relato a la evolución progresiva de Stephen. Joyce va alterando la prosa conforme su protagonista crece y cambia, conforme se enfrenta a unos retos y a otros. La prosa se modula al ritmo de la vida. Algo que nunca se había hecho en el campo de la literatura.

12. Richard Ellmann describe así la transición desde el Retrato hasta el Ulysses: «En los dos ultimos capítulos, en vez de describir los movimientos que alejan a Stephen de Irlanda, lo que hace Joyce es representar otro movimiento, un movimiento interiorizador, de inmersión en el mito. En un plano superficial Stephen sufre una escisión; otro más profundo consume una fusión con el Dédalo griego, se convierte en personaje mítico. Esta decisión fue el puente que condujo a Joyce hasta el Ulysses».

El hacha implacable de Bernhard

Publicada en 1984, «Tala» es una demoledora invectiva del escritor austriaco contra el mundillo cultural, artístico e intelectual europeo de posguerra, que llegó a ser calificada por el gran crítico Reich-Ranicki como «una de las veinte obras maestras de la literatura alemana»

Visto restrospectivamente, Bernhard aparece cada vez más como uno de los pilares y uno de los revulsivos esenciales de la literatura europea de los años 60 y 70. Viene a jugar, en el campo literario, un papel muy similar al que en el ámbito cinematográfico desempeñó Fassbinder: es decir, el encargado de dar un sonoro puñetazo encima de la mesa, cuando prácticamente todo el mundillo cultural y artístico estaba procediendo a sentarse cómodamente en el banquete europeo de la prosperidad y del bienestar, empalagado por el éxito y ahíto de complacencia.

Como Fassbinder, Bernhard adopta un tono abiertamente provocativo, tanto en la forma como en el fondo, para que su gesto (de rabia, de ira, de odio) quede patente, y la gran impostura que está cerniéndose sobre toda Europa quede dibujada, como en un contraste de blanco y negro, con absoluta precisión.

Thomas Bernhard (1931-1989) fue un escritor compulsivo e infatigable. Desde que empezó a publicar, a mediados de los años 50, pero, sobre todo, a raíz de la buena acogida de su primera novela larga («Helada», 1963), fue dando a la imprenta, año a año, 19 novelas, 17 obras teatrales y otros tantos libros de relatos breves o autobiográficos: es decir, casi unas 50 obras en apenas 25 años. Todo un «corpus» homogéneo, coherente, en el que labra un estilo inconfundible, pero en el que, ante todo, erige una «contraimagen» a esa plácida cosmovisión que la burguesía europea está consiguiendo imprimir a la población, con la connivencia de una cultura cada vez más conformista y cada vez más adocenada.

En «Tala», una novela ya de madurez, Bernhard va a dar pie a una de sus obras maestras más consumadas y punzantes, retratando con una fiereza implacable la verdadera naturaleza de ese mundillo cultural y artístico. Con ese estilo inconfundible, repetitivo hasta la obsesión, amargo y lleno de ironías, sarcasmos y un delirante humor negro que es su más poderosa seña de identidad. Con una de esas voces narrativas incansables, omnipotentes, que no cejan, que discurren sin descanso desde la primera palabra hasta el punto y final, y que es otra de sus señas distintivas, Bernhard la emprende a hachazos con esa gavilla de impostores que ocupan el escenario de la cultura europea después de la posguerra.

En «Tala», el narrador, nacido en Salzburgo, educado en el Mozarteum, harto de una Viena asfixiante, «huye» a Londres, donde ha vivido durante décadas; pero ya maduro retorna a Viena, donde una y otra vez recorre los caminos de su juventud, por aquellos mismos sitios en que inevitablemente ha de encontrarse con los viejos amigos, de los que huyó y a los que de ninguna manera quiere volver a ver. La obra comienza el mismo día en que recibe la noticia de que uno de aquellos amigos de juventud (Joana) se ha suicidado, ahorcándose, en su casa paterna. Ese mismo día, paseando por el Graben vienés, lo abordan los Auerberger (amigos, mecenas y patricios de aquella época) para darle la noticia de la muerte de su amiga común, al tiempo que lo invitan a una «cena artística» en su casa. Contra su voluntad y su deseo, acepta ir. Toda la novela está construida como un monólogo de este personaje, mientras asiste a esa velada en casa de los Auesberger.

Mientras esperan a que llegue el invitado especial de la cena (un conocido actor del Burgteather de Viena, que está representando «El pato salvaje» de Ibsen), durante la cena y, luego después, en la sala de música, hasta que todos los invitados se marchan, ya de madrugada, el narrador va desgranando de forma obsesiva y machacona el asco y la visceral repugnancia que le producen la sociedad cultural vienesa, su desprecio por el grupo de snobs, hipócritas, impostores, parasitos y arribistas que lo forman, y del que el matrimonio Auesberger es la quintaesencia y su coágulo más perfecto. Bernhard es particularmente incisivo a la hora de «desnudar» a esa pareja: sus secretas ambiciones aristocráticas, su parasitismo social y económico (en realidad nunca han vivido de su actividad artística, del producto de su trabajo, sino de una herencia que van consumiendo: unos solares que van vendiendo en una zona paradisiaca de la Austria rural y en los que se están construyendo unos edificos horrorosos que están destrozando la zona) y su absoluta esterilidad artística. Él, quizá el más dotado artísticamente de los dos, nunca ha pasado de ser un músico «seguidor de Webern», un discípulo, pero que ha terminado enterrando todo su talento en el snobismo, el conformismo y el alcohol.

No menos implacable es el narrador con otra vieja amiga, escritora de éxito, la «Virginia Wölf de Viena», preocupada ante todo por su lugar y su papel en la escena social, dominada por la hipocresia y el afán de reconocimiento, prebendas y premios.

«Ser artista -dice el narrador, dice Bernhard- quiere decir en Austria, para la mayoría, someterse al Estado, cualquiera que sea, y dejarse mantener por él toda la vida. La condición del artista austriaco es un camino vil y falaz de oportunismo oficial, pavimentado de becas y premios y alfombrado de condecoraciones y distinciones honoríficas, y que termina en una sepultura de honor en el cementerio central». Bernhard no considera esta situación un mal sólo austriaco: esto, dice, «no sólo caracteriza a la degenerada vida espiritual austriaca, sino a la vida espiritual en general».

Al narrador (a Bernhard) le revuelven el estómago esos artistas que «desde hace ya veinte años fingen anten los jóvenes rebeldía, revolución y progreso y que, en realidad, en esos veinte años no han hecho otra cosa con más energía que subir y bajar las escaleras de servicio de los ministerios que dan dinero». Por un momento, parece como si Bernhard estuviese retratando directamente a buena parte de nuestro mundillo artístico y cultural de hoy: tal es la impresionante vigencia de «Tala».

Discurso obsesivo, claustrobófico, torrencial, neurótico, las 208 páginas (sin un solo punto y aparte) de «Tala» son sin duda una de las obras cruciales de nuestro tiempo, una de esas novelas que nos lleva hasta el fondo de un problema y lo desmenuza con una lucidez magistral. Y constituye un poderoso foco para entender lo que sucede en nuestros días. 25 años después de su publicación, sigue siendo un libro absolutamente imprescindible.

Los Ejércitos

Un pueblo de Colombia corre la mala suerte de estar en medio de camino de una ruta de salida del trasporte de la coca. El enfrentamiento entre ejército-paramiliatres y guerrilla por su control, desencadena una violencia atroz, que no finalizará hasta la plena destrucción del pueblo y sus habitantes. Este es el marco del libro de Evelio Rosero “Los Ejércitos”, ganador del II Premio Tusquets Editores de Novela en el 2007 y el Foreing Fiction Prize en el 2009. El escritor colombiano viene precedido  por una serie de premios y críticas favorables que sin duda lo arropan. Pero el inconveniente de “Los Ejércitos”, no está en lo que dice, sino en lo que no dice. Es un relato llevado al paroxismo de la victimización.

Es sin duda un acto valiente escribir hoy, como hace Rosero, sobre la guerra  sin cuartel que padece Colombia. Es también importante dar a conocer al mundo las innombrables atrocidades que se cometen en medio de la guerra, por parte del ejército, los paramilitares y la guerrilla.

El desplazamiento forzado del campo a la ciudad debido a la guerra, que es el trasfondo de la novela de Rosero, es una herida abierta que afecta a Colombia y a toda la región. Aproximadamente 3.5 millones de colombianos son oficialmente “desplazados por la violencia”. De estos, tres millones son desplazados internos, de los pueblos a las ciudades; unos 250 mil han huido a Ecuador y otros 250 mil a Venezuela, Panamá o Costa Rica. La tragedia de los que huyen para no morir, hace de Colombia el segundo país del mundo en número de desplazado, después de Sudán.

Pero dicho esto,  el valor literario de los ejércitos deja mucho que desear. No porque lo que dice el libro no sea cierto. Incluso el autor parece basarse en acontecimientos reales extraídos de la prensa y situados literariamente en un mismo lugar y momento. Ahora bien, ¿qué tipo narración nos propone Rosero en “Los Ejércitos”? Se trata de un relato reducido a una sola dimensión: el de la victimización absoluta del pueblo llano.

Su protagonista, un profesor de escuela jubilado, ve cómo son devorados por la guerra su pueblo, sus vecinos, sus amigos, su familia, él mismo y su vida íntima (miedos, deseos, sexualidad y cordura).  Las pequeñas alegrías y la relativa tranquilidad del jubilado, son barridas como un ciclón por el paso de “Los Ejércitos”. El libro describe con precisión hechos atroces y siniestros que padecen las víctimas de la guerra atrapadas en el infierno. Por ejemplo, la degradación moral de las tropas de paramilitares, guerrilla y ejército, que llegan,  incluso, a violar un cadáver de una hermosa mujer que acaban de matar.

Pero al abordar el relato exclusivamente desde el plano de la victimización desaparece de “Los Ejércitos”, por ejemplo, ese humor revulsivo con el que los colombianos atacan diariamente su propia tragedia personal y social. Es cierto, pero no está en el libro. No hay rastro de esos hombres y mujeres valientes que pelean furiosamente contra sus propias  circunstancias. Cierto, pero no está en el libro. Ni sombra de la vida que se abre paso en la muerte y que sorprende en todos los rincones de este país olvidado de la mano de Dios. ¿Dónde están los antagonistas? Porque todo, incluso la guerra, tiene su contrario.

Alguien podría decir que este no era el objetivo del libro, sino la denuncia de la situación de las víctimas. Bien. Pero ¿a qué nivel queda la denuncia? Porque todo parece destinado a ser así, en el miasma de brutal  inmoralidad descrito en la novela. Los actores (los guerrilleros, los soldados, los paramilitares) son simples monolitos exentos de contradicciones y cumplen el papel asignado.

Por otra parte, muy importante, no aparece nada “arriba” de estos actores. Han desaparecido los políticos, los jefes militares, los poderes fácticos de alto nivel (de dentro y fuera del país) sin los cuales, lo sabemos, esta guerra habría acabado hace mucho tiempo y, ni siquiera, habría empezado.  No se “eleva” la mirada y, por tanto, la comprensión del lector.

Para dar testimonio de la devastación no se puede eliminar la contradicción, hay que meterse y hurgar en ella. Aunque no se tengan respuestas. Eso es la gran literatura. En ese sentido, como contraejemplos literarios a “Los Ejércitos” (en este caso de la “devastación” en Centroamérica) tenemos la obra muy recomendable del salvadoreño Horacio Catellanos Moya o el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.

Jakob von Gunten

A Robert Walser (Suiza, 1878-1956) se llega siempre por caminos indirectos y poco transitados. Por ejemplo, a través de los Diarios y las cartas de Kafka (para quien era, entre sus contemporáneos, su autor favorito). O de una pequeña reseña oculta de Benjamin. O de los siempre fragmentarios elogios de Musil, Zweig, Thomas Mann, Canetti o Bernhart. Toda la gran literatura alemana del siglo XX se rindió a este suizo, un desconocido para la industria editorial española hasta hace sólo una década. Y es que el «pequeño» Walser, que odiaba el sonido de las grandes palabras y sentía terror hacia el éxito, se escurre siempre entre los dedos, y hay que buscarlo en los desvanes abandonados.

J. Albacete

De su vida se sabe poco. Nació en un pueblecito suizo de lengua alemana. A los catorce años abandonó sus estudios para trabajar de botones. Anduvo, entre los dos siglos, por Berna y Zurich, por Stuttgart y Berlín, haciendo un poco de todo. Entre tanto, publicó quince libros, entre ellos tres novelas (la última, «Jakob von Gunten», en 1909), prosas breves, poesía y hasta dramas en verso. En 1929, por su propio pie ingresó en un manicomio. Diecisiete años después, el día de Navidad, se dejó recostar sobre la nieve, donde unos niños lo encontraron muerto.

De «Jakob von Gunten» (editada en España por Siruela) se dice que es la obra más amada por su autor. Walser la escribió en Berlín en 1909. Contemporánea de «Las tribulaciones del joven Törless» (1906) de Musil o del «Retrato del artista adolescente» (1914) de Joyce, la obra bucea también en el terreno iniciático de la adolescencia, y en la dramática búsqueda y construcción de sí mismo frente a sistemas educaticos literalmente castradores. Sólo que -pese a su menor fama- «Jakob von Gunten» es mucho más compleja, va mucho más lejos y ahonda bastante más. Y, desde luego, es mucho más subversiva.

Walser no se somete para nada a la lógica de este tipo de literatura (la necesaria rebelión que ha de protagonizar un joven contra «Dios-padre-escuela» para llegar a ser, a la postre, un adulto «responsable»). Walser no tiene nada edificante que decir, ningún punto de apoyo que ofrecernos, ninguna conclusión que entregernos. El Instituto Benjamenta, escenario del relato, es un lugar tan incomprensible y tan obvio como El Castillo de Kafka. En él -como dice el memorable comienzo de la novela- «se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos…, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito».

Su estancia en un escenario así le parece al joven Jakob «un sueño incomprensible». A nosotros, lectores, también. Pero mientras atravesamos los territorios de ese sueño, sus enigmas se entretejen, disuelven y reconstruyen incesantemente en los recuerdos de Jakob, que Walser arma con una prosa delirante, tan llena de melancolía y sorpresas que no podemos sino dejarnos mecer dulcemente en ese río, cuya desembocadura ignoramos por completo.

Nada es previsible en el relato de Walser, con quien siempre se tiene la sensación de andar sobre arenas movedizas. Cada punto y seguido es un interrogante, una puerta abierta al misterio.Cada fragmento, la cara de un poliedro cuya figura desmiente toda geometría. Y el conjunto, una «pequeña» gran obra maestra, en la que todos los órdenes, todo lo que nos es familiar al pensamiento, acaba delirantemente subvertido.

Intimidad

El anglo-pakistaní Hanif Kureishi es mucho más conocido entre nosotros como cineasta que como escritor. Autor de los guiones de películas emblemáticas del cine británico de la era Tatcher, como «Mi hermosa lavandería», «Sammy y Rosie se lo montan» (ambas dirigidas por Stephen Frears) y «Londres me mata» (dirigida por él mismo»), Kureishi inició a partir de los años 90 una igualmente brillante carrera como novelista, inaugurada con «El buda de los suburbios» (una verdadera «obra de culto» sobre el Londres de finales de setenta) y proseguida con obras como «El álbum negro» o «Intimidad» (también llevada al cine, por el francés Patrice Chéreau), todas ellas publicadas en España por Anagrama, que lo han acabado convirtiendo en «el más inteligente de los chicos malos de la literatura inglesa actual».

J. Albacete

En «Intimidad» (1998) Kureishi lleva a cabo una descarnada radiografía de la transición desde el amor y la intimidad hasta la indiferencia y el odio en el seno de una pareja londinense de los años noventa y los desgarros que acarrea la ruptura de la relación de pareja y la disolución de la familia.

Jay es un escritor y guionista de cuarenta y pocos años. Tiene todo lo que se supone que un hombre puede desear a su edad, ese cúmulo de ingredientes que los «modelos» sociales vigentes identifican con la imagen del hombre feliz: una actividad profesional creativa y exitosa -incluso ha sido nominado a un Oscar por uno de sus guiones-, una mujer guapa, ambiciosa e inteligente (Susan) que trabaja en la industria editorial, dos hijos preciosos que lo adoran, una hermosa casa con jardín en un buen barrio, bastante dinero para adquirir con holgura todo lo necesario e incluso cualquier capricho, las estanterías abarrotadas de música, libros y películas y un arsenal de personas disponibles que se ocupan de limpiar la casa, cuidar el jardín, hacer de canguro, reparar cualquier cosa, etc.

Pero en los años 90 y en el Londres finisecular y posmoderno eso ya no sólo no es el pórtico de la felicidad, sino una tumba en la que Jay se consume y una prisión de la que anhela escapar a toda costa.

La novela transcurre en la tarde-noche anterior al día en que Jay va a dejar a Susan, va a abandonar a sus hijos, va a romper su familia e iniciar una nueva vida. ¿Por qué va a hacer esto? Es lo que Kureishi va a desarrollar en las casi 150 páginas del libro. ¿Por qué se produce esa ruptura, por qué es necesaria? ¿Cómo, de qué manera y por qué Jay y Susan han dejado no sólo de amarse, sino ni siquiera de tolerarse, de soportarse, haciendo inviable la mera convivencia? ¿Cómo lo que era una promesa de felicidad ha pasado a convertirse en una temporada en el infierno?

Resuelta narrativamente como un monólogo interior de Jay, al que incorpora el relato en tiempo presente de lo que ocurre esa tarde-noche, el relato de Kureishi deriva en una vasta indagación de las motivaciones ideológicas, culturales, éticas, psicológicas, emotivas y sentimentales que imposibilitan a Jay tener cualquier relación sólida y estable, en un mundo saturado de estímulos y abierto al despliegue y satisfacción de todos los deseos, pero en el que resulta imposible encontrar un eje, un norte, un anclaje, para no verse arrastrado por el torbellino de la realidad. En este marco, la existencia ha perdido todo núcleo, todo rumbo, carece de un centro. Jay se mueve en un laberinto infinito de deseos, sin brújula y sin dirección. Perdido en medio de un mar de procelosas aguas e incesante oleaje, sin tierra firme a la vista, Jay no tiene adónde llevar ni dónde amarrar su lujoso yate.

Retrato amargo de una decisión desesperada que pone al protagonista una y otra vez entre la espada y la pared (abandonar a sus hijos le resulta insoportable, pero quedarse significa resignarse a una infelicidad cotidiana, a una vida rutinaria en la que la pasión y el placer han desaparecido definitivamente), «Intimidad» es una reflexión a tumba abierta sobre cómo es virtualmente imposible que seres regidos esencialmente por el individualismo y el hedonismo (ese ejemplar que habita las metrópolis modernas en las tres últimas décadas) pueda encajar el torbellino de sus deseos en el marco de una relación de paredes fijas y geometría inalterable.