Los detectives salvajes

La aparición, en 1998, de “Los detectives salvajes”, de Roberto Bolaño, representa una ruptura, un corte, un movimiento sísmico en el seno de las literaturas hispanas de la misma envergadura del que en su día representaron “Cien años de soledad” o “Rayuela”.

Los detectives salvajes entierra –con dignidad y respeto, pero sin ninguna duda ni titubeo– la literatura del boom (sus pretensiones, sus obsesiones, su visión de América, sus métodos y propuestas narrativas), fulmina la literatura epigonal post-boom (todas las versiones acarameladas y academicistas del realismo mágico) y abre una nueva época.

Doce años después de su aparición, el libro ya es un icono para toda una generación de escritores y lectores (en Hispanoamérica, en España, pero también en Europa y EEUU, donde su publicación ha sido todo un acontecimiento), y ha abierto –como ya anunció en su día Vila-Matas– una de las grandes brechas “por la que habrán de circular las nuevas corrientes literarias en el próximo milenio”.

Con Los detectives salvajes Bolaño obtuvo en su día los premios Herralde de novela y el Rómulo Gallegos (también conocido como el Nobel de Hispanoamérica).

Arturo Belano y Ulises Lima –los detectives salvajes– marchan tras las huellas de Cesárea Tinajero, la misteriosa poetisa que encabezó un movimiento de vanguardia de los años 20 conocido como “realismo visceral” y que desapareció en el desierto de Sonora en los años inmediatamente posteriores a la Revolución mexicana.

Arturo Belano y Ulises Lima –que promueven y encabezan a mediados de los 70 un movimiento de vanguardia poética, tan inconsistente y efímero como aquél, y que recupera su mismo nombre: los “real visceralistas”– inician una búsqueda de incierto propósito e impredecibles consecuencias, que acaba prolongándose en una errancia prácticamente infinita de más de 20 años (desde 1976 a 1996) por varios continentes, y de la que nos van a ofrecer testimonio una multitud de voces, que acaban constituyendo la parte medular del libro. Estos testimonios de quienes vieron, conocieron, se relacionaron y tuvieron algo que ver –en algún momento, en algún sitio– con Belano y Lima reconstruyen no sólo el devenir de aquéllos sino el destino general de una generación y de una época (la generación y la época del propio Bolaño, la de los nacidos a mediados de los años 50 del siglo pasado, y que fueron testigos –o víctimas– de “todos los Vietnam ocultos de Hispanoamérica” en los años 70 y 80).

La novela tiene una estructura completamente original. Se abre y se cierra con el diario de García Madero (un joven poeta de 17 años que acaba de ingresar “sin ceremonias” en el realismo visceral), partido justo por el momento en que accidentalmente abandona el DF con Belano y Lima camino de Sonora.

En medio, entre una parte y otra del diario, una auténtica turbamulta de voces inunda y se apropia de la novela, con una catarata inacabable de historias y testimonios: la novela abre una brecha dentro de sí misma –una brecha de 400 páginas– y por ella se cuelan medio centenar de personajes que van proyectando sobre el lector –como dice Villoro– “las mil y una noches de una generación adicta a la poesía y al tequila”, una generación de seres errantes que, como astillas a la deriva, contemplan sin piedad, sin mentiras, pero con melancolía, los restos de su propio naufragio.

Algunos de estos relatos, de estas historias, de estas voces, son absolutamente memorables y componen por sí mismos “novelas dentro de la novela”, como el dramático y a la vez cómico relato de Auxilio Lacouture, la poetisa uruguaya a la que el asalto del ejército a la Universidad el año 68 sorprende en los retretes de la facultad y permanece allí encerrada hasta que reabren la universidad. O el encuentro casi fantasmagórico entre un Ulises Lima, convertido ya prácticamente en un mendigo, y un Octavio Paz –enemigo número 1 de de los real visceralistas– que cree reconocer en aquél uno de los jóvenes que intentaron secuestrarlo décadas atrás: un encuentro que tiene lugar en el Parque Hundido del DF. O la historia –la más completa, desarrollada y hermosa de todas– de Amadeo Salvatierra, compañero de fatigas de Cesárea Tinajero en los años 20, y ahora (50 años después) reconvertido en escribano público, que guarda como un tesoro el único ejemplar conocido de la revista “Caborca”, donde está el único poema conocido y publicado de Cesárea Tinajero, un poema sin palabras, un poema de signos, que nunca llegó a entender, y que muestra como una reliquia sagrada a Belano y Lima mientras los tres se beben su última botella de mezcal “Los Suicidas”.

Esta “brecha” de 400 páginas –como si fueran los “400 golpes”, dice Vila-Matas, rememorando la película de Truffaut– constituyen –al decir del escritor catalán, gran amigo de Bolaño– una aproximación, salvaje y múltiple, a “cómo el desastre se instaló en el centro de gravedad de una generación extravagante”, una generación de poetas sin poesía y de revolucionarios sin revolución.

A través del diario de García Madero y de buena parte de las voces que pueblan esa “brecha” de la novela, asistimos a la recreación de un mundo perdido. A las aventuras y desventuras de “una pandilla absurda y entrañable” (Villoro), que quería “cambiar el mundo y cambiarlo ahora”, perdidos en medio de un México único y espectral. Despreocupados, promiscuos, generosos, buscadores de un oro esquivo (la poesía) que se les escurre entre los dedos, como sus propias vidas, que eluden el norte socialmente establecido para acabar naufragando en las playas del sur. Un naufragio que Bolaño describe con melancolía contenida, en un equilibrio desesperado entre la vindicación y la sátira.

Un naufragio que nos llega empujado por el lenguaje torrencial de Bolaño. Porque sin duda lo más deslumbrante de la novela es su trabajo con el lenguaje, la inmensa cantidad de registros diversos que se utilizan en ella. A través del lenguaje, de sus giros y modismos, de sus expresiones y omisiones, Bolaño va definiendo personalidades y perfilando caracteres. Cada personaje nace de su propia voz, se construye al decirse, se revela al hablar. No hay ningún narrador omnisciente que atestigüe el relato. Todo son voces que cuentan sus historias, que ofrecen su testimonio, y al hacerlo incorporan su individualidad singular al torrente general de la novela: cada uno desde su lenguaje propio. Bolaño hace un verdadero trabajo de orfebrería, un esfuerzo titánico, un auténtico “tour de force”, que revela su poderío narrativo.

En medio de esta turbamulta de voces hay, también, silencios ominosos. A los “detectives salvajes”, Belano –alter ego del propio Bolaño– y Ulises Lima –inspirado en su amigo, el poeta mexicano Mariano Santiago– apenas si los “oímos”: les vemos y sabemos de ellos siempre a través del espejo, del eco de los otros. Todo el tiempo desconocemos sus motivos, ignoramos lo que piensan, no leemos ni uno solo de sus versos: al final siguen siendo un misterio que el lector tiene que desentrañar por su cuenta, recomponiendo las piezas del puzzle roto que le han dado. También es un misterio por qué, tras dar con Cesárea, y tras el desenlace trágico de esa búsqueda, los dos deciden abandonar México. O qué ocurre con García Madero. Bolaño esconde tanto como muestra.

Como su reconocido maestro –Borges, a quien reivindica como verdadero centro del canon de las letras hispanas–, Bolaño construye la novela como un juego de espejos en el que unas cosas se ven, otras se ven a través de diversos y aun opuestos reflejos y otras permanecen en el “espacio ciego”, ocultas. El lector quiere saber más. Pero Bolaño calla sabiamente. El misterio, el lado oscuro y desconocido, es una fuerza literariamente tan poderosa y tan atractiva como la verdad. Y Bolaño lo sabe.

En Los detectives salvajes Bolaño pulveriza, además, muchos mitos del universo literario hispano. Diseca la esterilidad de muchas vanguardias. Asesina el mito parisino que, durante un siglo, ha obsesionado a todo escritor latinoamericano (mito que Cortázar, con Rayuela, elevó a la enésima potencia). Y se mofa sin compasión de la fanfarria literaria hispánica. A Bolaño le repugnan las imposturas literarias. Es algo que le pone enfermo.

Los escenarios –como las voces– de Los detectives salvajes son también múltiples: México, Estados Unidos, Francia, España, Israel, Austria, Nicaragua, África,… siempre al compás de la errancia de los enigmáticos “detectives salvajes”, verdaderos “nietos” de los vagabundos del Dharma, astillas a la deriva que –Vila-Matas de nuevo– “navegan en espacios familiares que, sin embargo, son de una geometría desconocida”.

Con Los detectives salvajes Bolaño ha erigido una Odisea contemporánea, empleando para ello un magma lingüístico impresionante, y ha construido –más allá del relato de una deriva generacional– una verdadera alegoría sobre el destino humano.

Doce años es aún la infancia de una novela. Pero en ellos, Los detectives salvajes han demostrado una inequívoca voluntad de crecer, de perdurar, de romper fronteras. Y ha demostrado tener la estatura necesaria para ser un faro que ilumine el rumbo de las nuevas generaciones de escritores.

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