Marienbad eléctrico

El último libro de Enrique Vila-Matas es un canto a la inteligencia, al arte, a la conversación y a la amistad

Aunque se trata, en cierto modo, de un «libro de encargo» (la editora francesa de Vila-vila-matasMatas, Dominique Bourgois, le hizo una petición para que escribiera sobre su relación con la artista Dominique Gonzalez-Foerster, con la que se reúne esporádicamente desde 2007 y con la que ha colaborado ya en distintos proyectos), Marienbad eléctrico es un artefacto literario auténticamente «made in V-M», es decir, un texto novedoso, sorprendente, heterodoxo e instructivo, en un plano que no tiene nada que ver con la divulgación de un saber ya sabido, sino con la exploración de esos abismos que realmente se abren bajo nuestros pies cuando nos preguntamos por cosas como: ¿tiene sentido, algún sentido, el arte?

Ya en su novela anterior, Kassel no invita a la lógica, Vila-Matas se había metido –con enorme valentía– en un verdadero avispero: reivindicar, desde su propia experiencia vital y literaria, el valor del arte de vanguardia contemporáneo, algo sobre lo que domina (no sólo en círculos ajenos, sino también en todo tipo de ambientes culturales) la idea de que es un rompecabezas sin sentido, cuando no una verdadera tomadura de pelo. Allí donde tantos no ven «nada» (o ven meros caprichos de gente que tras una pátina artística esconden un vacío creativo absoluto), Vila-Matas nos descubría un universo repleto de estímulos y significados, una materia viva capaz de liberar la energía necesaria para insuflarnos nueva vida y darnos elementos sustanciales para reinterpretar y comprender el mundo.

Es en el marco de esa peculiar «filosofía del arte» donde puede inscribirse esta –en cierto modo– «secuela» de aquel libro, pues se respira un idéntico sentimiento de simpatía e identidad con ese arte y una similar invitación a que explotemos nuestra inteligencia (y no otros instintos depredadores) y nuestra sensibilidad para extraer de las mejores de esas propuestas artísticas un jugo que puede ser absolutamente necesario para alcanzar una cierta plenitud vital y un entendimiento más claro de un mundo suspendido al borde de un abismo permanente.

Para seguir proyectando el impulso de aquel libro, Vila-Matas no podía elegir mejor partenaire que Dominique Gonzalez-Foerster, «una de las artistas francesas más reconocidas en la escena internacional» (Le Monde), cuyas instalaciones han recorrido en las dos últimas décadas las mejores y más prestigiosas galerías y espacios de arte del mundo (desde la Tate Modern londinense al Pompidou francés o la Documenta de Kassel…), siempre con propuestas renovadoras, sorprendentes… y cargadas de literatura.

Y ese es sin duda un dato a resaltar inevitablemente a la hora de tener en cuenta la admiración y la cercanía de Vila-Matas a la obra de DGF: la común pasión literaria. Los libros son un ingrediente esencial en la mayoría de las instalaciones de DGF. Y la propia artista, que ya había sido definida en algún momento «como una evadida de la literatura», recuerda en un texto incorporado a este libro que: «En un breve texto grabado en la pared a la entrada de la obra Shortstories, que también se presentó en las colecciones del Centro Pompidou, me definí como prisionera literaria de un triángulo formado por Enrique Vila- Matas, Roberto Bolaño y W. G. Sebald».

Nos movemos en el marco de un libro, pues, donde la admiración y la simpatía mutua entre el escritor y la artista son algo explícito y declarado, y no solo eso, sino que precisamente esa admiración, esa simpatía y la amistad a que todo ello da pie, es en realidad la sustancia fundamental del propio libro. En un mundo en el que, como mucho, se prodiga «el halago» (normalmente insincero), al tiempo que se intenta marcar todo tipo de distancias y subrayar diferencias entre los distintos creadores, manteniéndose cada uno apartado en su inaccesible torre de marfil, Vila-Matas no tiene empacho alguno en construir un texto reivindicando lo contrario: reconociendo su interés (muchas veces ligado a la incomprensión) por la obra de DGF, y el estímulo constante que para él han representado tanto sus obras como los esporádicos encuentros y el diálogo amistoso e inteligente con la artista gala. Vila-Matas se autodescribe como un aspirante a doctor Watson que intenta indagar y saber todo lo que puede sobre los proyectos y las realizaciones de DGF, aunque tiene que reconocer que, como dice Conan Doyle en Estudio en Escarlata, al final lo más probable es que sea Holmes el que sepa más cosas sobre él. Metidos «en el arte de la conversación», y abandonándose muchas veces al «azar productivo», el escritor y la artista, entre sugerencias y a veces malentendidos, acaban construyendo un diálogo tan genuino como divertido, en el que más allá del mutuo espionaje se va dibujando una nebulosa de referencias y expectativas que alimentan no sólo la creatividad de cada cual, sino la necesidad del reencuentro.

El libro podría ser calificado en algún momento de «petulante», si no fuera porque la lucidez de Vila-Matas aborta enseguida toda vana y ridícula pretensión. Y esa lucidez es sobresaliente en un párrafo como este: «DGF sabe que el arte es una de las formas más altas de la existencia, a condición de que el creador escape a una doble trampa: la ilusión de la obra de arte y la tentación de la máscara del artista. Ambas nos fosilizan, la primera porque hace de una pasión una prisión, y la segunda porque convierte una libertad en una profesión». Extraordinaria declaración de principios, que tal vez debiera labrarse en el frontispicio de algunos centros de enseñanza y sacarse como texto de comentario en los exámenes de la selectividad. ¡Cuánta necedad y vacío nos ahorraríamos si esos principios fueran una práctica común!

El libro, que es vila-matiano hasta la médula, discurre por un bosque cuajado de especies muy conocidas: por aquí encontramos a Rimbaud, a Duchamp, a Beckett, a Robert Walser, a Canetti, a Claudio Magris… y a Bioy Casares, el autor de La invención de Morel, el texto en el que se basó Robbe-Grillet para escribir el guión de «El año pasado en Marienbad», de Alain Resnais, prototipo de «ese cine incomprensible» de los setenta que, en vez de renegar de él, una vez más Vila-Matas se atreve a reivindicar: «Me sigue pareciendo -dice- la película que mejor demuestra que para lo incomprensible se necesita un talento muy especial». Ese talento «para lo incomprensible» es lo que, en cierto modo, este libro trata también de reivindicar, pues es siguiendo ese hilo como podemos llegar a territorios verdaderamente ignotos y desconocidos. No hay que temer a lo incomprensible ni huir de ello como si fuera una serpiente pitón: como dice Vila-Matas, «¿Acaso el canto más bello no es siempre el de una lengua desconocida?».

Marienbad eléctrico es un libro cimentado en una curiosa y única piedra angular: el diálogo y la amistad entre una artista «fugada de la literatura» y un escritor detective que ama el juego y el riesgo del arte. Feliz encuentro al que el lector puede sumarse ahora como partícipe de un banquete donde los manjares más suculentos no siempre están necesariamente a la vista. También aquí el lector es invitado a hacer de Watson, siempre que conserve la certeza de que nunca llegará tan lejos como Holmes.

Voces de Chernóbil

Pocos libros leídos en estos últimos tiempos me han producido el impacto de estas Voces de Chernóbil,voces-de-chernobil de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, recientemente elegida Premio Nobel de Literatura 2015 y primera escritora de «no ficción» que recibe el más conocido galardón literario del mundo. Elegí el libro un poco al azar, por curiosidad, llevado de mi interés por todos los temas relacionados con la desaparición de la URSS, y estimulado por mi ignorancia sobre el verdadero alcance y sentido del accidente de Chernóbil. Pero fue abrir el libro, leer la primera «voz» (la de la mujer de un bombero que acudió la misma noche de la explosión a apagar el incendio en la central y murió a los quince días a causa de la radiación) y sentí no sólo la conmoción absoluta que provoca esa historia, sino toda la grandeza del trabajo literario de una escritora que ha rescatado para nosotros la memoria viva de un periodo crucial de nuestra historia colectiva.

Hija de dos maestros, él bielorruso y ella ucraniana, Svetlana Alexiévich nació el 31 de mayo de 1948 en el pueblo de Stanislav, en la Ucrania soviética, pero se crió en la república soviética de Bielorrusia. Estudió periodismo en la Universidad de Minsk desde 1967 y al graduarse marchó a la ciudad de Biaroza, en la provincia de Brest, para trabajar en el periódico y en la escuela locales como profesora de historia y de alemán. Durante un tiempo se debatió entre la tradición familiar de trabajar en la enseñanza o dedicarse al periodismo. Desde sus días de escuela había escrito poesía y artículos para la prensa escolar y también en la revista literaria Neman de Minsk, donde publicó sus primeros ensayos, cuentos y reportajes.

El escritor bielorruso Alés Adamóvich la inclinó a la literatura, apoyando así el nacimiento de un nuevo género de escritura polifónica que se conoce como «novela colectiva», «novela-oratorio», «novela-evidencia» o «coro épico», entre otras fórmulas. En esos textos, a medio camino entre la literatura y el periodismo, Alexiévich utiliza la técnica del collage, yuxtaponiendo testimonios individuales, lo que le permite acercarse con más intensidad a la sustancia humana de los acontecimientos. Para construir sus «crónicas», Svetlana tuvo que transformarse en viajera: visitó casi toda la Unión Soviética.

Utilizó esta técnica en su primer libro: La guerra no tiene rostro de mujer (1983), en el que, a partir de entrevistas, abordó el tema de la participación de las mujeres rusas en la II Guerra Mundial. El estreno de la adaptación teatral de esta obra en Moscú, en 1985, supuso un gran antecedente en la glásnost (o apertura del régimen soviético) iniciada por Mijaíl Gorbachov. En Los chicos de zinc (traducida a veces como «Ataúdes de zinc»), de 1989, compila un mosaico de testimonios de madres de soldados soviéticos que participaron en la guerra de Afganistán. En Cautivos de la muerte, 1993, ofrece la visión de aquellos que no pudieron sobrevivir a la idea de la caída del régimen soviético y se suicidaron. Voces de Chernóbil (1997) expone el heroísmo y el sufrimiento de quienes se sacrificaron (o fueron sacrificados) en la catástrofe nuclear de Chernóbil. Libro traducido a veinte idiomas, todavía sigue prohibido en Bielorrusia. En su última gran obra, Época del desencanto. El final del «homo sovieticus», publicado a la vez en alemán y en ruso en 2014, lleva a cabo un extenso retrato generacional de quienes vivieron la dramática caída del imperio y el estado soviéticos. También ha compuesto numerosos guiones para documentales y varias obras de teatro.

La obra de Svetlana Alexiévich es una crónica personal y un fresco impresionante de la historia de los hombres y mujeres soviéticos y postsoviéticos, a los que entrevistó para sus narraciones durante los momentos más dramáticos de la historia de su país: la II Guerra Mundial, la guerra de Afganistán, la caída de la Unión Soviética y el accidente de Chernóbil. Enfrentada al régimen autoritario y a la censura del presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, abandonó Bielorrusia en el año 2000 y vivió en París, Gotenburgo y Berlín. En 2011 Alexiévich volvió a Minsk. Varios libros suyos fueron publicados en Europa, Estados Unidos, China, Vietnam e India. En la actualidad la mayoría de sus obras fundamentales ya tienen traducción al español.

En Voces de Chernóbil Svetlana Alexiévich construye una polifonía narrativa desgarradora en torno a un suceso que ella considera como uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX (a la altura del Holocausto o el Gulag): la explosión de un reactor nuclear en la central de Chernobil el 26 de abril de 1986. Tras ocultar durante varios días la envergadura del hecho, las autoridades soviéticas (con Gorvachov al frente) no tuvieron más remedio que afrontar la realidad cuando desde Suecia o Alemania se detectó la llegada de la nube radioactiva. La todavía existente URSS movilizó entonces a cerca de 800.000 efectivos para tratar de afrontar la situación: la mayoría eran soldados de las distintas repúblicas que fueron reclutados bajo engaños y amenazas (la teoría de un ataque o un sabotaje imperialista se mantuvo durante todo ese periodo de reclutamiento). Batallones enteros de «liquidadores» (así se llamó a quienes se encargaron de «liquidar» las consecuencias del accidente de Chernóbil), sin el equipamiento adecuado y sin mucho conocimiento de a qué se enfrentaban realmente, colaboraron con el ejército para llevar a cabo la evacuación de la población de la zona más contaminada (treinta kilómetros alrededor de la central), el «entierro» de la capa más contaminada de la tierra, la tala de los bosques, la eliminación de los animales vivos, etc. Mientras tanto, se llevó a cabo un trabajo suicida para evitar la explosión en cadena del reactor (echando encima toneladas de materiales diversos) y, posteriormente, se construyó un sarcófago de hormigón en torno al reactor. Prácticamente todas las personas que llevaron a cabo estos trabajos en las inmediaciones de la central han fallecido ya: o directamente por la radiación o a consecuencia de distintos tipos de cáncer. No existe una cifra oficial de las personas que han muerto en Ucracia, Rusia y Bielorrusia como consecuencia del accidente de Chernóbil. Ni siquiera hoy, treinta años después. Pero en Bielorrusia, por ejemplo, los casos de cáncer se han multiplicado por 75. La zona que rodea Chernóbil es aún zona prohibida para la vida y la agricultura. Los efectos nocivos de la radiación durarán miles de años.

Voces de Chernóbil no es un libro técnico sobre el accidente, ni una reconstrucción rigurosa de los hechos, ni un memorándum sobre cómo este hecho contribuyó a la implosión final de la URSS. Svetlana Alexiévich lo subtitula «Crónica del futuro». Todo el libro (articulado a partir de monólogos de personas que sufrieron de una u otra forma los efectos de la catástrofe) tiene un aire de trágico presentimiento. Lo que traslucen las voces de los sin voz, la «historia oculta» contada por el pueblo, es algo que va más allá de un destino acatado. Más allá del dolor, del sufrimiento y del sacrificio (a veces heroico) se esconde una reflexión esbozada e inquietante sobre esta nueva, moderna, desconocida y letal «amenaza» que pende «invisible» sobre nuestras cabezas. Sobre toda la humanidad. Chernóbil cambió no sólo la forma de vida de millones de personas; cambió también sus valores, el sentido de su existencia, su forma de relacionarse, su forma de ver las cosas, su concepto del tiempo y de la técnica, la idea de las amenazas a las que nos enfrentamos. En definitiva, Chernóbil marcó un antes y un después en la historia humana. Y esto es algo que difícilmente se percibe si no es a través de la lectura de un libro como este. Un libro prácticamente obligatorio.

El impostor

Cercas amplía su periplo narrativo sobre la transición española con este duro alegato contra la impostura

En los últimos años -o al menos en sus últimos tres títulos: «Anatomía de un instante», «Las leyes de la frontera» y ahora «El 650_RH29723.jpgimpostor»- Javier Cercas (Ibaherondo, Cáceres, 1962) ha ido orientando su peculiar proyecto narrativo -donde realidad y ficción libran una competencia sorda, sin vencedores ni vencidos- en ese jalón crucial de nuestra historia reciente que, para bien o para mal, por uno u otro motivo (ya sea para celebrarla, ya sea para amortajarla) está siempre de rabiosa actualidad: nos referimos a la tan cacareada Transición. Ese período de inagotables enseñanzas y vericuetos sin fin, en el que una gran mayoría de españoles vio cumplido su sueño inconsciente: pasar de la dictadura de Franco a una democracia homologable, de corte europeo, sin un baño de sangre.

Pero también un período con muchas franjas oscuras, muchas aristas cortantes y más violencia de lo que se cree, y que a la postre ha acabado dejando un sabor agridulce a todos: incluso, últimamente, la sensación -que Cercas refuerza ahora con este libro- de que fue un periodo de notables imposturas, protagonizado por notables impostores, lo que alienta la pregunta de si, en definitiva, toda la Transición no fue más que una colosal Impostura en la que se nos acabó dando gato por liebre.

Para llevarnos a este terreno Javier Cercas ha elegido el caso más notorio y escandaloso de todos: el de Enric Marco, un nonagenario catalán que se hizo pasar por superviviente de los campos de concentración nazis, y que fue desenmascarado en mayo de 2005, después de presidir durante tres años la asociación española de supervivientes (la Amical de Mauthausen), pronunciar cientos de conferencias sobre sus experiencias de interno, conceder decenas de entrevistas, recibir importantes condecoraciones (entre ellas, la cruz de Sant Jordi, la máxima condecoración que concede la Generalitat de Cataluña) y conmover a los parlamentarios españoles reunidos en el Congreso para rendir homenaje por primera vez a los republicanos deportados por el III Reich.

El «caso Marco» no sólo fue un gran escándalo en España sino que dio la vuelta al mundo (el tema de los campos y el Holocausto es muy sensible y global) y convirtió a Marco, a los ojos del planeta entero, en el Gran Impostor, en el Gran Mentiroso, un hombre que por afán de notoriedad no dudó en humillar, ultrajar y menospreciar la memoria de las víctimas del nazismo, haciéndose pasar por uno de ellos sin serlo y llegando incluso a la desfachatez de ponerse al frente de una de sus asociaciones más reconocidas y respetadas.

Cercas emprende en su libro una minuciosa inquisición sobre este curioso personaje, intrigado hasta la médula por el tamaño de su impostura, y decidido -a cualquier precio- a llegar hasta la verdad última de una historia construida sobre la mentira, a tratar de entender los motivos que rigen una conducta así y a desnudar por completo una impostura que el escritor considera que va más allá de Marco mismo y que invade toda una época de nuestro pasado reciente, donde no sólo él, sino muchos (a veces, Cercas comete el desliz erróneo de decir «todos»), que tanto a derecha como izquierda, se construyeron a toda prisa un pasado de ficción para encontrar el mejor acomodo posible en la nueva España que emergía tras la muerte del dictador.

Si Javier Marías, en su última novela: «Así empieza lo malo», se refiere a ciertos individuos de derechas que, al comienzo de la transición, borraron sus huellas y sus compromisos con el régimen franquista y se construyeron a toda prisa un cierto pasado de opositores o incluso de resistentes, Cercas completa en su libro este círculo centrándose en quienes (como Marco), siendo teóricamente de izquierdas, no hicieron prácticamente nada en los cuarenta años de dictadura, salvo trabajar y vivir lo mejor posible, pero que, tras la muerte en la cama del dictador, instigados por el nuevo «valor» que adquiría tener un pasado antifranquista, no dudaron en «fabricarse» un falso currículum de militancia clandestina, persecuciones policiales, detenciones y hasta palizas y torturas, cuando en realidad no habían movido ni un dedo contra Franco.

Cercas indaga no sólo la mentira que desenmascaró finalmente al Impostor (que nunca pasó por un campo de concentración), sino el cúmulo completo de falsedades y engaños con el que Marco se fabricó una vida enteramente de ficción, ocultando tras ella su verdadera vida. Mentiras que muchas veces tenían, no obstante, «algo» de verdad: por ejemplo, Marco sí había estado en Alemania en 1941, pero no como deportado, sino como trabajador voluntario enviado por el régimen de Franco para ayudar en la industria bélica que surtía las embestidas criminales del ejército alemán.

La increíble pericia del Gran Impostor a la hora de fabricar embustes llegó a tal punto que, antes de alcanzar la presidencia de la Amical, Marco había logrado, en 1978, nada menos que la presidencia de la CNT en toda España y, a mediados de los ochenta (ya expulsado del sindicato libertario), la vicepresidencia de FAPAC (la Federación de Asociaciones de Padres de Alumnos de Cataluña). Algo realmente increíble para una persona que no tenía una ideología muy definida, ni una especial capacidad organizativa, ni una experiencia real en ese tipo de campos. Facultades que él suplantó con un discurso inagotable, prolífico y detallista sobre sus falsas experiencias, una poderosa capacidad de seducción, un afán de protagonismo y notoriedad patológicos y un activismo incesante. Todo ello lo acababan convirtiendo en un hombre «indispensable» allí donde se metía.

De todos estos episodios, aunque sin duda el más notable y de mayor relieve público fue su impostura como falso deportado a los campos de concentración, sin embargo el que más luz arroja -a mi juicio- sobre la Transición misma y sus entresijos es el de haber alcanzado la secretaría general de la CNT, en el año 1978, es decir en pleno meollo de la Transición. ¿Cómo fue posible esto? ¿Cómo un personaje que no había actuado en la militancia clandestina ni participado en la lucha contra el franquismo podía alcanzar la cúpula del sindicato anarquista? Cercas se hace eco aquí de ciertas acusaciones contra Marco que sobrevolaron siempre su paso por todos los lugares donde estuvo: la sospecha de que no fuese sino un habilidoso infiltrado policial. Pero Cercas, que indaga hasta el último detalle de cómo fabricó las falsas pistas que le permitieron hacerse pasar por deportado, sin embargo apenas indaga en esa hipótesis, a pesar de que hay desde el principio motivos más que suficientes para hacerlo. Sin duda Cercas rehúye el riesgo de ser acusado de «conspiranoico», y prefiere fabricar una hipótesis de corte psicológica para dar cuenta de su actuación.

En el haber de este libro está sin duda la habilidad narrativa de Cercas para embaucarnos en una lectura hipnótica, que por momentos se convierte en una verdadera adicción. En el debe, en cambio, debemos mencionar el abuso que Cercas hace de la comparación entre Marco y don Quijote. Equiparar continuamente las peripecias de un personaje real (aunque esté viviendo una vida en cierto modo determinada por un pasado inventado, un pasado de ficción) con las peripecias de un personaje de ficción (cuyas aventuras imaginarias están repletas de verdad literaria) le lleva a incurrir, a mi juicio, en el equívoco de identificar en exceso dos realidades absolutamente heterogéneas.

Como ya nos ocurría con los dos libros anteriores de Cercas, también en este tenemos la sensación de «quedarnos con la miel en los labios». Cercas aísla y aborda una cuestión de enorme y absoluto interés, que además tiene un calado político muy grande en este momento, pero como ya le ocurría también en «Anatomía de un instante» y en «Las leyes de la frontera», nos quedamos con la sensación de que aquí falta algo, de que la verdad última de todo esto no se ha logrado alcanzar.

Canción de tumba

En Canción de tumba Julián Herbert reconstruye la compleja y dramática vida de su madre prostituta. La novela, que ganó el premio Jaén de Novela cuando era inédita, fue publicada en 2012 por Mondadori. Se trata de una narración intensa y radical, escrita desde un trapecio sin red, porque, como dice el autor, “una buena historia no se puede escribir con buenos modales”.

Canción de tumba comienza con la enfermedad de Guadalupe Chávez, la madre de Herbert, que está en un hospitalCancionDeTumbaHome2-e1411081816345 por una grave leucemia. Este suceso le sirve al autor para echar marcha atrás y reconstruir la vida de su progenitora -con sus múltiples nombres- y la suya propia, en medio de un México turbulento, corrupto y violento. Herbert escribe en la habitación del hospital, donde pasa las noches, en una situación de duermevela que se reconstruye y narra en una parte del libro, con su permanente olor a fármacos, enfermedad, sangre y a todo lo vinculado con la degradación del cuerpo humano.

Por el libro desfilan hermanastros, hijos bastardos, padres perdidos, prostíbulos, noches sin dormir o viajes contantes que fueron la experiencia infantil de un Julián Herbert, que decidió dar forma a un texto que en cierto modo podría considerarse el libro de su vida. “El proceso fue muy intenso y muy radical -afirma en una entrevista-. Siempre tuve en la cabeza escribir esta historia, pero me parecía algo muy melodramático, y cuando sucedió lo de la enfermedad de mi madre, a finales de 2008, la razón de la escritura se convirtió en algo muy pragmático porque tenía que pasar muchas horas en el hospital y mantenerme despegado lo más posible”.

La enfermedad terminal de una mujer cuyo primer recuerdo era una paliza es el detonante de la historia narrada. “Tuve que vencer una vergüenza personal y otra literaria”, dice el escritor mexicano. “Lo autobiográfico tiene esquinas difíciles”.

“Madre solo hay una. Y me tocó”, reza la cita que abre Canción de tumba. Lo que le sigue es un torrente infernal de nomadismo prostibulario, casas malconstruidas por sus propios inquilinos, desahucios y violencia. “Lo malo de ser el hijo de una puta es que, cuando eres niño, muchos adultos actúan como si la puta fueras tú. Mi hermano mayor tuvo que salvarme de ser violado al menos en tres ocasiones antes de que me graduara de primaria”, escribe Herbert, que insiste en que su mayor preocupación al escribir esta novela no fue qué contar sino cómo hacerlo: “No quería hacer una autobiografía, sino algo que funcionase literariamente”.

Afirma Herbert que “todo abismo tiene sus canciones de cuna”, y por eso subraya que ha querido huir en el libro de la “ideología” del dolor: “El dolor es intransmisible, solo admite cómplices. Plantearse otra cosa solo sirve para hacer novelas chantajistas”. Tal vez por eso Canción de tumba tiene mucho de sangrante canción de amor no exenta de redención. “Redención, no. Uno es mejor o peor escritor por lo que hace con lo que le tocó. Tengo amigos nacidos en familias felices que son grandes escritores por otra clase de cicatrices. No reivindico ni la pobreza ni el sufrimiento. Con cualquier vida se puede construir un universo literario”, dice.

Para muchos de los que van a sus conciertos musicales, avisa Herbert, la literatura es una lengua muerta. La suya, sin embargo, se alimenta de poesía culta, oralidad callejera y anglicismos sin mala conciencia: “No renuncio a la literatura, pero eso hoy significa algo más que escribir bien. Escribir solo para ser comprendido achata el lenguaje, le quita filo. ¿Los anglicismos? En México todo es frontera”.

En Canción de tumba la vida de los personajes va acompañada por una decepcionante sucesión de gobiernos. Así, asoció a López Portillo el desahucio de sus 12 años: “Le tengo un resentimiento infantil. El desamparo vino de un presidente con discurso de izquierdas”. De aquel naufragio rescató un libro de Oscar Wilde y admite que la literatura le salvó de “muchas cosas”, pero matiza: “Como a cualquiera. Los libros son más generosos que los hombres”. Su manuscrito no lo leyó ninguno de los que salen en él. “No lo voy a leer nunca”, le dijo su mujer. Es ella la que en un momento del relato le pide: “Cuéntame ahora un recuerdo feliz”.

Todo el libro respira valentía y decisión. Una actitud que llevó al autor de poemarios como “El nombre de esta casa” o “La resistencia”, de la novela “Un mundo infiel” (publicada hasta ahora sólo en México) o del libro de cuentos “Cocaína (manual de usuario)”, entre otros muchos títulos en su haber, a escribir esta historia porque, como suele decir, lo mejor que ha hecho en su vida es escribir. “Lo que mejor he pilotado en mi vida ha sido la escritura y el proceso técnico y emotivo de la escritura es tenso, muy duro y muy artesano”, afirma Herbert. Y sostiene que, aunque la historia medular de Canción de tumba es la verdad de su vida, luego está el proceso de ‘ficcionalización’, porque “el recuerdo es una de las vertientes de la imaginación”.

“Fue muy duro de hacer (el libro), porque es como sacar los esqueletos del clóset y tratar de hacer una revaloración testimonial. Creo que es difícil y es riesgoso. Y tratar de convertir eso en ficción, que funcione como novela, todo eso junto fue una experiencia muy intensa que se extendió mucho, pero era una cosa que tenía que hacer.”

Y que el lector hará muy bien en no perderse. Porque Herbert es la auténtica literatura viva de hoy.

Patrick Modiano: un Nobel incómodo

El escritor irrumpió en el panorama narrativo de su país en 1968 con una trilogía sobre la ocupación alemana de Francia: un tabú, un periodo olvidado, una memoria falsificada

Cuando en 1968 aparece en el panorama literario francés La Place de l’Étoile (traducida al español como El lugar deTrilogía-de-la-Ocupación la estrella), Modiano parece andar con el paso completamente cambiado. Las barricadas estudiantiles se levantan contra el mítico general De Gaulle, líder de la resistencia contra el ocupante alemán durante la Segunda Guerra Mundial y ahora denunciado como un carcamal reaccionario. Nadie mira ya más atrás de esto. Nadie recuerda nada. La versión oficial sobre el pasado es que Francia resistió, y sólo unos pocos traidores colaboraron con el enemigo y fueron ajusticiados.

Modiano sabía por experiencia familiar que eso era una colosal mentira. Su padre, Albert Modiano (1912-1977) era descendiente de una familia de judíos italianos que se habían instalado en Salónica, desde donde emigraron a París. Su madre era la actriz belga Louisa Colpeyn. Ambos se conocieron durante la ocupación alemana de Francia, tuvieron que ocultarse de la Gestapo y se casaron en noviembre de 1944. Patrick, nacido en 1945, fue su primer hijo. La memoria familiar (lo que Modiano llamaría después «la incierta luz de sus orígenes») no coincidía precisamente con aquella historia falsificada que el país se había contado a sí mismo sobre «la resistencia unánime» y la «minoría de colaboracionistas». Patrick no vivió esta época (nació justo al final de la guerra), pero siempre consideró que ese período «oculto, confuso y vergonzoso» de la historia de Francia constituía su «prehistoria» personal. Y, a contracorriente de todos, comenzó a hurgar en él, levantando un doloroso velo, rompiendo la unanimidad de la mentira, negándose a admitir una historia fabricada para ocultar la verdad.

El lugar de la estrella (1968) está narrada en primera persona por un judío colaboracionista (Raphaël Schlemilovitch) y mezcla en la trama personajes ficticios con otros que existieron realmente, entre ellos los escritores Louis-Ferdinand Céline, Pierre Drieu La Rochelle e incluso Marcel Proust. Su siguiente novela, La ronda de noche (1969) está narrada por un agente doble que trabaja al mismo tiempo para la Gestapo y la Resistencia. Y en Los bulevares periféricos (1972), ambientada en el mismo período, Modiano introduce el tema -también muy presente en toda su obra- de la búsqueda del padre. Las tres novelas componen lo que hoy se conoce universalmente como «Trilogía de la Ocupación» (Anagrama publicó recientemente un libro con ese título, que incluye las tres obras), que constituye el verdadero ADN de la narrativa de este escritor, que fuera de su amistad y su relación inicial con Queneau y su movimiento (el Oulipo), siempre se ha mantenido al margen de las capillas literarias y de los grandes focos parisinos.

Después de esta trilogía inicial, Modiano ha seguido perpetuando su indagación del pasado y un estilo muy definido a través de otra docena de novelas y libros de relatos, que lo han consagrado como uno de los escritores más relevantes de Europa.

En 1975 publicó Villa triste, ambientada a comienzos de la década de 1960, y que supuso una primera ruptura con su anterior línea narrativa. El narrador, Victor Chmara, es un joven francés que se ha refugiado en una ciudad balnearia cerca de la frontera suiza para evitar ser reclutado y enviado a Argelia; en este lugar, habitado por singulares personajes, vive una historia de amor con una actriz llamada Yvonne. La novela sería más tarde llevada al cine por Patrice Leconte (El perfume de Yvonne, 1994).

En 1978 apareció su sexta novela, Calle de las tiendas oscuras, dedicada por el autor a su padre, que acababa de fallecer. La acción se desarrolla a mediados de los años 60. El protagonista es un detective amnésico que intenta averiguar su propia identidad (un tema recurrente de la narrativa de Modiano); sus pesquisas lo llevan de nuevo a la época de la ocupación. La novela fue galardonada ese mismo año con el Premio Goncourt.

Posteriormente publicó, entre otras, Dora Bruder (1997), donde investigaba el caso real de una chica de 15 años, desaparecida y enviada a Auschwitz. Y en 2007, tras un silencio temporal, apareció En el café de la juventud perdida, que tuvo un gran éxito.

Como afirma Vila-Matas (gran admirador del narrador francés): «En el mundo de Modiano todo siempre sucede en el pasado, aunque a veces se trata de un ayer muy parecido al presente (Modiano decía no hace mucho que los políticos franceses actuales parecen de otra especie, incultos, muy funcionariales: «Todo esto que pasa ahora me recuerda a Vichy»).»

Ante la sensación (que unos han criticado y otros han elogiado) de que siempre viene a redactar una misma novela, Modiano ha contestado: «Es el mismo libro pero escrito a trozos, como un corredor que se detiene y reemprende la carrera un tiempo después. Es cada vez el mismo libro pero desde ángulos diferentes. No hay repetición, pero es la misma obra».

Varias de sus novelas han sido llevadas al cine y ha participado en la escritura del guión de algunas películas, entre ellas Lacombe Lucien, de Louis Malle, sobre el tema del colaboracionismo durante la ocupación.

En el prólogo a la «Trilogía de la ocupación» (Anagrama), José Carlos Llop habla de de la irrupción narrativa de Modiano como «Una obertura fulgurante: como si Scott Fitzgerald y Dostoievski salieran juntos de correría nocturna y en vez de bares hubieran visitado varios círculos del infierno con un espíritu entre la frescura fitzgeraldiana y el fatalismo nihilista del ruso, mezclado con cierta atmósfera a lo Simenon».

Y respecto al estilo de Modiano afirma: «Una respiración lenta e hipnótica, con el dring cristalino y el swing jazzístico de los felices veinte, desplazado hacia la luz negra de un fragmento de los primeros cuarenta europeos, que aporta el ingrediente delirante. Sin olvidar ni el chic morandiano, ni la cosificación del nouveau roman, ni las listas a lo Perec, por supuesto. De esa literatura surgirá un adjetivo nuevo: modianesque, modianesco».

Miembro (sin serlo) de esa nada mediática generación de grandes escritores franceses de posguerra, que empezaron a escribir a partir de 1968 (como Pierre Michon, Jran Echenoz o el también premiado La Clézio), y que reivindican su plena independencia, Modiano es sin duda un autor a leer. Un autor que nos recuerda, en cada libro, que la historia no es como nos la cuentan. Y que la literatura es muchas veces el tortuoso camino que debemos emprender si queremos recuperar la verdad.

Así empieza lo malo

La última novela de Javier Marías no defrauda. Con maestría conjuga a la perfección un sinuoso hilo argumental, atrevidos ejes temáticos y el poderío de su estilo

No le ha faltado a la crítica esta vez -como no suele faltarle nunca-, el fácil recurso de aprovechar el título del libro –javier-marias-y-las-bibliotecasotro título shakespereano, y ya lleva varios desde «Corazón tan blanco»-, para clavarle el rejón a Marías con que hasta aquí ha llegado, que si «Los enamoramientos», su novela anterior, ya marcaba un «desnivel», un descenso de calidad sobre su obra anterior -pese a su indudable éxito comercial-, ahora, con la nueva, de verdad que «empieza lo malo», por no decir que «empieza lo peor», es decir, un Marías en caída libre, que cansa y aburre, que resulta demasiado tiempo tedioso y monótono, y que además «pincha» con una trama excesivamente cotidiana, o incluso «vulgar», casi de «secretos de alcoba» y «mentirijillas de matrimonio», amén de recurrir a personajes poco creíbles o incluso demasiado grotescos (como ese «real» y caricaturesco Francisco Rico, que aparece en tantas de sus novelas, pero que aquí adquiere un volumen mayor), todo ello narrado con un estilo que «ya cansa» de tan reflexivo y repetitivo.

No estoy de acuerdo. Aunque alguna de esas críticas fuese cierta, o llevara una parte de razón, en absoluto puede afirmarse que «Así empieza lo malo» es una rama prescindible, o podrida, o inútil, del frondoso árbol de la obra de Marías (ésta es su novela número 14 desde la ya lejana «Los dominios del lobo», de 1971), ni mucho menos que sea una rama que, como las que estos días se están desgajando de tantos árboles madrileños, merezca ser retirada sin más, o quemada, y que represente un peligro o una amenaza para el lector fiel de Marías (o para el que lo comience aquí a leer). En absoluto.

La novela está ambientada en el Madrid de comienzos de los años ochenta, en los albores de la transición. O más precisamente, cuando esa transición empieza a convertirse en una fiesta colectiva e inconsciente, tras los años tensos posteriores a la muerte de Franco, y cuando ya se ha «pactado» o acordado no sólo una amnistía de todos los delitos políticos del pasado, sino una amnesia colectiva, un olvido general de lo acontecido en los cuarenta años anteriores; un olvido que afecta no tanto a los grandes hechos, sino sobre todo a las pequeñas historias, las historias secretas y ocultas que tuvieron lugar durante la dictadura y cuyos actores -o muchos de ellos- tratan de borrar ahora con gran efectividad a fin de fabricarse la biografía que necesitan para los nuevos tiempos que corren.

En este marco tan propicio para hablar de cuestiones como la oportunidad o inoportunidad de la verdad, sobre la conveniencia o no de desvelar los secretos, sobre la importancia del olvido o la necesidad de la venganza, Marías traza la historia de un singular triángulo: la del joven narrador (que vive la historia en su juventud, aunque la cuenta ya mucho mayor) y la del matrimonio desdichado formado por Eduardo Muriel (cineasta de cierto relieve con un parche en el ojo, al modo de John Ford o Fritz Lang, que tiene al joven narrador contratado, mitad como asistente, mitad como pupilo) y Beatriz Noguera, madre de tres hijos, mujer inestable, con nebulosos y ocasionales desequilibrios mentales, que tiene que sufrir en casa las invectivas constantes y desagradables de un marido que la rechaza y la veja.

Con estos mimbres (y el concurso de algunos secundarios que llegan a alcanzar un protagonismo esencial en la historia, como el doctor Van Vechten, epítome de esos hombres con un «pasado reescrito»), Marías hace avanzar a través de 535 páginas una historia -discursiva a veces, muy dialogada, manejando siempre con cuidado los delicados tiempos de la intriga y la revelación- que pretende hablarnos, como muy bien afirma Jordi Gracia, de «la agobiante espiral de la verdad y de lo justo: la verdad secuestrada por interés espurio, la verdad oculta por razones legítimas, la verdad callada por los efectos canallescos de revelarla, la verdad protectora, la verdad imprudente. Y el rencor que desata no haber sabido antes».

Marías recurre a la figura del joven pupilo, observador, confidente, testigo e indagador -¿tal vez rememorando el papel que él, el «joven Marías», jugaba en cierto momento en la tertulia de adultos de Benet y compañía?- no sólo para recordar y reconstruir los vericuetos de la historia, sino para reflexionarla, darle hondura, mostrar la complejidad de los problemas y colocar a los lectores ante tesituras siempre difíciles y comprometidas, pues nos afectan a todos, querámoslo o no, creámoslo o no.

Marías se muestra, una vez más, como un fino observador del alma humana, de las conductas y pensamientos, de los propósitos y despropósitos de sus personajes, de sus manías y sus sueños, de sus actos y de sus omisiones, de los deseos que los mueven y de los temores que los paralizan, o les obligan a callar, de la ambigüedad y el engaño moral con que frecuentemente actúan, de las pasiones y verdades escondidas que, al emerger (a veces por casualidad, muchas veces sin querer), acaban delatándolos y muestran desnuda y terrible la verdad, una verdad que puede destruir, que puede devastar vidas.

La novela no aboga desde luego por el silencio, ni por callar, ni por mantener los engaños, ni por encumbrar las mentiras piadosas, ni por enterrar el pasado o secuestrar la verdad, en nombre de causas superiores o de la simple oportunidad; en absoluto. No hay un juez Marías que dictamine una sentencia o promueva una condena: esto es una novela. En todo caso, lo que sí se pone en evidencia es la conveniencia de eliminar todo prejuicio, todo esquematismo, e incluso los usos desaprensivos que a veces se hacen de ese supuesto «imperio de la verdad», tras los que a veces se esconden no pocos intereses espúreos.

En «Así empieza lo malo» Javier Marías logra con gran maestría conjugar a la vez los hilos argumentales del relato, los ejes temáticos de la historia y los recursos narrativos de un estilo tan poderoso como singular. Y el resultado es una buena novela, una novela a la que tal vez se le puede achacar la presencia de pasajes innecesarios, cierto desequilibrio entre las dos partes del relato o alguna monotonía en el tono digresivo general del libro (que, por otra parte, es el tono general de la escritura de Marías desde hace más de treinta años). Pero todo eso no dejan de ser minucias al lado de la riqueza permanente de una novela que, como casi todas las de Marías, está llena de sabiduría y buen hacer literario, algo que escasea de forma alarmante en la narrativa española actual.

Kassel no invita a la lógica

En su última novela, “Kassel no invita a la lógica”, Vila-Matas ensaya una nueva forma de indagación narrativa: el relato documental hecho ficción

Kassel2Desde hace tiempo, uno tiene siempre la extraña sensación de que la última novela que ha leído de Vila-Matas es necesariamente eso, la última, como si el escritor barcelonés se hubiera metido en un callejón sin salida, donde ya no caben nuevos experimentos ni más juegos. Como si la cuerda se hubiera estirado hasta el límite y ya fuera inútil o baldío un nuevo esfuerzo. Por eso, cuando se anuncia “otra” novela de Vila-Matas, a uno le suena a broma, a hecho imposible, a “McGuffin”, un bulo que sus editores lanzaran al viento para recordar al público que todavía hay mucho Vila-Matas que leer, aunque desde luego “nada nuevo”.

Quizá por eso uno toma con escepticismo el hecho increíble de que en su librería habitual aparezca una nueva novela de Vila-Matas. Como ya no lee suplementos literarios, la sorpresa se redobla. Y al leer el título, ese “Kassel no invita a la lógica”, se teme lo peor. Algún refrito editorial. Cosas de aquí y de allá, tomadas al albur, para llevar al público al convencimiento de que el escritor no ha enmudecido todavía.

Y aún sin borrar el gesto escéptico uno se pone a leer ese libro de título radicalmente antinovelesco, con la extraña sensación de que es una lectura “sin lógica alguna”, que uno va a sumergirse en alguna especie de anecdotario insulso, a propósito además de un tema “vacío” por completo, el famoso y extinto “arte actual”, que le trae de inmediato a la memoria los demoledores chistes anuales de El Roto acerca de Arco.

Los peores temores comienzan a materializarse en cuanto uno lee las primeras páginas, en las que un narrador que guarda apenas una mínima distancia con el autor comienza a contar minuciosamente, y con las digresiones habituales, una serie de insólitas llamadas y encuentros con ciertas personas desconocidas que tratan de convencerle de que renuncie a su rutina habitual de escritor y acuda como invitado a la famosa Documenta de Kassel (la mítica muestra de arte de vanguardia, que se celebra en Alemania cada cinco años), con el extraño cometido de convertirse en parte de una instalación viviente, ya que debe sentarse a escribir todas las mañanas en la mesa de un restaurante chino de las afueras de la ciudad, dejarse ver y contestar, si hace falta, a las preguntas que le hagan curiosos y desconocidos de cualquier nacionalidad y en cualquier lengua.

Todo parece absurdo, aunque todo es muy real, pues tal invitación existió y el escritor ciertamente acudió a esa cita. Pero “contado”, el hecho deviene, instantáneamente, en pura literatura: pues al narrarlo, el escritor se diluye, el narrador cobra vida y lo narrado pierde su suelo estable en la objetividad y comienza su deambular por la neblinosa telaraña de la ficción, donde -y aún no han pasado una veintena de páginas- quedamos completa y definitivamente atrapados.

Entonces nos damos de cuenta de que Vila-Matas ha tejido una red nueva. Por muy familiares que nos resulten muchos de los recursos y ardides de su escritura, por mucho que nos sintamos “en casa” leyendo estas páginas, no logramos deshacernos en todo el tiempo de la sensación, sorprendente, cautivadora, de que vamos por un nuevo camino, que hemos emprendido una aventura desconocida, que estamos en una inesperada expedición hacia no sabemos dónde y para la que, otra vez, no tenemos una brújula preparada ni un mapa clarificador.

¿Qué es esto?, se pregunta el lector. Incluso el lector avezado. Incluso el transeúnte habitual de las complejas y diversas avenidas literarias de la obra de Vila-Matas. ¿Adónde vamos? Sin duda, a dar un paseo. Lo que tenemos entre manos es un curioso documental, rodado por un paseante, que asiste, entre la inquietud y un cúmulo de expectativas, a un espectáculo muy fuera de lo común: una ciudad en el corazón de Europa convertida en el escenario provisional de un conjunto de obras de arte de vanguardia que intentan, nada menos, que rescatar el valor del arte en un mundo aniquilado, devastado, perdido. Kassel, como muchas otras ciudades alemanas y europeas, fue destruida por los bombardeos durante la segunda guerra mundial. Hoy es una ciudad perfectamente reconstruida. Ella y tantas otras han renacido de las cenizas. ¿Pero están vivas? ¿Son un mundo viviente? ¿O son simplemente el cuidado escenario por donde deambula una sociedad de zombis? ¿Está viva Alemania? ¿Está viva Europa? ¿Son algo más que un museo? ¿Tal vez un balneario de lujo, donde un mundo decrépito espera impaciente su final?

¿No hay nada vivo en ese conjunto de ruinas? El paseante de Vila-Matas va de aquí para allá, entre las distintas instalaciones de la Documenta (y como personaje díscolo, intentando hurtarse todo lo que puede de su propia tarea como escritor “instalado”), va trazando las huellas y dibujando las impresiones de su atrevido documental, y va constatando que algo vivo respira todavía en los intersticios de esas obras sorprendentes, en principio incomprensibles, siempre con un aire burlón de provocación, desafiando la buena lógica del sentido común, y justo por ese hecho, dotadas de un imprevisto soplo de vida. Descubre así la paradoja de que lo que creemos vivo (el mundo) está muerto, es una fantasmagoría, mientras que lo que damos por fácilmente muerto (el arte de vanguardia), tiene un aliento real de vida. Este descubrimiento no sólo colma la satisfacción intelectual y estética de nuestro paseante solitario, sino que cambia su vida real. Eminente bipolar (entusiasta por las mañanas, depresivo por las noches), el narrador va experimentando un cambio que le sorprende: el impulso secreto y silencioso que le llega de las obras, lo va colmando de vitalidad, hasta el punto de que cada vez experimenta menos esa angustia fuerte de las tardes, que le llevaba a pensar en panoramas negros y horribles.

Contra lo que suele parecer, y contra lo que la mayor parte de la crítica suele creer, el “documental” de Vila-Matas sobre Kassel es una poderosa, y rigurosa, indagación en la realidad de hoy, en las fallas del presente, en esas “fallas” que luego desencadenan los verdaderos terremotos y dejan sobre la gente ese paisaje de cicatrices que es la verdadera marca del mundo. Contra la simpleza de ciertas formas de pensamiento, cabe seguir recordando que no es necesario mancharse los pies de lodo, ni escribir al dictado de los titulares de la prensa, para captar los auténticos resortes de lo real, para diagnosticar el presente, para tener una cierta idea del mundo en que vivimos y cuáles son las verdaderas encrucijadas en que nos movemos.

Con su clásico humor, su ironía cervantina -ya he dicho otras veces, y lo repito, que Vila-Matas me parece uno de los pocos escritores “cervantinos” de nuestra literatura- y una lucidez inédita, que va un poco más allá y un poco más hondo cada vez, con cada nueva novela, el escritor barcelonés nos reitera que siempre es posible emprender una aventura, que siempre podemos mirar el mundo desde un nuevo ángulo, que merece la pena intentar entender lo que no conocemos, incluso lo que no tiene lógica, que en un mundo desquiciado, el arte, al menos cierto arte, aún contiene una débil luz de esperanza, y que en literatura siempre se puede -y se debe- innovar. Enorme lección de un escritor, ya internacionalmente consagrado, que ha decidido no echarse a dormir en los laureles, sino seguir convirtiendo cada libro en un laboratorio literario: como este “Kassel no invita a la lógica”, donde se inventa el documental literario de ficción, y entre cuyas páginas uno se encuentra enteramente a gusto.

El jardín colgante

Con esta novela, que fue Premio Biblioteca Breve de novela en 2012, Javier Calvo demuestra que el sarcasmo no está reñido con la indagación crítica

Javier Calvo (Barcelona 1973), traductor y escritor, es uno de los autores más singulares de la “nueva” narrativa española, si es que tal narrativa existe y esa expresión tiene algún significado.

Javier Calvo se licenció en periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona y cursó estudios de literatura javier calvocomparada en la Universidad Pompeu Fabra. Calvo comenzó a publicar como cuentista y su primer libro de relatos lleva por título Risas enlatadas (2001). En él utiliza ingredientes de estilo muy distintos a los habituales en la narrativa española de su momento: como, por ejemplo, el sampleado (samplear consiste en insertar un fragmento o «muestra» de una grabación existente dentro de otra en la que se está trabajando), recortes de películas, citas manipuladas de otros textos, argumentos comprimidos de otras novelas y una idea de la narración abierta tomada del free cinema y del montaje de cineastas como John Cassavetes. Aquel libro también mostraba una influencia notable de la novela inglesa y del mundo audiovisual, del cine y la televisión; varios relatos tenían como tema precisamente el mundo televisivo.

En esa misma línea se sitúa su primera novela: El dios reflectante (2003), crónica épico-cómica del rodaje de una película de ciencia-ficción en Londres y de cómo la excentricidad de su director, Matsuhiro Takei, tiene consecuencias imprevisibles en la vida del equipo de rodaje y de toda la gente que lo rodea. En sus páginas, el autor repite la técnica del sampleado y la manipulación de fragmentos de películas, así como la de estructurar las partes de la obra siguiendo técnicas de montaje cinematográfico. La novela fue un éxito unánime de crítica y fue traducida inmediatamente al italiano y al alemán.

En 2005, publicó Los ríos perdidos de Londres, su libro más oscuro —compuesto por cuatro novelas cortas, Una belleza rusa, Crystal Palace, Rosemary y Mary Poppins: los ríos perdidos—, en el que utiliza un estilo más denso y recoge influencias no solamente de la narrativa gótica y victoriana, sino también del rock gótico y la estética post punk.

Dos años más tarde publica Mundo maravilloso, intriga cómica ambientada en la Barcelona contemporánea. Su protagonista, Lucas Giraut, es un anticuario con problemas emocionales que se mete en el mundo del crimen para convertirse en la persona que él cree que su padre habría querido que fuera. Para ello se asocia con un grupo de ladrones y falsificadores. La novela quedó finalista del Premio Fundación José Manuel Lara de 2008 y ha sido traducida al inglés.

Después ha publicado las novelas Corona de flores (Mondadori, 2010, Premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón) y El jardín colgante, que le valió el Premio Biblioteca Breve 2012, y que constituyen los volúmenes primero y segundo respectivamente de su “Trilogía de la Muerte”.

El jardín colgante (2012) es una verdadera opereta bufa sobre la Transición española, con los típicos rasgos entre delirantes y esperpénticos de la narrativa de Javier Calvo a plena potencia. Estamos en la España de mediados de los setenta, con el dictador muerto. Arístides Lao, un agente secreto con una mente matemática prodigiosa y acusados problemas de sociabilidad, es designado por el CESID para luchar contra una organización terrorista de extrema izquierda, la TOD, que aspira a desarrollar una actividad de lucha armada “en la línea de ETA o el Grapo”. Lao cuenta con el apoyo del agente Melitón Muria, un fiel escudero con peculiares principios. La misión de esta pareja estrambótica y decadente será contactar con Teo Barbosa, un agente infiltrado en la sección universitaria del grupo radical y que está a punto de pasar al “otro lado”, es decir, al núcleo activo del grupo armado. Estamos en 1977, y en el frío invierno de la Transición española el interés de los telediarios se centra en la caída de un meteorito en Sallent, que inunda todo el país con un polvillo irrespirable. La acción del relato se vuelve cada vez más disparatada e hilarante. Calvo conduce con enorme imaginación y grandes recursos narrativos un relato que, pese a su apariencia disparatada, y a su devenir enloquecido, va dejando posos muy notables, que dejan traslucir una visión muy crítica y certera sobre los verdaderos entretelones de esa ficción “modélica” a la que llamamos “transición española”. Entre verdades dejadas caer como si nada (el papel crucial de los servicios secretos interiores y exteriores en el diseño del artefacto), alegorías bastante logradas (España como un jardín colgante, arrancada de sus raíces) y personajes dignos de semejante opereta, El jardín colgante se desliza poco a poco casi al relato gore. Y lo hace alternando capítulos que dan voz sucesivamente a unos y otros, a policías y terroristas, capítulos escritos con evidente tensión narrativa, que desembocan hacia el final en una especie de holocausto caníbal repleto de muertes y decapitaciones gratuitas, en una vorágine feroz de violencia y salvajismo bien regada con drogas alucinógenas.

Como dice José Navarro en Revista de Libros: “El jardín colgante ha de ser leída con sentido del humor, como una alegoría o una burla hacia la novela policíaca y la novela histórica, repleta de guiños sarcásticos y simbólicos, cuyo tema al final parece ser la identidad, o más bien la pérdida de ella. Aquí no hay buenos ni malos, ni siquiera verdades y mentiras, no hay denuncia social, ni mucho menos una leve esperanza de redención; lo que hay es impostura, traición, vacuidad y manipulación en un mundo irreal y apocalíptico. En fin, El jardín colgante le gustará si le gustan las historias broncas, oscuras y dementes. O las películas de zombis”.

Pero aún así, El jardín colgante no deja de ser también una acertada y rigurosa metáfora sobre la España imaginada y labrada por los artífices de su transición: “Un país concebido como un jardín. Sin las complicaciones que trae el pasado. Sin ideas preconcebidas. Sin heridas. Bien rastrillado y hermosamente autocontenido. Sin caminos que entren o salgan. Sin caminos al pasado o al futuro. Un jardín colgante, desconectado de todas las cosas. La idea es extrañamente fascinante, igual que a veces lo es la idea de la muerte: destruyendo el futuro, se destruye también el pasado. Matar las cosas para que nunca hayan existido. Limpio y fascinante como un hechizo. Un país que no será un país. Será algo nuevo para lo que no existe nombre”.

Ganadora del Premio Biblioteca Breve 2012, El jardín colgante es una novela transgresora y provocativa con la que Javier Calvo se consolida como uno de los narradores que de forma más rotunda han añadido una nueva dimensión a nuestra narrativa, manteniendo a lo largo de una obra muy diversa y ya bastante considerable un estilo inconfundible.

Dietario Voluble

Enrique Vila-Matas dinamita todas las fronteras entre géneros literarios y ensaya la fusión de vida y literatura

Tras la publicación en 2005 de su novela «Doctor Pasavento» y en 2007 de la colección de relatos «Exploradores delDietario-voluble-Enrique-Vila-Matas abismo», Enrique Vila-Matas publicó  «Dietario Voluble», libro que abarca tres años (de 2005 a 2008) del cuaderno de notas del escritor barcelonés. Podría hablarse, por tanto, de la fecunda versatilidad de un autor capaz de transitar por géneros muy diferentes y moverse libremente por los más dispares registros. Pero, en realidad, lo cierto es que lo primero que resulta difícil es aplicar a la literatura de Vila-Matas una separación de géneros que su escritura dinamita a cada paso y trazar fronteras a un escritor cuya obra se caracteriza, ante todo, por borrarlas a conciencia.

Así, “Dietario voluble”, este diario aparentemente caprichoso, inconstante y veleidoso, no resulta ser sino una nueva vuelta de tuerca en el ambicioso proyecto emprendido por Vila-Matas para engarzar, para fundir vida y literatura –que la vida se impregne de literatura, que la literatura se impregne de vida, de forma que se difuminen hasta el límite las fronteras entre ambas–, proyecto en el que el escritor barcelonés alcanza, con este libro, una madurez espléndida. Un libro que, además, nos revela con una cercanía insospechada a uno de los escritores más singulares del panorama literario mundial.

Conforme uno se desliza, con suavidad y delicadeza, por la prosa reposada y elegante de Vila-Matas, y va siguiendo, apunte a apunte, el relato de sus avatares, sus lecturas, sus impresiones, es inevitable que –en un determinado momento– se llegue a la sensación de que narrador, lector y autor se han catapultado a una esfera nueva de la realidad, que ya no es la realidad cotidiana, pero que tampoco es una burda irrealidad: es, de alguna manera, el mundo “bañado” por la literatura, rodeado enteramente por ella, atravesado por ella, poseído por ella. Esta esfera nueva de la realidad es el singular universo literario de Vila-Matas.

Pero hay que evitar tomar esto como un mero experimento. No se trata de coger un fragmento de realidad, una vivencia personal, un viaje o una lectura y “sumergirlo” en literatura, dorarlo con unas cuantas citas, someterlo a unas ciertas reglas de laboratorio. Todo es más complejo. Y menos artificioso.

Vila-Matas escribe, de alguna forma, desde el centro mismo de la escritura. En su mirada sobre lo real ya está difuminada la frontera de lo “real” y lo “literario”. Cuando esa mirada se traslada al papel, y se convierte en escritura, aquella dicotomía se ha fundido ya en una perspectiva completamente nueva.

Basta tomar cualquier entrada del Dietario para percibir ese tránsito impalpable, para constatar ese nuevo horizonte.

Por lo demás, Vila-Matas no se atiene a ningún guión preestablecido ni le hace ascos a ningún tema: el propio hilo de su vida es el que va enhebrando fortuitamente reflexiones que vagan por los senderos más inesperados: la dificultad de regalar y los equívocos que produce, el juego a ser “odiador” en un aeropuerto, la visión de un documental nocturno sobre Pau Riba, la ociosidad y la pereza, el arreglo de un ordenador, la recopilación de los nombres de personas nacidas el mismo año que él, un libro sobre Tricky Dick (Dick el Tramposo, es decir, Nixon), la visión de la película “La vida de los otros”, el fenómeno de los “hikikomori” (jóvenes que, para evitar la presión social, se encierran en casa de sus padres durante años, embargados por la tristeza y sin amigos, durmiendo por el día y viendo la televisión o la pantalla del ordenador por las noches: en Japón ya hay un millón) o la nefasta deriva de Barcelona… todo es válido para la reflexión inteligente, la cita precisa, la búsqueda de la verdad.

Por el Dietario transitan además los lugares de la “geografía” particular de Vila-Matas (Barcelona, París, Nueva York, Praga, México…) o los escenarios de un viaje a lo desconocido (Finlandia, Eslovenia…), los autores que literalmente le obsesionan (Kafka, Walser, Beckett, Borges…) y los que más admira del presente (Sebald, Perec, Magris…), entre los que destacan los Pitol, Bolaño, Villoro o Piglia. La cartografía literaria que dibuja Vila-Matas es tan amplia y poderosa que podríamos decir que nos resuelve de un plumazo el dilema de qué leer en varios años.

“Dietario voluble” es, por todo ello, una lectura literaria de primer nivel, una obra que nos asoma a los problemas esenciales de la literatura del siglo XXI, que nos ofrece siempre un punto de vista nuevo ante las cosas, que fija a su manera un “nuevo” canon literario del presente, sin huir además de ninguno de los problemas cardinales de hoy. Una lectura estimulante, que nos da lo que no esperamos, que desarma muchos prejuicios, que aboga por la inteligencia y nos alerta de algunos precipicios que se dibujan en el horizonte.

Y lo hace con una prosa sin igual, sin un solo atisbo de barroquismo, sin ningún alarde de pedantería, con la erudición justa para exponer temas verdaderamente complejos.

Leer a Vila-Matas es emprender uno de los diálogos más interesantes que se pueden emprender en el momento actual, una conversación interminable donde el escritor barcelonés pone en juego los innumerables recursos de su apasionado compromiso literario. Un diálogo que, aunque parece hecho a salto de mata, y de forma enteramente caprichosa, al final, cuando hemos leído todas las entradas de este magnífico “Dietario voluble”, muestra una insólita coherencia y una cohesión granítica. Vila-Matas demuestra la fortaleza de su apuesta literaria y el lector sale recompensado con un regalo extraordinario. Y ahora que se habla tanto de «autoficción», he aquí un ejemplo de cómo practicarla de forma original y creativa.

50 años de Rayuela

Se cumplen 50 años de la publicación, en 1963, de esta novela iniciática de Julio Cortázar, que arrastra hasta hoy el sello de la polémica

En una carta de finales de los años cincuenta, Julio Cortázar afirma que acaba de terminar la novela Los premios y que yajulio-cortazar está pensando en otra obra más ambiciosa que será, se teme, “bastante ilegible”, una especie de “resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos”. Un año más tarde anuncia que está escribiendo una antinovela. Más tarde utilizará el término contranovela. Aun en estado embrionario Rayuela generó un sinfín de definiciones a cargo de su propio autor: libro infinito, gigantesca humorada, bomba atómica, grito de alerta, el agujero negro de un enorme embudo…

Esa amplia y variada terminología a la hora de definir la naturaleza o el rasgo esencial de lo que se lleva entre manos, anticipa muy bien las dificultades y las polémicas que, tras su publicación, van a rodear siempre a Rayuela. Si en el propio planteamiento de Cortázar hay un ir y venir, una mutación perpetua de puntos de vista y criterios, una duda existencial, por así decirlo, en relación a qué es exactamente lo que está escribiendo, es absolutamente lógico que todo ello acabara desencadenando entre críticos, comentaristas y lectores, un haz de interpretaciones y un juego de términos a la hora de dar a la obra un perfil definido.

Y es que Rayuela nace, desde un principio, con una voluntad de disidencia, de ruptura, de novedad, con un aire de rebeldía -se ha dicho que juvenil o adolescente, aunque yo no lo creo enteramente así- que marcó sin duda una época.

Ya la entrada, el comienzo mismo del libro, suscitó una sensación de novedad o extrañeza, al incluir un cuadro de mando o “tablero de dirección” de lectura y ofrecer al lector al menos dos posibilidades de leer el libro: una siguiendo el orden lógico y otra intercalando en ese orden un conjunto tan amplio y diverso de capítulos como el del relato continuado; capítulos la mayoría breves, incluso muy breves, y que funcionan como una especie de contrapunto (y también de complemento) al relato principal. La idea de juego, tan grata a Cortázar, ya está ahí. O la idea de puzzle, tan grata a Perec. O una cierta reivindicación de la libertad del lector, como correlato a la libertad del autor. En todo caso, un desafío a las normas y a la tradición. Desafío que Cortázar amplía desde la estructura general del relato, desde su singular arquitectura, hasta el propio lenguaje, donde también vemos desplegadas las astucias del juego, las geometrías del puzzle, la libertad narrativa del escritor (que en este caso va muy lejos) y su voluntad de ruptura y novedad.

Aunque la novela, estrictamente considerada, contiene dos partes, una que trascurre en París y otra en Buenos Aires, el mito y la leyenda de la novela, las reseñas y los artículos periodísticos sobre ella, los comentarios de los lectores, y las ideas más comunes se centran en exclusiva en la historia de Oliveira y La Maga deambulando por París, encontrándose y desencontrándose, buscándose y perdiéndose, haciendo el amor en hoteluchos de muerte o asistiendo a las veladas de jazz del Club de la Serpiente. La historia de ese fracaso amoroso con la torre Eiffel al fondo, las aguas del Sena como testigos y la trompeta de Louis Armstrong como acompañamiento, hizo germinar una mitología juvenil, una fiebre, que fue la ola en la que se encaramó la novela, a finales de los sesenta, y hasta principios de los ochenta, convirtiéndola en un fetiche. En un símbolo de libertad… en gran medida ilusorio (como creo que el mismo Cortázar deja entrever en la novela), puesto que Oliveira mismo acaba “expulsado” de aquel aparente “paraíso” y ni siquiera París es ya, a mediados de los sesenta, ese referente cultural y libre que fue los cien años anteriores; o está dejando de serlo, para dar pasos agigantados hacia la insignificancia actual.

No obstante, Cortázar logró imbuir a sus personajes del profundo desasosiego en el que viven, evadidos de su mundo (inmigrantes la mayoría) e incapaces de formar parte ya de otro, que no tiene un lugar para ellos, que los trata con distancia y escepticismo, que los repele: ya no estamos en el París inclusivo de los años veinte. Para Oliveira y La Maga, París es un escenario de estímulos y sensaciones, de lecturas y exposiciones, de sonidos y peregrinajes, pero para nada es ya un hogar acogedor. Y eso potencia su desarraigo, su pérdida, el desasosiego permanente de sus vidas, unas vidas definidas por el inconformismo y una búsqueda permanente.

Oliveira, como lo define el analítico Gregorovius, es un ser “patológicamente sensible a la imposición de lo que lo rodea, del mundo en que se vive, de lo que le ha tocado en suerte… En una palabra, le revienta la circunstancia. Más brevemente, le duele el mundo”, por decirlo orteguiana, unamunianamente. Además, automáticamente, lo racionaliza todo. O lo remite a una espesa red de referencias culturales, una malla de protección. Por el contrario La Maga es toda intuición. El océano de su ignorancia está cubierto por al mar proceloso y espontáneo de sus intuiciones, más certeras casi siempre que las trabajadas y laboriosas elaboraciones intelectuales de Oliveira y sus amigos. A su manera, opuesta a la de Oliveira, ella es también un ser desarraigado, libre, sin patrón, un corazón ambulante lleno de encanto y sueños. Como el aceite y el agua, Oliveira y La Maga se relacionan, pero no se unen, no se disuelven el uno en el otro. La presencia de Rocamadour, el hijo de La Maga, los distancia aún más. El fracaso es inevitable, y Cortázar parece un resignado cómplice y testigo de ello.

Crónica de un fracaso amoroso y vital, novela de amor bañada, enmascarada en una plétora de referencias culturales, que al lector actual le costará bastante seguir, Rayuela ha funcionado, sin embargo, en el imaginario colectivo como un acto narrativo de rebeldía y un estímulo libertario. Funcionó así comprensiblemente hace 50 años (sobre todo en España e Hispanoamérica, donde aún existían un puñado de dictaduras), pero sorprendentemente lo sigue haciendo todavía hoy, con unos referentes sociales, políticos y culturales muy distintos, lo que sin duda habla a favor del espíritu de la novela, de su genuino inconformismo, de su inagotable capacidad de sugestión.

Forma parte del mito de esta novela que «gusta a todos», a pesar de su aire de experimentalismo y sofisticación. Pero no es enteramente así. Por ejemplo, el escritor y ensayista argentino Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967) rompe contundentemente la imagen de esa supuesta devoción universal cortazariana: “¿En qué momento Rayuela se convirtió en un libro leído en la adolescencia y nunca jamás en la adultez? O más aún, ¿en qué momento pasó a ser un texto adolescente? No lo sé. Sé, en cambio, que para mí, y para muchos de mi generación Rayuela nació ya cursi, remanida, llena de recursos demagógicos, y, casi me animaría a decir, sociológica: encarna –igual que Sábato en otro extremo- el gusto de una clase media urbana argentina que se imaginaba en ascenso social, que suponía que, vía a Cortázar y otros como él, accedía a la alta cultura, a la divulgación de la vanguardia francesa, al último grito de la moda de la novela moderna. También expresa el último estertor en que París se pensaba a sí misma –y las clases medias argentinas lo creían- como la capital cultural del mundo. Todo eso terminó, y ahora la clase media argentina sueña con ir de compras a Miami. Y la literatura ya no le importa a nadie”.