El valor de Bolaño

Se cumplen diez años de la muerte, en 2003, de Roberto Bolaño, el gran «detective salvaje» de nuestra literatura.

Cuando hará unos quince años comencé a leer no sólo la prosa, arrolladora y torrencial, de Roberto Bolaño, sinoBolaño_Joven también sus reseñas literarias, sus breves ensayos, sus columnas de opinión, me llamó poderosamente la atención, no sólo su juicio acerado y contundente, no sólo su desenvoltura a la hora de trazar sus filias y fobias (literarias), sino también su poderosa adjetivación sui géneris. En particular, me sorprendió que a algunos autores que se atrevían a transitar por los caminos menos frecuentados, a algunos libros que rompían todos los moldes, Bolaño los calificaba como «valientes». Sorprendido, me preguntaba: ¿qué quiere decir «valiente» en el terreno de la literatura? ¿Es un adjetivo válido? ¿Tiene algún significado? De pronto alguien confería un extraño valor literario a la valentía, pero ¿por qué? ¿Qué relación hay entre valor y literatura?

Cuando apareció «Entre paréntesis» (conjunto ordenado de los textos de crítica literaria publicados en vida por Bolaño, y editados póstumamente por Ignacio Echevarría), el enigma se aclaró de inmediato. Allí, a grandes brochazos, pero también de forma certera, y con las grandes dosis de intuición poética que iluminan toda su escritura, Bolaño ponía énfasis en su concepto de literatura. Escribir es como descender al pozo más lóbrego y oscuro de la existencia. Pasar «una temporada en el infierno», como decía Rimbaud. Es llegar hasta el fondo del horror, y una vez allí, no cerrar los ojos, no hurtar la mirada, no darse la vuelta ni salir corriendo, sino tener el valor de mirar y luego la suerte para conseguir regresar y después la valentía para contarlo todo. La literatura es un ejercicio de valor, porque es un ejercicio de riesgo. Sin riesgo no hay literatura, hay autocomplacencia, hay impostura, hay edulcoramiento, pero no hay literatura. Sólo los que son capaces de descender hasta los últimos pozos del horror, mantener allí los ojos abiertos, bien abiertos, y luego contar lo que han visto realmente, sólo esos son valientes, sólo esos son escritores, sólo ellos crean verdadera literatura.

En «Los detectives salvajes», la obra de 1998 que lo consagró como uno de los grandes escritores de nuestra época, Bolaño cuenta el naufragio trágico y patético de una generación, la suya, una generación empapada de poesía y altruismo, de ideales mal entendidos y peor aplicados, de alegría y generosidad, una generación de jóvenes atrevidos, solidarios y valientes, «cuyos huesos están enterrados por toda Latinoamérica». Víctimas del salvajismo militar o de unos líderes, aparentemente revolucionarios, pero en realidad infames, decenas de miles de ellos acabaron en tumbas sin nombre o dispersos en mil exilios. Hijos salvajes e impúdicos de su tiempo, en rebeldía permanente contra todo, atraídos por la primera vorágine del sexo libre, detectives incansables de los poemas más secretos, vivieron una odisea, llenos de euforia y sueños, antes de estrellarse, sin remedio, contra los terribles arrecifes de la realidad, protagonizando un irremediable naufragio. No todos murieron en él. Bolaño fue un superviviente de aquel naufragio y de aquella diáspora. Chileno criado en México acabó en las costas españolas. Pero siempre supo que aquello no fue sólo un exilio, un cambio de continente, una diáspora: fue un temible naufragio, y nunca apartó sus ojos de él, en todo momento mantuvo los ojos abiertos, la mirada encendida, las pupilas fijas, sin retroceder ni ocultarse, sin olvidar ni tergiversarlo, hasta reunir el valor necesario para contarlo. Y contarlo como fue, como un torrente vital que nunca encontró un buen cauce, que fue alegre y confiado al matadero, con una sonrisa en los labios, con versos siempre dispuestos, con alegría y valor, con ingenuidad y locura, hasta chocar contra las rocas y hacerse añicos. Un auténtico bateau ivre.

En «2666», su gigantesca obra póstuma, Bolaño echa una ojeada, inmisericorde y visionaria, al pasado, al presente y al futuro, en busca de las raíces, de los misterios, de los secretos del mal. Del mal absoluto. De un mal que crece como una hidra y se apodera de todos los huecos del tiempo, de todos los resquicios del espacio, que, como una sombra, acecha todos los rincones de la inocencia para cubrirlos con su velo de horror. Bolaño se apodera del feminicidio de Ciudad Juárez para erigirlo en el monumento contemporáneo del mal.

La obra entera de Bolaño, dice Ignacio Echevarría, «permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse». La define, pues, ese valor, esa valentía, que él siempre buscó como «criterio de verdad» de la literatura.

Una búsqueda que terminó por convertirlo, tras su prematura muerte, en 2003, cuando sólo tenía cincuenta años, en un verdadero autor de referencia. Primero en Hispanoamérica (donde su influjo es ya, hoy día, más significativo y más determinante que el de los autores del boom, sobre todo entre los escritores jóvenes), luego en España (donde tuvo que vencer las numerosas capas de incomprensión que despierta siempre la literatura de riesgo), asimismo en Europa, y desde hace unos años también en el mundo anglosajón, sobre todo en Estados Unidos, donde «2666» llegó a ser considerada por la crítica como la mejor obra literaria del año. Mucho se ha escrito (y no todo favorablemente) sobre esta recepción fervorosa en EEUU: ya Ignacio Echevarría alertó en su momento sobre cómo una parte del stablisment cultural norteamericano estaba procediendo a crear un falso «mito Bolaño», con la imagen deformada de un «escritor maldito» (adicto al sexo, las drogas y el alcohol, cosa que no era) y, sobre todo, «crítico de la revolución», sin duda el aspecto que más les interesaba resaltar. Cierto que Bolaño era un crítico asiduo (y certero) de la izquierda latinoamericana de los años 70/80, pero en absoluto eso era un signo de «conservadurismo», al contrario: Bolaño también tuvo la valentía de no callar ante los errores (y aún los crímenes) de la llamada izquierda «revolucionaria». En eso, como en todo, fue un escritor insobornable.

Nacido en Chile en 1953 (hace ahora también 60 años) Bolaño emigró junto a su familia, por razones económicas, a México en 1968. En 1973 volvió efímeramente a Chile para colaborar con la revolución de Allende, pero tras el golpe de Pinochet fue detenido y se libró por fortuna de males mayores. A su regreso a México fundó y encabezó, junto a otros poetas mexicanos e hispanoamericanos, un efímero movimiento poético de vanguardia (los infrarrealistas), que luego sería la inspiración para los «realvisceralistas» de «Los detectives salvajes». En 1977 dejó México para recalar en Barcelona. Durante casi veinte años vivió de los oficios más diversos, mientras leía y escribía incansablemente. Para sobrevivir comenzó a escribir cuentos para concursos, que ganó y perdió. Con «La literatura nazi en América» y «Estrella distante» se ganó ya cierta reputación como narrador, sobre todo en Hispanoamérica. Pero serían «Los detectives salvajes» (Premio Herralde de Novela 1998 y Premio Rómulo Gallegos 1999) los que lo consagrarían como una de las voces más valiosas del momento, la más innovadora. Una grave enfermedad hepática mantenía sobre su vida una permanente espada de Damocles. Así que, en sus últimos años, escribió contrarreloj y, en cierto modo, a tumba abierta. Publicaba al ritmo frenético de un libro por año: novelas, nouvelles, colecciones de cuentos…, mientras escribía «2666», que casi terminó.

Tras su llorada desaparición, en julio de 2003, su amigo y albacea Ignacio Echevarría publicó «2666» y el libro de ensayos «Entre paréntesis»; y más tarde, el libro de relatos «El secreto del mal» y «La Universidad Desconocida». Años después, se publicaron dos novelas más: «El Tercer Reich» y «Los sinsabores del verdadero policía» Una exposición abierta hasta finales de junio en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona exhibe estos días la parte inmensa de la obra de Bolaño que aún queda por publicar: 14.000 páginas, entre las que se anuncian cuatro novelas inéditas, decenas de cuentos y otras obras fragmentarias y menores, además de cartas personales. Un verdadero botín que alimenta los sueños y las expectativas de los numerosos lectores que Bolaño ha convertido ya en adictos a su obra en el mundo entero.

Estamos pues aún muy lejos de poder calibrar el verdadero valor de este escritor, del que Vila-Matas dijo en su día con razón que «ha abierto nuevos caminos, por los que transitará la literatura del siglo XXI».

En la orilla

La crítica ha sido unánime a la hora de definir «En la orilla», de Rafael Chirbes, como la gran novela española sobre la crisis. ¿Pero lo es?

Tras la escritura, poderosa y esclarecedora, de «Crematorio», parecía lógico, casi obligado, incluso obvio, que aquel en la orillaretrato implacable de la España, delirante y delictiva, de la burbuja inmobiliaria, debía de prolongarse, tras el pinchazo de esa burbuja y el violento estallido de la crisis, con un segundo retrato, igualmente memorable, de esa otra (pero la misma) España, devastada y hecha jirones, en la que chapoteamos ya desde hace un lustro. Sí, de aquellos polvos, estos lodos… , pensamos todos, y piensa Chirbes.

Y nunca mejor dicho, porque el lodazal de un pantano cenagoso a orillas del mar es el preciso y acertado escenario donde se inicia y termina «En la orilla» (Anagrama, 2013), esa segunda parte y conclusión de «Crematorio», con la que Chirbes ha levantado su tremendo díptico sobre la España del presente, un díptico que no aspira sólo a ser un fiel reflejo de la realidad, sino también una reflexión (o el estímulo para una reflexión) sobre la hecatombe económica, social, política, cultural, ética y estética de un país, encaramado a una montaña rusa (o incluso mejor, subido a los lomos de un tigre salvaje), que tras el subidón de adrenalina provocado por un súbito enriquecimiento, cae después por el precipicio de una bancarrota en picado. Chirbes, como Stendhal, «pone el espejo en el camino» para reflejar esa caída; pero su mirada (lo que ve, lo que cuenta) no es sólo un reflejo pasivo, al contrario: más que de realismo yo creo que en el caso de Chirbes conviene hablar de «materialismo», de una mirada estrictamente materialista y despojada de cualquier halo de idealismo, una mirada que penetra en cada aspecto de la realidad con una fuerza animal, sin dejarse seducir ni despistar por ningún oropel, sin aceptar ningún eufemismo ni tender velo alguno que tamice los aspectos más crudos de las cosas, sin rehuir o escabullirse ante los detalles más escabrosos, y aún horribles, de la debacle individual y colectiva.

Un materialismo crudo y duro, sin concesiones, domina el relato de «En la orilla», que, como en «Crematorio», está construido a base de un conjunto de voces que, torrencialmente, vuelcan sobre el lector todo el material, repleto de impurezas, que generan unas conciencias colocadas al límite de sí mismas, al borde de un precipicio, impulsadas por la necesidad de entender y explicarse qué está ocurriendo y porqué, cómo se ha derrumbado este castillo de naipes, y con él, cómo se han roto tantos sueños y mutilado tantas esperanzas, tantas ilusiones. ¿Cómo es que tantas vidas, que se las prometían tan felices, han sido llevadas tan súbitamente a las orillas de la desesperación? ¿Cómo explicar este desastre?

La aparición de un misterioso cadáver descompuesto en el pantano de Olba da origen a la narración y flota durante 400 páginas sobre la textura de un relato que debe dar cuenta de este enigma. Pero más que de un misterio, se trata de una develación. El protagonista, Esteban, es un septuagenario que acaba de cerrar su empresa de carpintería y de despedir a todos los trabajadores, porque ha ido a la quiebra absoluta y total, no sólo de su negocio de madera, sino de todos sus bienes, los suyos y los de su familia, por haberse involucrado con un constructor, que también ha ido a la quiebra y se ha fugado. Pero además de la ruina económica, Esteban tiene que afrontar otras realidades igualmente ruinosas: cuidar de su padre nonagenario, enfermo en fase terminal, que ya ni habla ni reconoce a nadie; enfrentar los reproches, mudos o explícitos, de sus empleados, para los que ahora es un verdugo , pese a que él se sigue viendo más bien como una víctima; capear la degradación social del arruinado, que aún intenta patéticamente disimular ante sus «amigos» su verdadera realidad; ajustar cuentas con un pasado que ha dejado muchas heridas sin curar: no ser querido ni querer a su padre, y sin embargo estar siempre esclavizado a él, malas relaciones con los otros hermanos, un amor perdido en el pasado que acabó siendo la esposa de un amigo; e, incluso, más allá, las cenizas siempre humeantes, nunca apagadas, de la guerra civil, de la que su padre fue un perdedor y un represaliado… Todo el pasado se vuelca como un torrente para componer el cuadro deslabazado de una vida tatuada de insatisfacciones, renuncias, derrotas, y una falsa apariencia de normalidad, que ahora, al final, con la ruina, se derrumba por completo. Y en ese camino se van desbrozando todos los mecanismos de degradación que han acabado permitiendo a unos pocos adueñarse de casi todo, a costa de empujar a los demás al abismo. Chirbes es implacable a la hora de reconstruir los vericuetos y los valores que han permitido que se cree ese coto cerrado de vencedores a costa de llevar a todos los demás a una derrota inapelable. Y cómo esos valores han permeado una sociedad narcotizada de golpe por el culto al dinero, el éxito fácil, y los vicios al alcance de todos: las putas, las drogas, etc. Al hacer el repaso de una vida, desde ese agónico punto final, el protagonista de Chirbes, que no es más que otro moderno «hombre sin atributos», sin nada excepcional, incapaz de tomar el destino de su vida en sus propias manos, no puede ya contemplar la realidad sino desde ese metafórico pantano de aguas pestilentes, ponzoñosas, en el que, desde siempre, se han enterrado todos los desechos de una sociedad, de unos seres, que no han hecho otra cosa que ir hundiéndose cada vez más en su fango tóxico. Historia y naturaleza se funden en ese espacio cenagoso, en cuyos lodos están enterrados y legibles aún los testimonios de tantos crímenes, tantas mentiras, tantos engaños, depósito involuntario y fétido donde se acumula un pasado que emponzoña aún el presente. Chirbes no cree que la debacle del presente sea sólo hija de la voracidad y codicia alimentadas por el reciente pelotazo, sino que tiene raíces más profundas, más vastas, ramificaciones que es preciso ir a buscar más lejos, más hondas.

El problema es que, en todo este periplo, Chirbes se deja llevar en exceso por el voluntarismo, y no ciñe con precisión los límites exactos que convendría dar al relato para que éste funcionase como un mecanismo de relojería, preciso y exacto. Incurre en enumeraciones y reiteraciones tediosas, que más que profundizar en las obsesiones del protagonista, las replica y reitera sin que obtengamos beneficio alguno. El lenguaje, a veces excesivamente henchido, se demora en su afán de exhaustividad, incurriendo en un «exceso de información» que no añade nada importante, pero sí sabotea en cierto modo el curso de la narración. Chirbes intenta meter demasiadas cosas y amenaza a su propia novela con el riesgo del cajón desastre. Y todo eso acaba empalideciendo los logros de una historia que, pese a ello, funciona como un poderoso trallazo en la conciencia del lector. Un trallazo que tendría mucho mayor impacto si Chirbes se hubiera preocupado más de que su torrente narrativo no arrastrara un exceso de materiales innecesarios, y que su potente realismo fuese mucho más depurado. Eso no sólo no mellaría el filo de la novela, sino que lo haría, a mi juicio, más penetrante y decisivo.

El juego serio

Ediciones Alfabia publica la obra maestra de Hjalmar Söderberg, un clásico de la literatura sueca, que ahora cumple cien años

De Hjalmar Söderberg (nacido en Suecia en 1869 y fallecido en 1941 en Dinamarca) apenas si había hasta ahora unel-juego-serio rastro editorial en España, pese a que el escritor sueco era, nada menos, que el autor teatral de «Gertrud», en la que se basó (muy fielmente) Carl T. Dreyer para rodar en 1964 la obra maestra cinematográfica del mismo título. Hace ya décadas Carlos Barral como editor y Gabriel Ferrater como traductor introdujeron en España la novela «Doctor Glas», otra de sus obras mayores, que Alfabia volvió a publicar en 2011. Ahora esta misma editorial publica por primera vez «El juego serio», la obra con que Hjalmar Söderberg dio su adiós a la literatura: una novela fascinante sobre el amor y el destino.

Söderberg nació en Estocolmo en el seno de una familia de funcionarios relativamente modestos. Tras un corto período de estudios en la universidad de Uppsala empezó a trabajar como periodista en diarios de provincias y, más tarde, en Estocolmo. En 1895 escribió su primer libro («Decepciones»), una serie de descripciones del Estocolmo «fin-de-siécle», en la que Söderberg se fija sobre todo en vagabundos desilusionados y personajes decadentes. En la colección de cuentos posterior («Historietas», 1898) Söderberg encontró y fijó lo que sería su estilo peculiar: un lenguaje claro, preciso, escueto y levemente irónico. Tres años después, en 1901, publicó su primera novela («La juventud de Martin Birck»), de claro tinte autobiográfico: en ella describe la infancia, los años de estudio y la vida de un joven funcionario de Estocolmo de finales del siglo diecinueve.

En 1905 publica la segunda novela y, para muchos, su gran obra maestra: «Doctor Glas», una obra que provocó un gran escándalo entre los sectores más conservadores de la sociedad sueca, ya que en ella ataca abiertamente las mentalidades autoritarias y represivas de su país y justifica, en determinadas circunstancias, un asesinato. Obra atrevida e inquietante, fue denostada moral e ideológicamente por el conservadurismo imperante.

En 1906 Söderberg se divorció de su esposa (con la que había tenido tres hijos, a los que difícilmente podía sostener económicamente) y poco tiempo después terminó un largo romance (que convivió con su matrimonio) con Maria Von Platen. De estas dos decepciones amorosas nacería el drama «Gertrud», que medio siglo después Dreyer convertiría en una de las grandes joyas del cine.

También el amargo desenlace de sus avatares amorosos está detrás de su tercera y última novela, «El juego serio», publicada en 1912, hace ahora cien años.

En «El juego serio» (obra de conclusión y cierre de su actividad literaria y, sin duda, título acertado y destacado como pocos), Söderberg narra (apuntalando su historia en experiencias autobiográficas muy recientes, pero también anclando el relato en una realidad histórica muy determinada, que emerge a través de sucesos de gran relieve, como el «caso Dreyfus», la guerra ruso-japonesa o incluso la guerra hispano-norteamericana) la historia de Arvid Stjärnblom, y de los dilemas vitales y morales a que le conduce su amor por Lydia Stille.

Al comenzar la novela, Arvid es un joven, sin grandes recursos pero con vastas aspiraciones, que marcha a Estocolmo con la pretensión de encontrar allí un lugar propio y acorde a sus expectativas. Arvid está enamorado de la joven Lydia, la hija de un pintor, pero prefiere no llegar a ningún compromiso (matrimonial) con ella, a fin de preservar su libertad y su autonomía; arguye como excusasu falta de medios económicos para postergar y evitar una boda que aún no desea.
Pero al dilatar su respuesta y evadir su compromiso, Arvid convoca sin querer al destino. Y así un día se entera de que Lydia ha contraído matrimonio con un hombre mucho mayor que ella. Es un golpe duro, muy duro, para Arvid, que no lo entiende, pero que no tiene otro remedio que aceptarlo, y soportarlo como puede. Tras ese revés, da un giro a su vida. Comienza a trabajar en un diario y conoce a otra mujer, Dagmar, que lo acaba persuadiendo de que se case con ella. Aunque no la ama, Arvid cede, se casa, lleva una vida anodinamente feliz con ella, y tienen dos hijas. Todo parece discurrir por una vía de normalidad cuando, al pasar los años, reaparece Lydia, de la que Arvid nunca ha dejado de estar enamorado.

El regreso de Lydia hunde a Arvid en un mar de dudas y lo enfrenta a un dilema. Söderberg formula ese dilema en términos de una imposibilidad de elegir frente a las imposiciones del destino: «Tú no eliges tu destino -afirma Söderberg en «El juego serio»-, del mismo modo que tú no eliges a tus padres o a ti mismo: tu fuerza física, tu carácter, el color de tus ojos o las circunvoluciones de tu cerebro.Tampoco eliges a tu esposa ni a tu amante ni a atus hijos. Los consigues, los tienes y posiblemente los pierdes. ¡Pero no los eliges». Arvid, que como el propio Söderberg, «cree en el deseo de la carne y en la irremediable soledad del espíritu», se siente maltratado por un destino que se le revela incomprensible y hostil, y que acaba llevándolo a estrellarse contra el muro de la vida.

Toda la obra de Söderberg está teñida por un discreto pesimismo fatalista (hijo de la resignación ante las adversidades del destino), pero modulado por una leve y sabia ironía. La imposibilidad del amor y la incurable soledad del alma son sus grandes temas de fondo. Fue un polemista agudo y un observador exacto y desilusionado, aunque esa visión desapasionada y la distancia analítica nunca excluyen en él la comprensión e, incluso, una simpatía profunda. Su estilo, parco y preciso, está muy trabajado. Su tono frío y firme (opuesto a la grandilocuencia y los fastos verbales del neorromanticismo de la última década del diecinueve) reflejó con gran exactitud la transición de Estocolmo, de una ciudad idílica, apacible y tranquila, en una gran ciudad moderna.

En su época, Söderberg fue considerado el mejor estilista de su generación. Un escritor temáticamente muy vinculado a Strinberg. Con «El juego serio» el lector tiene una gran oportunidad de entrar en el mundo de este gran escritor sueco, a través de una historia que Guelbenzu (Babelia) no duda en calificar como «de serena intensidad y luminosa belleza».

Orgullo y prejuicio

Se cumplen 200 años de la publicación, en 1813, de la novela «Orgullo y prejuicio», de Jane Austen, un relato precursor

La literatura de Jane Austen es de esas que gana frescura, vigor y lectores con el paso del tiempo. Puede ser que elausten fenómeno no sea estrictamente «literario», y que el cine (que multiplica año a año las versiones inspiradas en sus novelas) tenga mucho que ver con su auge y su aparente eterna juventud. No obstante, el hecho real es que sus obras cada vez se publican más y mejor, y que no sólo gana adeptos entre los lectores, sino valor para los críticos, que reconocen en la menuda figura de esta novelista, que murió muy joven (41 años) y apenas abandonó la biblioteca de su casa, una verdadera precursora de la narrativa posterior, y del auge mismo de la novela como gran género literario.

A ello contribuyó especialmente esta obra, «Orgullo y prejuicio» (1813), de la que estos días se celebra su segundo centenario. Esta comedia romántica de costumbres -en la que se inspirarían, de uno u otro modo, todas las posteriores- trazó de alguna manera un nuevo mapa literario, que luego muchos utilizarían como guía. La inteligente, independiente, astuta, divertida y rebelde Lizzie (Elizabeth Beneth), personaje central de la novela, se erigió en una heroína viva, y nada convencional, que derrotó todos los engendros de cartón piedra que forjó la literatura romántica de la época. Y lo mismo puede decirse del contrapunto masculino de Lizzie, el orgulloso, arrogante y, a su modo, atormentado Mr. Darcy, de ánimo cambiante y, sin embargo, íntegro y capaz de afectos profundos. El personaje sería un precedente, un antecesor clave de lo que luego se llamaría el «héroe byroniano», en cuyo molde se forjarían las figuras masculinas más relevantes de obras tan importantes como «Jane Eyre», de Charlote Brontë, o «Cumbres borrascosas», de Emily Brontë.

Aunque publicada en 1813, «Orgullo y prejuicio» se retrotrae a un período anterior: de hecho Jane Austen había escrito una versión de la misma dieciséis años atrás, la guardó en un cajón, y luego la corrigió intensamente hasta dejarla como la conocemos hoy: acabada y perfecta, como un mecanismo de relojería construido con una precisión extraordinaria. Parece increíble que la voz que se oculta tras la narradora fuera, inicialmente, la de una mujer de apenas veinte años inmersa en el mundo de finales del siglo XVIII. El acierto y la serenidad con que dilucida arduos conflictos de la condición humana y reflexiona sobre los vicios y virtudes de hombres y mujeres, más parecen fruto del trabajo maduro de un filósofo sagaz, que de una jovencita que, en medio de una vida tranquila, y dentro de una familia sin grandes conflictos y sencillas costumbres, simplemente aspiraba a «escribir historias emocionantes» para leérselas a sus hermanos.

La familia en la que creció y se formó Jane Austen no tuvo nada de excepcional. Aunque bien es cierto que su madre era una mujer ilustrada, que escribió algo de poesía en los escasos ratos libres que le dejaba la crianza de siete hijos, y que la joven Jane tenía libre acceso a la biblioteca de su padre –un párroco anglicano-, donde desde niña tuvo la posibilidad de recrearse con las más diversas lecturas. Su vida fue intensamente «familiar», y aunque no carecía de «experiencia y conocimiento» del mundo, todo su universo literario discurre siempre en un marco deliberadamente acotado de cuatro o cinco familias del mundo rural inglés, con Londres al fondo. La compleja interacción entre esas familias, sobre todo entre sus miembros más destacados, y los conflictos derivados de ella, constituyen el motor esencial de sus tramas narrativas. Jane Austen era muy perspicaz a la hora de valorar la poderosa influencia que sobre aquellas vidas tenían las diferencias económicas entre unas y otras familias: conocía a la perfección la verdad del aserto quevediano de que «poderoso caballero es don dinero». La ambición de los más pobres por alcanzar la fortuna a través de un buen matrimonio de sus hijas es una constante en su obra. Pero Jane no es en absoluto mezquina, es más, detesta la mezquindad. Sus heroínas jamás actúan y toman sus decisiones deslumbradas o vencidas por los oropeles del dinero, la posición social o la vanidad. No es que desdeñen o ignoren el valor de esas cosas, es que las someten a otros valores superiores. Su inteligencia y su sensatez las lleva a colocar cada cosa en su sitio, y aunque puedan cometer errores de juicio, o dejarse llevar a veces por la pasión, no tardarán en reconocer sus propios errores y restablecer el equilibrio. También su «independencia» es un rasgo singular de estas heroínas, que aun viviendo en un contexto social muy adverso a ellas, sin embargo mantienen un criterio propio y hacen valer en todo momento su opinión y su actitud.

En las novelas de Jane Austen, el matrimonio -quién se casa con quién- suele constituir el centro del drama y de la intriga, pero ello no la empuja a una narrativa puramente convencional. Jane, que no se casó nunca, no tenía precisamente una gran opinión sobre el matrimonio, pero sí intuyó que en torno a él podía reconstruir todo el mundo de anhelos, ambiciones, prejuicios, cobardía, insensatez, valor o mezquindad que mueve a los seres humanos. Y que ello le permitía representar la gran comedia humana, con todos sus soterrados y explícitos conflictos de clase: en Jane Austen descubrimos una visión exhaustiva de la sociedad clasista inglesa, que pervive hasta nuestras días (ver, si no, la película «británica» de Woddy Allen «Macht Point»).

Jane Austen fue, quizá sin saberlo ni desearlo, una verdadera pionera. Sus seis novelas («Sentido y sensibilidad» -1811-, «Orgullo y prejuicio» -1813-, «Mansfield Park» -1814-, «Emma» -1815-, «La abadía de Northinger» -1817- y «Persuasión» -1817-) acabaron formando un verdadero corpus narrativo cuya influencia iría filtrándose y calando, no sólo en la narrativa romántica de su tiempo, o en la novela inglesa posterior, sino en el canon novelístico universal. Austen fue una pionera, no sólo porque fuera mujer, sino también, y sobre todo, por su dominio de las habilidades narrativas, su capacidad para definir personajes y situaciones (a veces simplemente a través de los diálogos; unos diálogos memorables, en los que demuestra toda su maestría) y a la composición misma de sus textos, donde se muestra sorprendentemente capaz de crear mecanismos narrativos de una enorme perfección y eficacia.

Así ocurre en «Orgullo y prejuicio», una novela en la que no sólo gozamos de unos personajes extraordinariamente bien construidos y vivos, sino en la que asistimos a una lección magistral de composición narrativa.

Hay en Austen tanta intuición como talento, tanta audacia como sabiduría. Y aunque a estas alturas de los tiempos su lenguaje pueda parecernos, a veces, engolado y relamido, algo decimonónico, su propio vigor narrativo y sus constantes hallazgos nos hacen saltar por encima de ello, hasta encadenarnos sin remedio al flujo de la narración.

Doscientos años después de su publicación, «Orgullo y prejuicio» sigue siendo -pese a la modestia y humildad de su autora- uno de los clásicos esenciales de la literatura. Un relato precursor.

Las leyes de la frontera

las layesEn su nueva novela, «Las leyes de la frontera», Javier Cercas indaga en el lado oscuro, salvaje, oculto de la transición

Cuenta Javier Cercas, en una entrevista en La Vanguardia, que cuando realizaba el trabajo de documentación para «Anatomía de un instante» (una indagación narrativa, a mitad de camino entre el ensayo y la novela, sobre la transición española, centrada en la figura de Adolfo Suárez y los hechos del 23-F), le sorprendió, y le causó cierta extrañeza, toparse con el hecho de que la información política de la época, muy viva e intensa, compartía protagonismo y primeras planas con la información sobre el mundo de los «quinquis»: delincuentes juveniles y bandas adolescentes, cuyas «fechorías» o «heroicidades (según quién las relatara) rivalizaban en la prensa de entonces (en revistas como Interviú, por ejemplo) con las noticias sobre la Constitución o las elecciones democráticas.

El fenómeno no fue tan pasajero, ni meramente insustancial. Incluso acabó pasando de la prensa a la televisión, y de ahí al cine (con la colaboración de directores tan destacados como José Antonio de la Loma, Eloy de la Iglesia o Carlos Saura) y a la música (Los Chichos, Los Chunguitos…), hasta convertirse en un verdadero «fenómeno de masas». Estos medios idealizaban al quinqui, que normalmente no era más que un pequeño delincuente surgido de los arrabales urbanos creados en los 50 y 60, durante el franquismo, y los erigían en «mitos» juveniles, que encarnaban una cierta actitud de rebeldía frente al sistema y eran, de alguna manera, un símbolo de libertad. Menores de edad, hijos de la emigración (como el Vaquilla, el Jaro, el Trompetilla, el Fittipaldi o el Mini) se convirtieron entonces en una versión española y lumpenizada de Bonnie and Clyde, cuyos golpes audaces y osados (incluidos atracos a bancos) se describían con todo lujo de detalles en la prensa, con un cierto deje de admiración, que alcanzaron su cenit cuando algunos de ellos se convirtieron casi en «estrellas de cine», protagonizando en la pantalla su propia vida: una vida que oscilaba siempre entre pequeños períodos de libertad, reincidencia casi inmediata en los delitos y vuelta a las cárceles, donde transcurría la mayor parte de sus vidas. Años más tarde, el fenómeno pasó, perdieron interés, los medios los olvidaron, mientras los protagonistas agonizaban y morían como chinches, arrasados por la heroína.

Javier Cercas apunta, con tenue trazo, la sospecha de que aquel boom de los quinquis no fue del todo casual en aquellos años. España -recuerda- había vivido un baby boom y existía, a principios de los setenta, un excedente demográfico de jóvenes, muchos de ellos sin trabajo, lo que constituía un caldo de cultivo ideal para que prendiera entre ellos alternativas como la revolución o la violencia (como se ha visto estos días en los países árabes). Cercas no se atreve (para no ser acusado de «conspiranoico) a acusar directamente al Estado o al Sistema de haber fomentado de algún modo este fenómeno y haber canalizado así a cientos, a miles de jóvenes, hacia este tipo de violencia estéril, asociada a una falsa mitología de la libertad, para luego echarlos en mano de la heroína y liquidarlos. Para Cercas, a finales de los setenta, en España hubo «una guerra» muy poco conocida, que fue la de la heroína, cuyo consumo se extendió de forma fulminante entre los años 1978 y 1979. Y trae a colación el testimonio de un profesor de aquella época: «De los treinta muchachos de mi clase en aquellos años no ha quedado ni uno vivo».

En «Las leyes de la frontera», Javier Cercas levanta una ficción, a ratos dura y a ratos romántica, en torno a tres personajes que iluminan y encarnan a la perfección aquel fenómeno, y le dan una vida muy intensa y atractiva, y a ratos verdaderamente absorbente. La novela se cimenta en un «triángulo» muy bien contado: por un lado está el Zarco, un pequeño delincuente, muy duro, que acaba atracando bancos y convirtiéndose en un mito mediático antes de acabar sus días pudriéndose en una cárcel enganchado a la heroína; por otro lado está «el Gafitas», un estudiante acosado, hijo de charnegos, que se liga accidentalmente a la banda del Zarco en un período de su adolescencia, sale de ella relativamente indemne y que, veinte años después, ya como abogado, se encarga de la defensa de aquel ante los tribunales; y, entre ambos, ocupando siempre una posición equívoca, y nunca del todo aclarada, está Tere, una joven de los arrabales, guapa, ceñuda y esquiva, que bascula permanentemente entre los dos, sin que nunca sepamos exactamente cuáles son sus vínculos reales con uno y otro y sus auténticos sentimientos. El escenario de las andanzas de este triángulo es la ciudad de Girona, hoy una pequeña joya restaurada, pero entonces, a comienzos de los setenta, una ciudad destartalada, rodeada de arrabales mugrientos, donde la pobreza, la marginación, la prostitución, la delincuencia y la falta de expectativas alimentaban un cóctel explosivo.

En la novela, Cercas no oculta en ningún momento su intención desmitificadora de aquella figura del delincuente juvenil que exaltaban la prensa, el cine o Los Chichos, a la vez que lanza una poderosa andanada contra el espúreo papel jugado por los medios en la producción artificiosa e intencionada de aquel falso mito libertario.

Novela  bien trabada, construida a base de diálogos y entrevistas, «Las leyes de la frontera» es un relato absorbente, que una vez iniciado ya no se puede abandonar, aunque Cercas va a conseguir mantener en la sombra y sin desvelar algunos de los misterios que agitan la novela. Es su gran potestad como narrador y uno de sus grandes aciertos: al final, toda la verdad nunca se sabe.

Antigua luz

En su nueva novela, «Antigua luz» (Alfaguara, 2012) Banville lleva hasta el límite su idea del pasado como «invención»

Y ningún terreno más fértil, más propicio, para calibrar la certeza de esa idea que el recuerdo del primer amor, el amor adolescente, esa «feliz angustia» que lo altera todo, esa idealización suprema que convierte al objeto amoroso, de carne y hueso, en una diosa a la que se venera sin ninguna restricción.

Ese es el amor que Alex Clave, un viejo actor ya septuagenario, evoca en «Antigua luz». Un amor sin duda singular, pues el joven Clave, de apenas quince años, se enamoró entonces de la señora Gray, la madre de Billy, su mejor amigo. En un cálido verano irlandés de hace medio siglo, Alex y su amante, de 35 años, vivieron una tórrida relación, marcada por los encuentros ocultos, la demanda incesante de sexo, la tiranía de la posesión y el temor a ser descubiertos. Pero desde el principio sabemos, intuimos, sospechamos -pues el narrador nos va dando incesantes pistas, como un Pulgarcito que deja sus migas- que Alex Clave, que tal vez como actor -ya retirado- puede que fuese un memorializador fiable de los textos y las vidas ajenas, como narrador de su propia vida -y más a 50 años vista de los hechos- es un relator más bien incierto, dudoso, voluble, atrapado en todas las añagazas de la memoria, que no vacila en dar firmeza y creencia a recuerdos más que dudosos, imprecisos, imposibles… Si el amor adolescente por una Venus adulta y deseable ya entraña una idealización muy intensa, la reconstrucción que hace la memoria de ella, tras los abismos del tiempo, entra ya en la categoría de la «invención del pasado». Sólo que de ello Alex Clave sólo será consciente al final de la novela, cuando su «invención» sea contradicha por un testimonio que la desfigura y la enmarca, poniendo violentamente al desnudo la irrealidad de esa construcción aparentemente sólida que es una «identidad» sostenida en un relato, tenido por cierto, por real, pero en gran medida falso, inventado.

Pero el amor de Alex por la señora Gray no es la única trama que fluye en «Antigua luz», una novela que tiene vasos comunicantes muy intensos y directos con otras dos obras anteriores de Banville: «Eclipse» (2000) e «Imposturas» (2003). De hecho, Alex Clave es el mismo actor al que ya vimos en «Eclipse» narrar su propio colapso vital y tratar de reconstruir, en su retino familiar, el hilo de una vida truncada, más que por el fracaso profesional, por el rumbo ingobernable que ha tomado su relación con las dos mujeres esenciales de su vida: su esposa Lydia y su hija Cash, aquejada de una imprecisa enfermedad mental y a la que la une un difuminado trauma incestuoso. En «Imposturas», Cash es la joven que convoca en Turín al impostor Axel Vander, un famoso deconstruccionista posmoderno, asentado en California, que esconde un turbio pasado de simpatías nazis, y con el que acaba tejiendo una extraña e impetuosa relación, que finaliza con el suicidio de ella, arrojándose desde la torre de una iglesia sobre las rocas de un acantilado junto al mar.

En «Antigua luz», un perverso y juguetón Banville riza el rizo, y hace que Alex Clave, ya retirado e inmerso en las fantasías de su amor adolescente, sea de pronto invitado a rodar una película ¡sobre la vida de Axel Vander! Mr. Clave, que ignora la relación que su hija tuvo con Vander antes de su suicidio, diez años después de aquel trágico suceso va a caminar toda la novela por el filo del precipicio de una verdad que ansía conocer, pero que aún no logra establecer. En el curso del rodaje de la película, Clave va a trabar relación con una joven actriz, una estrella de cine, que vive el trauma de la reciente muerte de su padre, y que intenta suicidarse -sin conseguirlo- en el curso mismo del rodaje. Llevando el juego de espejos y simetrías y trampas hasta el final, Banville hace que su narrador, Alex Clave, lleve a la joven actriz al escenario mismo de la muerte de su hija, en un intento ciego, desesperado, inútil y tortuoso por alcanzar una verdad que se le escapa, pero que está a punto de tocar con los dedos.

Novela intensa y apasionada, «Antigua luz», como todas las de Banville, teje un nudo a nuestro alrededor, no sólo por lo atractivo de sus tramas, o por sus sugerentes ideas, sino ante todo por el poderío de su estilo y la belleza y precisión de su lenguaje. Maestro de maestros en la escritura de nuestros días, Banville es un escultor de la prosa, alguien que talla una a una las frases de su texto, con una delicadeza, concisión, verdadera originalidad y contenido lirismo, únicos en la literatura de hoy. Una vez más, en esta novela Banville es fiel a su singular divisa como escritor: «La frase es el mayor invento del hombre». Hilando una frase con otra, tallándolas con exquisita perfección, la narrativa de Banville acaba adquiriendo un destello deslumbrante. E iluminados por ese destello, por esa luz incierta, antigua, vamos asistiendo a esa tarea infinita de Penélope que es la reconstrucción narrativa del mundo, en fin , la literatura.

1912: el año crucial

Hace cien años, en apenas seis meses, Kafka rediseñó los límites y las nuevas fronteras de la literatura moderna

Entre agosto de 1912 y enero de 1913, un todavía desconocido Franz Kafka vivió una de esas etapas eruptivas, similar en cierta forma a las de la geología, en las que en un brevísimo plazo de un tiempo intensificado nace un nuevo volcán o se configura una nueva orografía. En ese mínimo lapso, Kafka dibujaría un nuevo escenario y nuevas formas de representación para que la literatura continuara siendo el «viejo topo» que horada las capas más profundas de la realidad, en un mundo nuevo, regido por poderes desmesurados y abocado a catástrofes inminentes (en 1914 estallaría en Europa la primera guerra mundial, una carnicería de dimensiones desconocidas, incluso para un continente que nunca había conocido la paz de forma duradera).

Las etapas de esa erupción están hoy incluso fechadas: el 13 de agosto de 1912, Kafka conoce en casa de Max Brod a Felice Bauer, que sería su prometida durante cinco años, y con la que mantuvo una relación epistolar que Elias Canetti (el premio nobel de literatura) no dudó en calificar como «uno de los grandes acontecimientos de la historia de la literatura». La noche del 22 de septiembre de 1912 de una sola tacada, sin interrupciones, «sin dormir, pero con las piernas dormidas», escribió de un tirón «La condena», un pequeño relato de apenas veinte páginas donde está reunido ya todo el universo de Kafka. Entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912, en sólo veinte días de trabajo intensivo, escribió «La metamorfosis», un relato inconmensurable. Y al mismo tiempo que escribía ese epistolario único, y culminaba dos narraciones extraordinarias, Kafka iba desplegando los capítulos de una novela infinita que nunca concluyó: «El desaparecido», que aquí se conoció durante muchos años con el nombre arbitrario que le añadió por su cuenta Max Brod: «América».

Seis meses antes de conocer a Felice Bauer, e iniciar con ella una correspondencia amorosa única y de una intensidad inaudita, Kafka le había hecho a llegar a Max Brod por carta una pregunta tan sencilla y candorosa como esencial: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?». Pocas veces se habrá formulado con tanta ingenuidad, con tanta precisión y con tanta hondura la esencia misma de la literatura. Y la tarea misma que Kafka le iba a fijar a la escritura, en general, y a su escritura en particular. Quien escribe debe hacerlo de forma apasionada, intentando subyugar, ganarse, apropiarse del otro. Y con una fe infinita, casi ciega, en la lectura del otro. La verdadera escritura nace impulsada por esa voluntad de dominio, de apropiarse del lector, de seducirlo, de arrastrarlo, de secuestrarlo, de «atarlo», como dice Kafka. Una forma de atadura que, por supuesto, es necesario llevar a cabo contando con la voluntad y la aquiescencia del otro. No es la fuerza física la que ata: es la fuerza de la escritura.

El lenguaje es un lazo poderoso, lo sabemos. Pero para «atar» al otro, como pretende Kafka, no vale cualquier nudo. Un nudo hecho sin pasión, sin arte, sin técnica, sin poner en él todo el esfuerzo y la dedicación necesaria, dejará escapar enseguida al lector, será incapaz de atrapar su imaginación, de capturar su atención, de tenerlo varias horas sentado, preso de un libro. En cambio, cuando el nudo está bien hecho, es firme, y ata de verdad, nunca escaparemos ya de su poderosa sujeción. Los desvaríos de don Quijote, las angustias de madame Bovary, las cavilaciones de Raskolnikov, los devaneos dublineses de Leopold Bloom… ya no los podemos abandonar nunca.

No se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay. No se escribe «para contar historias», aunque la literatura está llena de historias maravillosas. Se escribe para «atar» al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse en él, para conmoverlo, para conmocionarlo, para conquistarlo. Kafka se negó a mentir al lector, y su ingenua pregunta es la que se hace todo verdadero escritor: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?».

Su inverosímil correspondencia con Felice Bauer (en los primeros seis meses le envió cerca de trescientas cartas, a un ritmo de dos, tres y hasta cuatro cartas diarias) le confirmaría que cuando uno escribe «con total apertura de cuerpo y alma» la escritura puede realmente «atar a una muchacha», hasta convertirla en un objeto amoroso en el que concentrar todas las energías creativas y vitales. La tensión intelectual y espiritual que domina cada línea de esta correspondencia tiene la misma capacidad de concentración dramática y la misma carga simbólica que cualquiera de sus relatos. Kafka llevó el verdadero poder de la literatura más allá de los límites y los formatos aceptados. Como lo hizo también en su «Diario» (iniciado en 1910) donde cada día Kafka era capaz de esbozar el comienzo de un nuevo relato, de una nueva novela. Prácticamente cada día.

Uno de esos comienzos -normalmente abandonados a las pocas líneas- se prolongó y prolongó una noche de 1912 hasta dar lugar, de madrugada, a «La condena», una historia de padres e hijos, de usurpaciones calladas y de condena, de crueldad y de sacrificio, una historia que nació «llena de suciedades y mucosidades», como si hubiera sido un verdadero parto, del que brotó una criatura literaria que incubaba ya en su seno lo esencial del mundo kafkiano: esa dura e implacable Ley paterna (una Ley que es tanto la Ley divina, como la Ley del Estado, como la Ley patriarcal) que condena sin remisión al hijo a morir (ahogado en «La condena», ajusticiado «como un perro» en «El proceso»…).

También acaba condenado a muerte, a su modo, Gregorio Samsa, el protagonista de «La metamorfosis», la inconmensurable fábula de Kafka sobre el destino del hombre moderno, metamorfoseado en cucaracha, que escribió un mes más tarde. Samsa muere de consunción, se sacrifica a sí mismo tras consumarse su rechazo universal: cuando hasta su hermana lo tilda de «monstruo» y lo condena.

No es ese, sin embargo, el destino inicial de Karl Rossmann, el protagonista de «El desaparecido», la novela de fuste dickensiano que Kafka fue desarrollando en el curso de estos meses de finales de 1912 a partir de un relato, «El fogonero», que había escrito previamente. Karl Rossmann sufre una doble condena y exilio: primero de la casa paterna (los padres lo envían a América tras haber sido seducido por una criada) y luego de la casa de su «tío de América» (por incumplir sus leyes no escritas). Pero, tras muchas desventuras (su trabajo de ascensorista, su esclavitud al servicio de Brunelda) el relato quedó interrumpido precisamente cuando Rossmann parece encontrar en el Gran Teatro de Oklahoma una esperanza de «salvación», ya que allí «todos son bienvenidos» y libres. Pero Kafka no llegó a concluir la novela y a definir su final.

En su espléndido ensayo novelado de título «Kafka» (El Acantilado, 2012), Pietro Citati formula la hipótesis de que la irrupción de «La condena » y «La metamorfosis» (con el triunfo de la dura Lex condenatoria) impidió llevar a Kafka al final optimista inicialmente previsto. Y eso parece confirmarse con el breve apunte de su «Diario», de 1915 (ya en plena carnicería mundial), en el que Kafka señala que Karl Rossmann, el inocente, es condenado a muerte como Josef K. (el protagonista de «El proceso»), aunque «con mano más leve, más bien empujado a un lado que derribado a golpes».

Libertad

¿Es Libertad, de Jonathan Franzen, esa «gran novela americana» del siglo XXI de la que han hablado los medios, con un notable respaldo de la crítica?

No resulta fácil juzgar con ecuanimidad y rigor crítico obras literarias que, de partida, nos llegan precedidas y acompañadas de un apabullante despliegue de marketing promocional y una catarata de reconocimientos y apoyos abrumadora, normalmente de carácter extraliterario. Y ese es, sin duda, el caso de Libertad, de Jonathan Franzen, el escritor que, en efecto, ha protagonizado la vida literaria del último año, y no sólo en Estados Unidos. Portada de la mítica revista «Times» (un derecho reservado por la tradición sólo a los más grandes, y que hace tiempo que no reconocía a ninguno). Respaldo explícito y caluroso nada menos que del presidente Obama (que leyó el libro cuando aún estaba en pruebas, y le otorgó un respaldo político evidente ante el mundo progresista). Lanzamiento comercial como si ya fuera una obra maestra, antes incluso de ser leído. Utilización vergonzante del reciente suicidio de su amigo (y rival literario), el escritor Foster Wallace, como reclamo e, incluso, factor que reforzaba la personalidad literaria del propio Franzen. Y, siempre con la sospecha de que todo esto haya acabado influyendo no poco en el criterio de los reseñistas literarios, un apoyo cerrado, casi unánime, de los medios, desde luego aquí, en España, ya que todos los suplementos literarios han subrayado y reconocido no sólo el valor intrínseco de la novela de Franzen, sino también su derecho a inscribirse, con todas las de la ley, tanto por su ambición como por sus logros narrativos, en esa larga y prolífica tradición de la «gran novela americana», ese tipo exclusivo de obras capaces de enhebrar con un aguja muy precisa un poderoso relato dramático poblado de personajes y conflictos con un fresco hondo y veraz de la historia de Estados Unidos en una época determinada.

Pero, ¿es realmente Libertad esa clase de obra? ¿Es Franzen esa clase de escritor?

Formalmente sin duda estamos ante una novela que, por sus dimensiones (más de 650 páginas), su argumento (la historia de la familia Berglund a lo largo de casi 30 años, adornada con la de padres, abuelos, amigos, vecinos, conocidos, etc., lo que nos remonta aún más en el tiempo), su ambición narrativa (es exhaustiva en la reconstrucción y análisis de todos los hechos claves que jalonan la vida de la media docena de personajes esenciales) y por su afán de retrato político (básicamente una familia demócrata, con sus luces y sombras), aparentemente cumple todos los requisitos para ser inscrita, efectivamente, en la tradición de la gran novela americana.

Sin embargo, cuando tras su fatigosa lectura uno trata de ponerla, no al lado, no junto a obras de Melville o de Faulkner, sino ante otras más recientes, y más canónicas de este modelo, como las de Saul Bellow, Philip Roth, John Updike, etc., inmediatamente la apuesta no se sostiene. Para bien o para mal, Franzen raramente alcanza el registro de aquellos. Puede que a veces sí, que en determinadas escenas o párrafos, en algunos enfoques, alcance una cierta excelencia narrativa y logre penetrar con su bisturí en los rincones más escondidos y dolorosos de sus personajes o en los sótanos más lóbregos de Estados Unidos, pero lo cierto es que la mayor parte del tiempo uno tiene la sensación de que el libro de Franzen apenas si supera el nivel de un telefilme de sobremesa de los sábados de Antena 3, un drama humano con cierto contexto social, con violaciones, divorcios, adulterios, hijos problemáticos, etc., aunque eso sí, gracias a Dios, despojado de toda intención lacrimosa. La novela está tan lejos de ser una verdadera obra maestra, que a uno le lleva a preguntarse muy seriamente por el estado de la crítica que ha intentado erigirla en icono literario. ¿Hasta tal punto ha llegado a perderse la capacidad de discernimiento literario?

La técnica de Franzen es la de la pura acumulación, la de la exhaustividad, la del detallismo extremo, la de contarlo y explicarlo todo. Pero lo mismo que la pura sucesión de los números naturales jamás nos lleva al concepto de infinito, la acumulación exhaustiva de escenas y de prolijas explicaciones no conduce a Libertad a la verdadera categoría de obra de arte. Falta en todo momento esa «cosmovisión poética del mundo» que hace que un relato, corto o largo, alcance la altura, la densidad, el peso, de una obra maestra. Simplemente acumulando bloques no se construye la catedral de Notre Dame.

Dejando fuera, por tanto, esas pretensiones exageradas de inexistente maestría, cabe decir sin embargo que Libertad es una novela aceptable, sin grandes logros formales (Franzen no es ningún innovador en las formas), en cierto modo más decimonónica que del siglo XXI (por su retorno a la exhaustividad narrativa; por dejar cerradas, y no abiertas, las enseñanzas morales), que se lee sin dificultad alguna.

Como en su obra anterior («Las correcciones»), Franzen explora en Libertad la vida de una serie de personajes que se mueven permanentemente en el conflicto irresoluble entre lo que quieren ser (y hacer) y lo que los demás esperan de ellos. Metidos en esa noria sin fin, los miembros de la familia Berglund van descarrilando uno a uno, empezando por el matrimonio de Walter y Patty, constantemente amenazado por la sinuosa presencia de un tercero, el músico Richard Katz, el mejor amigo de Walter, pero también el amante deseado por Patty. Imbuidos todos por «las mejores intenciones» acaban siendo incapaces de adaptarse a la realidad y terminan haciéndose daño unos a otros.

La parte sustancial de la acción transcurre en los años que preceden y siguen al trauma del 11-S y a los dos mandatos nefastos de Bush, sobre los que evidentemente Franzen es muy crítico, aunque ello no nos proporciona una visión particularmente esclarecedora de esa época, por otro lado aún muy reciente. Se agradece, no obstante, que Franzen tampoco sea demasiado complaciente con los demócratas y siembre las suficientes dudas sobre un progresismo que muchas veces no es más que una coartada, política y moral.

No obstante, lo más frágil de todo es el concepto mismo de «libertad» que subyace, como motor y reivindicación de la obra de Franzen, la idea de que todo consiste en “la capacidad de elegir”, un concepto tan pobre y desvaído que, en definitiva, lo reduce casi al ámbito del comportamiento del consumidor ante el mercado. Quizá sea esta pobreza y limitación de las ideas la que explica, en definitiva, la falta de una verdadera «cosmovisión poética del mundo», algo imprescindible para que una obra literaria abra verdaderamente nuevos caminos.

El corazón de las tinieblas

El testimonio que Conrad levanta en «El corazón de las tinieblas» contra el colonialismo europeo en África es uno de los retratos más veraces y profundos, una de las catas más hondas y terribles que ha llevado a cabo nunca la literatura en el largo catálogo de infamias que atesora la humanidad. Pero, por otra parte, el libro de Conrad va aún más allá: a la vez que un viaje a las tinieblas exteriores (la selva, el corazón indómito de África, la brutalidad de la explotación colonial), el relato es un estremecedor descenso a las tinieblas interiores del hombre, a «la locura», al «horror».

Entre 1885 y 1906, Leopoldo II, rey de Bélgica, fue dueño y señor del llamado Estado Libre del Congo, una concesión “privada” hecha por la Conferencia de Berlín, en la que las potencias europeas se repartieron África.

Mientras organizaba (en Europa) congresos y conferencias para discutir los métodos más humanitarios y funcionales para “llevar la civilización y el Evangelio a los caníbales”, con la presencia de intelectuales y sacerdotes –razón por la cual recibía el tratamiento de “redentor de los negros”–, su Compañía congoleña llevaba a cabo uno de los genocidios más brutales y sanguinarios de la historia. Entre cinco y ocho millones de congoleños –la mitad estimada de la población– murió en esos veinte años, fruto de los métodos expeditivos y criminales de la Compañía.

Ésta fijaba a las aldeas, a las familias o a los individuos unas cuotas obligatorias de extracción de caucho, entregas de marfil o de resina de copal, y a quienes no las cumplían los sometía a castigos ejemplares e implacables: quema de las aldeas, secuestro de las mujeres y los hijos, mutilación de brazos y piernas… Se trabajaba sin horarios ni compensaciones: la Compañía no pagaba salarios, todo eran beneficios. El puro terror al asesinato o la mutilación eran la única motivación para trabajar.

Ni que decir tiene que a la vez que exterminaba implacablemente a la población, Leopoldo II se convertía en uno de los hombres más ricos del mundo.

Conrad viajó al Congo belga en 1890 contratado por la Compañía. Sólo estuvo allí seis meses –de junio a diciembre–, pero lo que vio y lo que vivió allí lo transformaron para siempre. “Hasta entonces –dijo una vez– yo había vivido como un simple animal”. Nueve años después, aquella experiencia inolvidable se convertiría en la médula esencial de un relato que habría de convertirse en una de las obras maestras de la literatura universal: “El corazón de las tinieblas”.

La trama del relato es sencilla. Varios amigos esperan en un bergantín anclado en la desembocadura del Támesis el reflujo de la marea que les permita remontar río arriba. Uno de ellos, Marlow –el alter ego de Conrad en muchas de sus novelas, su narrador favorito– comienza a hacer consideraciones sobre lo que sería ese mismo río en el que están anclados –y a cuya orillas se encuentra ahora la ciudad más grande y poderosa del mundo (Londres)–, en los tiempos pretéritos de los conquistadores romanos. Para los civilizados romanos aquel estuario, aquel río, aquellas neblinosas orillas no eran sino el “corazón de las tinieblas”. Y a continuación Marlow engarza esta reflexión con su reciente experiencia en un viaje al Congo.

Por medio de una tía que vive en Bruselas, Marlow consigue el cargo de capitán de un pequeño barco propiedad de la Compañía colonial, con la misión de remontar un gran río –cuyo nombre jamás se menciona– para rescatar a un agente al que, en la estación más alejada de la costa, se supone enfermo y en dificultades. Este agente, Kurz, es uno de los más destacados de la Compañía en su “brillante” misión de intercambiar con los indígenas marfil por baratijas. Desde un principio, Kurz se dibuja como un personaje enigmático (para unos no es más que un loco, ambicioso, trepador y egoísta; para otros, un verdadero líder, un genio). Marlow se irá sintiendo fascinando por el personaje conforme se va aproximando a la Estación Interior, en el corazón de la selva, donde debe rescatarle. Y ese interés obedece cada vez más a la conciencia de que Kurtz ha penetrado en el “corazón de las tinieblas”, ha penetrado en el misterio de la selva, ha convivido –”meses enteros”– con los salvajes, que le adoran como un dios, ha ido “más allá de las aspiraciones lícitas”, despertando en él “olvidados y brutales instintos, recuerdos de monstruosas pasiones”, ha vivido orgías indescriptibles y se ha sumergido en una barberie absoluta.

Kurz, el brillante agente seleccionado por la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes para hacer un informe que sirva como guía y brújula del trabajo humanitario de la Compañía, parece haber sucumbido a los hechizos de los salvajes y a la magia de la naturaleza. Cuando el barco se acerca a la Estación y Marlow descubre hileras de estacas coronadas por calaveras, los presagios se confirman. Kurtz ha edificado un reino salvaje que le rinde culto. Pero Marlow está ya definitivamente intrigado y fascinado por el personaje, y aunque logra su rescate, Kurtz muere en el viaje de vuelta. Sin duda ha vivido una experiencia inimaginable para un europeo, y eso, que espanta a los otros compañeros de viaje, es lo que atrae a Marlow. Para aquéllos, comerciantes belgas, Kurtz sólo merece odio: ha ido demasiado lejos, sus métodos han arruinado el comercio de marfil. Para Marlow, en cambio, es alguien que ha derribado las barreras de la civilización, que ha logrado vivir de nuevo en comunión con las fuerzas primarias, con los instintos básicos, en estado de naturaleza.

El viaje al “corazón de las tinieblas” se convierte así en un doble viaje: en uno de ellos, Conrad relata con detalle la crueldad y estupidez del colonialismo y del imperialismo (ejemplificado en esa escena en que un barco francés dispara desde la costa contra los matorrales de la selva… porque tal vez allí hay salvajes). La codicia, la brutalidad y la ausencia de piedad definen una aventura, que se pretende humanitaria, pero cuya médula es pura y simplemente la depredación.

En el otro “viaje”, Conrad se sumerge a tumba abierta en una indagación de límites imprecisos y desconocidos en ese elemento ignorado y borrado –el inconsciente–, que la “civilización” pretende haber destruido y anulado, pero que Freud y Conrad saben que está vivo y actúa en cada alma, en cada individuo.

“El corazón de las tinieblas” se revela así como una obra de una complejidad y una profundidad inusitada. Sin duda, estamos ante una de las obras claves que inauguran la modernidad literaria.

La obra tuvo en su día un gran impacto político (las denuncias contra Leopoldo II le obligaron a renunciar a su propiedad sobre el Congo, que cedió al Estado belga, quien suavizó la explotación). Pero sigue conservando intacta tanto su fuerza de denuncia como su garra y coraje intelectual. A la vez que se trata de un ejercicio literario de extraordinaria calidad, quizá el mejor de Conrad. Un tesoro imprescindible, que más de cien años después de su publicación conserva toda su actualidad y toda su punzante capacidad de estímulo.

“El corazón de las tinieblas” –dice Sergio Pitol– es un relato poseedor de un misterio inagotable. De ahí nace su poder literario. Podemos estar seguros de que este libro mantendrá un núcleo inescrutable defendido para siempre. Cada generación tratará de revelarlo. Y en ello consiste la perenne juventud de la novela”.

Chejov: banalidad y tragedia

Leer a Chejov sigue siendo uno de los vehículos imprescindibles para conocer el enorme laberinto del alma humana moderna

El 15 de julio de 1904 fallecía, en un balneario alemán, el escritor ruso Anton Chejov. Emparedado entre los grandes maestros de la literatura rusa del XIX (Dostoievski, Tolstoi, Turguenev…) y las vanguardias de comienzos del XX (que en Rusia se sumaron a la revolución de 1917), Chejov pareció, al menos durante algún tiempo, un autor menor. Pero hoy ha vuelto ya a su pedestal de gigante. Sus cerca de mil cuentos, que escribió en el lapso de poco más de veinte años, renovaron por completo el género y han marcado decisivamente la estructura y evolución de la narrativa breve hasta hoy. Y sus obras de teatro se siguen representando en todos los escenarios del mundo. Leer a Chejov sigue siendo uno de los vehículos imprescindibles para conocer el enorme laberinto del alma humana moderna.

Chejov comenzó a escribir relatos cortos para los periódicos mientras cursaba la carrera de Medicina en Moscú. La penuria de tiempo que imponen los periódicos, apenas 24 horas, reducía los plazos de elaboración y entrega al mínimo. Chejov hizo de esta necesidad virtud. Poco a poco fue eliminando de los textos las elaboraciones innecesarias, las descripciones abigarradas, las moralejas explícitas. El resultado fue una prosa limpia, sobria, concisa, que dota al relato de una agilidad sorprendente y una capacidad expresiva no cerrada, sino en expansión. Con ella, Chejov fundó el cuento moderno. Y en ese molde volcó su extraordinaria capacidad de observación, su pericia para seguir el curso de las emociones y los sentimientos que mueven al hombre, su inconformismo ante un marco social que excluye a la mayoría y ante una moral que no repara en el destino de los que excluye: pero también expresó su profundo amor a la naturaleza y su arraigada convicción sobre el inevitable fracaso de los seres humanos en su anhelo de hallar la felicidad.

Chejov nació en una ciudad portuaria junto al mar Negro en 1860, en el seno de una familia numerosa que no alcanzaba a sobrevivir con los escuálidos beneficios del mísero comercio paterno. “En mi infancia, yo no he tenido infancia”, escribió una vez. Muchas veces tuvo que abandonar el colegio para ayudar al padre o simplemente porque no había dinero para pagarlo. Pero a los trece años descubrió el teatro (muy activo y concurrido en aquella ciudad cosmopolita)…. y de ahí emergió su vocación literaria. La dura situación familiar se agravó aún más cuando en 1874 el padre compró una casa que no pudo pagar, fue embargado y huyó a Moscú. El tema de “la casa paterna” que se pierde y pasa a otras manos, será recurrente en la obra de Chejov, demostrando lo profunda que fue aquella herida.

Los buenos resultados escolares del joven Antón le valieron una beca municipal que le sirvió para marchar a Moscú: era el año 1880, y de inmediato decidió matricularse en la facultad de Medicina. Mientras cursaba la carrera con total seriedad, comenzó a escribir para los periódicos relatos brevísimos, de carácter humorístico, pequeñas “caricaturas” que obtuvieron un gran éxito y se fueron convirtiendo, poco a poco, en el principal medio de subsistencia de la familia en Moscú. Con la experiencia literaria adquirida en la confección de esos “cuentos en miniatura”, Chejov fue elaborando una teoría propia del relato breve, del cuento, que condensaba en formulaciones como. “la concisión es hermana del talento”, “el arte de escribir es el arte de condensar”, etc.

En 1884 acabó la carrera de Medicina, “mi esposa legítima, a la que acabé traicionando por mi amante, la literatura”, publicó su primera recopilación de cuentos y manifestó los primeros síntomas de la enfermedad que veinte años después lo acabaría matando: la tuberculosis. Para entonces, Chejov, con apenas 25 años, era ya muy conocido en los círculos literarios rusos, aunque él se sentía todavía “descontento de lo que escribo” (en diez años, decía, nadie lo recordará) y piensa que necesita un revulsivo, un cambio radical. Viaja a la isla-presidio de Sajalín, en el lejano oriente (escribiría sobre ello un demoledor informe, que provocó un notable escándalo) y luego a Europa: Austria, Italia, Francia… A su regreso, compra (para él y para su familia, que en gran parte todavía depende de él) una finca en las afueras de Moscú, Melijovo, donde permaneció seis fructíferos años (de 1892 a 1898) y donde comenzó a madurar una obra literaria que le convertiría en uno de los grandes escritores de todos los tiempos.

En 1898, por razones médicas, Chejov trasladó su residencia a Yalta, la célebre ciudad portuaria de Crimea, a orillas del mar Negro. Allí estrechó relaciones con Tolstoi y conoció e intimó con Gorki. Y hasta allí, cada vez más enfermo, le llegaban los ecos de los aplausos por sus obras de teatro (“La gaviota”, “El tío Vania”, “Las tres hermanas”, “El jardín de los cerezos”) estrenadas con enorme éxito en Moscú y San Petersburgo.

Murió en el sanatorio antituberculoso de Baidenweiler, en la Selva Negra alemana, con apenas 44 años. Raymond Carver, el gran cuentista americano, escribió una magnífica y conmovedora reconstrucción literaria de la muerte de Chejov en su relato “Tres rosas amarillas”, Carver, como todos los grandes cuentistas americanos del siglo XX (Anderson, Babel, Hemingway, Cheever…) aprendieron su maestría de Chejov.

“En presencia de Chejov todos sentían un deseo inconsciente de ser más sencillos, más sinceros, más ellos mismos”, dice Gorki en sus memorias. Ese “impulso moral hacia el bien” que Chejov suscitaba en la gente es de la misma naturaleza que el impulso que late en su obra, solo que en ella el escritor es mucho menos condescendiente.

Como Proust, Chejov no fue un escritor “político”, pero como aquél nos ha dejado un cuadro despiadado e irónico de la degradación paulatina –tanto económica como cultural– de la nobleza terrateniente rusa y un no menos implacable retrato de la “inteligencia” pequeñoburguesa (las clases a las que pertenecen la mayoría de sus protagonistas, que muy pronto la revolución rusa borraría del mapa).

Pero la mirada de Chejov está llena de compasión y ternura hacia estos, sus personajes, que van a naufragar en sus empresas, ya sean económicas, culturales o amorosas. Su prosa, lírica pero sin excesos retóricos, actúa como un bálsamo que impide caer en el pesimismo más negro, del mismo modo que su fino sentido del humor nos veta reírnos a carcajadas de la desgracia ajena. Los personajes y sus actos, en Chejov, son casi siempre banales; y cuando intentan revolverse contra esa banalidad, contra la mediocridad de sus vidas, entonces se abocan a soluciones trágicas: lo banal desemboca en lo trágico. Atrapados en difíciles dilemas morales inesperados, se hunden por sí mismos. Gorki dice de Chejov que “era capaz de revelar el humor trágico presente en el tenue mar de la banalidad”.

“Suena ingenuo –dice Harold Bloom, el gran crítico literario neoyorquino–, y, sin embargo, el mayor poder de Chejov reside en darnos la impresión, mientras lo leemos, de que allí está al fin la verdad sobre la constante mezcla de infelicidad banal y alegría trágica que impregna la vida humana”.