Los Infinitos

Tras “El mar” (2005), y después de tres incursiones en la novela negra, Banville vuelve por sus fueros con una obra extraña y perturbadora

J. Albacete

Desde que en 1973 diera a la luz Birchwood, su tercer libro, en el que abordaba la historia irlandesa sin ningún género de reverencias patrióticas, sino con una lucidez implacable y un humor negro despiadado, Banville ha ido construyendo una obra narrativa de tal calidad, talento y brillantez, que resulta de todo punto necesario colocarlo en la estela majestuosa de ese cometa literario excepcional -el cometa irlandés- en el que viajan Oscar Wilde, James Joyce y Samuel Beckett.

La mirada taladradora, implacable, desnuda de Beckett y su lengua acerada, precisa, exacta. El detalle, lo común, lo cotidiano, elevado a categoría, por un Joyce minucioso, exhaustivo. La sensualidad subterránea y volcánica de Wilde. Banville ha ido integrando y depurando en su prosa las mejores, las más valiosas alhajas de sus predecesores, heredando un botín de una riqueza literaria incalculable. Si a ello le añadimos “el lustre descriptivo, la inmediatez sensual y los argumentos funcionales próximos a Nabokov, Saul Bellow y Updike”, estaremos en condiciones de comprender por qué John Banville se ha erigido, sin duda, en uno de los más sólidos pilares de la narrativa contemporánea, y, como ha dejado escrito George Steiner, “en el más fino estilista de la lengua inglesa, el más inteligente”.

La obra de Banville, que se extiende ya a lo largo de cuatro décadas, atraviesa etapas y períodos muy diversos. Incluso, en los últimos años, y tras la publicación de su obra maestra El mar (2005, galardonada con el Man Booker, el premio más prestigioso de las letras inglesas), el escritor se ha “desdoblado” en dos, generando una especie de heterónimo, Benjamin Black, dedicado a la novela negra. Pero después de tres novelas de BB, Banville ha retornado a su ser con una obra sin duda extraña, diferente, una obra en la que en cierta forma se reinventa, sin dejar atrás ninguno de sus recursos habituales: ya sean sus inmersiones en las mitologías griega y romana, su innegable pasión por Shakespeare, su afición a la pintura del XVII o sus “veleidades científicas”, que incluyen las matemáticas, la cosmología y hasta la física cuántica. Todo eso vuelve a poblar las deliciosas e inquietantes páginas de Los Infinitos.

La novela narra una larga, parsimoniosa y demorada jornada en la casa de Adam Godley, una antigua y decrépita mansión en el centro de Irlanda, cercana a las vías del tren y a un santuario sagrado. Allí se ha reunido todo el núcleo familiar de los Godley por un motivo luctuoso: el viejo Adam ha entrado en coma tras sufrir un ictus cerebral y se espera su muerte inminente. Velando el lecho del moribundo están su segunda esposa, Ursula, sumida en el desconcierto y entregada a la bebida, y los dos hijos de ambos, el “joven Adam”, tan corpulento como inútil, casado con una bellísima actriz de teatro, Helen, a la que constantemente teme perder, y Petra, la hija, una joven mentalmente transtornada que dedica su tiempo a elaborar un catálogo alfabético de todas las enfermedades conocidas. Rodeando a este círculo familiar crepuscular, Banville convoca a otros cuatro personajes: Ivy Blount, la última descendiente de los antiguos nobles del lugar, que ahora es la criada de la casa; Duffy, un campesino que se ocupa de lo poco que queda de ganadería en la finca (y que aspira a casarse con Ivy); y los dos “forasteros”: Roody Wagstaff (un moderno capitalino, aprendiz de dandy, un “rompecorazones” lastrado por su propia ambigüedad sexual, que aparentemente corteja a la angustiada Petra, aunque quien realmente le interesa es el “viejo Adam”, de quien aspira a ser el biógrafo autorizado) y Benny Grace, el más indefinible de todos los presentes, tal vez un antiguo amigo de correrías (no santas) del viejo Adam, pero tal vez otro personaje más numinoso, más “in-humano”, como el dios Pan.

¿Qué hace una vieja “deidad” del panteón mitológico en medio de este núcleo humano, demasiado humano? En realidad, sólo es uno entre los muchos dioses que pueblan este relato. Porque, en efecto, simultáneamente a los “mortales”, Los Infinitos es un libro densamente poblado por “inmortales”. El narrador mismo no es sino Hermes, hijo de Zeus y hermano de Atenea. El propio Zeus, tomando la forma del “joven Adam”, hace de las suyas, y tiene una volcánica relación sexual con la joven y seductora Helen. Las deidades que pueblan la novela no son los distantes y tétricos dioses monoteístas, sino los juguetones y vengativos dioses griegos, con sus perennes querellas, sus disputas interminables y su inveterada afición a inmiscuirse en los asuntos humanos, llevados por su ansia de experimentar una mortalidad que secretamente anhelan, a fin de escapar del tormento insufrible de la vida eterna.

La intromisión de los dioses en el relato -un relato “sin historia”, puesto que apenas ocurre “nada” en las 24 horas en que transcurre-, está en gran medida justificada porque Adam Godley, el “viejo Adam”, les ha vuelto a dar, en cierta forma, “razón de ser”. ¿Cómo? Adam Godley es, en realidad, un eminente físico-matemático que no sólo alcanzó a dar una respuesta satisfactoria al problema de “los infinitos” -un viejo problema de los primeros tiempos de la “teoría cuántica de campos”, cuando se descubrió que ciertos cálculos daban resultados infinitos-, sino que también demostró la existencia de “mundos paralelos”, que no sólo incluyen aquel en el que él existe, sino muchos otros, como el que habitan estos “inmortales”, cuya fascinación e interés por la vida y peripecias de los mortales comprobamos que no ha decrecido en absoluto.

La novela se desenvuelve no en el plano de la acción -aunque algunos ejercicios de remembranza, como los del “viejo Adam”, nos permiten echar una grácil ojeada a su ajetreada existencia-, sino primordialmente en el de un “juego” entre distintos planos, lo que permite a Banville, sin ninguna solemnidad, sin ninguna vacua sacralidad, acercarse a lo que, sin duda, es el tema crucial de la novela: el misterio de la existencia mortal. Un misterio, un enigma, que la novela, más que desvelar, muestra, y lo muestra en todas sus inquietantes facetas. La del “viejo Adam”, que al borde de la muerte, recupera la memoria de su vida y descubre la futilidad de su obra. La de quienes le rodean, que procuran mantenerse discretamente alejados de ese lecho mortuorio mientras chapotean en un mar de dudas, incertidumbres y dramas que son incapaces de gobernar. La existencia “mortal” de muchos de ellos, verdaderos muertos vivientes, seres crepusculares sin timón y sin anclaje, autómatas sin sangre enterrados en un pozo de decadencia. Y, también, la mortalidad como “anhelo” secreto de los dioses, de “los inmortales”, que copulan con los hombres e intervienen en sus asuntos con la secreta intención de experimentar una mortalidad, que a la vez que llena de incertidumbre y angustia la existencia de los humanos, es la base y fundamento último de la vida y del amor, que aquellos anhelan poseer para mitigar su infinito aburrimiento.

Vista desde esta última perspectiva, la inmortalidad, como gran “oferta” exclusiva del bazar de las religiones, como premio exclusivo, queda reducida a la categoría de una bagatela, sobre la que Banville lanza una mirada irónica y conmiserativa.

Novela extraña y perturbadora, de las más “raras” que ha escrito Banville -incluso de las más incomprendidas por la crítica, que tiende a verla como “insustancial”,  “artificiosa” o “falta de cimientos dramáticos”-, Los infinitos es un libro sabio, inquietante, atrevido, hondo, juguetón, y, como la mayoría de los suyos, maravillosamente escrito.

Vila-Matas en estado puro

En «Doctor Pasavento» el escritor barcelonés alcanca registros narrativos que bordean la verdadera obra maestra

J. Albacete

Casi un mes he demorado la lectura de esta novela de Vila-Matas, no sólo por el placer de disfrutarla y saborearla como un vino añejo, sorbo a sorbo, y conservando largo rato en el paladar la consistencia y el aroma de cada gota, de cada frase, sino también por el miedo, por el temor de que se acabara, por la angustia de llegar al punto final y que el «antihéroe» de la novela dejara de deambular de un sitio para otro, dejara de adquirir una identidad tras otra, dejara de desgranar sus pensamientos y sus paranoias, y acabara finalmente «desapareciendo», tal y como es su propósito declarado desde la primera página de este libro magistral, que revela a Vila-Matas como uno de los grandes escritores europeos del presente.

Con Doctor Pasavento, Vila-Matas culmina además uno de los ciclos narrativos más interesante de cuantos se han puesto en circulación en la literatura europea en el último decenio. Un ciclo, casi una «trilogía», podríamos calificarla, que comenzó con Bartleby y compañía, siguió con El mal de Montano y culmina con Doctor Pasavento. Podríamos ampliarla a una «tetralogía» si añadiéramos París no se acaba nunca, pero creo que esta no añade nada importante a las anteriores y es prescindible.

El tema que late en este «ciclo» narrativo vila-matiano es uno de los más recurrentes de la literatura moderna, sencillamente porque está en el corazón mismo de ella: la relación entre literatura y vida, que para Vila-Matas no son dos universos estancos, ni incomunicables, sino más bien dos mundos cada vez más interrelacionados, cada vez más interconectados y entre los cuales no hay ya prácticamente solución de continuidad. La vida es una narración y la narración es la vida.

Las tres novelas de este ciclo son tres aproximaciones a cuestiones relacionadas con ese gran tema central. En Bartleby y compañía Vila-Matas novela, como notas a pie de página de un texto desconocido, decenas de historias de escritores que han dejado de escribir e indaga en sus motivaciones. En El mal de Montano, el protagonista está tan «enfermo de literatura» que decide transformarse en carne y hueso en literatura misma. En Doctor Pasavento, el protagonista, cuyo «héroe moral» es el escritor suizo Robert Walser, desea, como éste, «desaparecer», pasar absolutamente desapercibido. Es tal la repugnancia que le produce el poder y la grandeza literaria, y tan insoportable la esclavitud de tener que soportar la identidad que conlleva la fama, que decide ir retirándose del mundo, cambiando constantemente de identidad, incluso de nombre, cambiando constantemente de residencia, cortando los lazos que le unen al pasado, incluso fabricándose memorias nuevas, para ir así borrando en la lejanía las huellas del escritor reconocido que fue un día. En ese incesante periplo -lleno de humor y de ironía, de sutileza y elegancia, pero también de hondura y angustia- el protagonista, imbuido de su afán de renuncia, llega hasta las puertas del manicomio suizo de Heriseu, donde Robert Wlaser llegó a recluirse durante veintitrés años, hasta que un 25 de diciembre se recostó sobre la nieve, donde lo encontraron unos niños, logrando así disolverse «en la nada».

Pero el protagonista vila-matiano no llega tan lejos, busca su propio camino, continúa con el carrusel de sus identidades nuevas, adquiere por momentos la de otros escritores que buscaron el anonimato (se hace llamar, por ejemplo, «doctor Pynchon», en referencia al gran escritor norteamericano que, huyendo de la fama, como hacía Salinger, vive «escondido» en Nueva York, sin que nadie sepa dónde ni qué aspecto tiene, aunque, a diferencia de aquel, Thomas Pynchon seguía publicando) y que intentan proteger la literatura de la devastación de la fama y del poder. Al final, nuestro borroso protagonista, que no renuncia a seguir practicando lo que llama «el arte de desaparecer» cada vez más, encuentra el consuelo de una escritura mínima, casi privada, en la línea de los «microgramas» de Walser, una literatura que «persigue alcanzar no la realidad, sino la verdad».

Nunca me abandones

La última novela de Kazuo Ishiguro, escritor británico nacido en Nagasaki, es una fábula inquietante, kafkiana, preñada de interrogantes y desasosiego

J. Albacete

Kazuo Ishiguro es una de las figuras centrales de la nueva narrativa británica y, a la vez, un autor excéntrico, alguien capaz de mirar aquella realidad desde dentro y, al tiempo, desde afuera, un observador imbuido de ese principio de «incertidumbre» narrativo, absolutamente moderno, que permite ocupar a la vez dos posiciones, y utilizar esa doble perspectiva para enriquecer y profundizar nuestra visión de las cosas. Ishiguro es autor -desde 1982 a hoy- de seis espléndidas novelas, con las que se ha ganado no sólo un lugar de privilegio en las letras inglesas, sino que le han convertido en uno de los escritores más relevantes del panorama mundial.

Kazuo Ishiguro nació en 1954 en Nagasaki, la ciudad japonesa donde explotó la segunda bomba nuclear americana. Cuando sólo tenía seis años, su familia se trasladó «provisionalmente» a Gran Bretaña, a consecuencia del trabajo de su padre, que era científico. Aquella provisionalidad se fue alargando y alargando, de modo que Kazuo acabó recibiendo una educación íntegramente británica, en escuelas, colegios y universidades británicas, aunque en su hogar familiar continuaban vivas las costumbres y la cultura japonesas y, por lo tanto, el contraste y la extrañeza respecto a un mundo distinto y ajeno.

Kazuo Ishiguro cursó estudios superiores en la universidad de Kent y luego se doctoró en «escritura creativa». Se dio a conocer en los círculos literarios británicos a comienzos de los ochenta, publicando relatos y colaboraciones en diversas revistas, y en 1982 publicó su primera novela (Pálida luz en las colinas), que fue muy bien acogida y ganó un importante premio. Su irrupción plena y contundente en el escenario literario tendría lugar sólo cuatro años después, en 1986, cuando publicó Los restos del día, una lúcida y penetrante visión del «clasismo» de la sociedad británica, encarnada en la historia del típico mayordomo inglés que -en primera persona- va recordando los pormenores que han jalonado su existencia, para acabar constatando que ha malgastado su vida entera de forma estúpida y, lo que es peor, de forma irreparable. Llevada al cine por James Ivory, con Anthony Hopkins y Emma Thompson, la novela recrea magistralmente la toma de conciencia y la impotencia de un hombre que comprueba que ha renunciado a toda su vida a cambio de cumplir lo que creía su deber. La novela recibió el Premio Booker (uno de los mayores galardones de la literatura en lengua inglesa) y la película compitió por los Oscars.

Pero la narrativa de Ishiguro no se quedó «detenida» en ese punto, digamos, de gloria. Y fue evolucionando por caminos muy diversos, y desviándose por sendas cada vez más escarpadas, buscando retos cada vez más difíciles.

Una prueba inequívoca de ello es su última novela, «Never Let Me Go» (Nunca me abandones, editorial Anagrama), publicada en 2005, un relato aparentemente anodino de la vida de unos estudiantes en un internado británico que se va convirtiendo, página a página, en una fábula desasosegante que nos invita, con la mayor delicadeza, a asomarnos a los abismos más hondos y tétricos del destino humano.

El escenario de la novela, en efecto, no puede ser más convencional: Hailsham, uno de esos colegios privados ingleses situados en el campo, entre suaves colinas y frondosos bosques. Sin embargo, Hailsham no es como cualquier centro educativo destinado a educar a la élite británica. Los profesores (llamados extrañamente «custodios») tratan a sus alumnos con amabilidad, aunque a la vez de una forma fría y distante, como si les produjeran cierta repugnacia o incluso miedo; los educan en un entorno singular destinado a propiciar su creatividad artística y los preparan para un futuro «muy importante», pero al mismo tiempo muy poco definido; a los chicos y chicas de Hailsham se les dice constantemente que son «especiales», pero nunca se les aclara muy bien por qué y para qué. Aunque poco a poco sí van sabiendo algunas cosas: que no tienen padres ni familia o que son estériles, y nunca podrán tener hijos. Y a partir de un determinado momento también saben cuál es su terrible condición: no son sino «clones», reproducciones destinadas exclusivamente a la donación de órganos a otras personas que los necesiten.

¿Estamos, en definitiva, ante lo que podríamos llamar una novela de «ciencia-ficción»? Ishiguro lo desmiente. En todo caso, dice, se podría hablar de una «ficción alternativa». Una historia que discurre plenamente en un presente «como el real», «como el actual», pero que pone en juego un posible desarrollo «alternativo» de las cosas.

De hecho la novela renuncia absolutamente a plantearse cualquier diseño de un escenario futurista. Está ambientada en la Inglaterra de finales de los noventa y prácticamente «todo» discurre como si así fuese realmente. No hay tampoco referencias ni científicas ni tecnológicas (pese a ser «clones») ni extrapolaciones de tendencias sociales o históricas (como en Un mundo feliz o en 1984, por ejemplo), entre otras razones porque el relato está íntegramente construido desde la perspectiva de una de las alumnas de Hailsham, como una especie de memorias o confidencias personales: no sabemos nada más que lo que ella sabe, intuye, se interroga, sospecha, reflexiona o habla con sus compañeros. Ishiguro, que siempre ha sido un escritor «elusivo», lleva esa condición hasta el extremo en esta novela, hermosa e inquietante, bellísima y perturbadora, en la que por debajo de la delicada y sutil textura del relato, por debajo de su apariencia amable y del estilo reposado, incluso lánguido, de unas «confesiones», hace discurrir una fábula desasosegante y atroz.

Conforme el lector se va sumergiendo en el relato, la inquietud, la desazón y la angustia crecen: los abismos negros del relato se agigantan y los interrogantes se van abriendo a cuestiones cada vez más fundamentales de la existencia humana, de las sociedades en que vivimos, del destino que nos deparan, de la conciencia y el desconocimiento que tenemos de todo ello, de la vaciedad de las ilusiones que nos hacemos, del irreparable final que nos espera.

Ishiguro ni siquiera lo sugiere. Pero no es difícil leer entre líneas la posibilidad que todos tenemos de ser o haber sido, de alguna forma, «pupilos» de Hailsham. Como ellos, todos aceptamos formas de engaño y sumisión; todos tenemos una visión limitada y confusa de la realidad; todos aceptamos simulacros… Y en cierta forma, casi todos asumimos con estoicismo y resignación -como hacen los pupilos de Hailsham- el destino de renuncia y sacrificio que se nos prepara. ¿Es ese destino resignado lo que Ishiguro quiere resaltar, es decir, se trata de una novela «fatalista»? Todo está abierto a la interpretación en esta obra, en la que el ritmo sinuoso y elegante de la prosa está permanentemente rodeado y envuelto de una densísima niebla, y en la que el flujo temporal, pausado pero constante, con el que avanza el relato está repleto de pequeños fogonazos que iluminan, por breves segundos, auténticos agujeros negros.

Estamos, pues, ante un libro intenso, diferente, de los que duelen, de esos que, como requería Kafka, son «un hacha para romper el mar helado que llevamos dentro».

Se ha dicho que el libro es «una alegoría de la inmanente orfandad del individuo». Pero yo no creo que se trate sólo de una fábula «existencialista». Ishiguro no habla sólo de destinos indivuales ni de la condición humana en sentido abstracto. Aunque los poderosos mecanismos sociales y de clase que articulan y fijan el destino de las ingentes masas no aparecen descritos, ni siquiera insinuados, en ningún momento de la novela, y permanecen ocultos tras las poderosas sombras de los imponentes bosques que rodean Hailsam, cualquier lector mínimamente atento e inteligente puede darles la forma y el nombre que le corresponden. Al final, la fábula de Ishiguro, como las de Kafka, es una fábula sobre el poder, y sobre lo que el poder hace con la gente.

El testigo

El mexicano Juan Villoro ha escrito una de las novelas más complejas, inteligentes y bien narradas del siglo que acaba de comenzar

J. Albacete

Juan Villoro -ya lo hemos dicho- es una de las voces más interesante, singular y compleja de la literatura hispanoamericana de hoy. Sus magníficas crónicas, sus sorprendentes ensayos críticos, sus imaginativos relatos infantiles y sus traducciones, bastarían para catalogarlo como uno de los autores de mayor relieve del presente. Pero Juan Villoro es, también, un magnífico narrador, un narrador que se mueve además con la misma destreza en las distancias largas que en las cortas, tanto en la novela como en el cuento. La cumbre de su narrativa es, sin duda, su novela El testigo, publicada en 2004, galardonada con el Premio Herralde de novela y editada por Anagrama.

En El testigo -su tercera novela y la de mayor calado y ambición- Juan Villoro levanta un formidable edificio narrativo, con tantos niveles y estratos, y tan laboriosamente tejidos, que resulta un verdadero prodigio de composición. Un edificio con sótanos tan profundos y escaleras, patios, pisos, habitaciones, corredores y áticos tan numerosos y diversos que resulta difícil creer que alguien haya logrado integrarlo en un todo, a la vez sólido, comprensible y atractivo. Y Villoro lo logra, aunque el lector pueda llegar a sentirse -en determinados momentos- abrumado por la densidad o perdido en un laberinto del que, sin embargo, no tarda en salir, porque Villoro es un verdadero mago, dotado además de un poderoso sentido del humor.

La novela comienza con el retorno de Julio Valdivieso -un intelectual mexicano de 48 años, un hispanista, que ha pasado la mitad de su vida en Europa (como el propio Villoro)- a un México en el que el PRI acaba de perder el poder después de 71 años. Pero lo que en principio podría sugerir un choque del exiliado retornado con un presente tan sórdido como fascinante, se convierte además en un afloramiento múltiple e inesperado del pasado. El pasado viene a su encuentro con la misma urgencia avasalladora que el presente.

Por una parte, al quitar el «tapón» del PRI emergen inevitablemente los pasajes más ocultos y borrados de la historia mexicana, como las «guerras cristeras» de principios del siglo XX, insurrecciones de católicos fanáticos que buscaban el martirio y fueron aniquilados por el gobierno, y con los que la familia de Julio estuvo relacionada, lo que precipitó su decadencia.

Por otro lado, reaparecen como un pulpo sus antiguos compañeros del taller literario de Barbosa, un grupo de literatos fracasados, que si acaso han triunfado en otros ámbitos (como la televisión, que emerge como un protagonista energuménico de la realidad, con su voracidad y su designio de apoderarse de todo y convertirlo en espectáculo) o sencillamente se han hundido en la miseria. Los primeros requieren a Julio para colaborar en un proyecto que va a ser uno de los más poderosos y constantes ejes vertebradores de la novela: la elaboración de una «telenovela» sobre las guerras cristeras, que se rodaría precisamente utilizando los archivos de la familia de Julio y su decrépito rancho familiar, al que irónicamente Villoro denomina «Los Cominos»:

El retorno de Julio a «Los Cominos» es, por otra parte, el retorno a los recuerdos y escenarios de la vida y de la saga familiar, a las historias y secretos de familia, a los rencores y odios inagotables, a los afectos imperecederos, a la historia de una decadencia llena de escombros. Y, como suele ocurrir, no todos aquellos «fuegos» se han apagado, ni con el tiempo ni con la distancia: y en el alma de Julio hay todavía un rescoldo encendido que el retorno aviva y convierte en llama con suma facilidad: su prima Nieves, su gran amor adolescente, un amor prohibido, con la que hace veinte años planeó fugarse a Europa. Aunque ya muerta, el «fantasma» de Nieves es la presencia más constante de este regreso, el amor perdido, el amor original.

Pero aún hay otro «fantasma» que recorre la novela de principio a fin: el del gran poeta posmodernista Ramón López Velarte (1888-1921), cuyos misterios políticos y biográficos y cuya impresionante obra poética -considerada por muchos como la mejor de la historia de México- pueblan y acompañan -como un relato paralelo, calzado con ingeniosa y matemática precisión- todo el devenir de la historia, que ni siquiera aquí se libra del humor grotesco de Villoro: hay hasta un proyecto de «canonizar» a López Velarte.

Villoro mueve con enorme inteligencia narrativa todo este ingente edificio, poblado con decenas de personajes y de planos superpuestos, sin que la novela encalle y sin que el barco, cargado hasta los topes, se vaya al fondo. Es más, aún tiene tiempo de lanzar una ojeada desolada al presente: a la ominosa realidad del narcotráfico o al faraónico y desmedido universo de los magnates de la televisión…

Novela «total», pero despojada de servidumbres decimonónicas, El testigo es una reflexión global sobre la dificultad casi ontológica de encajar el pasado y el presente.

Juan Villoro: México sin exotismo

Para Villoro el escritor hispanoamericano no debe seguir siendo un cronista de mundos exóticos y realidades fabulosas

J. Albacete

En los últimos 25 años, la literatura mexicana vive una indiscutible etapa de renovación coincidiendo con las convulsiones políticas y sociales que están transformando a un país que vivió más de medio siglo (71 años para ser exactos) bajo la coraza paralizante de lo que Octavio Paz llamó el «ogro filantrópico» (el PRI). Uno de los autores emblemáticos de esa nueva literatura es, sin duda, Juan Villoro. Colaborador habitual de las revistas culturales mexicanas (desde «Vuelta» a «Letras Libres»), autor de relatos, novelas y cuentos que indagan los agujeros negros de la realidad y la memoria mexicana, traductor y ensayista, Villoro es una de las figuras más interesante del actual panorama cultural hispanoamericano y uno de los narradores más brillante del momento.

Hijo del también escritor Luis Villoro, nació en México DF el 24 de septiembre de 1956. Estudió sociología, pero enseguida pasó a ocuparse de temas preferentemente culturales. De 1977 a 1981 dirigió el programa de radio «El lado oscuro de la luna», en Radio Educación. A continuación, marchó a la entonces República Democrática Alemana como agregado cultural de la embajada de México en Berlín durante tres años. Su perfecto dominio del alemán le ha servido para traducir las obras de Schnitzler o los Aforismos de Lichtenberg.

Desde muy joven, Villoro se integró en el mundo periodístico mexicano. De 1995 a 1998 fue director del suplemento «La Jornada Semanal». Ha colaborado con casi todas las revistas culturales de México: «Cambio», «Gaceta del FCE», «Crisis», «Vuelta», «Proceso» y «Letras Libres», en la que es un colaborador asiduo.

Sus cuentos y novelas ya han obtenido un amplio reconocimiento en México y fuera de México. En 1999 ganó el prestigioso premio Xavier Villaurrutia de relatos por su libro de cuentos La casa pierde. En 2004 ganó el Premio Herralde de novela con El testigo, una verdadera obra maestra. Su libro de ensayos Efectos personales, donde analiza la obra de 13 escritores, tuvo un entusiasta recibimiento por parte de la crítica especializada.

En este último libro, Villoro incluyó un interesantísimo ensayo, con el significativo título Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atraso, que refleja muy bien algunas de sus convicciones básicas. «En el ensayo -dice Villoro- traté de reflejar cierta visión de la literatura latinoamericana como un parque temático del atraso, donde son posibles ciertos excesos de la imaginación e incluso de la realidad que serían intolerables en otros países. Me refiero a cierta necesidad de exotismo impuesta desde fuera y que ha inducido una especie de autenticidad artificial, la obligación de una patria exagerada». Esta «obligación», esta necesidad de acentuar el exotismo, ha condicionado la literatura hispanoamericana y llevado a ciertas desviaciones del «realismo mágico» a incurrir en excesos ridículos o patéticos, lo que ha acabado por invalidar el concepto mismo.

«Durante mucho tiempo -afirma Villoro- al novelista latinoamericano se le ha pedido que para poder circular internacionalmente en el mercado de la cultura tenga un timbre de color local más marcado, que sea representativo de una determinada realidad, por encima de su concreta apuesta estética». Para Villoro (como ya lo fue para su compatriota Pitol o para su amigo Bolaño) ha llegado la hora de poner fin a esa consideración de Hispanoamérica como parque temático del atraso, a los hispanoamericanos como personajes exóticos dignos de contemplación y al escritor hispanoamericano como un cronista de mundos exóticos y realidades fabulosas.

Esto no equivale a desentenderse de las realidades y conflictos verdaderos de Hispanoamérica, sino a negarse a seguir tratándola con un determinado enfoque, en cierta forma degradante. Y buena prueba de ello es la obra de Juan Villoro, un autor que no sólo ha demostrado en sus libros y ensayos su voluntad inquisidora de la realidad y los mitos mexicanos sino que, además, es un escritor familiarizado con muchas manifestaciones de la cultura popular, como el rock, el fútbol, la televisión o el cómic. «Una de las paradojas del subdesarrollo -ha dicho Villoro- es que la cultura popular permanece desconocida. Fuera de un círculo restringido de conocedores, no ha sido historiada, ni cuenta con un hit parade que la avale, a veces ni siquiera pasa por el mercado. Pienso, por ejemplo, en los compositores de boleros románticos, en los escritores de radionovelas, en las estrellas de lucha libre en México».

Retazos de esa cultura popular aparecen una y otra vez en las páginas de Villoro, integradas en una poderosa narrativa que tiene a la vez la sobriedad de lo clásico y la tensión, la capacidad de desgarro y la visión descarnada de la mejor literatura de hoy.

La suya es sin duda una de las obras a seguir para quien quiera estar al día de lo que se cuece en el suculento fogón de la literatura en lengua española en la América de hoy.

Café San Marcos

En «Microcosmos», Claudio Magris rinde un homenaje conmovedor a los viejos cafés literarios de Europa

Buena parte de la vida literaria de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX tiene su escenario natural en los grandes cafés europeos: en Viena, París, Zurich, Milán, Berlín, Bruselas, Praga o Trieste, el café es el ámbito en el que se desenvuelve y teje una rica tela de araña, con la literatura como gran tema de indagación. El escritor no es aún ese ente privado de hoy, cuya aparición pública está restringida a lo que le dictan los calendarios académicos o promocionales. No hay todavía un marketing que rige la vida del autor y sus apariciones públicas. Ir al café, charlar con conocidos y desconocidos, narrar y escuchar historias y anécdotas, conocer gente, ver sus ideas contrastadas y refutadas por otros, compartir sueños, ilusiones y esperanzas, sentir la emoción, la tristeza o el dolor o la alegría con los demás, en un escenario público, abierto, donde uno no tiene el control de todo, ni es el máximo soberano indiscutido, fue durante todo un siglo parte sustancial de la «educación sentimental» de los escritores, y quizá uno de los mayores viveros de su propia «experiencia» literaria, esa marmita en la que se gestan lo que luego serán poemas, novelas, ensayos o piezas teatrales.

En Microcosmos, Claudio Magris rinde un homenaje conmovedor a esos cafés, en los que se desenvuelve no sólo la vida literaria, sino la vida en su sentido más amplio, rememorando el ya casi centenario Café San Marcos de Trieste (su ciudad natal y una de las capitales europeas con mayor pedigrí literario). Fundado (o mejor sería decir «abierto») en 1914, cuando la ciudad está todavía bajo dominio austriaco, en vísperas de la gran guerra, el Café San Marcos es para Magris «un arca de Noé», donde hay sitio -sin prioridades ni exclusiones- para todos: no sólo caben todo tipo de parejas, sino también los que no la tienen, dice con tierna ironía. Recorriendo la fisonomía peculiar del café, su decoración, su estructura, su historia y, sobre todo, su singular «fauna», Magris alcanza a construir un relato verdaderamente prodigioso, que es a la vez una antología de la experiencia humana y un canto lleno de nostalgia a esas vidas que hayan en el café un fulgor especial antes de sumergirse por completo en el anonimato y el olvido.

Hablando de las «máscaras» que decoran una parte del café, Magris recrea, por ejemplo, la memoria de Timmel, un pintor vagabundo, nacido en Viena, que en los años treinta llega a Trieste «para completar su autodestrucción». Mientras su mente se va deshilachando con la bebida, y antes de acabar recluido en el manicomio, Timmel pasó algunas tardes «lúcidas» en el Café San Marcos, pintando y regalando algunas obras maestras y dando cuenta de su propia aniquilación en su «Cuaderno mágico». «mezcla -dice Magris- de fulgurantes destellos líricos y de espasmos verbales próximos a la afasia, …» movido por su deseo de «borrar todos los nombres y todos los signos que enredan al individuo en el mundo».

El café es el escenario de todo tipo de dramas, confesiones, juegos y expresiones de la devoradora nostalgia. Magris da cuenta, con magistral concisión, de algunas de ellas: «En el fondo, estaba enamorado de ella, pero no me gustaba, mientras que yo le gustaba, pero no estaba enamorado de mí, dice el señor Palich, nacido en Lussino, sintetizando una atormentada novela conyugal»

El café, dice en otro momento, es una «academia platónica»: en esta academia «no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto. Se puede charlar, contar, pero no es posible predicar, dar mítines ni clase». «Entre estas mesas no es posible hacer escuela, crear alineamientos, movilizar seguidores e imitadores, reclutar discípulos». El Café San Marcos es un verdadero café, concluye Magris, no uno de esos «pseudocafés» en los que sientan sus reales una única tribu (y poco importa que sea de señoras bien, de jovenzuelos de bonitas esperanzas, grupos alternativos o intelectuales al día). «Toda endogamia es asfixiante» y enemiga de la vida, que es mestiza por naturaleza y por definición.

Sentado en el café se está como en un viaje: como en el tren, en un hotel o cuando se pasea, se llevan pocas cosas, no se carga ni siquiera con el peso de la vanidad personal, se es uno más. En el café «las horas fluyen amables, despreocupadas, casi felices», dice Magris, a quien se adivina una sonrisa pasajera de melancolía al escribir estas palabras.

Los cafés son además una especie de «asilo para los indigentes del corazón», refugios donde los desconsolados encuentran un amparo siquiera sea provisional contra las asechanzas de la intemperie. Y mientras dura su desazón, se convierten en extraordinarios narradores de historias. Todos los deslices: tanto los sentimentales, como los patrióticos, encuentran aquí oídos dispuestos a escuchar, aunque no imposibles remedios salvadores. Como dice Magris, «En el Café San Marcos, uno no se hace la ilusión de que el pecado original no haya sido cometido y de que la vida sea virgen e inocente».

Novelar la vida, novelar el mundo

El Nobel premia a un escritor que cree el el poder libertador de las ficciones y es un baluarte mundial de la literatura en lengua española

J. Albacete

En La verdad de las mentiras -uno de sus últimos libros de ensayos literarios-, Vargas Llosa reflexiona sobre ese extraño, casi incomprensible fenómeno -incomprensible a la luz de una racionalidad puramente positivista- por el cual la ficción literaria, que desde el punto de vista empírico es eso, pura ficción, pura fabulación, o por decirlo llanamente «mentiras» extraídas de la imaginación, sin embargo es capaz de contener y transmitir un poderoso aliento de verdad. Es más, para Vargas Llosa, no hay verdadera literatura, auténtica ficción, sin ese anhelo de verdad. Y como la verdad, o mejor dicho, la búsqueda de la verdad es -en la concepción más íntima y profunda de Vargas Llosa- una experiencia liberadora, un camino necesario para alcanzar la libertad, toda su literatura consiste en una amalgama -a veces más lograda, a veces menos- de esos dos ingredientes: una ficción que contiene un auténtico anhelo de verdad y que, por ello, se acaba convirtiendo en un camino abierto hacia la libertad. La literatura puede, debe tener, en ese sentido, un carácter «libertario».

Pero, ¿qué verdad busca la literatura? La verdad sobre la vida, la verdad sobre el mundo. Y esa verdad es tan válida si se extrae de la existencia de Agamenón como de la de su porquero, si el mundo que se indaga es el Nueva York posmoderno o la selva peruana. Esa es una verdad palmaria que ya había comprendido la gran literatura del siglo XIX, pero que profundiza y desarrolla, hasta sus últimas consecuencias, la literatura del siglo XX: el Dublín por el que deambula Leopold Bloom en Ulysses o el ínfimo condado sureño de Faulkner y su cuadrilla familiar de los Snopes son más que suficientes para llevar a cabo una indagación esencial sobre la vida y sobre el mundo.

Vargas Llosa -desde su primer cuento, desde su primera novela- encuentra que ni siquiera tiene que ir tan lejos. Su propia vida, su propio mundo, ya son suficientemente novelescos. En su vida familiar, escolar, social, política, cultural… y en el complejo y turbulento universo social y político del Perú hay -para un fabulador total, como él- materiales más que suficientes para indagar en todas las cuestiones esenciales de la vida, en todos los aspectos relevantes del mundo; y para plantearse todas las encrucijadas de la libertad.

Así, el ciclo inicial -y esencial- de sus novelas no va a ser otra cosa -como en cierta forma ocurre, paralelamente, con el caso de García Márquez- que una fabulación autobiográfica. En La ciudad y los perros (1962), su primera novela, su primer reconocimiento literario (Premio Biblioteca Breve), su inicio y ya su consagración como narrador, Vargas Llosa recrea su paso por el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, donde lo metió su padre a los catorce años para mitigar su rebeldía. En La Casa Verde (1965) narra un complejo de historias «oídas» en su infancia, cuando vivía con su familia materna en la ciudad norteña de Piura y cursaba todavía la enseñanza primaria. En Conversación en La Catedral (1969) -su verdadera «opus magnum»- reconstruye sus años juveniles, su ingreso en la universidad de San Marcos, sus pinitos políticos con el grupo Cahuide (vinculado al partido comunista), sus inicios en el periodismo, su enfrentamiento con el padre y su ruptura con la vida familiar, todo ello en el marco de la dictadura de Odría y de los diversos intentos para derrocarlo.

La médula esencial de todos estos relatos es la rebelión contra la tiranía, ya sea la tiranía militar, política, familiar, paternal, económica, étnica, sexual, o cualquiera que sea su fuente o su causa. Aunque Vargas Llosa es de origen esencialmente criollo, su literatura, sobre todo esta literatura inicial, es radicalmente mestiza. Ninguna raza, ninguna étnia, ninguna clase social, están excluidas de la narrativa de Vargas Llosa; ninguna está tratada con distancia o con desprecio. Lo único que Vargas Llosa odia y desprecia, con todas sus fuerzas, es la tiranía, que, por desgracia, tantas veces logra imponer su férula, doblegar voluntades y destruir expectativas. Más tarde, en una segunda etapa, a mi modo de ver menos lograda, Vargas Llosa irá incorporando otros «blancos»: el fanatismo, la intolerancia, la discriminación…, siempre en una continuada línea ética de carácter libertario.

Podría decirse que en cierta forma Vargas Llosa perpetua en su narrativa el fondo ético y la voluntad reformista de la mejor narrativa burguesa del siglo XIX. Y él mismo no ha dudado ni un momento en colocarse en la estela de los Flaubert, Balzac, Zola, Hugo, etc. Pero, sobre esa línea de continuidad narrativa -un filón que muchos escritores dieron por muerto-, Vargas Llosa opera una transformación esencial: le aplica las nuevas técnicas narrativas que, desde principios del siglo XX, han revolucionado por completo el universo literario.

Pocos escritores de la lengua española han llegado a tener un dominio tan abrumador y tan consecuente de esas técnicas, con las que, por ejemplo, en Conversación en La Catedral, Vargas Llosa llega a hacer una exhibición literaria portentosa.Desde la fragmentación narrativa y la liquidación de la estructura lineal del relato a la construcción de éste como una suma (o mejor, un contraste) de perspectivas diversas. La eliminación del narrador omnicomprensivo y la multiplicación de los focos discursivos. La superposición de voces temporal y espacialmente diferenciadas. La narración como un puzzle que el lector tiene que montar. La realidad y certeza de las cosas como elementos no dados ni seguros, sino que es necesario interpretar, dilucidar… Los dilemas éticos de los personajes como «conflictos» en los que el lector se ve inevitablemente implicado.

En este «primer» Vargas Llosa (al que podemos añadirle, amén de las novelas ya citadas, Pantaleón y las visitadoras, de 1973, y La tía Julia y el escribidor, de 1977, relatos también ligados a sus experiencias autobiográficas, aunque de menor entidad literaria), la búsqueda de la verdad, el afán libertario y la experimentación y renovación literarias van intrínsecamente unidos.

En sus obras posteriores -ya a partir de los años ochenta- ese vínculo inicial se rompe. Las novelas ya no se inspiran en fuentes autobiográficas, sino documentales, y pierden esa fuerza vivificante que les otorgaba la cercanía a lo vivido. Predomina un cierto esquematismo ideológico que moldea y en cierta forma acartona el relato. Y correlativamente, se van abandonando los «experimentos» narrativos (en realidad, los grandes avances literarios) en pos de una linealidad y una inteligibilidad mayores. Vargas Llosa cede ante la presión de la universalidad creciente de su obra y se dirige a públicos cada vez más vastos. Como gran «rompeolas» del boom hispanoamericano, ya es un novelista de dimensión mundial. Junto a García Márquez y Carlos Fuentes ha protagonizado la hazaña de convertir la narrativa en lengua española en una lectura atractiva en todo el planeta. Una heroicidad que es indiscutible y que tiene un valor enorme.

Pero sí, a partir de los años ochenta, hay un giro «conservador» en la narrativa de Vargas Llosa. ¿»Conservador» en qué sentido? En el sentido literario del término. Más formalismo narrativo. Menos riesgos. O riesgos acaso mucho más calculados. Linealidad. Clasicismo. Una arquitectura narrativa más hierática. Más ideología y menos ambigüedad. En cambio, lo que permanece inalterable es su designio libertario. Ni una sola de sus novelas ceja en su afán de combatir la tiranía, las imposiciones, la opresión, las discriminaciones… Hasta en su última novela, a punto de aparecer estos días, Vargas Llosa insiste en fustigar los desmanes y las atrocidades del colonialismo europeo en África. Ese es el sello inconfundible de su narrativa: ese afán de novelar la vida, de novelar el mundo, en busca de la verdad; porque con ella, siempre, se abre el camino de la libertad.

En todo caso, y lejos de ir sumergiéndose en el ocaso, como suele ser la norma, la narrativa de Vargas Llosa mantiene, hasta hoy, un vigor digno de elogio. Su prosa sigue siendo persuasiva, elocuente, engatusadora. Y nunca da gato por liebre.

Por otra parte, la faceta novelística -con ser la esencial- no agota en absoluto la totalidad de un personaje poliédrico, que es también ensayista literario (sus trabajos sobre García Márquez, Onetti, o Flaubert, son referencias ineludibles), un articulista y un polemista de primer nivel (donde brilla con todo su esplendor su enorme capacidad de persuasión), un notable pedagogo (la concesión del Nobel le «sorprendió» dando clases de literatura en la universidad de Princenton), una figura pública comprometida en infinidad de causas, un notable académico de la lengua y, por encima de todo ello, un embajador permanente de la hispanidad y de la lengua española en el mundo.

Un estúpido debate, derivado de la rebatiña política española, ha intentado dilucidar estos días en todos los medios de prensa si Vargas Llosa era «de derechas o de izquierdas». Amén del afán inutil por apropiarse de su figura y de su prestigio, de sus inagotables dimensiones, se trata de un debate mezquino. Vargas Llosa pertenece a la hispanidad y a la lengua española. Esa es su vertiente indiscutible. La única que merece la pena resaltar en esta hora.

El loro de Flaubert

«La palabra humana es como caldera rota en la que tocamos música para que bailen los osos, cuando querríamos conmover a las estrellas»

J. Albacete

Al menos media docena de veces a lo largo de su libro El loro de Flaubert (1984), el escritor británico Julian Barnes, recuerda y reproduce estas palabras del escritor normando. Son una expresión más de la admiración que le suscita Flaubert, una admiración que le lleva a viajar a Rouen, persiguiendo cualquier huella que le permita aproximarse al enigma del autor de Madame Bovary, rastreando los escenarios de su vida, indagando las encrucijadas de su existencia, reconstruyendo sus momentos claves, explorando sus misterios y sus contradicciones, intentando, en fin, hallar la respuesta de Flaubert a la ecuación Vida y Arte.

De todos los grandes textos de la narrativa británica de los últimos 25 años, quizás éste sea uno de los más «extraños», de los más «excéntricos». Por una parte, porque no deja de ser una verdadera «novedad» ver a un gran escritor inglés rindiendo semejante tributo de admiración hacia un autor «del otro lado del Canal», dada la enorme «rivalidad» no sólo política sino cultural entre ambos países, una rivalidad que está muy lejos de haber cesado. No sé si será casualidad o no, pero hasta hoy Julian Barnes ha sido un autor mucho más premiado en Francia que en Gran Bretaña, donde se ha quedado tres veces a las puertas de obtener el Booker Prize, el mayor galardón de las letras anglosajonas: ¿un «merecido» castigo por su «francofilia»?

Pero no es esa su única ni su principal fuente de extrañeza: El loro de Flaubert es un texto de difícil definición literaria. No es un ensayo sobre Flaubert, ni lo pretende: y, sin embargo, ¿hay muchos ensayos sobre Flaubert mejor que éste? No es un libro de «chismografía» flaubertiana, y sin embargo hasta los más curiosos e insólitos «chismes» sobre Flaubert tienen cabida en este libro, que garantiza el entretenimiento hasta para aquellos que, a priori, pìensan que no están interesados en las entrañas de un literato. Tampoco el libro es exactamente una «guía» moderna sobre el mundo interior y exterior de ese universo que llamamos Flaubert, pero difícilmente el lector encontrará una «hoja de ruta» mejor elaborada que esta para adentrarse en aquel.

El loro de Flaubert es, además, aunque no lo parezca, una «ficción», una novela, un relato, con un narrador (el doctor Braithwaite), de quien no sólo conocemos su apasionada atracción por el mundo de Flaubert, sino también algunos episodios cruciales de su propia existencia.

De modo que Julian Barnes nos pasea por uno de esos delicados alambres que constituyen lo más novedoso de la ficción moderna: una novela «literaria», que no tiene miedo de serlo, amena, curiosa, interesante, y sin eludir los grandes temas: la literatura como destino, el perfil singular de un genio de las letras, sus relaciones con el amor, el sexo y la muerte, y en última instancia, la naturaleza de las relaciones entre Vida y Arte, vistas no como un problema teórico y abstracto, sino en el caso específico de «el idiota de la familia» (como le llama Sartre, en un famoso ensayo, que le consumió diez años de vida). Flaubert da para esto y para más, porque se trata sin duda de uno de los grandes genios literarios del realismo del XIX y uno de los mejores escritores de todos los tiempos.

El loro de Flaubert está publicado en la colección Compactos de Anagrama, donde también se encuentran editadas la mayor parte de las diez novelas que ha escrito hasta hoy Julian Barnes (Leicester, 1946), sin duda uno de los escritores británicos contemporáneos digno de ser leído.

Anatomía de un instante

El libro de Javier Cercas sobre el 23-F apasiona y conmueve, pero no alcanza a descifrar los verdaderos enigmas del golpe

J. Albacete

Si con Soldados de Salamina (2001) Javier Cercas provocó un gran revuelo literario, por su forma novedosa (novedosa en España) de integrar realidad y ficción en un texto estrictamente literario y por su forma, también singular, de enfocar el conflicto de la guerra civil española, con Anatomía de un instante (2009), crónica estricta del golpe de Estado del 23-F que funciona en los hechos como una «novela», da un paso más adelante en esa ruptura definitiva de fronteras y mestizaje absoluto de géneros que caracterizó a la literatura en los últimos decenios del siglo pasado y sigue siendo uno de los «caminos» por los que transita en este comienzo de siglo. El libro de Cercas fue valorado como la mejor obra de ficción -por unos- o de no ficción -por otros- del año 2009 en España, y acaba de obtener el Premio Nacional de Narrativa.

«En la primavera de 2008 -dice Javier Cercas en el prólogo del libro- decidí que la única forma de levantar una ficción sobre el golpe del 23 de febrero consistía en conocer con el mayor escrúpulo posible cuál era la realidad del golpe del 23 de febrero». Y más adelante (después de meses y meses de indagar todo lo indagable, leer todo lo leíble, entrevistar a casi toda persona viva relacionada con los hechos) concluye: «comprendí que los hechos del 23 de febrero poseían por sí mismos toda la fuerza dramática y el potencial simbólico que exigimos a la literatura y comprendí que, aunque yo fuera un escritor de ficciones, por una vez la realidad me importaba más que la ficción o me importaba demasiado para querer reinventarla sustituyéndola`por una realidad alternativa, porque nada de lo que yo pudiera imaginar sobre el 23 de febrero me atañía y me exaltaba tanto y podría resultar más complejo y persuasivo que la pura realidad del 23 de febrero».

Bajo esas premisas, el libro de Cercas nace pues como un monstruo bifronte: por un lado, se presenta como un relato fidedigno (a mitad de camino entre la crónica y el ensayo) del 23-F; por otro, como una «novela» sobre el 23-F en la que (como en A sangre fría, de Truman Capote) no se recurre a la ficción, sino a la escrupulosa y verídica reconstrucción de los hechos, con la convicción de que éstos, por sí mismos, contienen ya toda la fuerza y la dramaturgia de lo literario.

Estamos, por tanto, ante un libro al que cabe plantearle una doble exigencia: por un lado, que tenga la estructura formal, la fuerza dramática, el empleo de los recursos narrativos y la densidad y amenidad exigible a toda obra literaria; y, por otro, que sea capaz de desentrañar el problema que se plantea: en este caso, los enigmas de un golpe de Estado particularmente «enigmático» y sobre el que 29 años después de su ejecución y fracaso aún sobrevuelan las más diversas interpretaciones.

Respecto a esta doble exigencia cabe afirmar que Cercas cumple sobradamente la primera. El libro está muy bien construido y estructurado, Cercas domina magistralmente su puesta en escena, algunos episodios están magníficamente narrados y dramatizados, el autor hace un enorme despliegue de recursos literarios de todo género (incluido el manejo de certeras comparaciones literarias y cinematográficas, sobre todo a la hora de trazar el perfil de Adolfo Suárez) y, en definitiva, se lee con gusto, incluso con avidez. Todo el talento que Cercas había demostrado ya en las obras que le han consagrado (Soldados de Salamina, La velocidad de la luz) está plenamente volcado en Anatomía de un instante.

Otra cosa es, sin embargo, la capacidad del libro no sólo para evocar lo ocurrido, sino para desentrañarlo. Aquí, lógicamente, las cosas son mucho más discutibles. Esgrimiendo un argumento de «prudencia», Cercas no se atreve a ir más allá de lo que se ha podido «comprobar y verificar» hasta hoy, lo que inevitablemente deja un amplio margen de sombras en el libro: algunos asuntos cruciales, como el papel de los servicios secretos (el CESID, y dentro del CESID, su grupo operativo, la AOME, dirigida por el coronel Cortina), la coordinación entre «los tres golpes» que coincidieron y se superpusieron el 23-F (el de Tejero, el de Milans y el de Armada), las razones por las que capitanes generales aún más franquistas que Milans no se sumaron al golpe la noche del 23-F o la sempiterna pregunta (si el objetivo prioritario era acabar con Suárez, ¿por qué hay golpe si Suárez ya ha dimitido hace casi un mes?), no encuentran en el libro de Cercas respuestas claras y definitivas.

Con todo no es eso lo peor, sino que Cercas, entre toda la ingente y enrevesada madeja de conflictos y realidades que se mezclan en una coyuntura tan compleja, no encuentra el verdadero hilo del que tirar para que todo tenga verdadero sentido. Y aunque Cercas invoca y pone en escena casi todas las variables de la situación (no sólo las variables internas, sino también las externas: Washington y Roma), no las ordena y jerarquiza, no encuentra el vector prioritario de aquella crisis. Así no acaba por decidirse exactamente si el 23-F fue dominantemente un «golpe franquista» o una especie de «golpe gaullista» (en el que Armada trataría de imitar el modelo de De Gaulle), cuando en realidad fue un golpe esencialmente «atlantista», inscrito en la nueva dinámica abierta en el sur de Europa por el cambio general de la estrategia norteamericana que va marcar la llegada de Reagan al poder. Dinámica en la que se insciben el golpe turco de 1980, las operaciones de la red Gladio en Italia, la eliminación del primer ministro portugués y el 23-F español.

Cercas está preso, en su relato del 23-F, de la ficción, tan común en España, de que acontecimientos de la gravedad y las consecuencias de un golpe de Estado, pueden tener lugar por la pura lógica de su devenir interno. Pero en 1981 (y también hoy, o aún más hoy, en el que España es un miembro pleno de dos clubs, la OTAN y la UE, que merman prácticamente toda su soberanía) eso era no ya improbable, sino literalmente imposible.

Fuera de esto, el libro de Cercas tiene momentos verdaderamente brillantes, sobre todo a la hora de captar (y de reivindicar) la figura de Suárez. Aunque a veces se «gusta» en exceso en los rasgos del perfil que traza de él, y los repite hasta la saciedad, sin profundizar en ellos, y desdeña el análisis de lo que fue el proyecto suarista (sobre todo en los últimos años), dando excesivo crédito al balance catastrofista de su gestión, que tan interesadamente difundían sus adversarios y enemigos, no deja de ser notable que un escritor de izquierdas, como Cercas, haga justicia (no de boquilla, no protocolariamente) a Adolfo Suárez.

Blanco nocturno

Irrumpe la nueva novela de Ricardo Piglia, uno de los escritores esenciales, no sólo de Argentina o Hispanoamérica, sino de la lengua española.

Trece años de espera han valido la pena. Piglia vuelve a la novela, después del tremendo impacto de Plata quemada (1997), y justo cuando se cumplen tres décadas de la magistral e imprescindible Respiración artificial (1980). Y lo hace con otra obra de envergadura, de calado, una construcción narrativa que superpone géneros, enlaza tramas diversas y desafía moldes, todo ello magistralmente engarzado por un impresionante trabajo de orfebrería narrativa, en la que el escritor argentino deja una vez más las huellas de su maestría.

Blanco nocturno (2010) es, como todas las novelas de Piglia, el resultado de un sistema de trabajo muy especial. Piglia no escribe para satisfacer exigencias de mercado o promover su valor comercial. Más de una década llevaba hablando de esta novela. En una primera época, transcurría en la época de la guerra de las Malvinas (entonces, esos «blancos nocturnos» eran, con toda probabilidad, los soldados argentinos, a quienes los británicos, provistos de «anteojos infrarrojos», podían ver en la oscuridad y dispararles con facilidad). En la novela final, ese episodio se ha reducido a una nota a pie de página (la 21 de las 42 que tiene el libro) de apenas ocho líneas, en la página 149, justo la mitad del libro. Piglia hace y rehace sus novelas, les cambia los escenarios, la época, los argumentos, hasta que alcanza, en un momento determinado, el punto de sazón que justifica su publicación. Y en ese tejer y destejer, desplazar y recomponer, la novela va adquiriendo un volumen y una espesura manifiestos; distintas tramas acaban ligándose y superponiéndose y el todo adquiere una potencia narrativa y literaria excepcional.

El resultado final de Blanco nocturno es una obra que es, a la vez, una «novela policial» (con evidentes raíces en la obra de Chandler, sobre todo en «El sueño eterno»), una «novela familiar» y «rural» (de inequívoco aire faulkneriano), y hasta una «novela confesional» (con un leva aroma a Scott Fitzgerald), pero más allá de todas esas categorías genéricas, perfectamente integradas, una verdadera «novela total», en la que Piglia trata de desvelar, en el curso de la propia narración, problemas relacionados con la filosofía narrativa y la construcción literaria, en unos momentos en que la literatura misma pugna por redefinir y acotar sus siempre maleables y rugosos límites.

La novela comienza con la llegada, a fines de 1971, de Tony Duran, un mulato nacido en Puerto Rico, pero criado en Estados Unidos, a un pueblo de la llanura bonaerense, en los lindes de la Pampa. En apariencia, va siguiendo la estela de la hermanas Belladona, Ada y Sofía, las hijas gemelas de un rico y poderoso estanciero local, a las que ha conocido en el curso de un viaje de éstas por EEUU, jugando en los casinos.

El «forastero» Duran se hospeda en un hotel del pueblo, se relaciona con todo el mundo, da a entender que ha venido por un negocio de caballos, desata todo género de especulaciones y, por las noches, entabla una ambigua relación con otro «forastero», un japonés de nombre Yoshio, que trabaja en el hotel.

A los tres meses y cuatro días de su llegada, Duran es asesinado en su habitación. Esta extraña e inexplicable muerte hace entrar en el relato a dos personajes contrapuestos: el comisario Croce (un peronista de la primera época, un investigador sui generis, que lo cifra todo en la intuición, en las antípodas del detective racional de la clásica novela negra, y al que todo el pueblo considera algo chiflado) y su rival, el fiscal Cueto, un personaje poderoso, ambicioso, sin escrúpulos, perfecta encarnación de esa justicia corrompida que rige la vida de todo medio cerrado. Esa muerte da pie, también -es un ingrediente esencial de todo relato de Piglia- a la aparición en escena de Emilio Renzi (el alter ego del autor), periodista, aspirante a escritor, que acude al pueblo como enviado especial del diario bonaerense «El Mundo», a cubrir la noticia del «asesinato de un yanqui». Renzi trabará una relación especial con el comisario Croce (más intensa conforme éste va siendo apartado del caso por Cueto) y acabará prendándose de Sofía, una de las gemelas, por boca de la cual irá conociendo la historia del pueblo y la historia de su familia (indisolublemente unidas), una historia de desgarrones, de pendencias, de traiciones y engaños, de odios y venganzas, en la que irá ganando cada vez más peso y volumen la figura de su hermano Luca, un personaje marginal al principio de la novela, pero que acaba convirtiéndose en la verdadera clave de bóveda del relato, un «iluminado» que lo sacrifica todo para mantener viva una idea, un proyecto, que es traicionado y lo pierde todo, y que en su desvarío final aspira a convertir la materia de sus sueños en objetos reales. Casualmente, los últimos coletazos del naufragio de ese delirio serán los que arrastren involuntariamente a la muerte de Duran. Muerte que, por el curso interesado de una justicia corrompida, acabará pagando otro inocente.

En las entrañas de este poderoso y complejo argumento discurren y laten, al unísono, los ingredientes esenciales y más valiosos de la novela. Impresiona y seduce la forma en que Piglia logra tallar el perfil nítido de casi una docena de personajes. Cómo logra materializar el ambiente sofocante, cerrado, claustrofóbico, vitalmente anémico del pueblo (y cómo emplea a los «forasteros» -el bonaerense Renzi, el yanqui Duran, el japonés Yoshio- para iluminar, desde fuera, ese universo sombrío). La radiografía social del lugar es de una precisión y una meticulosidad asombrosa, pese a que Piglia no se deja tentar ni una sola vez por el naturalismo o el costumbrismo narrativo. La vida familiar como «infierno», donde se cuecen, a fuego lento, todo tipo de rencillas y venganzas, alcanza ciertamente resonancias faulknerianas. Aunque se remonta a los años 70, el retrato implacable de Argentina (¿acaso ese mundo de estancieros y sus turbios negocios ha desaparecido? ¿no sigue siendo un ingrediente vital de la Argentina de hoy?) tiene una vigencia, yo diría que nada casual.

La novela de Piglia (a diferencia de tantos relatos de hoy, que se limitan a un mero encadenado de hechos) avanza por un sistema de círculos concéntricos, que van proporcionando al lector una información cada vez más concreta y más amplia de la situación; pero, a la vez, discurre de tal modo que va multiplicando los puntos de vista, incorporando perspectivas complementarias o dispares, sumando indicios, abriendo nuevas posibilidades…, lo que fuerza al lector a tener que fabricar y sopesar sus propias hipótesis, emitir sus propios juicios, calibrar la fuerza probatoria de cada nuevo indicio… Todo conduce a la certeza de que la verdad es escurridiza y que, incluso cuando ya parece estar a la mano, las artimañas de la justicia y del poder acaban desfigurándola.

Amarga y concisa verdad que ilumina un relato deslumbrante, tejido con un lenguaje de una riqueza y una precisión muy difíciles de encontrar en la literatura de hoy.