Viaje al fin de la noche

«Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón”.

Por este lenguaje descarnado, veraz, vivo, mordaz e hiriente, Céline (seudónimo del escritor francés Louis Ferdinand Destouches, 1894-1961) es uno de los escritores más grandes del siglo XX, y uno de los hombres más odiados por la burguesía cultural y política francesa. Que, además, escribiese, en los años cuarenta, unos odiosos panfletos antisemitas (expresión, como dice Echevarría, “más de una idiosincrasia personal que de una ideología”) ha sido, durante decenios, la “excusa” perfecta para marginarlo y presentarlo públicamente como un “monstruo”, para intentar (desde las poltronas académicas parisinas) desacreditar su literatura y, en definitiva, invalidar esa verdadera bomba de neutrones literaria que es Viaje al fin de la noche, una de las novelas esenciales del siglo XX.

Nada debe extrañar que Céline siga siendo una presencia incómoda en el panorama cultural francés. Esa incomodidad se ha vuelto a poner de relieve estos días cuando su ministro de Cultura (nada menos que un sobrino de Mitterand) anunciaba que Céline (de cuya muerte se cumplen cincuenta años) había sido eliminado de la lista de “celebraciones nacionales” del año 2011. Por su “antisemitismo”. Correcto, pero, entonces, ¿no debería también Francia, patria, fuente y origen de todo el antisemitismo europeo, suprimir todas las celebraciones nacionales dedicadas a sí misma? ¿O no debería el sobrino prohibir toda celebración de su célebre tío, el ex presidente Mitterand, que fue, como es sabido, un activo colaborador del régimen colaboracionista de Vichy, que envió a decenas de miles de judíos franceses a los campos de concentración alemanes?

Céline sigue siendo, cincuenta años después de su muerte, el “chivo expiatorio” sobre el que se sigue descargando la mala conciencia de una nación que aún no puede confesarse a sí misma su ignominiosa conducta en los años de la “ocupación”. “Odiando” oficialmente a Céline creen expresar su “odio” hacia algo “extraño a ellos”, pero en realidad no hacen sino exorcizar en una víctima sus propias monstruosidades.

Y nadie fue, además, más contundente en sacar a la luz ese escenario monstruoso que el propio Céline. Un escritor de raza que ya en la página segunda de Viaje al fin de la noche deja esta perla indigerible: “¡No es verdad! La raza (francesa), lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste, los tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante. Eso es Francia y los franceses también”.

Y así sigue, sin desmayo, durante las 500 páginas de este libro excepcional, que, a pesar de los dicterios oficiales, es uno de los más leídos en Francia, y cuyo autor goza, entre los verdaderos lectores, de una preeminencia literaria que lo coloca como el mejor escritor francés del siglo XX, sólo por detrás de Marcel Proust. También es el autor más traducido, después de Proust.

Nacido en un pueblecito de Francia en 1894, Céline (que tomó este seudónimo de su madre y su abuela) se alistó a los diecinueve años -como tantos artistas, escritores e intelectuales de toda Europa- en una unidad de caballería para participar en aquella “alegría bélica” que las burguesías europeas desencadenaron en 1914, y que no sólo terminó por convertirse en una carnicería espantosa, sino que fue un auténtico tiro en la sién disparado contra Europa misma, que inicia con estos fuegos artificiales, regados de abundante sangre joven, una espiral de autodestrucción, que le llevará en 1945 (tras ese segundo episodio de la guerra inconclusa de 1914-1919 que fue la segunda guerra mundial) a perder toda soberanía y a convertirse en el campo de juego y disputa de dos potencias ajenas: EEUU y la URSS.

El joven Céline es herido grave de buenas a primeras (y recibe por ello hasta una medalla), pero esta corta experiencia es suficiente para que tome conciencia de lo que es la guerra, el ejército, los sinvergüenzas, ineptos y criminales que mandan a la gente a la muerte sin el menor escrúpulo (o sea, los mandos del ejército), y también la actitud de los ricos y poderosos que, en París, siguen de fiesta mientras en las trincheras se desangran miles de jóvenes, seducidos por una quimera y ahora atrapados en barrizales inmundos, esperando la llegada de las balas enemigas.

“Somos vírgenes del horror –dice Céline en Viaje al fin de la noche—, igual que del placer. ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego…”.

Y un poco más adelante, sigue: “Hay muchas formas de estar condenado a muerte. ¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento, por estar en la cárcel en lugar de allí! Por haber robado, previsor, algo, por ejemplo, cuando era tan fácil, en algún sitio, cuando aún estaba a tiempo. ¡No piensa uno en nada! De la cárcel sales vivo; de la guerra, no. Todo lo demás son palabras”.

En 1932, tras una vida llena de peripecias (viajes, exilios, matrimonios fracasados, experiencias en el África colonial, estudios de medicina, nuevos viajes por EEUU, Cuba, Canadá, Inglaterra, Senegal, Nigeria…) y el fracaso de su clínica privada, Céline da a la luz Voyage au bout de la nuit, una novela en la que no sólo vuelca gran parte de su experiencia vital, sino que logra, a través de un lenguaje nuevo, descarnado y liberado de formalismos, una de las críticas más mordaces, lúcidas, profundas e implacables que la literatura ha hecho nunca, no ya de Francia, o de la burguesía francesa, sino de toda la civilización occidental, sobre todo de sus clases dirigentes y dominantes, ávidas de placer, dinero y poder, y dispuestas a mandar a la muerte a quien sea o a explotar salvajemente a pueblos y continentes enteros sin el menor escrúpulo.

Merezca o no una de esas horribles “celebraciones nacionales”, pomposas y genuinamente antiliterarias sobre la que Céline hubiera seguramente escupido; aunque sea abolutamente reprobable su antisemitismo (por otro lado, tan “francés” y tan europeo), lo cierto es que, en este cincuenta aniversario de su muerte, lo verdaderamente indiscutible es que hay que leer —o aún mejor, releer— este Viaje al fin de la noche, que es, en todos los sentidos, una novela inolvidable, una obra cumbre del género narrativo, una mirada, una voz, que entran como un cuchillo hasta el fondo de algo ( y ese algo es nada menos que nuestro mundo, nuestra civilización) y saca a la luz sus miserias y sus gozos, con un lenguaje tan preciso como desvergonzado: el lenguaje de la vida.

Borges. Una vida

Este libro  es una nueva deuda que se suma a la ya incalculable que nuestra cultura –la cultura en lengua española– ha adquirido con los hispanistas de todo el mundo y, en especial, con los hispanistas británicos.

En esta ocasión, se trata de la impresionante biografía de Borges realizada por Edwin Williamson, titular de la Cátedra de Estudios Hispánicos en la Universidad de Oxford, miembro del Exeter College, crítico de la literatura hispanoamericana y renombrado especialista en la obra de Cervantes. Su Borges. Una vida es –en palabras de Harold Bloom– una obra “asombrosamente intensa y original”, una indagación compleja, completa y genuina que “lleva al lector mucho más allá de lo que se conocía de la obra del maestro argentino y su compleja relación con la vida”.

Y es que nos hallamos, efectivamente, ante una de esas obras cruciales, que se atreven a meter el cuchillo más a fondo de lo que lo han hecho todos sus predecesores en esta tarea (malas y regulares biografías de Borges las hay a docenas), formula sin ambages las preguntas esenciales que reclama una obra de este calado y nos ofrece una biografía literaria de extraordinaria hondura y calidad que, por una parte, ilumina y desentraña su vida con el recurso esencial de su literatura y, por otro, interpreta y desvela su literatura a la luz de su vida. Toda la obra de Borges experimenta una poderosa e intensa clarificación a la luz de esta obra, que pone un sólido pilar para el estudio y conocimiento de uno de los escritores verdaderamente esenciales de nuestra lengua.

Nueve años –el doble de los previstos– llevó a Williamson la elaboración y redacción definitiva de esta biografía de Borges. Y es indudable que ese “tiempo extra» sirvió para que la obra alcanzase un peso, una densidad y una consistencia muy notables. Aunque también es muy posible que el progresivo conocimiento y el ahondamiento en el personaje y en su obra acabaran conduciendo al hispanista inglés a modificar progresiva o incluso drásticamente el sentido y la orientación de su trabajo y de su proyecto inicial. Porque el resultado final no es la “clásica biografía”, ni siquiera una de esas magníficas biografías “empiristas” británicas, que hilan a la perfección todos los hechos. Por el contrario, aquí Williamson “depura” los hechos y los reduce a los datos esenciales. De otro modo, una vida como la de Borges, intensa como pocas, habría quedado sepultada bajo una montaña de datos irrelevantes que poco o nada nos habrían ayudado a desentrañar los arcanos de un autor particularmente hermético y amigo del enigma.

Williamson rehúye esa vía trillada, y va en busca de una interpretación integral de Borges. Una interpretación en la que se hace preciso conjugar y articular, en un todo, el devenir de un siglo de la historia de Argentina, con las ideas e ideales políticos que la atraviesan y desgarran –ya que Borges fue un “escenario” y a la vez un “protagonista’ incesante y privilegiado de esa historia y de esos ideales–; el desenvolvimiento pasional y literario de un escritor que, desde su inclusión en las vanguardias de los años 20, unirá intrínsecamente el curso de sus emociones al de su creación literaria; y, en relación a todo ello, la construcción de una obra, una inmensa obra poética, narrativa y ensayística, que habrá de esperar hasta los años 60 –cuando el autor, nacido en 1899, tiene ya más de sesenta años y está ciego– para ser reconocida como uno de los pilares esenciales de la literatura universal.

Para hilar, e hilar bien, todas estas hebras, Williamson se ha valido de todos los recursos a su alcance, procurando sabiamente pasar un poco por encima de los caminos ya trillados –la bibliografía sobre Borges es, a estas alturas, inmensa– para ir a buscar de nuevo, en fuentes originales, testimonios directos, documentos inéditos y un prolongado buceo en la obra de Borges, los elementos que le permitieran establecer un juego dialéctico entre experiencia y escritura capaz de iluminar adecuadamente el “enigma Borges”.

El reparo que algunos han hecho a Williamson de abusar del “instrumental psicoanalítico” palidece ante los logros que aquél le permite obtener. Ciertamente hay reiteración en la utilización de ciertos símbolos –el puñal, la espada, los ancestros, los padres, la mujer redentora, el miedo al fracaso–, pero también es cierto que estos símbolos son auténticas claves sin las que, muy probablemente, Williamson se habría quedado –como tantos otros– en la epidermis de Borges, sin entrar verdaderamente a fondo.

De la leyenda a la realidad

Muchos son los tópicos e ideas preconcebidas que la “leyenda” había consolidado sobre Borges y que Williamson derriba con certeros y demoledores hachazos en este libro.

El arduo contenido filosófico de algunos de sus relatos, la desmedida erudición que traslucen otros y el cosmopolitismo general que respiran contribuyó a que se fijara la idea de que Borges –a diferencia de otros autores hispanoamericanos– desdeñaba la experiencia concreta, la expresión de emociones y el vínculo con la realidad.

También Borges contribuyó no poco a cimentar esa imagen de hombre frío, distante y como desdeñoso. No pocas veces declaró que toda su literatura había brotado de “la biblioteca de su padre”, una biblioteca mitad inglesa, mitad española, donde un jovencísimo Borges –que no acudió siquiera a la escuela: no llegó a acabar ni el bachillerato– se inició en las lecturas de Stevenson, de Kipling, Conrad, Dumas o del Quijote. Williamson sostiene, por el contrario, que “mucho más que esas lecturas, lo que moldeó el carácter y la imaginación del niño fueron las historias que le contaron la madre y sus abuelas”. Los antepasados de Borges se contaban entre los “fundadores” de la Argentina, criollos ligados frecuentemente a hechos de armas heroicos, que, sin embargo, formaban parte ya de un pasado cada vez más olvidado y remoto, más alejado del presente. Sus últimos representantes eran ya familias patricias (como las de sus padres) muy venidas a menos, pero que conservaban –junto a los sentimientos de pérdida y desposesión injusta– el orgullo y la memoria íntegra y viva de su pasado.

Todos los “mitos” familiares, una y otra vez recreados en el relato familiar, y actualizados por la necesidad de “fidelidad” a los mismos, ejercieron un peso tan determinante en Borges y su obra, como lo ejercerían –40 años después– en García Márquez y sus “Cien años de soledad” los relatos de sus antepasados. Sin el peso de esos relatos familiares, Borges no hubiera sido Borges. Y no habría escrito muchos de sus extraordinarios poemas y cuentos donde el duelo, el valor, el miedo, la venganza, el honor y el recuerdo tejen con palabras aceradas una lucha a vida o muerte. Es, pues, un grave error creer que toda la literatura de Borges nació de una pura alquimia intelectual, de la “reelaboración” de lecturas, que fue –en definitiva– la obra de un genio de redoma en una torre de marfil.

Como tampoco su existencia fue la de un hombre encerrado a perpetuidad en una biblioteca, sin ninguna conexión con el mundo exterior. Al contrario. Borges fue un intelectual público toda su vida, con un enorme afán de protagonismo tanto en el mundo literario como en la esfera política.

Desde su temprana simpatía por los bolcheviques (en los años 20) hasta el pacifismo radical de sus últimos días, pasando por su afiliación al Partido Radical, su obstinada lucha antifascista, su acérrimo antiperonismo (en el que siempre vio su lacra de nacimiento, en la estela del fascismo italiano) o su desdichado apoyo a las juntas militares de los 70 (apoyo que retiró en cuanto comprendió su verdadera naturaleza), Borges vivió y participó con una intensidad extraordinaria los avatares fundamentales del siglo XX y, en carne viva, el devenir trágico de Argentina. Pocos fueron tan lúcidos, tan constantes, tan perseverantes en denunciar la catástrofe de su patria. Quizá una de las mayores del siglo XX. Baste recordar que a principios de siglo (cuando nació Borges) y hasta los años treinta, Argentina era una de las naciones más ricas del mundo, un país que rivalizaba con Estados Unidos a la hora de atraer a la inmigración europea: a la muerte de Borges, en 1986, Argentina ya era, a todos los efectos, un país del tercer mundo.

Pero más ardientes aún que su pasión política –sobre la que se proyectan inevitablemente las inagotables sombras ancestrales con su frenético antagonismo (la espada del honor criollo de la Madre; el puñal gaucho del Padre anarquista), son las pasiones amorosas y literarias de Borges, que Williamson anuda con una minuciosidad, una precisión y una hondura verdaderamente admirables a lo largo de las más de 600 páginas del libro.

El torbellino pasional de Borges es interpretado –al igual que el torbellino político– como un sustrato bullente de toda la creación borgiana, desde sus pinitos vanguardistas hasta su conversión en un clásico en vida.

Borges es –para Williamson– un tornado de emociones en busca de un objeto que siempre le es negado. El anhelo de una Argentina democrática, próspera y abierta a los inmigrantes es frustrado una y otra vez. El anhelo –potentísimo– de alcanzar un amor satisfactorio y perdurable tropieza siempre con negativas, deserciones y abandonos, que le llevan a las puertas del suicidio en numerosas ocasiones. Su anhelo de encontrar una “Beatriz”, como Dante, que le permita alcanzar el “cielo” y le sirva de musa inspiradora de su creación literaria, se salda siempre con largas permanencias en el “infierno” y continuas frustraciones literarias.

Aunque hoy nos parezca un “tótem”, Borges fue escasamente reconocido durante la mayor parte de su vida. También su “carrera literaria” fue en gran medida un fracaso. Su libro “Historia de la eternidad”, publicado en 1936, vendió –en su primer año– 36 ejemplares. También fue un fracaso completo la primera edición de “El jardín de senderos que se bifurcan” (que luego incluiría en su libro “Ficciones”) en 1941, que vería también rechazada su opción al Premio Nacional de Literatura. Según el jurado, el libro de Borges era “una obra exótica y de decadencia” que seguía “ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa contemporánea”, suspensa entre “el cuento fantástico, la jactanciosa erudición recóndita y la narración policial”. La obra de Borges equivalía a una “literatura deshumanizada, un juego cerebral oscuro y arbitrario”. Curiosamente estas descalificaciones coinciden, en parte, con los “elogios” que algunos le rendirán después, en la línea de la leyenda de un “genio inhumano”.

La “incomprensión literaria” de Borges coexistía, sin embargo, con un reconocimiento de su personalidad que fue creciendo con el paso de los años. Ni siquiera Perón, en los momentos álgidos de su poder, se atrevió a tocarlo (ni siquiera cuando aquél accedió a la presidencia de la Asociación de Escritores Argentinos), aunque el peronismo siempre procuró su marginación: en 1946 le retiró de su modesto trabajo como bibliotecario en un barrio bonaerense para ofrecerle un puesto en un mercado de aves. Esa retirada le impulsó, sin embargo, a convertirse en conferenciante, donde su voz sugerente y su poderosa y convincente imagen de vate ciego, como un nuevo Homero, lo fueron transformando en un auténtico “mito”. Pero su literatura seguía siendo un hueso “difícil de roer”. Dentro y fuera de Argentina.

Sólo cuando en 1961 comparte con Samuel Beckett el Premio Formentor otorgado por el Congreso Internacional de Escritores, dará comienzo su verdadera reputación literaria en todo el mundo occidental.

La soberanía de la ficción

Este “tardío” reconocimiento literario tiene mucho que ver con la dificultad para percibir la “novedad” que la obra de Borges introduce en el campo literario. Su obra, dice Williamson, “amplía los límites de la ficción”. Por un lado, instaura y proclama que la obra literaria es un “orbe autónomo”, un reino autosuficiente, que ni está obligada, ni debe ni puede “ser un espejo de la realidad” o una copia de ella. Pero es que, además, esa pretensión del “realismo”, amén de abusiva, es fraudulenta. El escritor, para Borges, difícilmente sabe más que el lector sobre cómo es y cómo funciona “realmente” la realidad. Y aún más, la mayor parte de la realidad que conocemos la conocemos ya “ficcionalizada”, puesto que, en definitiva, cualquier forma de representación (una enciclopedia, por ejemplo, compendio de todos los saberes) no es sino una forma de “ficción”. Esto no significa que “todo sea ficción”. Borges no cede a las tentaciones del idealismo absoluto ni del solipsismo. Lo que significa, para Borges, es que los límites entre realidad y representación, entre realidad y ficción, no son “absolutos” ni evidentes, que estamos hablando de mundos interconectados, que actúan incesantemente el uno sobre el otro. Desde este presupuesto, el escritor no está atado en sus facultades creativas por otro lazo que no sea –como afirma Williamson– el de “persuadir a sus lectores de que le preste un grado adecuado de fe poética”.

Esta ruptura de los diques literarios es la que hace que encontremos a Borges igual en uno de sus cuentos que en sus reseñas o en sus ensayos: las consecuencias literarias de este desbordamiento de los límites van a ser inmensas.

Por de pronto, Borges va a obligarnos a reconocer que cualquier forma literaria vale para cualquier fin: y él se dedica, personalmente, a rescatar las fábulas, las parábolas, los cuentos folclóricos, la épica… Incluso desafía la preeminencia de la novela en la jerarquía de la literatura moderna: Borges demuestra que es posible tratar cualquier tema, por complejo y arduo que sea, en un cuento de ocho o diez páginas.

En sus prodigiosos cuentos Borges envolvía en eruditas referencias mitológicas o en barriobajeros duelos de suburbio los conflictos que emergían de su complejo mundo interior, un universo en que bullía todo, lo emocional, lo literario, lo político, el pasado y el siempre incierto futuro. Williamson sigue con paciencia franciscana la emergencia, uno a uno, de esos maravillosos cuentos y su relación con los conflictos de Borges, que son a la vez conflictos individuales y auténticos conflictos de civilización. Borges siempre afirmó –parecía que para contradecir irónicamente la aparente objetividad de sus relatos– que su literatura era esencialmente autobiográfica. No mentía, era cierto, aunque quizá no sea hasta ahora –con el libro de Williamson– que podemos adquirir una idea precisa de la veracidad y profundidad de esa afirmación.

Este carácter autobiográfico no debe ser, sin embargo, comprendido de forma “chata” ni como algo que “rebaja” la dimensión de su escritura. Al contrario. Es algo que añade aún más espesor a ella, al permitir acceder a las emociones profundas puestas en juego en una escritura que parecía un trozo frío de inteligencia, pero que en verdad está recorrido por ríos subterráneos de lava ardiente.

Centrado en indagar y hacer emerger estos ríos de lava, hasta ahora desconocidos o poco transitados, el libro de Williamson deja inevitablemente algunos flancos abiertos, aspectos tal vez de difícil o imposible reconstrucción. Uno de ellos es la relación que Borges mantuvo con dos de los que –en vida– reconociócomo sus grandes maestros: el escritor sevillano Cansinos-Assens, al que conoció en Madrid en los años 20 y que le llevó a sumarse al “ultraísmo”, y esa figura espectral de las letras argentinas que fue Macedonio Fernández (a quien Borges dedicó uno de sus memorables ensayos). Reconocer como “maestros” a estos dos personajes, que transitaron por los márgenes absolutos de la literatura y que apenas si dejaron “obra”, orienta notablemente la comprensión de Borges. Como lo hace también saber que Kafka y Whitman fueron los polos opuestos que estimularon su diapasón creativo. Ellos, mucho más que los siempre citados Stevenson, Conrad, etc. (a quienes sin duda admiraba), son los rastros que hay que seguir para llegar a esa inmensa torre de Babel que es la obra borgeana.

Borges, como Cervantes o Lorca, no ha tenido “sucesores”. Su poderosa sombra causa “admiración”, pero más bien temor. A Borges se le reconoce un inmenso pedestal, pero se le mantiene fuera del canon literario. Sólo algunos escritores hispanoamericanos de la última generación han empezado a pugnar por otorgarle un papel central en el canon hispano: Pitol, Bolaño,.. Otros, como Piglia, en cambio, consideran a Borges como el mejor escritor argentino… del siglo XIX.

Leer a Borges fue durante muchos años en nuestro país un puro acto de pedantería intelectual, algo que daba “pedigrí”: enredarse en aquellos laberintos, buscar los “alephs” en los espejos de los pasillos… Todo ese intelectualismo de pacotilla ha ido dejando paso a un silencio espectante.

Sería más que recomendable que al calor de esta extraordinaria herramienta que nos ha regalado Williamson con su biografía, la lectura de Borges se retome como una verdadera guía del camino que debe tomar la literatura en lengua española en este siglo XXI.

Los sinsabores del verdadero policía

Para Bolaño el «verdadero policía» de esta última entrega -póstuma- de su obra es «el lector, que busca en vano ordenar esta novela endemoniada»

La publicación de Los sinsabores del verdadero policía (siete años ya después de la muerte de Bolaño, ocurrida en 2003) ha dado pie a una pequeña polémica entre dos grandes críticos, que merece la pena no obviar. Aunque, ciertamente, como veremos, las divergencias no han hecho que la sangre llegue al río porque, uno y otro, coinciden en lo esencial: sea o no una verdadera novela, en «Los sinsabores…» se encuentran algunas de las páginas más logradas, mejores e incluso memorables de Roberto Bolaño, páginas trazadas con tal libertad, osadía, comicidad, lirismo y misterio, que bastan y sobran para justificar su publicación.

Para J. A. Masoliver Ródenas -que prologa el libro- «Los sinsabores…», amén de un proyecto asumido por Bolaño «desde finales de los años 80», del que fue dejando pistas y huellas en su correspondencia a numerosos amigos, es una obra que, pese a incorporar materiales narrativos, personajes y argumentos que luego acabaron nutriendo otras obras (desde los cuentos de Llamadas telefónicas a su monumental 2666), puede considerarse, por derecho propio, una auténtica novela. Una novela, sin duda inacabada, pero no incompleta, si partimos, ante todo, de una concepción abierta y moderna de este género narrativo, en la que lo provisional, lo fragmentario, lo inconcluso o lo diverso, son de hecho el material esencial y definitivo, la verdadera marca de su textura y de su contemporaneidad. En cuanto al trasvase de textos, personajes y situaciones, nada habría tampoco que objetar, ya que esto es casi una seña de identidad del Bolaño escritor.

Para Ignacio Echevarría -amigo personal de los últimos años de Bolaño y editor literario de sus primeros libros póstumos, especialmente de 2666-, Masoliver Ródenas lleva demasiado lejos la defensa de la idea de que «Los sinsabores…» es una novela, lo que además de innecesario, «puede confundir al lector». Para Echevarría los textos que integran este libro son «materiales destinados a un proyecto de novela finalmente aparcado, algunas de cuyas líneas narrativas condujeron a 2666, mientras que otras quedaron en suspenso, inservibles o pendientes de ser retomadas por el autor, de haber tenido ganas u ocasión de hacerlo». Son, pues, «materiales narrativos que no constituyen en propiedad una novela, no al menos en el sentido cabal que se suele dar a este término. Ni siquiera es, como se sugiere, una novela inconclusa. No. Ni le hace falta». Porque, en efecto, aunque no sea una novela, Echevarría considera que ello «no le resta ningún aliciente» a estas páginas, entre las que se cuentan -dice literalmente- «algunas de las mejores de Roberto Bolaño», páginas que corroboran -añade- «la excepcional calidad de Bolaño como narrador».

El lector queda, pues, invitado a asistir a un extraño, pero verdadero festín, en el que se va a encontrar con platos, bebidas y postres muy diversos, entre los que están auténticos manjares de lujo, aunque nada esté servido con las normas tradicionales y la comida no tenga propiamente ni un orden muy definido ni un final convencional. Lo que no cabe duda -y el lector puede comprobarlo desde las primeras páginas- es que se trata de un verdadero festín, que no va a defraudar a ningún «bolañista» convencido, pero que también puede ser un buen pórtico de entrada para quienes todavía no se han decidido a sumergirse en las deliciosas y turbulentas aguas del mundo narrativo de Bolaño.

No obstante, si hay un eje capaz de vertebrar de algún modo el magma impreciso de este relato ese es, sin duda, la figura de Amalfitano, profesor de literatura, cincuentón, que descubre tardíamente su homosexualidad. Su historia, su pasado, sus relaciones (sobre todo con el joven Padilla, su iniciador homosexual: la más encantadora, sugerente y trágica de todas las perfiladas en el libro), su vida desarraigada y en fuga permanente, sus incontables peripecias por países, universidades, libros, amores y desengaños, configuran un personaje literario absolutamente bolañesco, que el lector puede seguir de algún modo a lo largo de las 300 páginas del libro. Aunque éste no deja nunca de desviarse hacia nuevos personajes, nuevas perspectivas y nuevas escenas, que van añadiendo interés, densidad y amplitud a un relato, en el que el vigor narrativo y el ritmo a veces estresante de la prosa de Bolaño se ven siempre compensados por su inagotable fulgor poético y su honda y, a veces, trágica visión del mundo.

En ese recorrido el lector descubre la verdad que el propio Bolaño proclama en sus páginas: «que un libro es un laberinto y un desierto», en donde es fácil perderse y difícil hallar la salida. Por eso el lector debe ser un «policía», un detective. Alguien que, tal vez, aprende que «la principal enseñanza de la literatura es la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo».

Un torbellino y un espejo: dos palabras que definen muy bien el universo narrativo del propio Bolaño, sin duda uno de los escritores esenciales de nuestro tiempo, sin duda el creador de uno de los planetas literarios recientes más valiosos, al que este nuevo libro no hace sino añadir nuevos atractivos.

Encerrados con un solo juguete

Vuelve Marsé  en su última novela («Caligrafía de los sueños») al territorio de su adolescencia, del que ya nutrió su debut literario hace ahora cincuenta años

Suele recomendar Marsé iniciar la lectura de su obra con Últimas tardes con Teresa (1966), y luego seguir.

Amén de lógicas preferencias, tal sugerencia parece encerrar una cierta prevención -a mi parecer, injustificada- hacia sus obras anteriores, y en especial hacia Encerrados con un solo juguete (1960), su opera prima, una novela que la crítica situó en un momento dado en la corriente del «objetivismo», pero a la que su autor -con el paso del tiempo- le parece, por el contrario, «decadente, intimista y subjetiva». Duros juicios, que quizá le han llevado, medio siglo después, a reconstruir o reformular narrativamente aquel período.

Barcelona 1949. Hace diez años que ha terminado la guerra civil, pero sus devastadores efectos lo impregnan todo: las cosas, las personas, las actitudes… En los barrios altos de la ciudad la vida es dura y monótona. Un tejido social traumatizado y amputado pugna por sobrevivir. Destinos truncados soportan una existencia estrecha y amarga, lastrada por los recuerdos y sin ningún horizonte. Los mayores miran con nostalgia y desazón un pasado truncado en el que lo perdieron casi todo. Y los jóvenes miran con ansiedad y desconcierto un presente inerte y sólo son capaces de representarse el futuro en torno a una idea: la huida.

Las tres familias que nutren el relato de Marsé tienen un denominador común: a las tres les falta el padre. El de Andrés Ferrán –protagonista y antihéroe de la novela, con ciertas trazas de encarar lo más próximo al universo adolescente del propio Marsé–, murió en las postrimerías de la guerra de un balazo cuando intentaba evitar la quema de una iglesia, pese a ser de izquierdas. El de Martín –su ex amigo y rival–, murió loco en la cárcel de Alicante. El padre de la familia Climent, partió al extranjero durante la guerra, ha prosperado en Brasil, sigue manteniendo a su familia con el envío de un cheque mensual, pero ha formado allí un nuevo hogar y ya no piensa en volver.

Esta “falta”, esta carencia, habla de los terribles sacrificios y amputaciones del pasado, a la vez que agudiza el terreno inestable, incierto, quebradizo, en el que se desenvuelven las tres familias, al frente de las cuales han quedado tres mujeres, que son de hecho tres vidas traumatizadas, tres viudas… anegadas de recuerdos dolorosos, obligadas a hacer frente a la supervivencia de los suyos en una realidad hostil… y perfectamente inútiles a la hora de ayudar a resolver los incomprensibles problemas de identidad a que se enfrentan sus hijos, hastiados ya del sonsonete familiar sobre los recuerdos del pasado, aburridos mortalmente en un mundo sin alicientes que defrauda todas sus expectativas y sumidos en una paralizante mezcla de rabia, indiferencia, resignación y amargura.

Andrés –como hizo en su día el propio Marsé– ha abandonado su trabajo en un taller de joyería, hastiado por una tarea que no le satisface y en la que ya no puede concentrarse, pero no sabe qué hacer con su vida. Eso le vale la hostilidad permanente de su hermana –que trabaja en una oficina– y el mudo reproche compasivo de su madre. Sin nada que hacer, cansado de la vida en los bares y con la pandilla, se refugia en la casa de los Climent, una familia antaño adinerada, que vive ahora entre estrecheces, y merced al cheque que envía el padre desde Brasil, y sobre la que corren por el barrio todo tipo de comentarios: que la madre “es una fulana desde que el marido la dejó”, que la hija –Tina– es tres cuartos de lo mismo, que son raros, que están locos, que viven encerrados sin pisar la calle… Estos chismes y esa atmósfera no sólo no incomodan, sino que atraen a Andrés, sobre todo por Tina, la hija, que es ahora su “novia”…, pero también la ex novia de su ex amigo Martín, un adolescente turbio y violento, que presiona a la madre para que convenza a su hija de que vuelva con él.

Toda la novela está impregnada por una pulsión sexual reprimida que empuja y consume la existencia de todos ellos, y que acaba desbordándose siempre de forma aberrante. Cuando Andrés y Tina, tras vencer mil obstáculos, logran acostarse en casa de una prostituta amiga de aquél, el tantas veces deseado encuentro acaba en un fiasco. La madre de los Climent –en el ensueño de que todavía es una mujer atractiva y deseable– “fuerza” a Martín a que le haga el amor una noche en la casita de la playa. Y ella misma prepara las condiciones para que su hija acabe siendo violada por Martín, lo que va a acabar precipitando su propio final.

Pero más que “los hechos” o el argumento de la novela, lo que destaca de esta obra es la poderosa atmósfera, agobiante y claustrofóbica, que Marsé logra crear. Una atmósfera que encierra, en definitiva, una poderosísima metáfora literaria de una España en la que, soterradamente, se está produciendo el tránsito desde la sangrienta y criminal posguerra a esa dictadura gris, plomiza, represiva y nacionalcatólica de los años cincuenta.

Pero, ojo, la novela no es en modo alguno –al rebufo del presente– un ejercicio de memoria histórica de una época. La “época” aparece más definida por lo que falta que por lo que hay en la historia de Marsé, que es una narración pura y dura.

Una narración, ambientada en la posguerra, pero centrada rigurosamente en los devaneos de unos jóvenes defraudados por la realidad, una realidad que es el resultado de una guerra librada (y perdida) por sus padres: una guerra que “ya no es suya” (de ahí la impaciencia y el fastidio de Andrés durante la visita del amigo de su padre) pero que, no obstante, les impide formarse una identidad propia: saber quiénes son, qué quieren, qué desean hacer… poder entenderse, amarse, disfrutar de la vida.

Inpregnada de un áura gris, húmeda y fría –como la de los inviernos en Barcelona–, la novela habla de la búsqueda de la identidad y de la felicidad. Algo muy difícil de encontrar cuando se vive constantemente encerrado con un solo juguete: la desesperación.

Con Encerrados con un solo juguete, Juan Marsé fue finalista del Premio Biblioteca Breve de novela en 1960, inició su brillantísima y singular carrera de narrador y nos dejó, en ella, las pistas necesarias para entender de dónde, cómo y por qué nació su ya irrefrenable vocación por la escritura. La que ha acabado por convertirlo en un “clásico” vivo de las letras españolas.

La carretera

Harold Bloom define a Cormac McCarthy como un escritor de estirpe “shakespeariana”, el más digno discípulo de Melville y Faulkner en la narrativa norteamericana del presente y el escritor “apocalíptico” más grande de Estados Unidos, dotado con una “originalidad aterradora”.

Todos estos juicios, que están esencialmente fundados en la crítica de Meridiano de sangre –la primera gran obra maestra de Cormac McMarthy–, adquieren un significado y un valor nuevos, se reactualizan plenamente, ante “The road” (La carretera), su última novela, que fue galardonada con el premio Pulitzer 2007. Una novela que propone al lector el desafío de acompañarle a un verdadero viaje a los infiernos.

Inquietante desde el primer párrafo, trágica en su más honda concepción, lúcida como pocas, la novela de Cormac McCarthy transcurre en la inmensidad del territorio norteamericano, un espacio devastado por lo que podría ser –aunque nunca lo sabemos con certeza– un reciente holocausto nuclear.

En ese escenario dantesco, un páramo carbonizado que es lo único que queda de lo que algún día fueron los Estados Unidos, un padre trata de salvar la vida de su hijo emprendiendo un viaje desesperado hacia el sur, hacia el mar, con el quimérico anhelo de encontrar allí unas mejores condiciones de vida, que aseguren su supervivencia. Huyendo de “un frío capaz de romper las piedras”, azotados por lluvias persistentes y nieve frecuente, padre e hijo recorren, siguiendo la ruta de una carretera incierta, un paisaje apocalíptico. Ya no resta más forma de vida que la humana, un escaso puñado de supervivientes, convertido en su mayor parte en forajidos salvajes y bandas de caníbales, frente a los que hay que mantenerse en una alerta permanente para no sucumbir a su ferocidad.

Amenazados de muerte por el frío y por “los otros”, en un escenario baldío, de árboles quemados y casas derruidas, de ceniza y luz muerta, empujando un carrito de la compra donde guardan sus escasas pertenencias, padre e hijo avanzan tercamente hacia el sur recorriendo los lugares donde aquél pasó su infancia, recordada en fugaces visiones, como un paraíso perdido. El padre evoca entonces su pasado, pero sin saber con certeza si esa memoria no es ya más que un mito, la imperiosa necesidad de crear un mito fundacional que dé sentido a la desolación que lo rodea.

Así resumida, podría extraerse la falsa impresión de que nos hallamos ante a un manido relato catastrofista de terror o ciencia-ficción al estilo de Hollywood, destinado a exhibir el espectáculo del Apocalipsis con gran derroche de “efectos especiales”. Pero nada más lejos de la realidad. Verdaderamente, se trata de las antípodas de esa vacuidad y de ese exhibicionismo.

Si con algo cabe, por el contrario, emparentar el libro es con la tragedia clásica. El libro provoca en el lector algo muy similar a lo que podemos presumir producía la representación de una tragedia entre los griegos: una verdadera conmoción, una auténtica catarsis. Como en la tragedia clásica, en “The road” el “destino” ya ha decidido, y al espectador (en este caso al lector) sólo le queda –como dice José María Guelbenzu– “el placer piadoso del estremecimiento por la suerte de los mortales como él”.

Y es en la “suerte” del padre y del hijo, en sus peripecias, donde Cormac McCarthy se la juega como narrador, en una apuesta de alto riesgo, de la que sale indudablemente victorioso. La lucha del padre por salir adelante y salvaguardar al hijo de lo inevitable adquiere verdadera grandeza. Y todo ello sin necesidad de recurrir a gestos heroicos o espectaculares. Al contrario, con un singular ascetismo lingüístico, McCarthy insiste una y otra vez –pero sin cansar al lector, que está dominado por la tensión implacable del relato– en los gestos repetitivos y las acciones básicas de la supervivencia. Los diálogos, cortos y efectivos, tienen a la vez una resonancia cotidiana y sagrada. Las pinceladas de la situación son escuetas, pero precisas y de una eficacia demoledora. Con estos mimbres, Cormac McCarthy sostiene en vilo una narración que, a la vez que mantiene en verdadero vilo al lector, le lleva a interrogarse una y otra vez por las preguntas que palpitan y respiran en las entrañas del libro.

Más que el “por qué” del Apocalipsis vivido –que ni el protagonista ni el niño se preguntan, ¿ya para qué?–, McCarthy parece inquirirnos por preguntas aún más esenciales: ¿por qué vivimos?, ¿por qué nos empeñamos en sobrevivir como humanos y no como animales?

El escenario en que McCarthy diseña su relato es extremo y, por ello, de límites muy precisos. Como el cuadrilátero de un ring. Pero resulta decisivo para que allí se escenifique la acción con toda su nitidez y dramatismo. En la aparente simplicidad del juego, la lucha de principios aparece desnuda, rotunda, implacable.

El niño, que ha sido educado por el padre en principios y valores humanos, encarna en su pletórica ingenuidad la demanda de su aplicación incondicionada. Pero el padre, que ha de asegurar su supervivencia, en un medio inconmensurablemente hostil, tiene que enfrentarse a cada paso con el dilema que enfrenta lo ideal con lo real.

En esas encrucijadas, padre e hijo, unidos por el amor y el miedo, están completamente solos. Arrastran consigo su conciencia y su moral, su fe en la vida, pero también la ausencia y el silencio aterrador de dios. ¿Dónde está el dios del “Dios bendiga América”? «Cuando los hombres están en las últimas, sus dioses también lo están», reflexiona con ironía McCarthy –quizá la única ironía que el escritor se permite en un relato, estremecedor en su objetividad narrativa y grandioso en su rigor lingüístico.

Una obra que corrobora plenamente la apuesta de Harold Bloom: Cormac McCarthy es, más que ningún otro escritor norteamericano, el verdadero heredero de Melville y de Faulkner.

La metamorfosis

Con “La metamorfosis” (escrita en 1913 y publicada por primera vez en 1915) Kafka iba a darnos la radiografía más transparente, más lúcida y más espantosa de la “transformación” que había sufrido el hombre en la nueva sociedad

En 1907 Franz Kafka culmina los estudios de Derecho, para dar cumplida satisfacción a las abrumadoras exigencias paternas, que aspiraban a hacer de él un hombre útil para los negocios y para la vida, y capaz de continuar su éxito comercial. Pero, para nueva decepción paterna, Kafka se busca un trabajo lejos del negocio familiar, primero en la “Assecurazione Generali” y a partir de julio de 1908 en la Compañía de Seguros y Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. Allí permaneció ininterrumpidamente durante 14 años, hasta su prematura jubilación, a causa de la tuberculosis, en julio de 1922.

Ese puesto, eminentemente burocrático, le dejaba al menos las tardes –y parte de las noches– libres para escribir, su única razón de ser, lo único que justificaba su existencia. Escribir se había convertido ya entonces para él en la única manera de vivir una vida que, fuera de la escritura, está totalmente secuestrada. Las exigencias paternas y familiares, los requisitos y las convenciones sociales, las demandas laborales… todo conforma un edificio de normas, reglas y exigencias que secuestran la vida, la administran hasta en sus más mínimos detalles, succionan de ella todo lo vital para ponerlo a su servicio. Pero no se conforman con ello. Extienden además una sensación de culpabilidad general para alimentar una espiral de remordimientos: quien no se amolde completamente a lo que se le exige, quien no satisfaga todas esas exigencias punto por punto, quien no cumpla todas esas expectativas (y realmente nadie puede), es culpable, y merece condena y castigo. Lo que existe en el mundo moderno no es la presunción de inocencia, sino la presunción de culpabilidad: uno es culpable si no demuestra lo contrario, ¿y cómo hacerlo? Joseph K., el protagonista de El proceso, una novela crucial de Kafka, muere culpable de un delito que desconoce.

Pero antes de llegar ahí, Kafka se detiene en otra estación previa. Como confiesa en sus Diarios (iniciados en 1910), muchos días, su sentimiento de “extrañeza” –su sensación de ser “un extraño”: alguien que no es propio, a quien no se le reconoce como propio, sino como algo “ajeno”, “distinto”– le hacía que, al despertarse de la siesta, se sintiera como un “escarabajo” tumbado en el canapé de su propia casa. Su imposibilidad de cumplir los designios paternos y familiares le había enajenado ya cualquier tipo de convivencia familiar asumible; las penosas exigencias de un trabajo burocrático y vacío, sustraían una parte sustancial de las horas útiles de su vida; la vida social cosificada sólo incrementaba su angustia y su desazón. Convertido en un “monstruo extraño”, fantasea con serlo realmente, fantasea con “transformarse” en él. Kafka imagina su “metamorfosis”.

“Para el hombre –escribe Kafka en estos años– la vida natural es la vida humana. Sin embargo, nadie lo ve. Nadie quiere ver ese hecho. La existencia humana resulta demasiado fatigosa, por lo cual deseamos desprendernos de ella, por lo menos en la fantasía… Cobijado en el seno del rebaño, uno desfila por las calles de las ciudades para asistir al trabajo, al pesebre o a las diversiones. No existen milagros, sino sólo instrucciones para el uso, folletos y normas. Uno siente temor ante la libertad y la responsabilidad. Por eso prefiere morir ahogado tras las rejas levantadas por uno mismo”.

Empujado por la “extrañeza” –causada por la alienación (en el sentido plenamente marxista del término)–, Kafka imagina una línea de fuga: la posibilidad de transformarse en algo no humano para escapar “de los folletos y las normas” y de “las rejas”. Y de ahí sale Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis. Una metáfora fantástica e imaginativamente poderosa de la alienación humana en las sociedades de capitalismo desarrollado y, a la vez, el anhelo angustioso de una fuga imposible, por la vía de un reingreso en la vida natural.

Pero antes de seguir (o de entrar) en el libro, es necesario –para valorar en su justeza el texto– calibrar y entender el concepto de literatura en Kafka. Un concepto –como el propio Kafka– “extraño” al entendimiento general de la literatura, y más aún al sentido que ha tomado, en líneas generales, en nuestros días. Ya hemos dicho que para Kafka la escritura era la única forma de vida posible. La escritura no es una forma de entretenimiento. En una carta enviada a Oscar Pollack en 1904, Kafka desnuda al completo su concepto de lo literario, a propósito de un comentario sobre una biografía de Dostoievski que acaba de leer. Dice:

“Cuando se tiene ante los ojos una vida como la de Dostoievski, que se remonta sin desmayo más y más hasta tales alturas que uno apenas puede alcanzarla con su catalejo, la conciencia no puede hallar reposo. Pero es saludable que en la conciencia se abran anchas heridas, porque así se vuelve más sensible a los remordimientos. Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos? ¿Para que nos haga felices como tú dices? Dios mío, también seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y los libros que nos hacen felices, en caso necesario, podríamos escribirlos nosotros mismos. Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro”.

Un hacha para el mar helado que llevamos dentro. Ese es el concepto kafkiano de literatura. Para eso escribió. Esa es la “utilidad” de su literatura. Desde ahí es desde donde se pueden y se deben leer sus libros.
 

La metamorfosis es una de esas hachas de Kafka. Un todavía joven representante de comercio, que mantiene con su trabajo a toda su familia (a sus dos padres y a su hermana, a la que sueña con poderle pagar sus estudios de piano), se despierta un día habitual de trabajo en su cuarto convertido en un monstruoso insecto. Reflexiona y piensa aún como el ser humano que fue hasta la víspera, como Gregorio Samsa, pero su cuerpo, y sus múltiples y móviles y cortas patas, son las de una horrible cucaracha. De hecho, y si exceptuamos el colofón final, todo el relato está efectuado desde la perspectiva de Samsa: vemos lo que él ve, oimos lo que él oye, sabemos lo que él sabe y cuenta… no disponemos de otra perspectiva. Kafka no nos la da.

Las pautadas reflexiones de este “buen hijo” y “buen trabajador”, que cumple a conciencia sus obligaciones, nos van desnudando paso a paso los “motivos” ocultos de su metamorfosis. Descubrimos cómo ha sido utilizado descaradamente por su familia, que vive a su costa sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de que esté desperdiciando su juventud en un trabajo alienante que, además, lo mantiene alejado de todo trato con gente de su edad. Tiene, además, que pagar una antigua deuda del padre, quien en principio parece que está impedido para trabajar (o así lo creía Gregorio), pero luego descubrimos no sólo que guarda secretamente cuantiosos ahorros sino que puede trabajar perfectamente. Y a la “explotación” familiar se suma la explotación laboral, absolutamente inmisericorde, a pesar de lo cual no se le tiene la más mínima consideración en la empresa: pese a su entrega, su dedicación y su esfuerzo, a la primera falta lo despiden sin contemplaciones. Reducidas a su verdadera dimensión y a su verdadera naturaleza, las relaciones familiares, las relaciones laborales y las relaciones sociales se muestran como lo que son realmente en las sociedades capitalistas: verdaderas relaciones de explotación y opresión. Y las poderosas maquinarias que respaldan aquellas relaciones (el Estado, la Familia, la Costumbre) reducen al explotado y oprimido a una verdadera condición de insignificante esclavo. Si cede y calla, perecerá aplastado o vivirá condenado a una mísera existencia, dentro de las rejas que él mismo se ponga. Si toma conciencia o se resiste (aunque sea impulsado por el incosciente) acabará siendo “culpable” y “deudor”, y “un extraño”, un “monstruo”, un insecto monstruoso, Gregorio Samsa.

La “rareza monstruosa” de Gregorio Samsa provoca distintas reacciones entre los personajes, lo que da pie a una de las indagaciones más interesantes del relato.

El padre lo rechaza desde el principio e incluso, con el aislamiento y creciente decrepitud del hijo, va rejuveneciendo. La madre mantiene en todo momento su actitud compasiva, pero influenciada por los demás, va dudando cada vez más de que “eso” sea realmente su hijo. La hermana, muy unida siempre a él, comienza por hacerse cargo voluntariosamente de su alimentación, pero conforme comienza a valerse por sí misma, lo va abandonando y al final se convierte en la más activa partidaria de su eliminación, al negarle su condición humana. Ella es la que dictamina que “eso no es Gregorio”, provocando, simbólica y realmente, su muerte.

Esta brutal disección de las relaciones familiares enlaza y nos remite a la famosa Carta al Padre que Kafka escribió por estos años y en la que, freudianamente, el escritor checo aspira simbólicamente a enlazar en una sola figura los tres focos históricos de Poder: Dios, el Estado y el Padre, la religión, la sociedad y la familia patriarcal, símbolos esenciales de la opresión.

A ellos Kafka añadirá la “explotación económica”. Aunque siempre se ha sostenido que Kafka vivía enclaustrado en su “torre de marfil”, en realidad fue (y ha sido) uno de los escasos escritores contemporáneos que conoció directamente (y no por referencias) la vida en el interior de las empresas capitalistas y tuvo una relación directa con obreros, a consecuencia de su trabajo. Kafka sabía muy bien de qué hablaba, y cómo allí se encerraba una nueva fuente de la esclavitud moderna. Y así lo refleja en La metamorfosis.

Aunque Kafka se quejó, con razón, del trabajo insípido y burocrático que tenía que llevar a cabo, casi siempre encerrado en la oficina, éste sin embargo dejó en él al menos una huella positiva. Los esmerados y precisos informes burocráticos que tenía que redactar acabaron por influir de forma decisiva en su estilo literario, que perdió así los últimos flecos postrománticos, y adquirió la objetividad precisa y el distanciamiento adecuado para dar a sus narraciones una poderosa sensación de realidad. El tono de “informe” que a veces percibimos leyendo La metamorfosis o El Proceso o El Castillo constituyen uno de lo mayores logros narrativos de Kafka, y determinan una precisa adecuación entre lo que cuenta y cómo lo cuenta.

Con La metamorfosis Kafka logró taladrar la falsa fachada de “mundo respetable” que tenía la sociedad burguesa de su tiempo, y por el enorme boquete se atrevió a mostrar la verdadera naturaleza de las relaciones en que se cimentaba. Lo que el lector actual descubrirá –con inquietud, tal vez con desolación– es que son las mismas de hoy. Kafka lo escribió hace un siglo. Pero podría haberlo escrito ayer.

Nocilla dream

La primera novela de Agustín Fernández Mallo desató pasiones encontradas y fomentó un debate sobre el presente y el futuro de la novela en España

J. Albacete

Quizá ningún otro libro haya levantado en nuestro país, en esta primera década del siglo XXI, tanta polvareda como Nocilla dream, la primera novela del físico y poeta, nacido en A Coruña en 1967, Agustín Fernández Mallo. El motivo esencial de ese revuelo literario no es sólo la peculiar naturaleza y estructura de Nocilla dream, sino su ambición y su voluntad (refrendada por una «poética» adyacente) de romper los moldes tradicionales de la novela española (siempre demasiado escorada hacia un realismo trufado de costumbrismo) y generar una nueva dinámica vanguardista, dotada de un proyecto narrativo novedoso y vinculado a las realidades del siglo XXI.

En una entrevista reciente, Agustín Fernández Mallo habla con ironía de aquellas personas (escritores, críticos, editores y también lectores) que se muestran abiertos y receptivos a lo nuevo, que admiten y desean que todo cambie… menos la literatura. Aceptan que todo pueda ser de otra manera, pero, eso sí, las novelas son intocables: tienen que seguir siendo lineales, sucesivas, humanistas, coherentes, reconfortantes «y amablemente reaccionarias».

Contra esta regla, no enunciada ni impresa, pero constatable en la realidad (¿acaso no siguen siendo así el 90% de las novelas que se publican hoy?), Agustín Fernández Mallo lanza un desafío que, si bien es cierto no representa una novedad absoluta, pues tiene (¿y cómo podría no tenerlas?) sus raíces no sólo en vanguardias actuales sino también en otras más remotas (las vanguardias del siglo XX), sí tiene una proclamada voluntad rupturista. De ruptura no sólo técnica, sino efectiva. «Nocilla dream», cabeza de una trilogía a la que se conoce como «proyecto Nocilla» (y que incluye otros dos libros, ya editados: Nocilla Experience y Nocilla Lab), es la expresión narrativa de esa «otra» literatura que se niega a seguir los derroteros tradicionales e intenta mostrar otro camino, otra vía, otra forma de construir el discurso literario: otros personajes, otros temas, otra praxis narrativa.

En Nocilla dream no hay acción propiamente dicha (nada que tenga que ver con aquello de planteamiento, nudo y desenlace), quizá propiamente no hay origen ni principio (ni por tanto final). Tampoco hay exactamente personajes, o al menos «protagonistas», que sufran una evolución o un cambio (psicológico, moral o vital). No hay un discurrir temporal, al menos tal y como lo entiende la novela tradicional. Nocilla dream está formado por 113 fragmentos, la mayoría breves o aun muy breves, en los que se suceden historias mínimas levemente articuladas, microrrelatos sin ninguna continuidad, citas científicas o tecnológicas relevantes, parodias breves y bocetos narrativos, a veces de índole poético, a veces pictórico, a veces típicamente cinematográficos.

Si esta «red» de relatos y textos tiene un centro, éste podría ser un sorprendente álamo crecido en mitad del desierto de Nevada y cargado de zapatos, adonde van a parar muchas de las historias que dan cierta consistencia narrativa al libro.

Estas historias tienen que ver, casi siempre, con «outsiders» de la globalización, personajes marginales (o al margen), ajenos al vector dominante de la realidad (la sociedad productiva y administrada), e inspirados probablemente (como muy acertadamente sugiere Juan Bonilla en el prólogo) en la cinematografía «indie» norteamericana. Rubias de burdel junto a un desierto de Nevada, surfistas chinos octogenarios, ácratas que habitan extrañas micronaciones, un argentino que enloquece en un aparthotel de Las Vegas obsesionado con Borges, un gasolinero en un desierto de Albacete que compone canciones, un ex boxeador de Los Ángeles que quiere hacer el viaje de Colón a la inversa…, «vidas cruzadas» que sólo muy tangencialmente nos descubren su conexión y permiten articular algo así como un horizonte de sentido.

Son los «olvidados» del siglo XXI, outsiders posmodernos: más que víctimas de alguna forma de injusticia o marginación social, semejan habitantes de «mundos paralelos», personas atrapadas en formas ultramodernas de alienación: la belleza del vacío, la soledad del desierto, la quimera de una metáfora, el sueño de desandar la historia…

La novela discurre por entero en espacios que remiten a una rabiosa modernidad: desiertos, suburbios, carreteras, aeropuertos, moteles, camiones, burdeles, micronaciones… que funcionan, de hecho, como metáforas efecticas de la libertad: ámbitos de la realidad que escapan a todo género de servidumbres sociales o nacionales, lugares en que se evita la subordinación al poder.

Junto a estas «estampas» o «fotografías» de una realidad nueva, las citas y las páginas de escritura científica y tecnológica, que van puenteando el texto, fijan también una dirección al lector: el mundo está cambiando. «The times they are a-changin», que cantaba Bob Dylan.

Frente al término novela, Agustín Fernández Mallo prefiere, para calificar a Nocilla dream, el de «docuficción»: imágenes documentales de un mundo en mutación que ilustran relatos mínimos extraídos de la vida real, «que tienen interés por sí mismos», pero que «al relacionarlos entre sí cobran un nuevo interés». Y, en efecto, cuando la red queda tejida, después de leer y reflexionar los 113 párrafos del libro, nace para el lector una visión de conjunto atractiva y valiosa.

Literatura de vanguardia, pues, sí. Que engarza con las nuevas y las viejas vanguardias. Pero que, a diferencia de éstas (dice Fernández Mallo) se ha despojado de las utopías. Ya no aspira a cambiar el mundo (¡lástima!), sólo a desentrañarlo con una mirada «menos afectada y más desengañada».

La sombra de Camus

Se han cumplido 50 años de la muerte de Albert Camus, el escritor «rebelde», un referente literario, cultural y ético de la posguerra

J. Albacete

El 4 de enero de 1960 -hace 50 años- fallecía en un accidente automovilístico Albert Camus. Tres años antes, en 1957, había recibido el Premio Nobel de Literatura. Pero para muchos europeos y franceses, Camus era algo más que un gran escritor, era todo un «símbolo» de rebeldía, de inconformismo, un hombre libre capaz de defender sus convicciones hasta el final, aunque ello le reportara rupturas, incomprensiones y las descalificaciones más hirientes. Fue ninguneado por los principales «mandarines» de la cultura francesa (de Sartre a Merleau-Ponty), pero ello no hizo mella en su actitud. Fue honesto hasta en sus equivocaciones, lo que no se puede decir precisamente de quienes lo menospreciaron.

Albert Camus nació en 1913 en un pequeño pueblo argelino, en el seno de una familia de colonos franceses (lo que, despectivamente, en Francia se llamaba «pieds-noirs). El padre era de origen alsaciano (de los huidos de la región durante la ocupación alemana tras la guerra franco-prusiana): fue movilizado durante la primera guerra mundial, herido grave en combate durante la batalla del Marne y falleció en un hospital el 17 de octubre de 1914. Albert Camus solo tuvo de su padre un puñado de viejas fotografías y el nebuloso recuerdo (que cita en su novela El extranjero) de que una vez se sintió mal al presenciar una ejecución: Camus «derivaría» de ahí su perpetua repugnancia a la violencia. Su madre era una mujer analfabeta, casi muda, nacida en Argelia de una familia procedente de Menorca: es el primero de sus muchos «vínculos» con España; también el gran amor de su vida sería una española.

Tras la muerte del padre la familia quedó en la indigencia y tuvo que trasladarse a un barrio pobre de la capital, Argel. Allí comenzó sus estudios y gracias a becas y al apoyo de algunos profesores (que detectaron su valía) progresó muy rápidamente. Camus dedicaría su Premio Nobel a su maestro de primaria, y siempre reconocería a aquellos que le pusieron tempranamente en conexión, no solo con la lengua francesa, sino con la cultura europea. Ya en secundaria leyó a Nietzsche, una influencia que sería determinante en su obra, mucho más que la del existencialismo.

Camus comenzó a escribir muy joven. A los 19 años ya publicaba textos en la Revista «Sud». Cursó estudios de filosofía, pero no llegó a obtener la licenciatura, por culpa de la tuberculosis.

En 1937 fundó en Argel el «Teatro del Trabajo», una compañía de aficionados que representaba a los clásicos ante un público de trabajadores. Por entonces militaba en el Partido Comunista (entonces, una sección del PCF): rompió con él en 1939, tras el pacto germano-soviético. Colaboraba asiduamente en el diario del frente popular. Uno de sus trabajos de investigación sobre «La miseria de la Kabilia» tuvo un enorme impacto: el Gobierno General de Argelia acabaría cerrando esa publicación y ocupándose activamente de que su autor no encontrase trabajo en Argel.

A Camus no le quedó más remedio que emigrar a París, donde muy pronto encontraría trabajo en la redacción del Paris-Soir. En 1943 comenzó también a trabajar para la editorial Gallimard. En el París ocupado por los alemanes Camus militaba en la resistencia y a la vez editaba su primera gran novela, la que cimentaría su gran reputación literaria: El extranjero (1942). La novela ha pasado a los anales literarios como una obra cumbre del «existencialismo» y de la literatura del absurdo, pero lo más evidente en ella es su raíz nietzscheana: el antihéroe Meursalt, indiferente a la muerte de su madre, que mata a un árabe de cinco tiros sin motivo aparente y es condenado a muerte en un juicio grotesco, es ante todo un «nihilista», encarnación de un mundo en el que todos los valores trascendentes han sido devaluados, y el individuo vive sumido en una alienación desencantada, en la que sólo es capaz de percibir y responder a los estímulos físicos más inmediatos: cuando Meursalt trata de dar con una razón de su crimen ante el tribunal sólo puede balbucear que le molestaba el sol. Ese hombre, para el que Dios, la familia, la sociedad, el Estado o la justicia, son nociones y entidades ajenas, sin valor alguno, no es, para Camus, un «monstruo moral», sino el estandarte de una sociedad abocada al nihilismo.

Más tarde, ya en la posguerra, el pensamiento y la narrativa de Camus evolucionarían, y su obra acabaría resaltando los valores de la dignidad y la fraternidad humana, como antídotos frente al nihilismo. Como hombre del pueblo (y no un huero intelectual parisino), Camus se comprometería crecientemente con el unamuniano «hombre de carne y hueso», rechazando las abstracciones. Al tiermpo, adoptaría una actitud cuasi libertaria, simpatizando con las corrientes anarquistas.

Todo ello le llevaría a «romper» con los grandes mandarines culturales parisinos, los Sartre y compañía, a quienes la denuncia camusiana del «gulag» soviético les pareció «alta traición». Camus se alzó contra el totalitarismo y el fascismo soviético y eso le pasó factura. Sobre todo cuando a partir de 1956, con el estallido de la revolución argelina, se vio atrapado en un conflicto de lealtades. Abogó por un imposible entendimiento entre las partes. Quería una Argelia francesa, pero libre: una imposibilidad. Temía que la «liberación» mediante la violencia condujera a Argel a una dictadura sangrienta o a la creación de un nuevo «gulag»: se equivocó, aunque no del todo.

Para hacerse una idea cabal de la actitud de Camus ante la cuestión argelina, desde sus orígenes (los textos de «La miseria de la Kabilia») hasta el final, conviene leer el extraordinario volumen que acaba de publicar Alianza Editorial en su «Biblioteca Camus».

A los 50 años de su muerte, la obra de Camus conserva toda su vigencia, no sólo como testimonio de una literatura de época, sino como una parte esencial del bagaje literario del siglo XX. Leer sus novelas -desde El extranjero hasta La peste, La caída, El exilio y el reino o su obra póstuma, inacabada y autobiográfica El primer hombre (editada por su hija en 1994)-, sus piezas teatrales –Calígula, El malentendido, Estado de sitio y Los justos– y sus ensayos –El mito de Sísifo, El hombre rebelde– sigue siendo una necesidad ineludible de nuestro tiempo. Su estilo vigoroso y conciso impacta en el lector.

Camus fue un escritor salido del pueblo, un hombre libre, nunca un «mandarín cultural» : por ello, las pretensiones del actual poder francés de canonizarlo y llevar sus huesos al Panteón son absurdos, inaceptables y oportunistas. El escritor rebelde no necesita la seducción del poder. Ahora bien, que todavía hoy se intente esa seducción demuestra que su sombra sigue siendo alargada.

El buda de los suburbios

El anglo-pakistaní Hanif Kureishi encarna la nueva literatura mestiza en lengua inglesa

Nacido en Londres, de madre británica y padre hindopakistaní, Hanif Kureishi, que comenzó como autor teatral a principios de los 80, siguió como guionista y director de cine hasta los 90 y, a partir de ahí, con El buda de los suburbios se consagró como novelista, es, junto a Salman Rushdie y Kazuo Ishiguro una de las voces más poderosa de la nueva narrativa inglesa y, como ellos, emblema de una literatura “mestiza” que, en las últimas dos décadas, está cambiando radicalmente el panorama literario inglés.

Kureishi nació el 5 de diciembre de 1954 en los suburbios del sur de Londres: “muchas casas, pocos autos, terrenos baldíos, … era un barrio dormitorio, en el que todos los padres de familia trabajaban en la City… El lugar no era pobre pero por eso no dejaba de ser violento”. Aunque su familia no le educó ni como anglicano ni como musulmán (y aquí está quizá una de sus claves), no se libró del menosprecio, las humillaciones y la violencia racial de las escuelas británicas. “Eran los años 60, con los skinheads, las organizaciones de extrema derecha y las palizas a los pakistaníes…”. Pero también la era dorada de la música, con los Beatles, los Rollings, … David Bowie estudió en su misma escuela, en la que a Hanif le apodaban “el negrito”.

Luego Kureishi cursó estudios de filosofía en el King´s College de Londres, aunque in pectore ya tenía tomada la decisión de dedicarse a escribir. Sus inicios tuvieron lugar como autor teatral para el Royal Court Theatre, pero sólo empezaría a ser verdaderamente conocido, dentro y fuera de Gran Bretaña, a mediados de los 80, al realizar los guiones de “Mi hermosa lavandería” y de “Sammy y Rosie se lo montan”, dos películas emblemáticas de la “era Thatcher”, dirigidas por Stephen Frears, en las que Kureishi esgrimía ya algunos de sus temas fundamentales: los problemas y conflictos de las relaciones inrerraciales como consecuencia de los prejuicios culturales, los efectos devastadores de la vida en las grandes megalópolis modernas (un tema que actualizaría años después en “Londres me mata”, película que escribió y dirigió él mismo) y la efímera posibilidad de crear, a través del arte, un antídoto contra esos males.

En 1990 Kureishi dio un nuevo giro a su faceta creativa con la publicación de El buda de los suburbios, su primera novela, un libro que se convirtió en la “biblia de los ochenta”, un libro de culto, y que ganó el prestigioso premio Withbread a “la mejor primera novela”.

La novela comienza con una definición extraordinaria de su protagonista: “Mi nombre es Karim Amir y soy un inglés de los pies a la cabeza, casi”. La “apacible” vida en los suburbios de este hijo de madre británica y padre musulmán hindú (como el propio Kureishi) se ve rota el día en que su flemático padre se enamora de una excéntrica señora inglesa (Eva), abandona a su familia y se convierte en una especie de “gurú” budista del extrarradio londinense. Con 17 años, Karim, que no sabe muy bien qué hacer con su vida, decide marchar con su padre, porque, entre otras cosas, el hijo de la excéntrica dama le atrae, pero también porque ve en esa nueva familia la palanca que necesita para escapar de su anodina existencia y dar el salto a una vida más excitante. Y así es, ante los ojos de Karim van a desfilar los últimos estertores del hippismo (que permiten a su padre pasar por gurú), la eclosión del movimiento punkie, el desmadre de las drogas, la revolución sexual,… en definitiva, el cocktail de “drogas, sexo y rock and roll” de los setenta, con sus dosis de radicalismo político, feminismo y snobismo estético. Volcado en ese mundo desenfrenado, Karim va a tratar de encontrar su “sitio”, entre fuertes encontronazos y decepciones sentimentales, sexuales y políticas. Y consigue finalmente hacerse un hueco como actor, sin tener que renunciar del todo a sus propias raíces y sin romper los vínculos que aún le unen a ese otro mundo al que también pertenece: Asia.

La novela es una meritoria “crónica de época” (Kureishi era tan consciente de ello que la definía como “una novela histórica”) relatada con un muy logrado distanciamiento irónico, que a veces se acerca a la frialdad documental, pero que en otras pone en juego una implicación emocional y personal bastante fuerte. La literatura de Kureishi no es “amable y aséptica”, sino más bien rabiosa y dolorida.

¡Petersburgo!

Nabokov consideraba esta novela de Andrei Biely como una de las cuatro joyas supremas de la literatura del siglo XX, junto al «Ulises» de Joyce, «La metamorfosis» de Kafka y «En busca del tiempo perdido» de Proust

J. Albacete

El estímulo nos llega una vez más de la mano de Vila-Matas, que en el Babelia del pasado 8 de agosto, recordaba el estupor que produjo en EEUU una declaración de Nabokov, al enunciar las que consideraba las cuatro grandes cimas de la literatura del siglo XX. Tres de ellas eran obvias e indiscutibles, sabidas de todos, pero ¿quién era Andrei Biely?, ¿qué novela era esa que llevaba por título desconocido Petersburgo? Corría el año 1965. Nabokov era, por entonces, no sólo el celebrado autor de Lolita, sino el crítico más reputado del país. La obra se tradujo y tuvo un efímero reconocimiento: no dejó de ser, como sigue siendo, una obra de «culto», una joya encerrada en un preciado joyero, que rara vez se exhíbe, pero que cuando lo hace, fascina y entusiama.

Y es que Petersburgo no ha perdido, hasta hoy, ese carácter elusivo, esa naturaleza de obra esquiva, que exige al lector un esfuerzo supremo, una voluntad de conquista, como se requiere para ascender a un ocho mil. Hay pocas cimas de esta altura. Subir hasta ellas exige una gran determinación. Pero coronarlas es sin duda la mayor satisfacción que cabe a un apasionado de la literatura. Y, desde luego, Petersburgo es, como auguraba Nabokov, uno de esos ocho miles.

Para adentrarse en Petersburgo es necesario, en primer lugar, dejar de lado determinadas concepciones de la literatura: la literatura como consumo obligado, como forma de ornato social, como producto de la industria del entretenimineto, como paliativo de la soledad, como medicina contra la neurosis o como manual de autoayuda. Es imprescindible partir de otro punto: por ejemplo, de la literatura como aventura, como ejercicio de riesgo; o de la literatura como juego y magia del lenguaje y con el lenguaje: en definitiva, recuperar la esencia de lo que la literatura fue para las verdaderas vanguardias de comienzos del siglo XX.

Andrei Biely (Moscú, 1880-Moscú, 1934) encarnó como pocos ese espíritu de vanguardia. Nació en la capital del inmenso Imperio zarista en el seno de una reputada familia de la burguesía intelectual rusa. Su padre fue un eminente matemático, que fundó la escuela matemática rusa. Biely estudió (entre 1899 y 1906) en la Universidad de Moscú: primero, sin duda por inducción familiar, Ciencias Naturales (y en Petersburgo el lector descubrirá las notables huellas que esos estudios dejaron en el escritor) y más tarde, ya por voluntad propia, Filología y Filosofía. También se interesó en estos años de formación por la música y por la religión (sobre todo por la corriente del «misticismo» ruso). Como todos los jóvenes de finales de siglo con pretensiones intelectuales y artísticas, Biely leyó a Nietzsche y a Schopenhauer.

Mientras realizaba sus estudios, Andrei Biely frecuentaba ya las tertulias literarias más avanzadas de la bullente capital rusa: sobre todo, la de los «simbolistas» moscovitas, aglutinados en torno a la revista «Escorpio». Biely destacó muy pronto, y entre 1906 y 1909 forjó su propio grupo («los argonautas») y editó su propia revista: «El vellocino de oro».

Sus primeros libros (de poesía o de prosas poéticas) son ensayos vanguardistas, en los que Biely intenta llegar a una síntesis de la literatura con la música y la pintura. En 1910 publica su primera novela: Las palomas de plata. De esos años data también su decisiva relación con Shklovski, el gran teórico literario ruso, y su interés por la «antroposofía» del austriaco Rudolf Steiner (también Kafka, por esos mismos años, se interesó por ella en Praga).

Entre 1913 y 1914 publicó por entregas, en la revista «Sirin», su segunda novela: Petersburgo, que finalmente acabaría editándose como libro en 1916.

Biely vivió esperanzadamente el triunfo de la revolución soviética de 1917. Trabajó como archivista, bibliotecario y conferenciante sobre literatura. Publicó el ensayo «Revolución y cultura». En los años veinte escribió una trilogía novelística sobre Moscú, así como sus memorias. Su último libro (La maestría de Gógol), es un ensayo dedicado al estudio del lenguaje y el estilo del gran novelista ruso, sin duda el escritor que influyó de forma más determinante en su propia obra.

Petersburgo (1913-1914, 1916) es un relato ambientado en la convulsa etapa de la revolución rusa de 1905. Su núcleo argumental es a la vez simple y explosivo: un joven estudiante relacionado con los círculos revolucionarios de Petersburgo, Nikolai Apolonovich Ableujov, recibe la directriz de asesinar a su propio padre, el senador zarista Apolón Apolonovich, colocando una bomba en su estudio. La acción discurre durante el último día de septiembre y los primeros días de octubre, en medio de un clima de huelgas, mítines y manifestaciones… en el que bulle la crisis revolucionaria, que va a recorrer toda Rusia. El escenario (y protagonista esencial) es un Petersburgo espectral: una ciudad fría, lóbrega, poseída por la bruma y la niebla, y dominada por un ineludible «instinto de muerte».

Todos los personajes que atraviesan el demorado relato de Petersburgo son a su modo antihéroes modernos: seres frágiles, atormentados, extenuados, para los que la reflexión (su interminable reflexión interna) es un vicio que los acaba llevando a las puertas del delirio o del caos. Los sueños de su razón (y da casi lo mismo que sea la razón del autócrata zarista que la del terrorista) engendran sin parar monstruos que los atormentan; si es que no los ha convertido ya en patentes engendros morales y psicológicos, de los que su conciencia quiere huir inutilmente.

El estilo de Biely es minucioso y objetivo, pero a la vez sarcástico y delirante. Más determinante que la propia fábula, que el argumento en sí, es la trama narrativa liberada por un lenguaje exhuberante, en el que Biely despliega toda su cosmovisión poética del mundo y su penetrante conocimiento de la realidad. Mientras seguimos sin prisa el tic tac de un reloj que puede desencadenar un magnicidio (que es a la vez un parricidio) Biely se demora majestuosamente ante la perplejidad de cada contradicción, la magnitud de cada gesto, la evolución de cada pensamiento (y su inevitable conversión en delirio), el absurdo de cada acción… Y siempre con la «necrópolis» de Petersburgo imponiendo su presencia abrumadora: ya sea el Petersburgo imperial, con su palacio de invierno, sus estatuas de los zares, sus puentes sobre el Neva, o su impresionante avenida Nevsky…, ya sea el Petersburgo proletario, con sus chimeneas humeantes acechando la ciudad zarista y sus barrios obreros en permanente ebullición.

Petersburgo es una novela que pertenece a la genuina vanguardia. Una obra que emparenta (y precede) a otras, como el Ulises de Joyce (1922), o Berlin Alexanderplatz de Döblin (1929), por el protagonismo que otorga a una ciudad, ámbito esencial de las contradicciones del mundo moderno. Pero que hunde también sus raíces en la tradición literaria rusa: desde Puskhin y Gógol hasta Dostoievski y Chéjov.

A lo largo de las 700 páginas de esta novela pletórica de hallazgos y retos narrativos, Biely logra mantener un inesperado y difícil equilibrio entre lo cómico y lo trágico: la fina ironía cervantina y el humor gogoliano que subyacen en todo el relato permiten el éxito de un experimento literario verdaderamente arriesgado.