Una historia de amor y oscuridad

Este libro del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2007, el escritor israelí Amos Oz, es en primera instancia -y puede leerse- como una autobiografía novelada. La historia de una tragedia familiar encerrada en un enigma que el autor busca denodada e inútilmente desentrañar

Sólo como tal, el libro ya valdría la pena, porque como afirma José María Guelbenzu, estamos «ante un ejemplo de autobiografía bien narrada. Una obra inmensa en el deseo de vivir y de ser, gratificante, emocionante e inteligente». Pero es que, además, Una historia de amor y oscuridad es también muchas otras cosas: una memoria personal, sí, pero también una memoria colectiva, la memoria de un desamor, de un amor no correspondido. La memoria del exilio de los judíos europeos, la memoria de una seducción traicionada, la amarga historia de cómo la «civilizada» Europa se deshizo de «los únicos europeos»: los judíos.

En los tormentosos años 20 y 30 del siglo pasado, y luego en los trágicos 40, durante la guerra y el holocausto, ¿quién era verdaderamente «europeo» en toda Europa, quién creía en una Europa fraternal, solidaria, unida, supranacional? Leyendo a Stefan Zweig (El mundo de ayer. Memorias de un europeo) o los ensayos de Joseph Roth (La filial del infierno en la tierra) o a cualquier otro autor que se haya atrevido a demorarse en el retrato de esa época de crueldad inusitada hacia una minoría fundamental durante siglos en la historia y la cultura europea, llegará a la misma conclusión de la que parte, y en la que se cimenta, Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz: los judíos eran prácticamente los únicos europeos de aquel momento. Los alemanes eran alemanes (sólo alemanes), los polacos sólo polacos, los lituanos sólo lituanos, los franceses sólo franceses…: sólo los judíos eran, además de alemanes, franceses o rusos, europeos. Y, sin embargo, fueron cruelmente perseguidos, exterminados, expulsados: a los que no fueron exterminados, se les empujó fuera de Europa. Antes y después del holocausto.

La historia de esta tragedia, de este amor decepcionado, inspira la memoria de Amos Oz para mostrarnos de forma parsimoniosa, irónica y llena de ternura la vida y milagros de sus antepasados. Una pléyade de intelectuales judíos europeos, cultos, con el don de lenguas (cualquiera dominaba cuatro o cinco lenguas europeas, además del hebreo y el yiddish), amantes de las artes y de la literatura, un poco chiflados, muy tolstoianos, a quienes los progromos, las persecuciones y la intolerancia irán empujando, desde su Polonia, Ucrania, Lituania o Rusia natales, a Eretz Israel, en gran medida contra su voluntad, pero siempre con el alma cargada ya con un esquizofrénico dispositivo de amor y odio a Europa que marcará para siempre sus vidas.

Oz logra reconstruir y ofrecernos un cuadro tan vívido que consigue verdaderamente llevarnos en volandas, introducirnos e involucrarnos en aquel mundo de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, eruditos, reformadores del mundo y ovejas negras que -pese a su alma apasionadamente eurófila- acabarán involucrándose en cuerpo y alma en la gestación y el nacimiento del Estado de Israel.

Esa amplia galería de personajes va preparando el «cóctel genético» del que acabará naciendo Amos Oz, el escritor, el testigo de esa «diáspora inversa», a cuya infancia y adolescencia también vamos a asistir en el interior de un cuadro familiar sobre el que Oz levanta el telón con gran valor y una voluntad minuciosa de explicar, de comprender, de encontrar respuestas a enigmas que lo han torturado toda la vida. Ante todo, el enigma insoluble del suicidio de su madre, cuando él tenía sólo 12 años.Un hecho que cambiaría su vida para siempre y por entero.

En el largo periplo vital que recorre esta novela, de una intensidad narrativa extraordinaria, poblada por decenas y decenas de personajes, cargada de reflexiones y sabiduría, asistimos a una infinitud de hechos trascencentales en la historia reciente de los judíos: pero la clave de los mismos no nos es entregada en términos de historia, o de ensayo, sino de memoria, de recuerdos, de recreación literaria. La vida de los judíos en el Este de Europa a principios del siglo XX, la emigración a una Palestina todavía bajo el Mandato británico, la votación de la ONU que dio carta de naturaleza a la creación del Estado de Israel, la primera guerra entre judíos y árabes, la visión irónica de los primeros líderes israelíes (Ben Gurión, Begin), la marcha de Amos Oz a un kibbutz tras la muerte de su madre…, todo eso y mucho más es magníficamente recreado a lo largo de las casi 800 páginas de un libro que es, a la vez, una inmensa aventura literaria, un ejercicio ejemplar de la memoria y un necesario antídoto contra las nuevas formas de antisemitismo que no cesan de aparecer en Europa. Estemos o no de acuerdo con muchas de las cosas y de las posiciones expresadas por Oz en este libro, en ningún momento debemos olvidar que nos hallamos no sólo ante un escritor de talla verdaderamente universal, sino frente a uno de los más fervientes defensores de la paz, el entendimiento y la coexistencia entre judíos y palestinos.

Pedro Páramo

El 19 de marzo de 1955 -hace ahora, pues, 55 años- la famosa editorial mexicana Fondo de Cultura Económica (FCE) daba a la luz Pedro Páramo, la primera y única novela de Juan Rulfo. Enigmática, luminosa, transparente, la novela de Rulfo se iría convirtiendo con el paso del tiempo en uno de los monumentos literarios más valorado, estudiado y traducido de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Borges la incluyó entre los selectivos textos de su «Biblioteca Personal», donde la define como «una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispana y aun de la literatura». Para García Márquez es «la más bella de las historias que se han escrito jamás en lengua castellana».

«Hay pueblos que saben a desdicha. Se los conoce con sorber un poco de aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Éste es uno de esos pueblos». Ese pueblo es Comala, el pueblo al que se dirige el narrador al comienzo del relato y a donde va a buscar a su padre, «un tal Pedro Páramo». Comala, «un pueblo sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno», como lo describe el arriero que lo acompaña. Un pueblo  «sin ruidos«, vacío, donde todos están muertos, pero habitado por las voces, los recuerdos, la memoria imborrable de quienes allí anduvieron antes de que se convirtiera en el escenario de la desolación.

Comala ha sido interpretada en clave mítica, en clave histórica y en clave puramente literaria. En realidad, soporta perfectamente las tres lecturas, ya que los tres planos se superponen y articulan en el relato de Rulfo, un relato que conjuga lo misterioso y enigmático con una transparencia descarnada, que es, a la vez, fabuloso y estrictamente realista, todo ello expresado en un lenguaje tan denso como austero, de una economía y precisión asfixiante a la vez que cargado de sutiles resonancias míticas. Un lenguaje que parece extraído de los relatos bíblicos, aplicado a una realidad que es la historia de una maldición implacable: la de una tierra y la de un hombre condenados a la destrucción.

El trasfondo histórico de la novela de Rulfo no es otro que la Revolución mexicana, vista desde ese punto de amargura y desencanto que supuso -ya a mediados de siglo- la corroboración de que aquella utopía fracasó, y de que la violencia y la destrucción que arrasaron el país apenas trajeron otra cosa que la ruina de los campesinos, la aniquilación de muchos pueblos y la corrupción política, sin lograr eliminar siquiera lacras históricas como el caciquismo.

Un cacique prototípico es Pedro Páramo, el personaje que da justo título a la novela, y a cuyo ascenso y caída asistimos. Rulfo describe con acerada precisión la espiral que lleva a Pedro Párama a adueñarse y a dominarlo todo: tierras, pastos, ganado, hombres y mujeres, hasta el alma del cura. Toda Comala acaba siendo suya, todas las mujeres son suyas, todos los niños son hijos de Pedro Páramo. Todo es suyo menos aquello que realmente anhela poseer, y al final será víctima de lo único que no puede alcanzar: el amor de su última esposa, Susana San Juan. La codidia de poseer y el delirio de mandar se disuelven en la imposibilidad de alcanzar lo único que podría saciar la sed infinita de Pedro Páramo.

Para esta dura y cruel historia Rulfo crea una atmósfera a la vez delirante y concreta, una atmósfera desgarrada por la absoluta indefensión y soledad de unos personajes que ya lo han perdido todo, hasta la vida, y a quienes sólo queda la escueta veladura del recuerdo.

La aparición de Pedro Páramo supuso una revolución en las letras mexicanas, un revulsivo para la novela en toda Hispanoamérica y el nacimiento de un clásico inmortal de las letras hispanas que, hoy, medio siglo después, conserva intacto su poder y su valor.

Los enamoramientos

40 años después de la publicación de su primera novela, «Los dominios del lobo», Javier Marías vuelve a sorprender con una obra que muestra nuevas facetas de un fenómeno aparentemente agotado en el campo literario: el amor

Cuando en 2007 puso punto y final a su obra magna Tu rostro mañana, tres volúmenes de cerca de 1.700 páginas que le consumieron diez años de trabajo, Javier Marías tuvo la íntima sensación de que esa obra podía ser perfectamente la última que escribiría, ya que en cierto modo había volcado en ella todo lo esencial de su mundo narrativo, explotado exhaustivamente todos los temas que obsesionan y nutren su peculiar mundo literario, y, por otro lado, había llevado hasta un límite irrebasable sus propios recursos narrativos, su singular y excepcional estilo, que le han llevado a ser universalmente considerado como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.

Pero era obvio, al mismo tiempo, que un escritor de la talla y de la naturaleza de Javier Marías, que llevan la literatura como una marca de Caín, grabada en su cuerpo desde su nacimiento, no iba a hacer mutis tan fácilmente. Que, tarde o temprano, reaparecería sobre el escenario, con un nuevo libro bajo el brazo, y que ese libro sería como todos los suyos, una sorpresa inesperada y, al tiempo, una rama perfectamente engarzada en su tronco narrativo, unido al resto no por una trama similar, sino por el mismo núcleo de obsesiones y fobias que constituyen la esencia más íntima de su universo literario.

Así pues, nada hay de extraño ni de reprochable en que, tras anunciar aquella prematura e increíble retirada, Marías vuelva con Los enamoramientos (Alfaguara, 2011), y lo haga con una obra que, alejada del gigantismo proustiano de «Tu rostro mañana», responde a las dimensiones exactas de un relato que trata de llevar al lector a un territorio que éste puede considerar, de antemano, manido y agotado, para demostrale, con otro gran ejercicio de estilo, que hay temas que no se agotan nunca, que siempre hay nuevas facetas que desvelar, que nuestro conocimiento de las cosas es siempre parcial y limitado, es más, que nuestro conocimiento de las cosas humanas jamás puede anclarse en un mundo de certezas inamovibles. Por eso es necesario seguir horadando como topos en esos misterios, saltando por encima de los tópicos y los prejuicios, e intentando nuevas y valientes aproximaciones.

Como era de esperar, Marías no nos ofrece nada que pueda asimilarse a una visión tópica del fenómeno, más que del amor en sí, del «enamoramiento», en el que se entrecruzan y mezclan, inevitablemente, los ingredientes más extremos del actuar humano: la lealtad y la traición, la entrega desinteresada y los celos posesivos, la generosidad y la mezquindad más abyecta. Pero incluso todo esta trama contradictoria de hilos que se entrecruzan y se separan, una y otra vez, no nos es ofrecida como una visión nítida, analítica, sino como el fruto de una introspección (la de la narradora que hilvana el relato de la novela) en la que la conjetura y la especulación son mucho más poderosas que la certeza. Todo ello da pie a las digresiones típicas de la literatura de Marías, que nos acaban conduciendo a un mundo de problemas que acaban revirtiendo inevitablemente en el lector, que debe dilucidar lo acontecido y fijar su postura moral casi de forma paralela (con el mismo nivel de conocimiento y de desconocimiento) a como lo hace la propia narradora.

El lector está, pues, invitado más a compartir incertidumbres que a encontrar remedios. Y es que esto es una novela, y no un manual de autoayuda. Y la literatura, como recuerda Javier Marías. citando a Faulkner, «no sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor».

El Danubio

Se cumplen 25 años de la aparición de «El Danubio» (1986), de Claudio Magris, una de las escasas obras maestras indiscutibles de la literatura europea contemporánea

Si «el río» es una metáfora de la vida y una metáfora de «la identidad» -«no te bañarás dos veces en el mismo río», decía Heráclito-, viajar por un río, desde el nacimiento a la desembocadura, no puede ser sino sumergirse es una experiencia vital de búsqueda y reconocimiento de las múltiples identidades que se suceden en la amplitud del espacio y el espesor del tiempo, y que las aguas reflejan impalpablemente. Si ese río es, además, un «río mítico», como lo es el Danubio, vehículo milenario de la tradición cultural centroeuropea, ese «viaje de conocimiento» promete una experiencia fascinante, enriquecida por el abundante poso literario que arrastra.

Ese el el viaje que el escritor italiano, nacido en Trieste (1939), Claudio Magris, nos ofrece en su obra maestra El Danubio.

El Danubio es, en primera instancia, el relato autobiográfico de un viaje por el gran río centroeuropeo desde sus fuentes en la Selva Negra alemana hasta su desembocadura en el Mar Negro, atravesando Alemania, Austria, Eslovaquia, Hungría, la antigua Yugoslavia, Bulgaria y Rumanía. A su paso, Magris va reconstruyendo y mostrándonos el variado y espléndido mosaico cultural, de pueblos y gentes, de tradiciones e historias, que le permiten ir interrogándose, a cada paso, sobre la civilización de Europa central, la Mitteleuropa. Pero al asomarse a cada una de las estaciones de paso, Magris, en vez de limitarse a bruñir la laca manida de «lo pintoresco», o lo puramente «turístico», se sumerge en las contradicciones esenciales del lugar, provocando visiones auténticamente valiosas y esclarecedoras. Así, el libro va adquiriendo, página a página, una riqueza, un espesor, una profundidad más propia del ensayo que de la narración, sin perder al mismo tiempo la fuerza literaria, la magia y la ligereza que aporta siempre la ficción. Y Magris redondea el libro introduciendo, subrepticiamente, la propia biografía, formativa y sentimental, del autor: redactó este libro -dice- «con la sensación de escribir mi propia autobiografía».

Libro de viajes, ensayo cultural, ficción novelada, autobiografía… todo esto a la vez, fundido en una espléndida síntesis que impide «separar» o «diferenciar» los ingredientes, como un magnífico plato cocinado por un gran chef, creando así una receta, un género nuevo, es lo que constituye la esencia de este complejo libro, que se ha ido abriendo paso poco a poco en nuestro país hasta superar el reducidísimo círculo de «los entendidos» y convertirse en un relativo éxito de ventas.

Su interés aparece, por otra parte, realzado hoy en día por la reciente integración de buena parte de los países danubianos en la Unión Europea y el debate reabierto sobre el papel de Alemania en Europa. Magris, que es un gran germanista, conoce al dedillo las corrientes profundas que se han movido en Centroeuropa desde que allí estaba la limes romana hasta los grandes cataclismos del siglo XX: el hundimiento del imperio austro-húngaro tras la primera guerra mundial y la expansión y derrota del nazismo en la segunda.

Germanista, pero de origen latino, Magris hurga, desde el comienzo, en las contradicciones esenciales de la cultura y de la nación alemana, contraponiendo el espírito de «pureza racial» que simboliza y encarna el Rin en la tradición alemana, con el espíritu de «mestizaje», variedad y diversidad que encarna el Danubio. El «oro del Rin» frente al «Danubio azul». El Danubio, por el que ascendió la cultura griega y latina hasta la bárbara Germania, se convirtió, con el tiempo, en el camino de expansión de la cultura alemana por Mitteleuropa, por la Europa central y oriental. Esa expansión se convirtió en ocasiones en vehículo o excusa para la dominación y hasta para el exterminio en nombre de la «superioridad racial», en nombre del «espíritu del Rin».

El libro de Magris está repleto de advertencias contra esa deriva de Alemania (hoy tan actual como ayer) y es, a la postre, un canto a favor del mestizaje de las identidades culturales, que mutan al mezclarse y unirse, y en contra de las «purezas» étnicas o raciales. El Danubio de Magris no es sólo un accidente geográfico de Europa, sino una opción histórica, cultural y vital. Y una auténtica delicia literaria.

El escritor y el poder

Ricardo Piglia reflexiona sobre el nuevo papel de los escritores y los intelectuales en su relación con el poder en una sociedad democrática

Tiene ya más de veinte años, pero parece hecha ayer. Esta entrevista, realizada por la revista argentina Página/12 en 1987, pone al desnudo la clarividencia de Piglia al analizar un tema crucial de nuestro tiempo, un tema que además, aquí, en España, tiene una importancia crucial, dado el creciente compromiso de un elevado número de intelectuales, escritores y artistas con el poder político.

En la Argentina la literatura se ha vinculado siempre con el tema del poder pero desde la oposición, desde el enfrentamiento. ¿Por qué a los intelectuales les preocupa tanto el tema del poder?

Los elementos “positivos” del poder son los que están ahora en primer plano. ¿Cómo institucionalizarse, cómo “entrar”, cómo dialogar con el Estado? Ésa es la versión cultural de la problemática que los medios definen como “vivir en democracia”. Por supuesto que siempre han existido escritores aliados al poder.

O que lo han ejercido directamente.

Claro. Cuando Sarmiento llega a presidente de la República se produce un hecho único. Como si Arlt hubiera llegado a la presidencia. El mejor escritor argentino ocupa el poder político. Y pasa algo increíble. ¡Su discurso inaugural se lo escribe Avellaneda! Sarmiento se encierra y escribe un discurso para inaugurar su gobierno, pero sus ministros se lo rechazan. Siempre he querido escribir un relato que reconstruya ese discurso.

¿Se perdió?

Se perdió. Me parece una metáfora perfecta de las relaciones del escritor con el Estado. Había que adaptarlo a las necesidades de la política práctica. Y antes que nada había que ajustarle su relación con el lenguaje. Las cosas no han cambiado desde entonces, más bien se han agravado. Para ser integrado un intelectual debe demostrar que se sabe adaptar a la lógica de lo posible.

Según David Viñas, la propuesta de muchos intelectuales en este momento es “Hay que aceitarlo todo, hay que tranquilizar conciencias.” ¿Coincide usted?

A menudo lo fundamental reside en aceitar la propia conciencia. Pasar de la tradición de los vencidos a la tradición de los vencedores. Adaptarse al retro neoconservador, a la elegancia cínica, a la defensa del orden, a la muerte de las vanguardias. En Argentina, eso produce un híbrido muy divertido: el progresista escéptico. Mantiene la forma del pensamiento progresista a lo Juan B. Justo, pero le añade una especie de esteticismo. De modo que tiene razón Viñas, hay que tranquilizarse la conciencia para estar a la moda esta temporada.

¿Y cuál sería el riesgo básico?

El exceso de realismo, la falsa politización. La política se ha convertido en la práctica que decide lo que una sociedad no puede hacer. Los políticos son los nuevos filósofos: dictaminan qué debe entenderse por real, qué es lo posible, cuáles son los límites de la verdad. Todo se ha politizado en ese sentido. También la cultura. La política inmediata define el campo de reflexión. Parece que los intelectuales tienen que pensar los problemas que les interesan a los políticos.

¿Ésa es la forma en que se plantea hoy la relación entre los intelectuales y el poder?

Pensar en el lugar de los políticos. Ésa es la tendencia hegemónica. Los intelectuales hablan como si fueran ministros. Se habla de la realidad con el cuidado y el cálculo y el tipo de compromiso y el estilo involuntariamente paródico que usan los que ejercen directamente el poder.

Una nueva idea de responsabilidad de los intelectuales.

Una responsabilidad desplazada. Por ejemplo, ya en los comienzos de este debate sobre los militares, que tiene tres o cuatro años, era muy común que ciertos intelectuales dijeran que no era posible enfrentar al ejército, porque cómo se podía llevar adelante una política de justicia sin un poder real. Pero ése es un problema de Tróccoli, de Jaunarena, digamos. Tróccoli tiene que negociar y someterse a la división entre lo posible y lo verdadero. ¿Por qué voy a tener que pensar yo con las categorías del ministro del Interior?

¿El llamado posmodernismo sería el contexto actual de esta situación?

Bueno, por supuesto que es una etiqueta, o se ha convertido en una etiqueta que no quiere decir nada. Pero creo que hay un punto central, la máquina del posmodernismo viene a decir que la cultura moderna ha terminado por imponer y legitimar a los transgresores y a los revolucionarios, a Joyce, a Picasso, a Stravinsky, ha valorado la libertad sexual, al individuo que se margina de la sociedad, al sujeto libre, a la liberación de las mujeres, a la crítica de la familia como institución. Ésos fueron los elementos que la cultura moderna, a partir digamos de Baudelaire, puso en primer plano y ésos fueron sus héroes. Pero, dicen, una sociedad no puede funcionar con valores que son antagónicos con sus necesidades, no puede dejarse manejar por una cultura que exalta los valores que buscan desintegrar a esa sociedad. Una sociedad necesita orden, necesita valorar sus tradiciones, la sociedad no puede seguir exaltando su propia destrucción. Por lo tanto, se vendría a decir, hay que construir una cultura nueva posmoderna, posterior a la cultura moderna, que esté de acuerdo con las necesidades de la sociedad. Una cultura que valore en todos los planos (en la literatura, en la vida cotidiana, en la política) lo que había sido negado por la vanguardia, por la transgresión, por la revolución.

¿Se ha empobrecido hoy el debate en relación con las ideas que circulaban en los años sesenta?

Yo diría que la nueva marca en el discurso intelectual es una suerte de conformismo general y de sometimiento al peso de lo real. En lo que se llama “los setenta” había un espacio de reflexión diferente que, por no estar conectado a la política inmediata. permitía poner en el centro del debate temas que hoy han sido clausurados, como el de las transformaciones y la revolución.

Almas muertas

Creador, junto a su amigo y mentor Aleksandr Pushkin, de la gran prosa rusa del siglo XIX (que luego se prolongará con la obra de Dostoievski, Tolstoi, Turguenev y Chejov), Nikolai Gogol permanece como el más excéntrico, corrosivo y provocador de todos los grandes escritores rusos, y quizá como el más “actual” y “vivo” de todos ellos, por su sorprendente y radical modernidad. Su gran obra maestra, la narración Almas muertas –una obra más en la estela del Quijote– sufre un verdadero “boom” editorial en España, y se revela como una de las grandes creaciones literarias modernas, una cumbre insuperable de la novela satírica y una pieza esencial para entender el devenir y la singularidad de Rusia (algo nada desdeñable ahora que ha vuelto a la escena mundial).

Gogol nació en 1809 en una modesta ciudad ucraniana, en el seno de una familia de la pequeña nobleza cosaca. Prácticamente toda su vida discurrió en el marco de uno de los períodos de mayor represión e intolerancia del XIX ruso, el reinado de Nicolás I, quien tras aplastar el levantamiento “decembrista” (impulsado por un grupo de jóvenes oficiales imbuidos por los ideales ilustrados procedentes de la Francia napoleónica a la que acababan de derrotar) impuso el absolutismo extremo en todo el Imperio, bajo el lema “Ortodoxia, Autocracia, Nación”. Nicolás I estableció la censura en la prensa y las editoriales, impuso un estricto régimen policial, sometió a riguroso control los centros educativos y mantuvo el régimen de servidumbre en el campo, decretando una implacable persecución de cuantas ideas o actos pudieran cuestionar o socavar el absolutismo zarista o la vigencia del régimen de servidumbre. Su celo represivo no pudo impedir, sin embargo, que aun de forma soterrada, el debate sobre las nuevas ideas liberales alcanzase cada hogar, cada aldea, cada ciudad, sobre todo entre la baja y media nobleza.

Gogol nació, creció y se desarrolló en ese ambiente. Desde muy joven sucumbió a la tentación de la literatura. Con solo 19 años, en 1828, se trasladó a San Petersburgo, llevando en su maleta un largo y brumoso poema sobre motivos germánicos, que editó con su propio dinero y la crítica masacró. Gogol recogió todos los ejemplares depositados en las librerías y los quemó.

Aquel fracaso inicial no le hizo, sin embargo, desistir de su empeño y en 1831 volvió a la carga con dos volúmenes de relatos folclóricos de tema ucraniano, filón que continuará explotando en 1835 con sus Relatos de Mirgorov. En esta etapa Gogol escribe aún bajo la influencia del romanticismo alemán (sobre todo, E. T. Hoffmann), pero también del incipiente naturalismo ruso, dando cabida en su obra a elementos contradictorios: lo costumbrista y lo onírico, lo sarcástico y lo patético, el amor a Rusia y la revelación de sus horrores… Pero, sobre todo, Gogol aparece ya como el artífice de una lengua nueva, madura y a la vez fresca, que le gana el favor y la admiración de Pushkin y de Belinski, el gran crítico liberal ruso que saludó su obra como la del gran narrador esperado desde hacía mucho tiempo por la sociedad rusa.

En 1836 Gogol estrena en San Petersburgo una comedia satírica: El inspector general, crítica velada pero encarnizada de la estupidez y venalidad de los funcionarios imperiales rusos, algo insólito en la Rusia de la época. La obra provocó el escándalo de los círculos conservadores y el entusiasmo de los liberales: Gogol teme por su futuro y decide marchar al extranjero.

Vivirá varios años fuera de Rusia, sobre todo en Roma, donde escribió Almas muertas, su obra mayor, cuya primera parte se publicó en 1842.

En Almas muertas Gogol aborda uno de los temas cruciales y a la vez el mayor tabú de la Rusia zarista: la cuestión de los “siervos”. Y lo hace con una originalidad radical, tanto por el argumento, como por la caracterización de los personajes, como por el tono satírico que domina el relato.

La trama es sorprendente. El personaje central, un individuo llamado Chíchikov –y cuyo pasado inicialmente ignoramos– llega a una capital de provincias, se relaciona con los altos funcionarios y los principales terratenientes de la región, a los que, tras embaucarlos con buenas palabras y elegantes modales, les propone un negocio insólito: comprarles sus “almas muertas”. En el lenguaje administrativo ruso ese término designaba a los siervos fallecidos en el período comprendido entre dos censos, y por los cuales el propietario tenía que seguir pagando impuestos hasta que el siguiente censo hiciera “oficial” su defunción. Chíchikov se propone adquirir el mayor número posible de “almas muertas” –realmente muertas, aunque oficialmente aún vivas– pagando precios irrisorios –en definita, como dice con el mayor cinismo, está comprando “algo que no vale ya nada” y que, además, va a librar al amo de seguir pagando impuestos por ellos–, para después hipotecarlas al Estado y hacerse así con la fortuna necesaria para adquirir una hacienda propia y poder llevar una vida con el mayor confort.

Este pícaro farsante, oculto tras la fachada de sus bellas palabras e impecables modales, se lanza a los caminos en busca de su “extraña” mercancía, y ¿qué encuentra? Una realidad deprimente y paródica. De un lado, unos terratenientes carcomidos por la desidia y la ineficacia, despóticos, cultivadores del capricho o enfermos de melancolía. De otro lado, miles y miles de siervos que arrastran una vida lamentable, hacinados en casuchas, entregados a la bebida, degradados hasta extremos inverosímiles. La gran fachada del imperio ruso es demolida página a página por Gogol, que nos muestra la auténtica realidad: una ciénaga de aguas estancadas, podridas, malolientes. Donde la retórica oficial insistía en la nobleza del alma y la vida rusa, Gogol destapa la vulgaridad y la ignominia; frente al discurso de la “armonía social”, muestra el desorden y el caos de una sociedad rota por desigualdades e injusticias atroces.

Que Gogol desnude la Rusia zarista y muestre los harapos reales con que va vestida y lo haga recurriendo a la parodia, al humor, al sarcasmo, a la mejor ironía cervantiva, es sin duda el logro mayor de una obra en la que late, de fondo, un afán: la reforma de Rusia.

Esa misma ansia de “reforma moral” llevaría a Gógol a derivar, poco a poco, a un nacionalismo conservador cada vez más radical, que traicionaba el sentido implícito en Almas muertas. Por eso, sin duda, Gogol acabó quemando en la hoguera la segunda parte de su novela,

Gogol es sin duda el mayor escritor satírico de Rusia, y su obra ha dejado huella en extraordinarios sucesores, como Bulgakov o Siniavski, pero también en la obra de escritores no rusos, como Gombrowicz, Pitol o Vila-Matas. Todos los escritores “excéntricos” reivindican siempre a Gogol como un precedente inevitable. Su capacidad para destruir tabúes, desnudar lo intocable y corroerlo todo con su humor, son todo un logro de la literatura universal.

Verano

El sudafricano J. M. Coetzee, premio nobel de literatura, ensaya una fórmula narrativa autobiográfica valiente y llena de riesgos

Nacido y educado en Sudáfrica (1940), profesor de literatura y lengua inglesa en Estados Unidos, Gran Bretaña y en la universidad de El Cabo, residente desde hace ya más de una década en Australia, J. M. Coetzee es en cierto modo el prototipo del escritor anglosajón (el único que, por otra parte, ha ganado dos veces el Man Booker, el premio por excelencia de esas letras), a pesar de que, en realidad, nació y creció en el seno de una familia de afrikáners, o sea, los descendientes de los primeros colonos holandeses. No es ésta, con todo, la única paradoja de un escritor, cuya literatura tiene la gran virtud de la «infidelidad», de no resignarse jamás a repetir la misma fórmula (por exitosa que haya sido), que descoloca de antemano siempre al lector, que busca incesantemente perspectivas y modelos narrativos nuevos y que nunca repite, de una obra a otra, el mismo molde literario (aunque no todos ellos sean, hay que decirlo, de invención propia).

Esta permanente variación y novedad de las formas narrativas no afecta, sin embargo, al estilo propiamente dicho, que siempre es equilibrado y elegante, preciso y sencillo, ajeno a todo barroquismo y muy asequible para el lector. Por distintos que sean los moldes de sus obras, la prosa de Coetzee es de las que siempre te acoge y acuna ya desde la primera línea y, sin grandes sobresaltos, de forma sosegada y franquila, pero firme, te lleva en volandas por los meandros de sus argumentos, sus tramas y sus historias, en las que siempre nos aguardan dilemas e interrogantes de gran calado.

En Verano (2010), la tercera de las obras que conforman un ciclo autobiográfico abierto con Infancia (1998) y proseguido con Juventud (2002), Coetzee aborda un fragmento particularmente delicado y subjetivamente trascendente de su vida, ya en el comienzo de la madurez: los años que van de 1972 a 1976, tras su regreso a Sudáfrica después de una larga estancia en Estados Unidos, unos años en que se recrudece el sistema del apartheid y las matanzas, él lleva la vida de un ermitaño solitario cuidando de su padre viudo, trata de encontrar un trabajo adecuado y estable y da a luz su primera novela: Tierras de poniente (1974).

La perspectiva que elije Coetzzee para dar cuenta de este período es verdaderamente inaudita. Él ha muerto ya y un estudioso de su obra, que ni siquiera lo ha conocido, intenta reconstruir, por medio de unas notas que aquél ha dejado escritas, pero sobre todo entrevistando a personas que le conocieron, quién era realmente, qué hacía en esa época, cuál era su actitud hacia la Sudáfrica de entonces, hacia su padre, hacia su familia, cuál era la filosofía de su vida,cuáles sus sentimientos, sus emociones, sus afectos, sus formas de relación con los otros, su horizonte vital, si es que lo tenía. Y, muy especialmente, cómo era su relación con las mujeres.

El bisoño entrevistador da con cinco personajes, cuatro de ellos mujeres con las que el difunto Coetzee mantuvo, de alguna forma, una relación amorosa: la doctora judía Julia Frankl, su prima Margot, Adriana -la madre brasileña de una de sus alumnas- y Sophie, una profesora de literatura francesa y compañera de facultad. Al menos tres de estas cuatro «entrevistas» son trabajos verdaderamente memorables, ante todo por la cruda luz que arrojan sobre el escritor, su temperamento frío y distante, su incapacidad de «acoplarse con otra persona» (en particular con una mujer), su falta de pasión y su débil virilidad, sus peregrinas teorías sobre la sexualidad (como la de intentar acoplar el ritmo del coito a la música de Schubert) o sus extrañas e ineficaces formas de cortejo (las interminables y abstrusas cartas a Adriana).

La imagen que Coetzee construye de sí mismo a través de este complejo y entretenido puzzle no es precisamente heroica: reina una sinceridad descarnada, con leves toques de ironía y una tímida intención autocrítica teñida de aparente objetividad.

Las entrevistas son, asimismo, logradas y creíbles porque esas mujeres que hablan de Coetzee hablan ante todo de sí mismas, de sus vidas, de sus anhelos, de sus ambiciones, y construyen personajes vivos, muy bien definidos, llenos de matices, a través de los cuales, no solo la vida del escritor, su peculiar talante, sus curiosas obsesiones, su extraña manera de ser, se aclaran con notable veracidad, sino que también toda una época queda extraordinariamente iluminada desde todos esos focos distintos, poderosos, cuyas emisiones de luz no solo nos permiten discernir el perfil de las imágenes más cercanas, sino el tamaño y la dimensión de las zonas de sombras que aún quedan por descubrir.

Tu rostro mañana

Tu rostro mañana” es sin duda una obra de madurez, de una madurez pletórica, que a la vez presupone y desborda todo lo hecho con anterioridad por Javier Marías

Poco se puede añadir a lo que ya es público y reconocido y –extrañamente– casi unánime: es decir, que Javier Marías (Madrid, 1951) ocupa no sólo un lugar absolutamente central en la narrativa española de los últimos 25 años, sino que es ya uno de los mayores escritores de nuestro tiempo, lo que es asumido y avalado por la crítica anglosajona, alemana, francesa y, por supuesto, española.

Ello se apoya en muchos factores, pero sobre todo en uno, indiscutible: un puñado de extraordinarias novelas escritas con un estilo propio, singular e intransferible y un mundo narrativo propio, que salta de una a otra y que todas ellas completan y engrandecen.

Algunas de estas obras –como Todas las almas, Corazón tan blancoMañana en la batalla piensa en mí– no sólo han sido laureadas con multitud de premios internacionales, sino también ávidamente leídas por un público multinacional y sorprendentemente amplio. Otras, en cambio, como Negra espalda del tiempo, han hecho torcer el gesto de la crítica más ortodoxa y tropezado con una cierta resistencia, aunque el lector fiel –y sabio– la asumió, la gozó y desde ella ha dispuesto de un extraordinario trampolín desde el que zambullirse en esa magistral culminación de su obra que es Tu rostro mañana, una novela que tanto por su tamaño como por su ambición, y, sobre todo, por su realización y sus logros, está un peldaño por encima de todas las anteriores.

La hazaña narrativa de Marías en Tu rostro mañana no es pequeña. Levantar este inmenso edificio narrativo sin prácticamente ninguna trama, o con una trama tan tenue y sencilla que puede resumirrse en media docena de líneas, no es la menor de sus osadías. Pero todo puede esperarse de un escritor que inicia una novela de 1500 páginas diciendo: “No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido”. Este espíritu de contradicción, que anida en toda la narrativa de Marías, adquiere aquí una dimensión creativa admirable.

Tu rostro mañana contiene el relato minucioso, demorado y digresivo de un narrador, a quien Marías bautiza como Javier, o Jacobo, o Xavier, o Jacques Deza, al que contratan unos telúricos e imprecisos servicios de inteligencia británicos, más o menos herederos o continuadores de aquellos míticos servicios secretos que jugaron un papel crucial en los años treinta y cuarenta y luego en la segunda guerra mundial y en la guerra fría –y a los que estuvieron vinculados tantos profesores universitarios de Oxford y Cambridge–, para que realice una tarea singular para la que tiene, al parecer de su amigo y viejo maestro de Oxford, sir Peter Wheeler, un “don” especial: el don de leer e interpretar en el rostro actual de un desconocido su comportamiento futuro, si será capaz o no de matar, si traicionará o no una determinada causa, o si será leal a ella, incluso hasta la muerte, qué será de su vida, qué será capaz de hacer y qué no,… Un trabajo, una tarea, a la que en algunos momentos se la designa como “intérprete de vidas”.

Y tomando este hilo conductor, Marías nos lleva, con aparente azar, pero con rigurosa necesidad, a uno tras otro de los grandes temas que le obsesionan, que quiere aclarar, que quiere narrar. Muchos de esos temas conciernen al pasado que ha configurado nuestro presente (la guerra civil española, la segunda guerra mundial), lo que ha llevado a algunos críticos a definir la novela de Marías como una “En busca del tiempo perdido” española, lo que se justificaría no sólo por su ambicioso afán de reconstruir el pasado, sino también por la amplitud “proustiana” de la frase o su incansable trabajo de reflexión. Pero, sin dejar de ser verdad que hay un cierto aliento proustiano, a Marías le interesa –más que recobrar el pasado– hacer un cierto diagnóstico sobre el presente, un diagnóstico que requiere del pasado como elemento de génesis y como término de comparación.

Para esta doble ingente tarea de reconstrucción histórica y de diagnosis del presente, Javier Marías “inaugura” una prosa envolvente, de período amplísimo, que enlaza proposición tras proposición, encadena enumeraciones vastísimas, se prolonga con interminables disyunciones (o, ni), y matiza una y otra vez las cosas, hasta alcanzar una precisión digna de encomio. Enroscada como una serpiente, la prosa de Marías encanta y encadena al lector, que no busca nunca un final para esta historia, sino sólo que Marías siga y siga narrando. Su “inusual mezcla de sofisticación y cercanía” –como subrayaba recientemente el crítico literario de la prestigiosa revista The New Yorker– hace de la prosa de Marías un vehículo muy poderoso para que el lector, en vez de desanimarse ante las dificultades –que las hay, porque Marías no hace ni una sola concesión– desee superarlas, y disfrute haciéndolo.

Con Tu rostro mañana Marías ha creado una obra verdaderamente grande, una obra inmensa, inagotable, de obligada y merecida lectura, a la que será necesario volver una y otra vez en el futuro.

Una novela que presupone –y requiere– casi toda su obra anterior, sin la cual la lectura de esta novela pierde apoyaturas, complicidades, motivaciones. Aunque, desde luego, la obra se sostiene por sí misma, y no sólo se sostiene, se erige como un verdadero monumento literario, del cual el lector sale impresionado, enriquecido, deleitado y casi anodadado. El impacto de esta obra es el de cualquiera de los grandes clásicos de la literatura universal.

Némesis

Philip Roth pone en juego todo su talento narrativo en una nueva obra “magistralmente construida y llena de suspense” (J. M. Coetzee), sobre el azar, el destino, la culpa y el castigo

Con ésta ya van cuatro o cinco las novelas breves (o relatos largos) con los que un Philip Roth inacabable (que se acerca ya tranquilamente a los 80 años, pues nació en 1933 en Newark, New Jersey, EEUU), va completando otro nuevo ciclo narrativo dentro de su singular galaxia literaria, en la que dominan los astros de brillo excepcional, aunque también, como es lógico, encontramos algunos satélites opacos.

Hay críticos y escritores (como el premio nobel sudafricano J. M. Coetzee) para los que este ciclo último (formado por Elegía, Indignación, Humillación y ahora Némesis) son aportaciones menores a un canon que alcanzó su cumbre irrebasable con obras como El teatro de Sabbath o Pastoral americana. Y otros (como el irlandés John Banville) que no han dudado en calificar a Indignación como su mejor obra.

En todo caso, sea cual sea su dimensión y su papel en el conjunto de su obra, esta Némesis (Mondadori, 2011) es, sin duda, un relato sobrecogedor, teñido por una concepción hondamente trágica de la existencia y surcado por temas que integran la parte más noble y más honda de la tradición literaria.

La palabra griega “némesis” remite a una justicia cósmica destinada a infligir un castigo ejemplar a quien, aun sin saberlo y aun persiguiendo el fin más noble, comete acciones reprobables. Edipo, conquistador de la efigie y gran rey, tiene que abandonar Tebas convertido en un mendigo ciego, porque su trágico destino le ha empujado a cometer, sin querer y sin saberlo, acciones repudiables: matar a su padre y acostarse con su madre.

Eugene Bucky Cantor (el protagonista de Némesis) es un joven atleta, pletórico y sencillo, especialista en el tiro de jabalina, un modelo y hasta un héroe para sus alumnos, que acaba solo y abandonado en una silla de ruedas, víctima de un castigo ciego, y de otro castigo voluntario que él mismo se autoinflige al cargar con una culpa infinita, de la que no puede escapar.

Némesis está ambientada en el barrio judío de Newark durante el verano de la polio de 1944, cuando un brote epidémico causó 19.000 casos en todo el país. Bucky Castor está trabajando en un centro de verano para niños cuando la epidemia comienza a causar estragos.

Su pasado ya encierra sombrías señales: su madre murió en el parto en el que él nació y su padre es un vulgar ladronzuelo que ya ha pisado la cárcel, y que no le ha dejado otra herencia que las dioptrías suficientes que le impiden alistarse en el ejército cuando su país moviliza a todos los jóvenes para combatir al mal en los frentes de Europa y del Pacífico. A pesar de todo, Bucky ha salido bastante indemne de todo ello gracias a la educación y los cuidados de sus abuelos maternos: una abuela cariñosa y maternal y un abuelo que le ha inculcado los más nobles principios, el sentido del deber y de la responsabilidad y el afán de autosuperación. Gracias a ello ha llegado a convertirse en un atleta magnífico y una persona sencilla, tenaz y responsable, capaz incluso de enamorar a una joven, Marcia, hija de un médico, una chica de ensueño con una familia espléndida, y hasta alcanzar la cota de ser un verdadero héroe para los muchachos del barrio judío, no sólo por su capacidad para dirigirles y enseñarles los deportes que aman, sino porque está dispuesto a enfrentarse a riesgos y protegerlos: un día él solo planta cara a diez italianos del barrio más pobre de la ciudad que han venido provocativamente al barrio judío «a traerles la polio».

Todo parece ir más o menos bien (Castor combate su sentimiento de culpa por no haber ido al frente, como todos sus amigos, con una entrega ejemplar a su trabajo en la escuela de verano) hasta que la polio hace su fatal irrupción en Newark y al poco tiempo empieza a causar estragos entre sus propios alumnos. Mientras la población, aterrada, busca chivos expiatorios por doquier, dando pábulo a todas las supersticiones, Castor dirige su propia indignación hacia un Dios que permanece indiferente a esta cruel e inexplicable matanza de inocentes. Hasta que, un día, la multiplicación de casos en su centro da pie a que una madre le señale como presunto culpable de todo lo que ocurre. Entonces Castor hace lo que todos sus principios morales y su conciencia le prescriben que no debe hacer: huir. Traicionar y abandonar a sus alumnos.

Castor se marcha entonces a un campamento idílico en las montañas, donde no hay virus y donde Marcia le espera. Siente que ha traicionado todo lo que era, pero a la vez la paz y la tranquilidad del lugar, donde va a seguir educando niños, le otorgan una cierta calma… hasta que, de golpe, todo salta hecho añicos otra vez, al aparecer, en su entorno inmediato, un nuevo caso de polio, y luego varios más… La infundada sospecha de que él puede ser el trasmisor de la enfermedad, uno de esos extrañísimos casos de portador aún no afectado, y de que en definitiva él puede ser el culpable de los niños enfermos de la escuela de Newark y quien ha traído la enfermedad y la muerte también a este idílico campamento, se convierte en terrible certeza cuando los análisis demuestran que en efecto él es portador del virus.

Es entonces cuando «némesis» lleva a cabo su implacable castigo: Castor acaba sufriendo la polio, que lo transforma en un lisiado de por vida. Y, al tiempo, él mismo asume una culpa infinita, de la que ya no puede escapar, renunciando a todos sus deseos y convirtiéndose en un inválido no sólo físico sino mental, un ser desvitalizado.

Pero Roth no quiere cerrar el relato dando pábulo a esta visión unívoca de las cosas, ofreciendo esa única perspectiva. Y emplea a su narrador –un antiguo alumno de Castor en la escuela de verano de Newark, infectado también por el virus– para replicar a esa autocondena: “Debo decir que, por mucho que pudiera compadecerme del cúmulo de desgracias que había ensombrecido su vida, aquello no era más que un estúpido orgullo desmedido, no el orgullo desmedido de la voluntad o el deseo, sino el orgullo desmedido de la interpretación religiosa fantástica, infantil”. Para el narrador –que ha logrado rehacer su vida pese a los estragos de la enfermedad– no hay más culpable que la polio, esa insidiosa enfermedad que se ceba en los seres más inocentes, los niños, sin ninguna razón aparente, de forma ciega y trágica. Pero eso Castor nunca lo podrá admitir. Para él sólo hay dos culpables: un Dios maligno e indiferente al sufrimiento humano y él mismo, convertido a su pesar en mensajero del mal.

Némesis entronca, según Coetzee, con obras como Diario del año de la peste de Daniel Defoe o La peste de Albert Camus, en las que se indaga en la psicopatología de sociedades asediadas por enfermedades cuyos mecanismos de transmisión se ignoran, y cuyo verdadero trasfondo es analizar la conducta humana y social cuando el pánico se adueña de una comunidad atacada por una fuerza invisible, desconocida y mortífera. Pero, como muy bien matiza el mismo Coetzee, “en su narración del año de la epidemia de polio, 1944, a Roth le preocupa menos cómo se comportan las comunidades en tiempos de crisis que cuestiones como el destino y la libertad”.

El agente secreto

En 1909, Joseph Conrad escribió la novela que convirtió a las metrópolis modernas en el escenario crucial de la ficción contemporánea

Desde que decidió tomar la pluma en 1893 hasta 1904, Joseph Conrad (nacido en Polonia pero naturalizado británico) sacó a la luz uno de los más grandes monumentos de la literatura europea dedicado casi en exclusiva a un tema -la vida en el mar-, en el que alcanzó tal maestría que sigue siendo hoy un autor insuperado. Pero tras escribir un puñado de obras maestras (El negro del Narcissus, El corazón de las tinieblas, Lord Jim o Nostromo), con el mar como escenario esencial, Conrad decidió dar un giro a su obra, cambiar radicalmente de escenario y dirigir su atención a la gran ciudad.

En 1920, en el prólogo a la segunda edición de su novela El agente secreto (publicada en 1909), Conrad explica las razones que le empujaron a escribirla, así como el hallazgo de un nuevo escenario para su obra: «Se me presentó entonces -dice- la visión de una gran ciudad, de una monstruosa ciudad más poblada que algunos continentes e indiferente, por su humano poderío, a la cólera o a las sonrisas del cielo; un cruel devorador de la luz del mundo. Allí había espacio suficiente para situar cualquier historia, profundidad para cualquier pasión, variedad para cualquier argumento, suficiente oscuridad como para enterrar cinco millones de vidas. De manera irresistible la ciudad se convirtió en el escenario para el siguiente período de profundas e insinuantes meditaciones. Interminables vistas se abrían ante mí en varias direcciones. Necesitaría años para encontrar el camino adecuado».

El mar y la gran ciudad compartían, a tenor de esas impresiones, más de un rasgo común. Comentándalos, Juan Benet destacaba: «entre otras cosas, esa inabarcable extensión solo parcialmente percibida que por su falta de límites ofrece un inapreciable marco a la inabarcable extensión del alma humana, siempre parcialmente percibida; esa permanente posibilidad de aparición del misterio, de la misma entidad cuando se oculta tras la línea del horizonte que cuando puede surgir en una calle desconocida, en una barriada alejada». Y concluye diciendo: «Se diría que Conrad vivía en un estado de permanente vigilancia -muy propio del hombre que había consumido quince años en el mar- hacia todo lo inesperado que pudiera ocurrir en la vida cotidiana y su atención, en franca oposición a la tendencia naturalista de su tiempo, a la escuela que pretendía sacar acta notarial del desarrollo normal de la sociedad aun a través de las anomalías individuales, se dirigía hacia aquel sujeto o hacia aquel suceso insólito que demostraría qué lejos estaba el hombre de su tiempo de conocer el mundo en que vivía».

La gran ciudad ofrecía, sin duda, el escenario adecuado para cumplir ese propósito. Porque si la metrópoli moderna había concentrado por un lado las ingentes masas del poder político, financiero, industrial y social también se había convertido en el refugio de las fuerzas «oscuras» que aspiraban a su destrucción (Conrad es el primer escritor que va a reflejar, en El agente secreto precisamente, la importancia y el sentido del terrorismo urbano moderno), así como también en el recipiente de esa inmensa masa de «desarraigados» y marginados que van a nutrir el filón del «antihéroe» de la novela moderna.

La gran ciudad entra en la novela moderna como escenario y no como simple decorado de la acción o como marco social de un mundo cultural cerrado. Con la misma indiferencia moral, crueldad amoral, incertidumbre y horizontes inciertos que el mar. Si el misterio comienza allí donde acaba la capacidad de dominio, la inabarcable dimensión de la metrópoli se convierte en el más sugerente y perverso ámbito del misterio. Un misterio que comienza a indagarse hace un siglo, siguiendo los pasos del «terrorista» Verloc por las calles de Londres, en las memorables páginas de El agente secreto de Conrad.