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Confesiones de un burgués

Sándor Márai escribió esta autobiografía con sólo 34 años. Tenía motivos: a esa edad ya había asistido al derrumbe de todo su mundo

J. Albacete

El 11 de febrero de 1989, abrumado por la vejez y la soledad, se suicidaba en su casa de California Sándor Márai. Por entonces su figura y su obra habían caído totalmente en el olvido, pese a que durante los años 30 y 40 llegó a ser uno de los escritores más importantes de Europa central.

No sería hasta después de su muerte y tras la caída del muro de Berlín que esa obra recuperaría su antiguo esplendor … y el fervor de todo el público europeo. Junto a sus novelas, Márai nos legó tres espléndidos relatos autobiográficos que recogen prácticamente toda su vida. El primero de esos relatos («Confesiones de un burgués»), escrito a la insólita edad de 34 años.

Fruto de una vida de una intensidad poco común, sometida a las convulsiones que pusieron patas arriba toda la arquitectura política y social europea en los primeros decenios del siglo XX, las memorias de infancia y juventud de Sándor Márai (nacido con el siglo, en 1900, en una pequeña ciudad húngara) son un libro de una madurez, una profundidad y una lucidez tan sorprendentes como apasionantes.

En «Confesiones de un burgués» están todas las raíces y todas las claves de la obra de Márai: aquí están sus lecturas, su obsesión por escribir, su pasión por el periodismo, sus amantes, su matrimonio, los encuentros con autores célebres, los incesantes viajes, el sentimiento creciente de desarraigo y el fantasma del alcoholismo.

Descendiente de una rica familia de origen sajón, Márai inicia su relato con una descripción de la próspera y confiada burguesía a la que pertenecía: una clase que vivía en un mundo «ideal», en el que reinaban la cultura y la tolerancia. Pero esta plácida existencia se verá abruptamente truncada el verano de 1914, con el asesinato en Sarajevo del heredero al trono de los Habsburgo, que dará pie al estallido de la primera guerra mundial, cuyo desenlace, cinco años más tarde, y después de una terrible carnicería, significará la disolución del imperio austrohúngaro. Márai fue llamado a filas con 17 años y, cuando volvió de la guerra, con 19, todo su mundo había desaparecido.

Es entonces cuando su familia lo envía a Alemania a estudiar periodismo. Allí, como cronista del prestigioso diario alemán «Frankfurter Zeitung», Márai comienza un peregrinaje por la Europa de los años veinte que le llevará de Leipzig a Weimar, de Francfort a Berlín, de Londres a París, lo que le permitirá convertirse en un testigo extraordinario de la rápida transformación de un continente que, entregado a la frivolidad y el desenfreno, ignora las corrientes de odio que están fermentando en su seno y que lo volverán a conducir a una catástrofe aún mayor que la anterior. Mientras la mayoría sólo percibía la «espuma» de los felices veinte, Márai, con una perspicacia y una lucidez que causan asombro, distinguía ya los signos ocultos pero perceptibles de la hecatombe.

Tras una década de peregrinaje, con su familia y su clase social desaparecidas y su país desmembrado, Márai opta por recluirse en la única patria posible para un escritor, «la patria verdadera, que quizá sea la lengua o quizá la infancia». Se instala en Budapest, abandona la lengua alemana y se dedica a escribir en su lengua materna, el húngaro.

En este periplo vital de apenas 28 años (de 1900 a 1928) Márai deja constancia del esplendor y el ocaso de una cultura y un mundo, vivido en carne propia, y la génesis de una nueva realidad explosiva que no tardaría en volver a destruir su mundo por segunda vez: la ocupación alemana, la segunda guerra mundial y la posterior ocupación soviética de Hungría acabarían por provocar su definitivo exilio en 1948. Pero de todo esto se ocupa ya en otro libro: «¡Tierra, Tierra!».

El Danubio a su paso por Budapest

Trilogía sucia de La Habana

Una perspectiva diferente sobre la Cuba que acaba de celebrar los 50 años de su revolución nos la ofrecen los relatos breves, incisivos e irreverentes de Pedro Juan Gutiérrez

J. Albacete

Nacido en Matanzas, Cuba, en 1950, Pedro Juan Gutiérrez es un caso ciertamente singular en el seno de una literatura, la cubana, escindida, como todo en esta isla, en dos mitades antagónicas. No vive en el exilio, sino en Cuba, en el corazón de La Habana; pero no es un escritor del «régimen», sino un escritor independiente, con una mirada propia y una pluma acerada, que desnuda lo que toca y no teme pasearse, a cuerpo gentil, por el borde del precipicio. Una vez allí, con un poco de ron y mucho sexo, sobrevivir es posible.

Trilogía sucia de La Habana contiene medio centenar de relatos cortos, que antes de reunirse en esta colección y bajo este título, integraron tres libros distintos: «Anclado en tierra de nadie», «Nada que hacer» y «Sabor a mí», escritos a mediados de los años 90, es decir, en el momento más crítico de la isla en los últimos años, en el llamado oficialmente «período especial», cuando tras la desaparición de la Unión Soviética la economía cubana se hundió por completo, el país vivió años de auténtica penuria y la población tuvo que hacer frente a una verdadera lucha por la supervivencia.

Pedro Juan, narrador y protagonista, es un testigo de excepción de esa lucha. Su mirada descreída e inquisitiva lo mira todo, lo escarba todo, hunde sus ojos sin compasión hasta en la miseria más insólita. Revuelve todos los cubos de basura de la realidad hasta mostrarnos los límites inverosímiles a que el hombre puede llegar en esa lucha, donde abundan las hienas pero no faltan los ángeles.

El lenguaje de Gutiérrez es directo, sin contemplaciones, una forma de realismo que ha sido emparentada con el «realismo sucio» americano, y que ha llevado a muchos críticos a considerar a Pedro Juan Gutiérrez como «el Bukovski de La Habana».

Pero, a diferencia del angelino, el cubano no es un escritor pesimista. No está por tirar la toalla. Aunque a veces parece sentado en el vórtice de un huracán que inevitablemente va a despedazarlo, o hundido en una desesperación sin salida en su azotea de La Habana, sin nada que hacer, sin dada que comer, sin nadie con quien hablar, Pedro Juan sabe que tiene que seguir adelante, e incluso, sabe la mejor forma de hacerlo: a golpe de ron, música y sexo. Bolaño le envidiaba su condición de escritor «priápico», por las innumerables mulatas que ensarta -como diría Sada- en sus concisos, divertidos, pero en el fondo trágicos relatos, capaces de crear en el lector verdadera adicción.

Los emigrados

W. G. Sebald recorre los caminos de la memoria silenciada en esta obra maestra que lo consagró como uno de los mejores escritores de nuestro tiempo

J. Albacete

W. G. Sebald falleció en el otoño de 2001, víctima de un fatídico accidente automovilístico, en la campiña de Norfold, al este de Inglaterra. Se truncaba así la vida de un escritor tardío (no comenzó a publicar hasta los 46 años), pero que en muy pocos años, y con muy pocas obras, había comenzado a erigirse en una de las figuras más relevantes de la literatura europea contemporánea. Un autor de prosa exquisita al que la crítica le otorgó desde un principio la dimensión de un clásico.

Sebald había nacido en 1944 en una pequeña localidad de la región alpina de Baviera, y creció en la Alemania devastada de la inmediata posguerra. Tras realizar sus estudios universitarios y pasar un breve período en Suiza, en 1965 se trasladó definitivamente a Inglaterra, donde desarrolló una larga carrera como docente universitario (sobre todo en la universidad de Est Anglia, en Norwich, donde llegó a ser catedrático de literatura alemana) y, más tarde, a partir de los años 90, una breve pero intensa actividad literaria que, en apenas una década, hasta su desgraciada muerte en 2001, nos dejó casi una decena de libros que, en la actualidad, componen una verdadera «obra de culto» en toda Europa.

Su primer libro (que data de 1985) es un conjunto de ensayos sobre literatura austríaca (a la que Sebald se siente más vinculado que a la literatura de Alemania: autores como Stifter, Hofmannsthal o Thomas Bernhard son sus «influencias» reconocidas). En 1991, con los ensayos de Pútrida patria (título más que expresivo), Sebald volvería a abordar esa misma temática.

Su obra estrictamente narrativa comenzaría a publicarse en 1988, con After Natural (traducido aquí como «Del Natural» y editado por Anagrama), un «poema en prosa» en el que Sebald «anuncia» dos de los grandes ejes inalterables de su singladura literaria: por un lado, la temática de la destrucción (en este caso, esencialmente, la destrucción de la naturaleza); de otro, la aparición de un «narrador viajero», que será el hilo conductor permanente de sus cuatro libros de narrativa posteriores: Vértigo (1990), Los emigrados (1992), Los anillos de Saturno (1995) y Austerlitz (2001), su aclamada obra maestra.

Aparte de estas obras esenciales, en España se ha publicado también Sobre la historia natural de la destrucción (un polémico ciclo de conferencias sobre el bombardeo de ciudades alemanas por los aliados durante la segunda guerra mundial) y, de forma póstuma, Campo Santo, una obra inacabada pero intensamente sebaldiana sobre «la imposibilidad del duelo» en el mundo del presente.

Lo primero que sorprende (y cautiva) al lector de los libros de Sebald es su peculiar técnica narrativa y la aparición intermitente en sus textos de fotografías e ilustraciones. Sebald se acoge plenamente a la fórmula de un relato en el que se compaginan a la perfección la narrativa de viajes y memorias, la autobiografía, el ensayo, la crónica o incluso el reportaje, aderezados, cada tanto, por fotografías (generalmente antiguas) de lugares y personas, o de objetos, pinturas, manuscritos, mapas o hasta tickets de viajes, que -según el propio Sebald- aspiran a reforzar la «objetividad» del relato, su «sentido de realidad», y que parecen corroborar la intención del narrador de hacer creer al lector que «lo que aquí se cuenta es cierto».

Lo segundo que sorprende (y gratifica) al lector es la elegancia y delicadeza de la prosa de Sebald. En una época que aspira a que los desgarrones de la realidad se trasladen como tales a la prosa que los describe, Sebald se aparta radicalmente de esa tónica, de ese canon, y se recrea y deleita en narrar con un encanto y una delicadeza prácticamente extinguidas. El riesgo no es minino. Que una escritura así no descarrile por la pendiende de la cursilería o, lo que es peor, aburra e irrite a un lector, poco predispuesto ya a perder su tiempo en la demorada descripción de un bosque de coníferas, es el gran logro de la prosa de Sebald, en la que la hondura de la visión de lo contemporáneo que nos ofrece no sólo no rechaza sino que agradece la presencia -de tanto en tanto- de esas digresiones que, por otra parte, son un elemento genético de la novela, al menos desde el Quijote.

Por otra parte, esas digresiones sebaldianas no hacen sino abordar -desde el ángulo del lenguaje- su tema genérico de la destrucción. No es sólo la naturaleza o las ciudades lo que está sometido a la piqueta devastadora de la modernidad; también el lenguaje está siendo aniquilado a hachazos y olvidado. Más de un lector necesitará un buen diccionario si no quiere perderse detalle de la grandeza de la narrativa de Sebald. Aunque no hay que asustarse: por lo general, la prosa de Sebald discurre de forma fluida, natural; y el lector se siente plenamente gratificado por ese fluir «maravilloso, delicado y denso».

Los emigrados (1992), publicada sólo dos años después de Vértigo, reproduce el esquema narrativo de ésta, es decir, la misma estructura «musical» de una pieza en cuatro movimientos, en cada uno de los cuales se reconstuye la vida de unos personajes a los que el narrador conoció en el pasado, que ya han muerto y que, por uno u otro motivo, abandonaron Alemania en algún momento del siglo XX: los cuatro son judíos alemanes, que se vieron obligados a marchar al exilio, a perder su patria, a veces a su familia, su patrimonio, su lengua…, cuatro personas heridas por la Historia, cuyas historias Sebald no quiere que caigan en el pozo devastador del olvido.

Indagar, descubrir la verdad de esas vidas es una tarea tan necesaria como apasionante, en el curso de la cual Sebald va poniendo el acento, paso a paso, en los temas que vertebran su narrativa: la necesidad de recuperar la memoria perdida, los efectos liquidadores del desarraigo, de la expatriación forzada, del exilio obligado; el espantoso declive de la civilización alemana que le llevó al exterminio de una parte de su propia población, y la imposibilidad de los alemanes de asumir la culpa de ello; el elemento depredador, destructor, de la civilización moderna…

Como afirma Susan Sontang: «Ningún otro libro explica mejor el complejo destino de ser europeo al final de la civilización europea».

El material humano

Rodrigo Rey Rosa es uno de los escritores más desconocido, oculto y despreocupado de famas y reconocimientos, pero también uno de los mejores de la lengua castellana de hoy. Nacido en Guatemala en 1958, nacido para la literatura en Tánger junto a Paul Bowles en los años ochenta, reinstalado en Guatemala desde mediados de los noventa (cuando se firmaron los acuerdos de paz que pusieron fin a una «guerra» de más de treinta años: de 1960 a 1996), Rey Rosa es un escritor de un talento y una sutileza poco comunes en nuestra lengua. Bolaño lo consideraba el «mejor cuentista» de su generación.

J. Albacete

En mayo de 2009 apareció en las librerías españolas, bajo el sello de Anagrama, El material humano, el último libro de Rey Rosa, un texto difícil de encasillar literariamente (mezcla de autobiografía, diario, apuntes, citas, historia y ficción), pero que, tras ese aspecto heterogéneo y liviano, encubre un viaje realmente arriesgado por los límites de ese horror sin fin que fueron los años de violencia ciega y genocidio vividos por Guatemala en la segunda mitad del siglo XX, y que, pese a la «paz», firmada en 1996, han dejado un país roto y destrozado, en el que la violencia sigue campando a su antojo.

Rey Rosa no es, sin embargo, un escritor tremendista, ni un relator de carnicerías sangrientas, sino un escritor sutil, conciso y elegante, con una extraordinaria capacidad de sugerencia y una mirada oblicua, en el que la ambigüedad e incluso el silencio puede ser más que elocuentes. Bolaño, que lo admiraba sin reservas, decía de él que «aunque su prosa metódica y sabia no desdeña en algunos momentos el látigo, o mejor dicho: el chasquido del látigo que jamás vemos», Rey Rosa no es «el maestro de la resistencia, sino una sombra, una raya que atraviesa veloz el espacio de la normalidad».

Rey Rosa no nos detalla pues los datos, los hechos o las matanzas (aunque no obvia recordarnos que el ejército fue el responsable del 90% de los muertos de aquel conflicto ni introducir el relato conciso y a cuento de algún hecho atroz), sino que aborda aquel foso de horror desde una mirada oblicua y aparentemente distante, y desde un riguroso presente.

El estímulo del relato se gesta con la sorpresiva aparición en 2005 de los archivos policiales guatematelcos escondidos, olvidados y llenos de polvo en unos barracones semiabandonados de lo que pudo ser en su día un centro de torturas de la policía o del ejército. Cientos de miles de fichas y legajos emergen de la sombra del pasado con su registro preciso del horror. Rey Rosa (que narra en primera persona) logra una autorización especial para acceder a esos documentos, y aunque no sabe muy bien qué busca (él mismo se interrogará luego si la motivación inconsciente no sería la de encontrar a los responsables del secuestro de su madre) el hecho es que, poco a poco, aquel inmenso laberinto de millones y millones de legajos policíacos, acumulados durante más de un siglo y conservados por azar, y el ambiente que se vive en aquel extraño y kafkiano archivo, le van pareciendo «novelescos, y acaso novelables«. Una especie de microcaos cuya relación podría servir de «coda para la singular danza macabra de nuestro último siglo».

Con este hilo, Rey Rosa va a ir tejiendo un delicado tapiz narrativo, donde conviven con extraña cotidianidad desde resúmenes directos y sin comentarios de las fichas policiales, la increíble historia de Benedicto Tun (el hombre que creó y dirigió casi durante 50 años la Brigada de Identificación de la policía guatemalteca), los avatares personales y sentimentales del propio narrador (su turbulenta relación con B., o con su hija o con sus padres), sus viajes para atender compromisos literarios, comentarios a las lecturas que está haciendo (algunas tan pertinentes como el Fouché de Zweig, otras más intempestivas como la del Borges»de Bioy Casares), así como puntuales incursiones en la realidad presente del país, que ponen de relieve la omnipresencia de la violencia.

El relato se va llenando poco a poco de sombras ominosas, y no sólo por las huellas de un pasado de horrores sin fin (que Rey Rosa deja asomar en las ínfimas dosis necesarias para que, vista la punta, nos imaginemos el resto del iceberg), sino por las veladas amenazas que comienzan a dibujarse en torno al narrador, al que vetan de pronto su acceso a los archivos y comienza a presentir que ha pisado terreno vedado y que eso, en Guatemala, puede tener muy mal fin.

El material humano -título que Rey Rosa toma, directamente, de un informe de Benedicto Tun, en el que éste define los campos de trabajo del Gabinete a su mando: «El primero es el material humano que ingresa día tras día en los Cuarteles de la Policía por delitos o faltas graves, y que hay necesidad de identificar por medio de la ficha, lo cual constituye por así decirlo, la primera página del historial del reo, donde en lo sucesivo figurarán los datos de su reincidencia»- es, pues, un libro decisivo y valiente, a la vez que un nuevo reto para la narrativa de ficción y una muestra palpable de que Rey Rosa es un escritor extraordinario.

Los hermosos años del castigo

Desde el título, cada frase de este apasionante relato de Fleur Jaeggy está repleto de dulzura y extravío, de belleza y crueldad

J. Albacete

«A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell”. Así comienzan Los hermosos años del castigo, el relato subyugante, hermético y cruel con el que, hace veinte años, la escritora suiza, residente en Milán, Fleur Jaeggy se reveló como una de las figuras más prometedoras de la nueva literatura europea. A través de la narración de la vida en un internado (todo un género en la literatura centroeuropea, con precedentes tan destacados como Musil o Walser), enmarcada en los años de la posguerra europea, Jaeggy disecciona con su bisturí de precisión un microcosmos social, en estado casi de cautividad, en el que se reflejan no sólo todo el orden de las contradicciones sociales (familiares, educativas, de clase…), sino también los aspectos más luminosos y perversos del alma humana.
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En el Bausler Institut, prestigioso y hermético internado femenino situado en Appenzel (el cantón más conservador, más retrógrado de Suiza, situado junto al lago Constanza), se respira una densa atmósfera de cautiverio, sensualidad inconfesada y cierta inquietud proclive a la demencia.

En estos parajes, por los que el escritor suizo Robert Walser paseaba, y donde murió tras recostarse sobre la nieve un día de Navidad, luego de permanecer durante treinta años internado en el manicomio de Heriseu, discurre el tránsito de la infancia a la adolescencia de la narradora y protagonista del relato, que rememora, ya desde su madurez, “los hermosos años del castigo” vividos en este microcosmos, ajeno a la realidad exterior, escenario de cotidianidades y delirios, alejado de “las deformaciones humanas”, un ámbito donde “la infancia es vetusta«, la «obediencia voluptuosa» y el «amor mudo».

En este colegio, dirigido paternalmente por el matrimonio Hofstetter, en el que «la monotonía es la norma«, la narradora asiste, a los quince años, a la llegada de una nueva interna, Frédérique, una joven algo mayor, enigmática, solitaria, callada, inteligente y severa, por la que se siente inmediatamente atraída, primero, y luego abiertamente enamorada, pese a que la atmósfera del centro es reacia a todo género de efusión sentimental, el clima emocional es absolutamente gélido y la propia Fréderique se comporta de una forma distante y glacial. Pero la narradora no puede evitar la fascinación que le produje un personaje que es, en cierta forma, lo que ella no es: ha vivido ya todo (o aparenta que lo ha vivido) y ha decidido mantenerse distante de todos los intereses humanos, sólo próxima al mundo de las ideas: alguien que deja entrever, detrás de su hermetismo, algo sereno y, a la vez, terrible.

Jaeggy “aprovecha” la textura de este relato para lanzar una mirada despiadada a las relaciones familiares y escolares en que se asienta aquel mundo, que, desde una sensibilidad “mediterránea” sólo cabe definir como “extraño”, “frío”, literalmente congelado. Particularmente la relación “madre-hija” aparece dibujada desde un ángulo aterrador. La narradora apenas ve a su madre, que desde Brasil dirige su vida implacablemente desde los siete años, de internado en internado. Y Frédérique ha intentado quemar su casa familiar, con su madre dentro. En cuanto al universo de los “internados”, estos aparecen, dicho benignamente, como “mundos enfermos” separados de la realidad.

Con todo, lo que más sorprende y cautiva de este poderoso y enigmático relato es el sistema narrativo de Fleur Jaeggy, su estilo. La tensión conceptual del lenguaje que utiliza es extrema. Todo lo superfluo ha sido eliminado. Lo que leemos parece directamente cincelado por un bisturí lingüístico tan preciso y conciso como hiriente. El relato naturalista, con su prolijidad y su derroche, ha sido abolido, y lo que leemos tiene la fuerza de una colección de aforismos. Aforismos cargados de poderosas antinomias, como la que establece el propio título del relato, al engarzar en una sola oración la “hermosura” y el “castigo”.

Los hermosos años del castigo es, hay que advertirlo de entrada, un libro destinado a un lector parsimonioso, dispuesto a recrearse y paladear cada una de las complejas, elaboradas y cortantes frases del relato. Un relato que sólo tiene 118 páginas, pero que necesita la concentración absoluta del lector y su entrega sin reservas, tal es su intesidad.

Mientras agonizo

La obra maestra de William Faulkner es un retrato implacable de la condición humana, para la cual -dice el crítico Harold Bloom- “la familia nuclear es la catástrofe más terrible”

J. Albacete

Comenzamos a partir de hoy con unas intempestivas recomendaciones de libros de lectura para el verano, alejadas un tanto de las apabullantes presiones bestselleristas o de los requerimientos abusivos de la actualidad, y centradas en lo que podríamos llamado textos “esenciales”. Hoy queremos guiar la atención del lector hacia esta novela, publicada en 1930, y que pese a ser menos renombrada que otras de Faulkner (El ruido y la furia, ¡Absalón, Absalón!, Santuario, Las palmeras salvajes, Luz de agosto…), sin embargo es considerada por muchos críticos como la verdadera obra maestra del escritor sureño. Entre quienes así lo creen está, de forma destacada, el gran crítico neoyorquino Harold Bloom, a quien seguimos en su inteligente y penetrante lectura de este libro “difícil”, pero que dejará en el lector una huella imborrable.

“El libro -comienza resumiendo Bloom (¿Qué leer y por qué?)- consiste en cincuenta y nueve monólogos interiores, cincuenta y tres de ellos de miembros de la familia Bundren. Los Bundren son un orgulloso clan de blancos pobres que superando toda clase de adversidades pugnan heroicamente por llevar el ataúd que contiene el cadáver de Addie, la madre, al cementerio de Jefferson, Mississippi, donde deseaba que la enterraran junto a su padre”.

De esos 59 monólogos interiores, diecinueve corresponden al “notable Darl Bundren” (sin duda el personaje predilecto de Bloom), “un visionario que, finalmente, cruza la frontera de la locura”. El “disociado” Darl odia a muerte a su hermano Jewell y al no sentirse querido por Addie, insiste una y otra vez en que “no tiene madre”. Ésta, por su parte, protagoniza un solo monólogo de la novela (el cuadragésimo), pero, como asegura Bloom, es suficiente para que la detestemos. Desde el consejo que recibe de su padre (“recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo”) hasta su conducta sádica con sus hijos (“solía estar deseando que cometieran alguna falta, para así poder zurrarles”), Addie Bundren se revela como una madre atroz, cuya muerte, al comienzo del libro, no desencadena “la paz”, sino que empuja a su familia a la tragedia ya larvada en la que está inmersa.

“Uno empieza a comprender por qué esta mujer sádicamente perturbada quiere que la entierren junto a su padre. Muerta, Addie –dice Bloom– es más ominosa aún que cuando vivía: lo vemos a medida que se nos cuenta la saga grotesca, heroica, a veces cómica y siempre atroz de sus cinco hijos y su marido, que cruzan fuegos y torrentes para llevar el cadáver hasta el deseado lugar de reposo. Farsa trágica, Mientras agonizo tiene, no obstante, inmensa dignidad estética y es una despiadada burla de lo que, sombriamente, Freud llamó “novela familiar”. Ciertos críticos píos han tratado de interpretarla como afirmación de los valores familiares cristianos, pero creo que semejante juicio dejará al lector perplejo”. Para Bloom “la visión novelística de Faulkner se basa en el horror por la familia”.

“Las tonalidades de los monólogos interiores -sobre todo los 19 de Darl, dice Bloom- son tan irónicos, que al principio el lector puede sentir que Faulkner prescinde de guiar su respuesta. No hay género que pueda asistirnos para comprender esta epopeya de blancos pobres de Mississippi que cumplen la última voluntad de una madre repelente. Prácticamente el único principio que une a los Bundren es el honor familiar, ya que el padre, Anse, es, a su modo, tan destructivo como Addie”. Los tres monólogos que le otorga Faulkner lo muestran, efectivamente, como un manipulador terco y taimado, y no menos egoísta que su mujer.

Dewey Dell, la única hembra de los cinco hijos, “tiene su dignidad -asegura Bloom-, pero no encuentra fuerzas para llorar a su madre porque, como blanca pobre soltera y embarazada está obligada a buscar, en vano, un modo de abortar en secreto”. Vardaman, el más pequeño, simplemente niega la muerte de Addie; hace agujeros en el ataúd para que respire y al fin la identifica con un gran pez que atrapó mientras ella agonizaba: “Mi madre es un pez”, dice.

Los otros tres hermanos son los verdaderos protagonistas de la novela, que se centra narrativamente en la “conciencia” de Darl y en los actos heroicos de Cash, el carpintero, y Jewell, el jinete. Jewel (hijo adulterino, fruto de la relación de de Addie con un reverendo) es feroz y temerario y sólo puede expresarse mediante la acción. Su único monólogo, el 4, es una recriminación a su hermano Cash por la confección del ataúd y una declaración posesiva sobre su madre, a la que jura proteger incluso contra su familia y contra el mundo entero. Cash es también un hombre de acción, simple, directo, constante, de un gran valor físico y el único que mantiene una relación cálida con los demás. Jewel y Darl se odian. Y entre Darl y su hermana, Dewey Dell, hay –dice Bloom– “una hostilidad oscura, implícitamente incestuosa”.

De todos ellos, sin embargo, “Darl -dice Bloom- es el corazón y la grandeza de Mientras agonizo y claramente el narrador alter ego de Faulkner. (…) Todos sus monólogos interiores (diecinueve) son notables. Darl acaba sufriendo algo parecido a la esquizofrenia, pero es de una singularidad y un poder visionario imposibles de reducir a la locura. (…) Dudoso de su identidad, Darl tiene una percepción shakespeariana de la nada, que es una versión del nihilismo de Faulkner… Como le repugna la terrible odisea de llevar el cadáver en carreta hasta donde Addie nació, casi sabotea el esfuerzo prendiendo fuego a un granero. (…) Faulkner hace continuo hincapié en que Darl es el que sabe todo. Sabe que su hermana está embarazada, que Jewel no es hijo de Anse, que, en el verdadero sentido de la palabra, su madre no es su madre y que la condición humana es una desgracia de principio a fin… (…) Poeta y metafísico intuitivo, Darl se encuentra peligrosamente cerca de un precipicio al cual debe caer. Las heridas psíquicas que lleva son el legado de la frialdad de Addie y el egoísmo de Anse: está predestinado a la demencia. Para él no hay salida: sólo siente deseo sexual por su hermana y ve su familia como una condena. (…) En el último monólogo (57) está ya completamente ido; su alienación es tal que habla de sí mismo en tercera persona, mientras dos guardias lo escoltan en tren al manicomio del Estado”. La cordura de Darl, asegura Bloom, muere con su madre y, en cierto sentido, su trastorno explicita lo que en sus hermanos permanece mudo.

Bloom afirma: “Puede que Mientras agonizo se le haga difícil al lector. Bien, es difícil, pero tiene todo el derecho a serlo”. Y concluye: Mientras agonizo hace un retrato catastrófico de la condición humana, para la cual la familia nuclear es la catástrofe más terrible”.

Mientras agonizo puede encontrarse en las colecciones de bolsillo de Anagrama y de Alianza Editorial.

Desgracia

Nacido en Ciudad del Cabo en 1940, educado en Sudáfrica y Estados Unidos, profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo durante muchos años, pero también con largos períodos de docencia en Inglaterra y EEUU y, desde hace más de un lustro, residente habitual en Australia, J. M. Coetzee es sin duda un escritor anglosajón por los cuatro costados. También es el primer escritor que ha ganado dos veces el Premio Brooker, el más prestigioso de la lengua inglesa: la segunda vez, por «Desgracia» (1999). En 2003 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Desgracia es sin duda su obra más destacada, más lograda, más honda y desgarradora: ese tipo de novela redonda y perfecta que todo gran escritor aspira a crear al menos alguna vez. Esa obra donde toda el alma del escritor está puesta en el asador y toda su sabiduría narrativa se desliza página a página a lo largo y ancho del relato.

A sus cincuenta y dos años, David Lurie -el protagonista de Desgracia– tiene muy poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas y una hija a la que apenas ve y con la que no se entiende, intentar apaciguar su indeclinable deseo sexual se ha convertido ya en prácticamente su única aspiración en la vida, puesto que las clases que sigue dando rutinariamente en la Universidad son un mero trámite para él y aún más para sus alumnos, que no le prestan ya la menor atención.

Sin embargo, cuando en un momento determinado se destapa su relación con una alumna (una relación mutuamente consentida), que termina por convertirse en una denuncia de acoso y un posible proceso por abusos, David Lurie se ve envuelto de pronto en una espiral tan turbadora como desquiciante. Sin poder apenas dominarse, y llevado por la indignación y la soberbia, preferirá renunciar a la docencia y a la universidad antes que dar explicaciones y disculparse en público. Al final, rechazado por todos, irritado y amargado, abandona Ciudad del Cabo y se marcha a visitar a su hija Lucy, que vive en una granja.

Allí, en una sociedad donde los códigos de conducta, ya sea de los blancos o ya sea de los negros, han cambiado drásticamente con el fin del «apharteid», y donde el idioma es una herramienta viciada que ya no sirve a este mundo naciente, David Lurie verá hacerse añicos todas sus certidumbres y todas sus creencias en una tarde de violencia implacable.

Novela profunda, inquietante, extraordinaria, tan desgarradora que por momentos sobrecoge verdaderamente al lector, subyugante desde el comienzo al final, Desgracia es seguramente la mejor de esas «novelas luminosas y desconcertantes de J. M. Coetzee» que, al decir de Javier Marías, «nos revelan que la verdad es siempre extranjera».

Una novela que, además, rompe en añicos cualquier visión idílica sobre la supuesta integración racial en la nueva Sudáfrica. Las cosas no son tan sencillas como las cuenta la propaganda y las difunde la televisión. Una vez más es la literatura, la gran literatura, la que se ofrece como el camino más fecundo hacia la verdad.

La novela, ¿un invento español?

El gran escritor cubano Alejo Carpentier sostuvo siempre que la novela fue un género literario tardío y una invención española. Esa radical convicción la desarrolló y defendió a lo largo de su vida en multitud de ocasiones, en ensayos, artículos, conferencias, etcétera. Buena parte de estas «intervenciones públicas» fueron seleccionadas y organizadas en forma de «entrevista» por el periodista y crítico literario Ramón Chao en un libro titulado «Conversaciones con Alejo Carpentier» (editado en España por Alianza Editorial), que contó con la expresa aprobación del escritor cubano.

Ahí, en ese libro, están perfectamente condensadas, a veces por boca del propio Carpentier, la mayor parte de sus convicciones literarias y una detenida y profunda exposición de su propia trayectoria literaria, que, como sabemos hoy, jugó un papel decisivo en la evolución de la narrativa hispanoamericana del siglo XX y en la obra de escritores tan esenciales como García Márquez, Carlos Fuentes o Vargas Llosa. Pues bien, ahí, en ese libro, en el capítulo dedicado a glosar el tema de «la novela» y ante la pregunta de cómo sitúa la novela dentro de la historia de la literatura, Carpentier responde:

«La novela es un género tardío. Si bien puede decirse que toda literatura es novela, y que toda literatura es poesía, al menos en sus inicios, la novela, tal como la consideramos hoy, llega tarde a la literatura. No basta una novela aislada, un Asno de oro, un Satiricón, para crear una tradición de la novela. Ésta existe, no lo olvidemos, cuando hay un movimiento, una escuela, una evolución de la novela. De ahí que la novela, como hoy la entendemos -la novela presente en una novelística definible-, sea de invención española, la picaresca, que al cabo de una trayectoria de casi tres siglos -nunca hubo género literario más tenaz ni más dilatado-, va a caer en América, dando nacimiento aún, por operación de su energía, al Periquillo Sarmiento. Entretanto, a modo de producciones excepcionales, sin herencia previsible ni comprobable, podían producirse en Francia las Astreas, de Urfé o La nueva Heloísa. La picaresca española, nacida sin saberlo del gracioso embrión de Lazarillo de Tormes y llevada hasta la premonitoria autobiografía de Torres Villarroel, cumplía con su función cabal de novelística, que consiste en violar constantemente el principio ingenuo de ser relato destinado a causar placer estético a los lectores para hacerse un instrumento de indagación, un modo de conocimiento de hombres y de épocas que rebasa en muchos casos las intenciones de su autor» (la negrita es nuestra)».

Y a continuación, en respuesta a una pregunta acerca de las novelas de caballerías, Carpentier ratifica de nuevo: «Se trata de un folklore magnificado por el talento de poetas aislados. Parsifal, Tristán, Amadís de Gaula, pertenecían al folclore de diversos países. No; la novela moderna, tal y como la entendemos hoy, nace con la picaresca española. Leyendo la picaresca española nos encontramos ante una novela que expresa no solamente su época, sino que la interpreta (la negrita es nuestra), llena de prodigios geográficos, astronómicos, científicos, sin que sus autores hayan tenido que forzar el lenguaje de su época. Es decir, son ellos, como en el caso del barroco admirable Torres Villarroel, los que conducen el juego del lenguaje. Nada los sobrepasa; son ellos los que sobrepasan a su época: Vélez de Guevara y Castillo Solórzano en sus burlas a la alquimia; el anónimo Estebanillo de González en su conocimiento singular de Europa y de sus gentes; Torres Villarroel en sus ciencias de la «crisopeya» de las artes de la adivinación, y antes Quevedo, con su enciclopédica cultura. Los doctores de Salamanca y de Toledo pueden quedarse en casa. El novelista aventaja a su época. La expresa como nadie más pudiera hacerlo».

«Las Novelas ejemplares de Cervantes -continúa diciendo-  constituyen, con su forma madura, equilibrada, sometida a cánones precisos, un conjunto único y precursor dentro de la historia literaria universal. No escribe Cervantes, incidentalmente, un cuento largo o una novela corta porque la materia tratada haya llenado tal o cuál número de páginas. Hay en las Novelas ejemplares la fijación voluntaria de una forma, tan observada en La Gitanilla como en El celoso extremeño o Rinconete y Cortadillo. Esto es precisamente lo que observaron los románticos alemanes, buenos traductores de Numancia, pero mejores traductores aún de las novelas cervantinas, en las que hallaban una superación de la cuentística de Bocaccio».

¿Por qué una idea de esta magnitud apenas si ha tenido eco en nuestros medios académicos, literarios y educativos?

El Crepúsculo de las Ideologías

El Grupo Prisa, paladín del laicismo y el progresismo, se «forra» con la saga vampiresca de una mormona neoconservadora: la «Saga Crepúsculo», que ha vendido en España ya más de dos millones de ejemplares.

La saga de vampiros «Crepúsculo», iniciada hace cuatro años por la escritora norteamericana Stephenie Meyer, se ha convertido en el mayor éxito de ventas juvenil de los últimos tiempos y en un fenómeno capaz de desbancar al mismísimo Harry Potter. La edición en lengua española ha vendido ya más de tres millones y medio de ejemplares, de ellos más de dos sólo en España y otro millón y medio en Hispanoamérica. En todo el mundo la saga ha vendido ya 50 millones de ejemplares en los más de 40 países en que se ha publicado. Hasta aquí nada anormal en la vida habitual de un best seller planetario como hay tantos. La sorpresa surge cuando descubrimos el sello editorial que la comercializa en España: la editorial Alfaguara, buque insignia literario del Grupo Prisa.

¿Sorpresa por qué? Porque de la misma forma que, a priori, sería difícil pensar que una editorial del Vaticano o de la Conferencia Episcopal española se dedicara a publicar y vender, por ejemplo, el «Origen de las especies» de Darwin o el «Anticristo» de Nietzsche, no deja de ser chocante que el Grupo Prisa, que tiene a gala ser en España el paladín del laicismo y del progresismo, se haya hecho cargo de la publicación en español de una saga que a todas luces bebe y está empapada de una religiosidad encubierta pero empalagosa, y que además es un vehículo muy poco disimulado de propagación de los valores y la concepción del mundo más neo-conservadora.

Y difícilmente se puede argüir desconocimiento. La señora Meyer, artífice del producto, no ha ocultado jamás que es una fiel adepta de la Iglesia de los Últimos Días, es decir, de «los mormones» de Utah (EEUU). Como tampoco es un secreto que la susodicha ha relatado hasta la náusea que la inspiración para sus libros le vino de «un sueño», clara rememoración de que su obra es prácticamente un encargo divino. Pero, en todo caso, ninguno de estos datos logra empalidecer lo que el propio relato encumbra: una historia de amor entre una bella adolescente y un bellísimo vampiro según las reglas más clásicas y rancias del género rosa, disfrazado en este caso de «rojo», aunque el verdadero color que domina es el blanco mormón, porque a la autora, una bendita, «las historias de terror le dan mucho miedo». ¡Válgame el señor!

Para que esta reedición de la «serie rosa» embelese a millones de zombis adolescentes, amén del reclamo «vampiresco», la autora la ha recubierto de ciertas capas de aparente «modernidad» que sólo nombrarlas produje sonrojo: incontables descripciones de peinados, ropas, color de ojos, modelos de automóviles, roces de piel con piel… Entre tanto discurre una acción no menos sonrojante: la seducción de la Bella por el guapísimo Romeo de turno, el largo cortejo con los inevitables conflictos «romeojulietescos» con las familias, la fiesta de «dieciocho» para Bella, la conversión de la chica en vampira, su debut sexual (después del matrimonio, claro está, no vaya a pecar), la luna de miel en una paradisíaca playa brasileña, el rápido embarazo, el parto complicado y feliz de un nuevo vampirito…enfin, todo el molde completo de un verdadero revival del más ultraconservador de los relatos del tránsito de la adolescencia a la madurez.

Obviamente de todas las razones pensables para que Alfaguara y el grupo Prisa se hayan hecho cargo de distribuir este producto, que contradice uno a uno todos los valores e ideas que el grupo se empecina en difundir a través de sus poderosísimos altavoces mediáticos (el diario El País, la cadena Ser, Cuatro, Canal Plus, …), sólo nos queda uno: el deseo inconfesable de forrarse. Un ideal que los retrata con bastante exactitud.

¿Qué dirían sus afilados articulistas de alguien que vende un aceite «tóxico» a la población simplemente para llenarse los bolsillos? ¿Y hay alguna diferencia entre eso y atiborrar a millones de adolescentes con las toxinas ideológicas de la Iglesia del Último Día y ese falso molde ultraconservador de existencia adolescente que sólo puede llevarlos a que se rompan de bruces la cabeza contra la realidad?

Una de dos: o Juan Luis Cebrián (devenido ya en mandamás absoluto del grupo) ha decidido practicar el farisáico «que mi mano derecha no sepa lo que hace mi mano izquierda», o sencillamente está a punto de decretar (como aquel antecesor falangista) «el crepúsculo de las ideologías».

16 de junio: Bloomsday

El 16 de junio de cada año se celebra el Bloomsday, el «día de Bloom», conmemorando la inolvidable jornada del año 1904 en que transcurre el Ulysses de Joyce. Esas 24 horas que cambiaron el rumbo de la literatura inspiran las veinticuatro reflexiones joyceanas de ayer y de hoy.

13. ¿Por qué razón eligió Joyce precisamente el 16 de junio de 1904? Para sus biógrafos ese es el día en el que -según unos- conoció a su futura esposa, Nora Barnacle, y -según otros- el día que tuvo su primera cita con ella. Vivieron juntos más de treinta años, tuvieron varios hijos, y solo se casaron al final. Nora jamás se interesó ni mostró la menor curiosidad por los escritos de su marido. Y, sin embargo, el Ulysses tiene mucho que ver con un episodio de infidelidad de Nora que, al parecer, se inventaron unos amigos de Joyce.

14. La inolvidable primera escena del primer capítulo del Ulysses siempre se ha entendido como una «mofa» de la misa católica. Joyce comienza el libro disparando otro dardo contra la Iglesia. La Iglesia y el Estado fueron sus blancos favoritos. Pero, más en profundidad, lo que el capítulo dilucida es una opción entre los dos grandes fustes de la civilización occidental: el fuste griego y el fuste judeo-cristiano. Joyce lo tiene muy claro: ¡hay que helenizar Irlanda!

15. El Ulysses de Joyce consta de 18 episodios, divididos en tres partes. Inicialmente, Joyce los nombró con los títulos de los episodios fundamentales de la Odisea (Telémaco, Néstor, Proteo, Calipso, Las Sirenas…), pero, más tarde, con buen criterio, los eliminó a fin de que no condicionaran la lectura del libro ni indujeran a la creencia de una dependencia excesiva del texto homérico (lo que no ha evitado que un sector de la crítica se encarnice en los paralelismos). No obstante, parece ser que el mismo Joyce recomendaba leer la Odisea homérica antes de sumergirse en el Ulysses.

16. Las tres partes en las que está dividido el Ulysses remiten, cada una, de forma muy clara, a uno de los tres personajes claves en torno a los cuales se articula el libro. La primera parte (tres capítulos o escenas) pertenecen a Stephen Dedalus, a quien ya conocemos por ser el protagonista del Retrato del artista adolescente y, según todos, el alter ego del propio Joyce, lo que no deja de ser discutible. Stephen Dedalus comparte ciertos rasgos destacados con James Joyce: como él estudió en los jesuitas y terminó perdiendo la fe; y su apellido (Dedalus = Dedalo = figura de la mitología cretense) remite a la opción de Joyce de «helenizar Irlanda».

17. Stephen, al comenzar el Ulysses, tiene 22 años, es un joven maestro de escuela dublinés, pero también un esteta, un artista, un erudito, un poeta, dominado por pasiones ardorosamente juveniles, dogmático en sus convicciones, pero brillante polemista, capaz de traducir en acertados aforismos intuiciones estéticas nada desdeñables. Stephen es físicamente endeble, sucio (no se baña más que una vez al mes), descuidado en el vestir, suspicaz y a veces amargado. Le remuerde la conciencia por no haber cumplido el último deseo de su madre antes de morir: arrodillarse junto a su cama. Tampoco la relación con su padre (Simón Dedalus, a quien vemos también deambular por las calles de Dublín a lo largo del Ulysses) pasa por un buen momento.

18. El personaje que ocupa la parte final de Ulysses, un impresionante monólogo interior de casi cincuenta páginas sin un punto ni una coma, es Marion (Molly) Bloom, la adúltera esposa de Bloom. Molly es irlandesa por parte de padre y judeoespañola por parte de madre. Es una cantante de concierto, indolente, sensual, carnal, ignorante y decididamente vulgar, pero con un cierto prurito artístico. A pesar de su chabacanería y de su ordinariez, es capaz de articular una rica respuesta emocional y de captar la verdad profunda de las cosas. Aunque engaña a su marido, no deja de sentir por él cierto cariño, e incluso lo considera mejor hombre en todos los sentidos que su amante.

19. Todo el centro de la novela -su parte sustancial- y todo el protagonismo central de la obra corresponde al tercer personaje, Leopold Bloom, un modesto agente publicitario (contratista de anuncios), que trabaja ahora por su cuenta con escaso éxito. Bloom es un irlandés de origen judeo-húngaro. ¿Por qué eligió Joyce un personaje de un perfil tan «excéntrico» si lo que quería era transmitir el curso y el pulso de un día normal en el Dublín de principios de siglo? Nabokov considera que: «Al componer la figura de Bloom, la idea de Joyce era colocar entre los endémicos irlandeses de su Dublín natal a alguno que sea irlandés y exiliado y oveja negra a la vez, como él, Joyce. De modo que elaboró un plan racional de seleccionar el tipo del Judío Errante, del exiliado, para componer el tipo del outsider», llevando su «extranjería» no sólo al plano social o cultural, sino también al racial (lo que le sirvió de paso para poner en evidencia la xenofobia y el antisemitismo latente de muchos de sus contemporáneos).

20. ¿Quería Joyce construir realmente un persionaje «normal», aunque algo excéntrico? Así parece ser, según sus propias declaraciones, pero al menos en un aspecto Nabokov lo pone seriamente en duda. Ese aspecto es el sexual. «Está claro -dice Nabokov- que, en su aspecto sexual, Bloom, si no está en el límite mismo de la demencia, es al menos un buen ejemplo clásico de un alto grado de obsesión y perversidad sexuales, con toda clase de complicaciones extrañas». «Dentro de los amplios límites del amor con el sexo opuesto -continúa diciendo-, Bloom se entrega a actos y sueños que son decididamente anormales en el sentido zoológico y evolutivo (…) En la mente de Bloom y en el libro de Joyce el tema del sexo se entremezclan continuamente con el del retrete». «Bien sabe Dios que yo no pongo objeción de ningún género a la llamada franqueza en las novelas -dice el autor de un texto tan desafiante como Lolita-, …pero rechazo que la imaginación del ciudadano normal se esté recreando constantemente (como hace Bloom) en detalles fisiológicos».

21. ¿Es el Ulysses de Joyce una «parodia» de la Odisea homérica, con Bloom ocupando el papel estelar de Ulises, la adúltera Molly representando a la fiel Penélope y el joven Dedalus encarnando a Telémaco? No es necesario ni conveniente llevar la relación de estos dos textos más allá de la de un influjo constante y subterráneo, que responde, a mi juicio, a la intención de Joyce de volcar el mundo irlandés (conformado dominantemente por el patrón judeo-cristiano, o más exactamente por el católico-jesuítico) en un nuevo molde helenístico. Lo que Joyce propugna, soterradamente, es cambiar el paradigma nacional irlandés. De más está reconocer que no lo logró. Como tampoco Borges logró que Argentina dejara de despeñarse por el tobogán suicida del peronismo.

22. Uno de los grandes retos del Ulysses es colmar la ambición de Joyce de escribir cada uno de sus capítulos con un estilo diferente o, cuanto menos, hacerlos tan singulares en estructura, composición y hegemonía o predominio de un determinado estilo, que cada uno alcance plena singularidad y excelencia. El rasgo más definitorio del estilo del Ulysses es la constante interferencia de los distintos planos en que trabaja la conciencia. Junto al pensamiento racional, lúcido, o al mero sentido común, junto al lenguaje empírico y cotidiano, emerge el fluido interno, las asociaciones de ideas, el funcionamiento espontáneo y a veces irracional de la psique, las imágenes difícilmente comprensibles del inconsciente. Este es el logro narrativo mayor. Por doquier, y en casi todos los capítulos, emerge ese magmático texto, tan singular, tan complejo, tan sorprendente, tan nuevo (pese al paso ya de un siglo) y tan exigente, que logra desanimar a tantos lectores. La ambición ilimitada de Joyce es captar y expresar toda la complejidad de lo que ocurre en la conciencia en cada momento, en cada situación.

23. Como ambicionaba captar toda la compleja red de relaciones, contactos, encuentros azarosos o no, coincidencias, etc., que configuran cada instante de la vida en una metrópoli moderna. Los cientos de personajes que tienen cabida en el Ulysses están constantemente encontrándose, despidiéndose, cruzándose sin verse, saludándose, intercambiando información, contándose chismes, yendo y viniendo, callejeando por Dublín. En medio de este aparente e incesante caos, Joyce destaca la regularidad de ciertos elementos, la repetición de ciertos temas, la sincronización de lo más disperso. Joyce consigue siempre que todas las piezas del enorme puzle encajen a la perfección.

24. En Dublinesca, Vila-Matas nos recuerda inmisericordemente que aún somos una cultura capaz de enorgullecernos de no haber leído el Ulysses. A mí sólo me queda aportar el argumento gráfico que puede acabar con la resistencia de los más remisos.