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James Joyce: en vísperas

El 16 de junio es el Bloomsday, la fecha en que transcurre la célebre novela de Joyce Ulysses. Hoy y mañana, para conmemorar esta verdadera festividad joyceana, editamos veinticuatro reflexiones sobre el escritor que cambió, para siempre, el rumbo de la literatura.

1. En sus comentarios a la Metafísica de Aristóteles, Heidegger resumió así la vida del filósofo griego: «Nació, trabajó y murió». Era su peculiar forma de apuntalar la idea de que el «factor biográfico» carece de importancia a la hora de valorar una obra. En sus famosas lecciones sobre literatura europea (recientemente reeditadas), Vladimir Nabokov no se queda a la zaga del anterior a la hora de extractar la biografía del autor del Ulysses: «James Joyce nació en Irlanda en 1882, abandonó su país en el primer decenio del siglo XX, vivió casi toda su vida expatriado en la Europa continental, y murió en Suiza en 1941». Nabokov, para quien todas las obras maestras de la literatura (incluido el Ulysses) eran «cuentos de hadas», criaturas de ficción fruto de una mente inventiva, remitir la literatura a un trasunto de la vida del autor era una solemne idiotez. «Nació, trabajó y murió».

2. Algunos hechos, sin embargo, tienen verdadero interés. Por ejemplo, que Joyce estudió con los jesuitas. Stephen Dedalus (el protagonista absoluto del Retrato del artista adolescente y uno de los tres pilares esenciales del Ulysses, junto al matrimonio de Leopold y Molly Bloom) es un aplicado alumno de los jesuitas, primero en Conglowes, luego en el Belvedere College, donde recibe una esmerada formación al tiempo que pierde definitivamente la fe. José María Valverde, uno de los grandes traductores de Ulysses al castellano, considera irónicamente la obra joyceana como «la gran contribución -involuntaria y como un tiro salido por la culata- de la Companía de Jesús a la literatura universal». En el capítulo segundo de A portrait... , el padre de Stephen, que ha tenido que retirar a su hijo de Conglowes tras una penosa quiebra, consigue, después de hablar con el provincial de la Orden, que readmitan a su hijo, esta vez en Belvedere, y afirma: «No, no; que siga arrimado a los jesuitas puesto que con ellos ha comenzado. Le pueden servir de mucho el día de mañana. Esa gente le puede labrar un porvenir a cualquiera» (la negrita es nuestra). En la primera escena del Ulysses, que transcurre en la célebre Torre Martello, en Sandycove, frente a la bahía de Dublín, el «rollizo» Buck Mulligan le espeta a Stephen Dedalus: «Acércate, Kinch. Acércate, jesuita miedoso».

3. James Joyce logró ciertamente labrarse un porvenir, pero, eso sí, lejos de Irlanda… y aún más lejos de la Compañía de Jesús. Joyce abandonó Irlanda cuando tenía 20 años. Antes que él, a una edad similar, lo habían hecho Oscar Wilde y W.B. Yeats. Más tarde lo haría también Samuel Beckett. Parece inutil, por obvia, intentar explicar esta diáspora. La ciénaga clerical irlandesa y los avatares políticos de una nación imposible de emancipar (cuando alcanzó la independencia, en 1922 -el mismo año de aparición del Ulysses-, continuó siendo un país dividido y de lengua inglesa) constituían una atmósfera irrespirable, en la que nacían y se generaban, sí, pero no conseguían sobrevivir, un genio literario tras otro. No sería hasta la llegada de Banville que un gran escritor irlandés pudiera decir con razón: «La mejor forma de escapar de Irlanda es vivir aquí». En todo caso, las cuatro obras narrativas esenciales de Joyce –Dublineses, Retrato del artista adolescente, Ulysses y Finnegans Wake– tienen su corazón en Irlanda.

4. Pese a que siempre tuvo la indiscutible conciencia de que había sido llamado por el destino para desempeñar un papel notable, a Joyce le asaltaban continuamente las dudas sobre el verdadero valor de las obras que iba creando. Sobre Dublineses le dijo a su hermano Stanislas: «Los relatos parecen indiscutiblemente bien hechos, pero pienso que muchos otros podrían escribirlos igual de bien». Publicados en 1914, después de una larga y penosa odisea, los quince relatos que componen Dublineses (escritos entre 1904 y 1907) son una obra tan singularmente joyceana, que resulta imposible pensar que los pudiera haber escrito otro. La libertad y novedad en el uso del lenguaje, la crudeza de algunos de los temas que aborda, las irrespetuosas alusiones a personas e instituciones que salpican los textos, todo es inequívocamente joyceano. El temor al escándalo que despertaba entre los editores su publicación anticipaba lo que le ocurriría en adelante con sus otras obras. Pese a su fragmentación, el texto funciona como una unidad indiscutible, cuyo centro de gravedad exclusivo es Dublín. «Mi intención -aseguró en una ocasión Joyce- era escribir un capítulo de la historia moral de mi país». Al tiempo que «denunciar el alma de esa hemiplejía o parálisis que algunos llaman ciudad».

5. En Dublinesca Vila-Matas evoca, cómo no, la escena trascendental de «Los muertos«, la película de John Huston basada en un cuento de Dublineses, en la que su hija Anjelica, tras la magistral cena, desciende por la escalera de la casa de sus tías y, de golpe, se queda rígida y paralizada, pero inesperadamente hermosa y rejuvenecida, al escuchar «aquella triste balada irlandesa, The Lass of Aughrim, que le traía siempre la memoria de un pretendiente que murió de frío y lluvia y de amor por ella». Con «Los muertos» y «la nieve cayendo sobre toda Irlanda… sobre todos los vivos y los muertos», Joyce cierra magistralmente el volumen de Dublineses, con uno de los cuentos más hermosos y desgarradores de toda la historia literaria.

6. Los relatos de Dublineses se vertebran en torno a cuatro motivos esenciales: las primeras experiencias infantiles (normalmente traumáticas, y que dejan una huella indeleble); las frustraciones de la juventud: los desengaños de la madurez; y la ruina final de las ilusiones. Joyce no cambiará ya nunca esta visión profunda de la realidad y de la vida.

7. Joyce utilizaba para definir a sus cuentos (y, a la postre, a toda su narrativa) el término «epiclesis», extraído de la liturgia del rito oriental y relacionado con el misterio de la transustanciación. Para Joyce, será el arte (y no la religión) quien puede transformar «el pan de la cotidianidad» en vida duradera, quien es capaz de extraer de la trivialidad más común y ordinaria la esencia verdadera de las cosas. Joyce será el artífice moderno capaz de transformar en heroico el gesto más cotidiano y banal, de darle al detalle más común la profundidad y la grandeza de una gesta homérica.

8. Más o menos simultáneamente a la redacción de los cuentos de Dublineses, Joyce estaba escribiendo una especie de novela autobiográfica a la que tenía previsto, inicialmente, llamar Stephen el héroe. Tampoco aquí se libró de las dudas. Al principio contaba con 63 capítulos y narraba toda su vida, incluso antes de ir al colegio. Luego la redujo de golpe a 5 capítulos y eliminó todo el comienzo, dejando todo lo relativo a su primera infancia reducido a 4 ó 5 páginas memorables. Sobre ellas, Richard Ellmann, el biógrafo de Joyce, afirma: «La descripción de la conciencia infantil, con formas, olores y sensaciones táctiles muy claros pero que aún no se comprenden y con palabras que empiezan a generar ecos, eran tan asombrosas que proporcionó a William Faulkner la técnica que utilizó para su no menos admirable descripción de la mente idiota de El ruido y la furia«.

9. Si memorable es el comienzo, qué decir de las famosas veinte páginas del capítulo tercero, en que Joyce narra un retiro espiritual con los jesuitas dedicado a evocar las «postrimerías»: muerte, juicio, infierno y gloria. «Acuérdate tan sólo de tus postrimerías y no pecarás jamás», dice el Eclesiastés: con ese pórtico, Joyce reconstruye con una minuciosidad, entre terrorífica e hilarante, los tormentos que acaecerán al que en su hora final persista en el pecado. Toda la truculenta imaginería religiosa sobre el infierno alcanza con la pluma de Joyce la fuerza de un pavoroso relato de terror, cuyo efecto sobre la mente adolescente alcanza también registros literarios excepcionales.

10. Frente al tono sombrío que reina en el capítulo tercero, el cuarto, el de la «liberación», está marcado por un lirismo conmovedor. Cuando Stephen decide, siguiendo su instinto, rechazar la oferta de ingresar en la Orden, camina hasta la playa, y allí vive una experiencia nueva. «Arriba, el derivar silencioso de las nubes; abajo, el silencioso fluir de de las algas de mar; el aire gris, tibio aún; y en sus venas, la canción nueva y salvaje de la vida».

11. El gran reto narrativo que Joyce cumple en A portrait… es el de ir adecuando la tonalidad del relato a la evolución progresiva de Stephen. Joyce va alterando la prosa conforme su protagonista crece y cambia, conforme se enfrenta a unos retos y a otros. La prosa se modula al ritmo de la vida. Algo que nunca se había hecho en el campo de la literatura.

12. Richard Ellmann describe así la transición desde el Retrato hasta el Ulysses: «En los dos ultimos capítulos, en vez de describir los movimientos que alejan a Stephen de Irlanda, lo que hace Joyce es representar otro movimiento, un movimiento interiorizador, de inmersión en el mito. En un plano superficial Stephen sufre una escisión; otro más profundo consume una fusión con el Dédalo griego, se convierte en personaje mítico. Esta decisión fue el puente que condujo a Joyce hasta el Ulysses».

El hacha implacable de Bernhard

Publicada en 1984, «Tala» es una demoledora invectiva del escritor austriaco contra el mundillo cultural, artístico e intelectual europeo de posguerra, que llegó a ser calificada por el gran crítico Reich-Ranicki como «una de las veinte obras maestras de la literatura alemana»

Visto restrospectivamente, Bernhard aparece cada vez más como uno de los pilares y uno de los revulsivos esenciales de la literatura europea de los años 60 y 70. Viene a jugar, en el campo literario, un papel muy similar al que en el ámbito cinematográfico desempeñó Fassbinder: es decir, el encargado de dar un sonoro puñetazo encima de la mesa, cuando prácticamente todo el mundillo cultural y artístico estaba procediendo a sentarse cómodamente en el banquete europeo de la prosperidad y del bienestar, empalagado por el éxito y ahíto de complacencia.

Como Fassbinder, Bernhard adopta un tono abiertamente provocativo, tanto en la forma como en el fondo, para que su gesto (de rabia, de ira, de odio) quede patente, y la gran impostura que está cerniéndose sobre toda Europa quede dibujada, como en un contraste de blanco y negro, con absoluta precisión.

Thomas Bernhard (1931-1989) fue un escritor compulsivo e infatigable. Desde que empezó a publicar, a mediados de los años 50, pero, sobre todo, a raíz de la buena acogida de su primera novela larga («Helada», 1963), fue dando a la imprenta, año a año, 19 novelas, 17 obras teatrales y otros tantos libros de relatos breves o autobiográficos: es decir, casi unas 50 obras en apenas 25 años. Todo un «corpus» homogéneo, coherente, en el que labra un estilo inconfundible, pero en el que, ante todo, erige una «contraimagen» a esa plácida cosmovisión que la burguesía europea está consiguiendo imprimir a la población, con la connivencia de una cultura cada vez más conformista y cada vez más adocenada.

En «Tala», una novela ya de madurez, Bernhard va a dar pie a una de sus obras maestras más consumadas y punzantes, retratando con una fiereza implacable la verdadera naturaleza de ese mundillo cultural y artístico. Con ese estilo inconfundible, repetitivo hasta la obsesión, amargo y lleno de ironías, sarcasmos y un delirante humor negro que es su más poderosa seña de identidad. Con una de esas voces narrativas incansables, omnipotentes, que no cejan, que discurren sin descanso desde la primera palabra hasta el punto y final, y que es otra de sus señas distintivas, Bernhard la emprende a hachazos con esa gavilla de impostores que ocupan el escenario de la cultura europea después de la posguerra.

En «Tala», el narrador, nacido en Salzburgo, educado en el Mozarteum, harto de una Viena asfixiante, «huye» a Londres, donde ha vivido durante décadas; pero ya maduro retorna a Viena, donde una y otra vez recorre los caminos de su juventud, por aquellos mismos sitios en que inevitablemente ha de encontrarse con los viejos amigos, de los que huyó y a los que de ninguna manera quiere volver a ver. La obra comienza el mismo día en que recibe la noticia de que uno de aquellos amigos de juventud (Joana) se ha suicidado, ahorcándose, en su casa paterna. Ese mismo día, paseando por el Graben vienés, lo abordan los Auerberger (amigos, mecenas y patricios de aquella época) para darle la noticia de la muerte de su amiga común, al tiempo que lo invitan a una «cena artística» en su casa. Contra su voluntad y su deseo, acepta ir. Toda la novela está construida como un monólogo de este personaje, mientras asiste a esa velada en casa de los Auesberger.

Mientras esperan a que llegue el invitado especial de la cena (un conocido actor del Burgteather de Viena, que está representando «El pato salvaje» de Ibsen), durante la cena y, luego después, en la sala de música, hasta que todos los invitados se marchan, ya de madrugada, el narrador va desgranando de forma obsesiva y machacona el asco y la visceral repugnancia que le producen la sociedad cultural vienesa, su desprecio por el grupo de snobs, hipócritas, impostores, parasitos y arribistas que lo forman, y del que el matrimonio Auesberger es la quintaesencia y su coágulo más perfecto. Bernhard es particularmente incisivo a la hora de «desnudar» a esa pareja: sus secretas ambiciones aristocráticas, su parasitismo social y económico (en realidad nunca han vivido de su actividad artística, del producto de su trabajo, sino de una herencia que van consumiendo: unos solares que van vendiendo en una zona paradisiaca de la Austria rural y en los que se están construyendo unos edificos horrorosos que están destrozando la zona) y su absoluta esterilidad artística. Él, quizá el más dotado artísticamente de los dos, nunca ha pasado de ser un músico «seguidor de Webern», un discípulo, pero que ha terminado enterrando todo su talento en el snobismo, el conformismo y el alcohol.

No menos implacable es el narrador con otra vieja amiga, escritora de éxito, la «Virginia Wölf de Viena», preocupada ante todo por su lugar y su papel en la escena social, dominada por la hipocresia y el afán de reconocimiento, prebendas y premios.

«Ser artista -dice el narrador, dice Bernhard- quiere decir en Austria, para la mayoría, someterse al Estado, cualquiera que sea, y dejarse mantener por él toda la vida. La condición del artista austriaco es un camino vil y falaz de oportunismo oficial, pavimentado de becas y premios y alfombrado de condecoraciones y distinciones honoríficas, y que termina en una sepultura de honor en el cementerio central». Bernhard no considera esta situación un mal sólo austriaco: esto, dice, «no sólo caracteriza a la degenerada vida espiritual austriaca, sino a la vida espiritual en general».

Al narrador (a Bernhard) le revuelven el estómago esos artistas que «desde hace ya veinte años fingen anten los jóvenes rebeldía, revolución y progreso y que, en realidad, en esos veinte años no han hecho otra cosa con más energía que subir y bajar las escaleras de servicio de los ministerios que dan dinero». Por un momento, parece como si Bernhard estuviese retratando directamente a buena parte de nuestro mundillo artístico y cultural de hoy: tal es la impresionante vigencia de «Tala».

Discurso obsesivo, claustrobófico, torrencial, neurótico, las 208 páginas (sin un solo punto y aparte) de «Tala» son sin duda una de las obras cruciales de nuestro tiempo, una de esas novelas que nos lleva hasta el fondo de un problema y lo desmenuza con una lucidez magistral. Y constituye un poderoso foco para entender lo que sucede en nuestros días. 25 años después de su publicación, sigue siendo un libro absolutamente imprescindible.

Los Ejércitos

Un pueblo de Colombia corre la mala suerte de estar en medio de camino de una ruta de salida del trasporte de la coca. El enfrentamiento entre ejército-paramiliatres y guerrilla por su control, desencadena una violencia atroz, que no finalizará hasta la plena destrucción del pueblo y sus habitantes. Este es el marco del libro de Evelio Rosero “Los Ejércitos”, ganador del II Premio Tusquets Editores de Novela en el 2007 y el Foreing Fiction Prize en el 2009. El escritor colombiano viene precedido  por una serie de premios y críticas favorables que sin duda lo arropan. Pero el inconveniente de “Los Ejércitos”, no está en lo que dice, sino en lo que no dice. Es un relato llevado al paroxismo de la victimización.

Es sin duda un acto valiente escribir hoy, como hace Rosero, sobre la guerra  sin cuartel que padece Colombia. Es también importante dar a conocer al mundo las innombrables atrocidades que se cometen en medio de la guerra, por parte del ejército, los paramilitares y la guerrilla.

El desplazamiento forzado del campo a la ciudad debido a la guerra, que es el trasfondo de la novela de Rosero, es una herida abierta que afecta a Colombia y a toda la región. Aproximadamente 3.5 millones de colombianos son oficialmente “desplazados por la violencia”. De estos, tres millones son desplazados internos, de los pueblos a las ciudades; unos 250 mil han huido a Ecuador y otros 250 mil a Venezuela, Panamá o Costa Rica. La tragedia de los que huyen para no morir, hace de Colombia el segundo país del mundo en número de desplazado, después de Sudán.

Pero dicho esto,  el valor literario de los ejércitos deja mucho que desear. No porque lo que dice el libro no sea cierto. Incluso el autor parece basarse en acontecimientos reales extraídos de la prensa y situados literariamente en un mismo lugar y momento. Ahora bien, ¿qué tipo narración nos propone Rosero en “Los Ejércitos”? Se trata de un relato reducido a una sola dimensión: el de la victimización absoluta del pueblo llano.

Su protagonista, un profesor de escuela jubilado, ve cómo son devorados por la guerra su pueblo, sus vecinos, sus amigos, su familia, él mismo y su vida íntima (miedos, deseos, sexualidad y cordura).  Las pequeñas alegrías y la relativa tranquilidad del jubilado, son barridas como un ciclón por el paso de “Los Ejércitos”. El libro describe con precisión hechos atroces y siniestros que padecen las víctimas de la guerra atrapadas en el infierno. Por ejemplo, la degradación moral de las tropas de paramilitares, guerrilla y ejército, que llegan,  incluso, a violar un cadáver de una hermosa mujer que acaban de matar.

Pero al abordar el relato exclusivamente desde el plano de la victimización desaparece de “Los Ejércitos”, por ejemplo, ese humor revulsivo con el que los colombianos atacan diariamente su propia tragedia personal y social. Es cierto, pero no está en el libro. No hay rastro de esos hombres y mujeres valientes que pelean furiosamente contra sus propias  circunstancias. Cierto, pero no está en el libro. Ni sombra de la vida que se abre paso en la muerte y que sorprende en todos los rincones de este país olvidado de la mano de Dios. ¿Dónde están los antagonistas? Porque todo, incluso la guerra, tiene su contrario.

Alguien podría decir que este no era el objetivo del libro, sino la denuncia de la situación de las víctimas. Bien. Pero ¿a qué nivel queda la denuncia? Porque todo parece destinado a ser así, en el miasma de brutal  inmoralidad descrito en la novela. Los actores (los guerrilleros, los soldados, los paramilitares) son simples monolitos exentos de contradicciones y cumplen el papel asignado.

Por otra parte, muy importante, no aparece nada “arriba” de estos actores. Han desaparecido los políticos, los jefes militares, los poderes fácticos de alto nivel (de dentro y fuera del país) sin los cuales, lo sabemos, esta guerra habría acabado hace mucho tiempo y, ni siquiera, habría empezado.  No se “eleva” la mirada y, por tanto, la comprensión del lector.

Para dar testimonio de la devastación no se puede eliminar la contradicción, hay que meterse y hurgar en ella. Aunque no se tengan respuestas. Eso es la gran literatura. En ese sentido, como contraejemplos literarios a “Los Ejércitos” (en este caso de la “devastación” en Centroamérica) tenemos la obra muy recomendable del salvadoreño Horacio Catellanos Moya o el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.

Jakob von Gunten

A Robert Walser (Suiza, 1878-1956) se llega siempre por caminos indirectos y poco transitados. Por ejemplo, a través de los Diarios y las cartas de Kafka (para quien era, entre sus contemporáneos, su autor favorito). O de una pequeña reseña oculta de Benjamin. O de los siempre fragmentarios elogios de Musil, Zweig, Thomas Mann, Canetti o Bernhart. Toda la gran literatura alemana del siglo XX se rindió a este suizo, un desconocido para la industria editorial española hasta hace sólo una década. Y es que el «pequeño» Walser, que odiaba el sonido de las grandes palabras y sentía terror hacia el éxito, se escurre siempre entre los dedos, y hay que buscarlo en los desvanes abandonados.

J. Albacete

De su vida se sabe poco. Nació en un pueblecito suizo de lengua alemana. A los catorce años abandonó sus estudios para trabajar de botones. Anduvo, entre los dos siglos, por Berna y Zurich, por Stuttgart y Berlín, haciendo un poco de todo. Entre tanto, publicó quince libros, entre ellos tres novelas (la última, «Jakob von Gunten», en 1909), prosas breves, poesía y hasta dramas en verso. En 1929, por su propio pie ingresó en un manicomio. Diecisiete años después, el día de Navidad, se dejó recostar sobre la nieve, donde unos niños lo encontraron muerto.

De «Jakob von Gunten» (editada en España por Siruela) se dice que es la obra más amada por su autor. Walser la escribió en Berlín en 1909. Contemporánea de «Las tribulaciones del joven Törless» (1906) de Musil o del «Retrato del artista adolescente» (1914) de Joyce, la obra bucea también en el terreno iniciático de la adolescencia, y en la dramática búsqueda y construcción de sí mismo frente a sistemas educaticos literalmente castradores. Sólo que -pese a su menor fama- «Jakob von Gunten» es mucho más compleja, va mucho más lejos y ahonda bastante más. Y, desde luego, es mucho más subversiva.

Walser no se somete para nada a la lógica de este tipo de literatura (la necesaria rebelión que ha de protagonizar un joven contra «Dios-padre-escuela» para llegar a ser, a la postre, un adulto «responsable»). Walser no tiene nada edificante que decir, ningún punto de apoyo que ofrecernos, ninguna conclusión que entregernos. El Instituto Benjamenta, escenario del relato, es un lugar tan incomprensible y tan obvio como El Castillo de Kafka. En él -como dice el memorable comienzo de la novela- «se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos…, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito».

Su estancia en un escenario así le parece al joven Jakob «un sueño incomprensible». A nosotros, lectores, también. Pero mientras atravesamos los territorios de ese sueño, sus enigmas se entretejen, disuelven y reconstruyen incesantemente en los recuerdos de Jakob, que Walser arma con una prosa delirante, tan llena de melancolía y sorpresas que no podemos sino dejarnos mecer dulcemente en ese río, cuya desembocadura ignoramos por completo.

Nada es previsible en el relato de Walser, con quien siempre se tiene la sensación de andar sobre arenas movedizas. Cada punto y seguido es un interrogante, una puerta abierta al misterio.Cada fragmento, la cara de un poliedro cuya figura desmiente toda geometría. Y el conjunto, una «pequeña» gran obra maestra, en la que todos los órdenes, todo lo que nos es familiar al pensamiento, acaba delirantemente subvertido.

Intimidad

El anglo-pakistaní Hanif Kureishi es mucho más conocido entre nosotros como cineasta que como escritor. Autor de los guiones de películas emblemáticas del cine británico de la era Tatcher, como «Mi hermosa lavandería», «Sammy y Rosie se lo montan» (ambas dirigidas por Stephen Frears) y «Londres me mata» (dirigida por él mismo»), Kureishi inició a partir de los años 90 una igualmente brillante carrera como novelista, inaugurada con «El buda de los suburbios» (una verdadera «obra de culto» sobre el Londres de finales de setenta) y proseguida con obras como «El álbum negro» o «Intimidad» (también llevada al cine, por el francés Patrice Chéreau), todas ellas publicadas en España por Anagrama, que lo han acabado convirtiendo en «el más inteligente de los chicos malos de la literatura inglesa actual».

J. Albacete

En «Intimidad» (1998) Kureishi lleva a cabo una descarnada radiografía de la transición desde el amor y la intimidad hasta la indiferencia y el odio en el seno de una pareja londinense de los años noventa y los desgarros que acarrea la ruptura de la relación de pareja y la disolución de la familia.

Jay es un escritor y guionista de cuarenta y pocos años. Tiene todo lo que se supone que un hombre puede desear a su edad, ese cúmulo de ingredientes que los «modelos» sociales vigentes identifican con la imagen del hombre feliz: una actividad profesional creativa y exitosa -incluso ha sido nominado a un Oscar por uno de sus guiones-, una mujer guapa, ambiciosa e inteligente (Susan) que trabaja en la industria editorial, dos hijos preciosos que lo adoran, una hermosa casa con jardín en un buen barrio, bastante dinero para adquirir con holgura todo lo necesario e incluso cualquier capricho, las estanterías abarrotadas de música, libros y películas y un arsenal de personas disponibles que se ocupan de limpiar la casa, cuidar el jardín, hacer de canguro, reparar cualquier cosa, etc.

Pero en los años 90 y en el Londres finisecular y posmoderno eso ya no sólo no es el pórtico de la felicidad, sino una tumba en la que Jay se consume y una prisión de la que anhela escapar a toda costa.

La novela transcurre en la tarde-noche anterior al día en que Jay va a dejar a Susan, va a abandonar a sus hijos, va a romper su familia e iniciar una nueva vida. ¿Por qué va a hacer esto? Es lo que Kureishi va a desarrollar en las casi 150 páginas del libro. ¿Por qué se produce esa ruptura, por qué es necesaria? ¿Cómo, de qué manera y por qué Jay y Susan han dejado no sólo de amarse, sino ni siquiera de tolerarse, de soportarse, haciendo inviable la mera convivencia? ¿Cómo lo que era una promesa de felicidad ha pasado a convertirse en una temporada en el infierno?

Resuelta narrativamente como un monólogo interior de Jay, al que incorpora el relato en tiempo presente de lo que ocurre esa tarde-noche, el relato de Kureishi deriva en una vasta indagación de las motivaciones ideológicas, culturales, éticas, psicológicas, emotivas y sentimentales que imposibilitan a Jay tener cualquier relación sólida y estable, en un mundo saturado de estímulos y abierto al despliegue y satisfacción de todos los deseos, pero en el que resulta imposible encontrar un eje, un norte, un anclaje, para no verse arrastrado por el torbellino de la realidad. En este marco, la existencia ha perdido todo núcleo, todo rumbo, carece de un centro. Jay se mueve en un laberinto infinito de deseos, sin brújula y sin dirección. Perdido en medio de un mar de procelosas aguas e incesante oleaje, sin tierra firme a la vista, Jay no tiene adónde llevar ni dónde amarrar su lujoso yate.

Retrato amargo de una decisión desesperada que pone al protagonista una y otra vez entre la espada y la pared (abandonar a sus hijos le resulta insoportable, pero quedarse significa resignarse a una infelicidad cotidiana, a una vida rutinaria en la que la pasión y el placer han desaparecido definitivamente), «Intimidad» es una reflexión a tumba abierta sobre cómo es virtualmente imposible que seres regidos esencialmente por el individualismo y el hedonismo (ese ejemplar que habita las metrópolis modernas en las tres últimas décadas) pueda encajar el torbellino de sus deseos en el marco de una relación de paredes fijas y geometría inalterable.

«Vía Revolucionaria», de Richard Yates

Richard Yates es, tal vez, el prototipo de un cierto tipo de escritores de Estados Unidos: el que teniendo entre sus manos una obra de enorme valor, sucumbe sin embargo a la soledad y al olvido. Es lo que le ocurrió, por ejemplo, a John Fante, ahora reivindicado por doquier. Tímido, alcohólico, solitario, Richard Yates fue uno de los cronistas más lúcidos y penetrantes del naufragio ideológico, sentimental y vital de la clase media americana de ideas progresistas cuando a mediados de los años 50 el «sueño americano» y la nueva sociedad de consumo tejieron en torno a sus vidas un lazo mortal.

J. Albacete

Ha sido de nuevo Hollywood -un Hollywood sediento de ideas y de argumentos- el que, queriendo o sin querer, ha vuelto a poner en circulación la obra de Richard Yates, que venía durmiendo desde hace décadas el «sueño de los justos». Un espléndido guión de Justin Haythe, las figuras imponentes de Leonardo DiCaprio Kate Winslet encarnando a la perfección al matrimonio Wheeler, y una torticera y mediocre dirección de Sam Mendes, han logrado que «Revolutionary Road» (Vía Revolucionaria, en su mala traducción al castellano), abandone los polvorientos anaqueles del olvido y vuelva con fuerza a las librerías, resucitando a un escritor de los buenos, de los grandes, de aquellos que son capaces de recrear con un inagotable aliento de verdad un fragmento de la realidad, de tal forma que acaba por convertirse en valiosa para toda tiempo y lugar. Y no son pocos los críticos que, con ojo certero, miran al presente como un momento que tiene enormes coincidencias con aquel en el que Yates planificó y llevó a cabo lo que Tennessee Williams ya calificó, al publicarse en 1961, como una «obra maestra» («si se necesita algo más para realizar una obra maestra, no sé de qué se trata», afirmó).
Yates (que vuelca en la novela una notable carga autobiográfica: es hijo de padres divorciados, estuvo en 1944 en la guerra, etc.) logra captar a la perfección el drama de ese tipo de seres para los que su vida «es una sucesión de momentos que no han querido vivir», que todo lo viven como frustración, que sobreviven en un alambre situado sobre el abismo que hay entre lo que ellos piensan que son («seres especiales», «distintos a los demás») y lo que realmente hacen (llevar el tipo de vida normal que la realidad impone), y que no encuentran otra forma de «rebelarse» contra ese infierno que crear ilusiones exageradas, ideales imposibles, proyectos descabellados, que terminan invariablemente por aniquilarlos.
Los Wheeler, Frank y April, son dos de esos seres: detestan la mediocridad de sus vecinos, sus trabajos aburridos, el conformismo social, el estado de la nación americana (envenenada por el tumor canceroso del senador McCarthy) y la vida insoportable de los suburbios, donde en teoría debía cumplirse el «sueño americano». Pero cuando uno de ellos, April, harta de la existencia encarcelada que lleva, planea fugarse de esa situación, soñando con una nueva vida en París, destapa, sin saberlo, un mar de contradicciones retenidas, rencores aplazados y odio acumulado tal, que acabará por llevarse por delante todo aquello que, en teoría, quería salvar.
Cronista del desastre y la desilusión americana, Yates es un narrador brillante, luminoso, perspicaz, conocedor hasta el fondo del delicado material humano con el que trabaja y muy consciente de que, en todo momento, debemos estar alerta de lo que la sociedad «quiere hacer con nosotros».

Tres libros valientes sobre Centroamérica

Para conocer qué es El Salvador hoy, es imprescindible la lectura del genial escritor Horacio Castellanos Moya.  Para conocer realmente el agujero negro en que quedó convertida Centroamérica (particularmente El Salvador, Honduras, Guatemala y Nicaragua) es imprescindible la lectura de Castellanos Moya.

La guerra dejó en el país 85 mil muertos, un número inestimable de desaparecidos y la más absoluta impunidad. Pero la guerra continúa.

En el 2009 fueron asesinadas en El Salvador 4.365 personas, muchas de ellas por desconocidos escuadrones de la muerte que operan en el país, controlando el tráfico de personas, armas y droga. Organizaciones vinculadas a diabólicos personajes, enquistados en los aparatos de Estado salvadoreño desde el fin de la guerra.

El Salvador es el país más pequeño de América con una población de 6 millones habitantes.  Pero algo así como 2,5 millones han emigrado ilegalmente a los EEUU. Jugándose la vida en el camino hasta la frontera de México. Quien puede, se va.

En este escenario ¿se puede escribir de amores y flores? Creo que no. No, al menos, si se quiere conservar la dignidad.

En  Horacio Catellanos Moya podemos encontrar la historia más completa jamás contada sobre la guerra en Centroamérica y sus consecuencias actuales. Pero nunca de una manera victimista, sino descubriendo la farsa: valiente, satírica, llena de ironía y sarcasmo.

En Insensatez ( Tusquets Editores, 2004) el protagonista es un periodista contratado por la iglesia para redactar un informe final a partir de documentos que recogen el testimonio de las víctimas del genocidio indígena en Guatemala.

Con este potente inicio, Catellanos Moya, nos sitúa frente al horror de la guerra a través de las narraciones de los supervivientes. También los oscuros intereses para que el informe no salga a la luz. Las tramas, persecuciones, misterios… en que se ve envuelto nuestro periodista hacen de “Insensatez” una aventura de comienzo a final. En esta aventura, muy importante, los horrores cometidos desde el “bando revolucionario” también quedan al descubierto.

El Asco. Tres relatos violentos (Editorial Casiopea, Barcelona, 2000). En uno de los relatos, un intelectual salvadoreño exiliado en el Canadá regresa después de muchos años obligado por la muerte de su madre. Las impresiones y, sobretodo, las repulsiones sobre su país, constituyen el eje de este relato absolutamente hilarante. Una auténtica catarsis. Sobre El Asco, Roberto Bolaño dijo: «Leí El Asco de un tirón, en realidad la única forma de leerlo, y me gustó mucho. Es una novela humorística, desaforada, ácida y altamente saludable».

Por este libro Castellanos Moya fue amenazado de muerte y tuvo que exiliarse de El Salvador.

El arma en el hombre (Tusquets Editores, 2001). Se trata de una genial, brutal y trepidante historia contada en primera persona por un militar salvadoreño. Militar apodado “Robocop” que sirve durante la guerra en un escuadrón de élite entrenado por los EEUU y quien, al final de la guerra, no tiene nada que hacer. Se dedica entonces a la delincuencia y, luego, es reclutado para formar un grupo paramilitar que continua “sirviendo a la patria”. Una historia de comienzo a final completamente alucinante.

Las (malas) entrañas del Imperio

Si en su célebre novela «Los restos del día» el escritor británico (nacido en Nagasaki en 1954) Kazuo Ishiguro había desvelado los turbios entresijos de un sector de las élites aristocráticas inglesas en los años treinta, que simpatizaron abiertamente con el nazismo y propugnaron el entendimiento de Inglaterra con Hitler, en «Cuando fuimos huérfanos» (2000) hurga en otra de esas entrañas escondidas: la responsabilidad del Imperio Británico en el tráfico de opio destinado a «dormir a China» (para mejor dominarla) y en la «indiferencia» de sus élites cuando se produce el brutal ataque japonés contra ella (del que la reciente película china «Ciudad de vida y muerte» nos ha mostrado todo el horror).

J. Albacete

Kazuo Ishiguro, pese a lo dicho, no es un «escritor político», no hace novela histórica, sino que construye intensas tramas narrativas, en las que la recuperación del pasado inevitablemente se va trabando con los acontecimientos de una época, y al hilo de una acción determinada se van desvelando, en intenso claroscuro, algunas verdades olvidadas o difuminadas por la historia.

En «Los restos del día», Ishiguro tejía los recuerdos de un mayordomo británico ejemplar, Stevens, y al hilo de su memoria rehacía el clima de aquella gran mansión de Darlington Hall donde un sector de la aristocracia británica de los años treinta «jugaba» a promover la amistad con la Alemania de Hitler, simpatizaba abiertamente con las ideas antidemocráticas del nazismo y conspiraba a favor de un entendimiento entre el Imperio británico y la nueva Alemania, en puertas de la segunda guerra mundial.

En «Cuando fuimos huérfanos» (editorial Anagrama), Ishiguro traslada el núcleo de la acción de Europa a Asia, de la campiña inglesa a la turbulenta ciudad de Sanghai. Estamos en los años treinta, los años decisivos, cuando el planeta entero está en plena ebullición. Una verdadera prueba de fuego para las élites del Imperio Británico, que han gobernado el mundo a su antojo durante casi un siglo, sentando las bases de una hegemonía mundial que ahora se ve rápidamente socavada por la aparición de dos potencias agresivas (Alemania y Japón), que reclaman un nuevo reparto del mundo.

Christopher Banks, el protagonista de la novela, es el detective más célebre de Londres. Toda la «buena sociedad» londinense lo corteja y (como si fuera un nuevo Sherlock Holmes) espera de él que les libre de las nuevas y terribles asechanzas del mal que se dibujan en el horizonte. Pero Banks oculta en su vida un enigma que le acosa, que no logra resolver y del que él mismo es protagonista: cuando era niño y vivía en Sanghai con su familia, sus padres desaparecieron misteriosamente, tal vez secuestrados por la mafia china por un asunto probablemente relacionado con el tráfico de opio.

Banks, que ha crecido como un huérfano, sólo tiene recuerdos confusos e ideas vagas de lo que ocurrió. Entre esos recuerdos está la constancia de que su madre reprochaba a su padre que trabajara para una compañía que se había enriquecido importando opio de la India para «narcotizar», para «drogar» y «dormir» al pueblo chino, y poder dominarlo y expoliarlo mejor. Esa política deliberada del Imperio convirtió a millones de chinos en «bultos humanos» amontonados por las calles (así los veía un niño británico). Banks recuerda que su madre y «su tío Philips» celebraban reuniones en su casa para oponerse a esa política de las empresas británicas, hasta que de pronto, en el plazo de unos meses, su padre y su madre «desaparecieron».

Ese «asunto sin resolver» le atormenta (no sabe si ellos están realmente muertos o no), y tras muchas dudas, Banks decide finalmente enfrentarse al «caso de su vida», y viaja, en 1937, desde una Europa convulsa en la que emerge el fascismo y se avecina la guerra a un Sanghai convertido ya en un polvorín en el que los comunistas chinos hacen frente a la invasión japonesa. En esa ciudad turbulenta, cosmopolita y caótica, Banks va a tratar de encontrar las claves de su pasado, lo que le llevará a verse inmerso en una verdadera pesadilla kafkiana. Mientras la Comunidad Internacional mira los bombardeos de los japoneses sobre Shangai como fuegos de artificio, entregada a sus fiestas, al juego, al alcohol y las drogas, indiferente al sufrimiento del pueblo chino e inconsciente de lo que va a venir, Banks asiste al doloroso reencuentro con un pasado que no era, ni mucho menos, el que él esperaba.

Novela en cierta forma de «aventuras», con un claro aliento «conradiano», «Cuando fuimos huérfanos» corrobora a Ishiguro como uno de los grandes escritores de la lengua inglesa del presente.

Miedo y asco en Las Vegas

«Miedo y asco en las Vegas» (Un viaje salvaje al corazón del Sueño americano) es una de las mejores y más acabadas expresiones de lo que su autor, Hunter S. Thompson (EEUU, 1937-2005), llamaba -con un término absolutamente propio- el «periodismo gonzo», la variante más libre, radical y creativa del «nuevo periodismo» americano, en la que el autor se convierte en el protagonista y catalizador de la acción.

J. Albacete

Esta es probablemente la obra más «enloquecida» de Hunter S. Thompson, una figura legendaria de la narrativa americana, que realiza un curioso engarce entre las últimas secuelas de la «generación beat» y la nueva vanguardia americana que va a poner en pie una nueva forma de relato, híbrida de periodismo y ficción: el «nuevo periodismo», al que se adscribirían figuras como Mailer, Capote o Tom Wolfe.

Thompson empezó como periodista deportivo, pero se consagraría como una estrella rutilante trabajando en la célebre revista «Rolling Stone». Entre sus obras esenciales destacan la serie de crónicas que comienzan con «Miedo y asco en…» (además de las Vegas, Chicago y Denver), el libro legendario «Los Ángeles del Infierno (Una extraña y terrible saga)», la antología «La gran caza del tiburón» y su única novela, «El diario del ron» (recientemente reeditada por Anagrama).

El relato de «Miedo y asco en las Vegas» bordea el delirio. Un periodista deportivo (alter ego del propio Hunter) y su «abogado», un samoano de 120 kilos, se lanzan a un viaje a Las Vegas, para cubrir un evento deportivo y de paso «descubrir» allí el Sueño Americano, montados en un Tiburón rojo descapotable, con el portaequipajes lleno de drogas: «El maletero del coche -dice- parecía un laboratorio móvil de la sección de narcóticos de la policía». Durante varios días, ciegos por completo de mescalina, coca, ácido, éter, amyls y todas las variantes pensables de pastillas de todos los colores y todos los efectos, generosamente mezcladas con cerveza, tequila y ron, el periodista y su abogado van a vivir, en el corazón de la metrópli del juego (el sitio donde más rápido puede hacerse realidad el sueño americano: forrarse), una experiencia que sólo puede resumirse utilizando aquella expresión de Rimbaud: «una temporada en el infierno».

Como dos desquiciados -y a la vez lúcidos- suicidas, que estuvieran jugando constantemente a la ruleta rusa, pasándose incesantemente el uno al otro la pistola cargada, el periodista y su abogado protagonizan continuos y peligrosos enfrentamientos con empleados de casinos, camareros, polícías y demás representantes de la «mayoría silenciosa», en conflictos que segregan un humor alucinado y desternillante a la vez que un terror impreciso y angustioso.

En la segunda parte del relato, la acción se vuelve aún más alucinatoria que en la primera, ya que, de forma absolutamente surrealista, los dos personajes son invitados a cubrir nada menos que un encuentro de fiscales encargados de la lucha contra las drogas. Colocados hasta las cejas y rodeados de policías antinarcóticos, los protagonistas viven un delirio permanente al borde del abismo.

En plena América de «Dick el Tramposo» (Nixon), con la tele segregando imágenes de los bombardeos de Vietnam y de Laos, y las ruletas de los casinos de las Vegas girando sin cesar ante la mirada ávida de miles de «soñadores», Thompson erige una de las más perfumadas y venenosas «flores del mal» de la literatura moderna. Una lectura absolutamente impescindible.

El último tango en Buenos Aires

Ricardo Piglia y Roberto Bolaño, que discrepaban en tantas cosas, coincidían sin embargo en considerar que Alan Pauls es «lo mejor que le ha pasado a la literatura argentina en los últimos años». Dueño de una prosa exigente, compleja, llena de talento, reflexión e ironía, Pauls es el autor de la última gran novela amorosa argentina: una obra que, como «Rayuela» de Cortázar, «Adán Buenosayres» de Marechal, o incluso «Sobre héroes y tumbas» de Sabato, es la historia de un fracaso. Sólo que aquí a ese fracaso no hay forma de ponerle final.

J. Albacete

Nacido en Buenos Aires en 1959, Alan Pauls ha trabajado como docente universitario, como traductor, como crítico literario, como guionista de cine y televisión y como periodista (en la actualidad sigue colaborando en el diario porteño Página/12), amén de desarrollar sus dos grandes facetas literarias: narrador y ensayista. Pauls ha escrito ensayos muy notables sobre escritores argentinos como Manuel Puig, Roberto Arlt o Borges, acreditando no sólo una gran erudición sino también un original y certero punto de vista.

Su obra narrativa está formada, hasta ahora, por cinco «nouvelles» (novelas cortas; la última, «Historia del pelo», recién editada por Anagrama) y la novela «El pasado», una obra de gran envergadura con la que Pauls ganó el Premio Herralde Novela en 2003. Entre sus «nouvelles» merece la pena destacar aquí «El pudor del pornógrafo», su ópera prima, publicada en 1984, un libro epistolar (género desconocido hasta entonces en la literatura argentina) que contiene ya en germen el tema que luego desarrollará extensamente en «El pasado». Un tema que sin duda obsesiona a Pauls.

Con apenas treinta años cumplidos y ya trece de amor y matrimonio «perfectos» (uno de esos amores desde la infancia, que acaban configurando todo el mundo de los protagonistas y prometen no tener nunca final), Rímini y Sofía se separan. Para él, todo vuelve a ser, aparentemente, nuevo y prometedor: redescubre el deseo y con el apoyo de la coca se lanza a recuperar el tiempo perdido. Pero, contra lo que él piensa, la relación con Sofía no ha muerto. Sólo ha hecho lo que hacen las pasiones cuando fingen haber terminado: cambiar de forma. Y cuando vuelve, rodeándolo y no dándole tregua, lo hace con una máscara terrible: ahora el amor tiene el rostro del espanto.

Enamorada-zombi, espectro insomne y vengador, Sofía reaparece una y otra vez en la vida de Rímini para reconquistarlo, torturarlo o (según ella) redimirlo, en nombre de una causa amorosa que carece de restricciones y pretende gobernarlo todo. Con lo que Rímini, que había confundido separarse con renacer, empieza a hundirse en un abismo de pesadilla (o de comedia, según se mire: la ironía domina el relato), un infierno en el que el chantaje y hasta la amenaza de muerte son moneda corriente.

Lo va perdiendo todo: trabajo, salud, amigos, la nueva amante e incluso un hijo, y aun su calvario sufrirá un vuelco inesperado cuando acabe entrando en relación con las Mujeres que Aman Demasiado, una suerte de delirante célula de terrorismo emocional liderada por Sofía.

Con un lenguaje que parece trabajado en la redoma proustiana, «El pasado» es un moderno tratado de educación sentimental, un relato ejemplar sobre las metamorfosis que sufren las pasiones cuando entran en el agujero negro del «pasado». Una novela de amor-horror que pone al desnudo el otro lado, a la vez sórdido y revelador, siniestro e hilarante, de esa «comedia» que los seres humanos llamamos «pareja». «Una novela magistral -dice Vila-Matas- sobre el amor excesivo».