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El runrún de una gran novela

Hace un año comenzó a llegarme un intenso runrún en torno a «La novela luminosa», obra póstuma del uruguayo Mario Levrero. La obra encandiló a la crítica, que llegó a compararla con las grandes novelas hispanoamericanas. Por entonces escribí este artículo, que hoy presento como prólogo o aperitivo a un comentario más exhaustivo.

J. Albacete

Mario Levrero (Montevideo, Uruguay, 1940-2004) fue fotógrafo, librero, guionista de cómic, humorista y redactor de libros de ingenio. También, los últimos años, dirigió un taller de escritura. Vivió la mayor parte de su vida en Montevideo, aunque deambuló también un tiempo por la Argentina y París. Su producción literaria está repartida a partes iguales entre novelas, relatos cortos y ensayos. Nunca huyó de la categoría en que se le encasilló y que en Uruguay es toda una rama de la «literatura nacional» (Felisberto Hernández, etc.): la categoría de los «escritores raros». Otros los llaman «de culto». Otros, simplemente, grandes escritores.

Levrero comenzó a publicar a finales de los años 60: «Gelatina» (1969), «La ciudad» (1970), «La máquina de pensar en Gladys» (1971), con un estilo difícilmente definible que acabó por encadenarlo rápidamente en esa casilla de escritor «minoritario» que nunca abandonó. Sus referencias (como 30 años atrás, las de Onetti) poco o nada tenían que ver con su entorno: la obra de Kafka, la «Alicia» de Lewis Carroll, el surrealismo, el cine (con predilección por Buster Keaton), la música (de los Beatles a Beethoven) y la novela negra. Como Onetti, Levrero fue también toda su vida un lector empedernido de novela negra.

No hay mucho sobre Levrero en el mundo editorial español. Pero quien quiera acercarse a su figura y a su obra tiene en la Red un material muy interesante, sobre todo el que corre a cargo de su viejo amigo y colega, el novelista y crítico argentino Elvio Gandolfo, que incluye un notable perfil y una espléndida entrevista.

Para la crítica de Babelia, Nora Catelli, «Levrero puede situarse en la hermandad de los inconclusivos. Son los que convierten el acto de la escritura en una espiral neurótica y, a la vez, espesamente concreta, donde se acalla la pasión y el sufrimiento se transforma en enfermedad: en este aspecto, Italo Svevo tal vez podría ser un modelo».

De Mario Levrero, editorial Mondadori acaba de publicar «La novela luminosa», obra póstuma del autor que, cinco años después de su muerte, está logrando romper la barrera de la invisibilidad merced a una crítica entusiasta que no deja, desde hace unos meses, de advertir que estamos ante una de esas grandes e inclasificables novelas hispanoamericanas que rompen todos los moldes, ya sea «Paradiso» de Lezama Lima, «Tres tristes tigres» de Cabrera Infante, «Rayuela» de Cortázar o «Sobre héroes y tumbas» de Sabato.

A diferencia de ellas «La novela luminosa» de Levrero está construida como un diario, un diario en el que se alternan dos partes. En la primera, «el diario de la beca», Levrero recoge un despliegue insólito de reacciones al hecho de haber recibido una beca de la fundación Guggenheim, en lo que es una prodigiosa disección de la identidad institucional del escritor y una deslumbrante exhibición del arte de la digresión. La segunda parte oscila entre la novela «oscura» -que existe y que de tanto en tanto el narrador quema- y la novela «luminosa», que es inalcanzable.

Para el escritor y crítico argentino Sergio Chejfec (Quimera, enero 2009), «El contexto del relato de Levrero es crepuscular: la representación de la edad adulta, de las limitaciones del cuerpo, de la soledad, la muerte y la enfermedad. Junto a esto, las adicciones, los contratiempos y las costumbres: los horarios cambiados del sueño, los jueguitos de computadora, las páginas de desnudos, las mejoras en la casa, la preocupación por la comida, las sombrías señales del cuerpo, los medicamentos, la lectura de diarios literarios y de novelas policiales, los sueños, la pasiva y dependiente vida social y, como un motor obligado y propiciador del relato del diario, la Fundación Guggenheim, a la que honra cada tantas páginas con una suerte de informe, entre irónico y culposo».

Levrero tiene «el don del relato». Y eso es lo que le permite trasmutar lo más nimio y cotidiano, lo más mediocre y prosaico en verdadera y poderosa literatura.

Más frío que el hielo

J. Albacete

El escritor noruego Kjell Askildsen es uno de los grandes maestros vivos del relato breve y el testigo insobornable de un mundo desolado. Su lenguaje conciso y escueto, el ambiente minimalista en que se desenvuelven sus ralatos, la sensación de vacío y soledad que transmiten, su forma despiadada de dibujar las relaciones humanas y sociales y su inquietante capacidad de despertar los fantasmas ocultos e interiores de la gente, le han convertido en uno de los autores más potentes y leídos de Europa.

Kjell Askildsen nació en Mandal, Noruega, hace ochenta y dos años y es, desde hace medio siglo, uno de los grandes escritores de las letras escandinavas. Sus libros, traducidos a todas las lenguas europeas, han sido publicados en España en los ultimos años bajo el sello editorial Lengua de Trapo. En abril de 2008 apareció, además, una edición de bolsillo que reúne lo sustancial de su obra, en un librito titulado «Todo como antes».
Los cuentos de Askildsen, aunque la crítica no deja de remitirlos a una serie de influencias obvias (Chejov, Kafka, Beckett, Carver), están definidos por un patrón tan singular y propio, que más que reflejar moldes ajenos (por otra parte inevitables: ¿qué cuentista de cierta envergadura podría sustraerse a semejantes influencias?) se podría decir que crean su propio molde.
Los cuentos de Kjell Askildsen consisten en breves y rápidas inmersiones en las aguas heladas de la vida cotidiana. La cotidianidad, la rutina del ser humano, es su objeto favorito de contemplación. El autor noruego no necesita hechos extraordinarios, ni raros, ni espectaculares ni violentos (crímenes, robos, violaciones…) para poner en tensión sus relatos. Simplemente salir a la calle o encontrarse con un pariente es suficiente para hacer aparecer una boca del infierno y para dejarnos completamente helados.
Kjell Askildsen no moraliza, no juzga, no condena, sólo relata, como si de un aséptico notario de la realidad se tratara. Pero esa mirada suya -limpia, clara, nítida- está cargada de intencionalidad. Pequeños detalles, conversaciones intrascendentes, movimientos repetitivos y reflejos…, sirven para crear una atmósfera desolada en la que los fantasmas ocultos de los personajes (su soledad, sus fobias, su vacío, sus deseos reprimidos, su angustia…) emergen de una forma punzante y vívida.
Con pulso firme y elegante, Kjell Askildsen construye sus relatos empleando una ambientación minimalista. Una casa con jardín y una tumbona, un salón, un comedor, una calle… y dos personajes, son material más que suficiente para que el horror de la vida pueda manifestarse en toda su magnitud.
En sus cuentos, Askildsen atrapa la aclamada y bendecida «sociedad del bienestar» (en su modelo más completo y desarrollado: el modelo escandinavo) para mostrarnos que es un cascarón vacío donde no sobrevive ya el menor sentimiento, la menor emoción.
En los cuentos magníficos de «Últimas notas de Thomas F. para la Humanidad», Askildsen emplea como narrador a un anciano solitario y cascarrabias de más de 80 años que vive en una espantosa soledad, y lo va enfrentando a una sucesión de hechos y encuentros cotidianos. Con acerado humor negro, el autor va desgranando el mundo de miedos agazapados, rencores hibernados, cinismo, infelicidad y sentimientos clausurados en que consiste su vida vacía y la imposibilidad de salir de ese pozo ciego, donde la vida se mantiene por puro efecto de la congelación.
En los relatos de «Los perros de Tesalónica», el mundo de las parejas, de las familias, examinado sin piedad, queda reducido al monstruo bicefálo del cinismo. La tensión en que viven las parejas se puede cortar con un cuchillo. Viiven su vida rutinaria en espacios de gran belleza -hermosas casas con jardín frente a los fiordos o el bosque-, pero que, en realidad, no son sino cárceles en que cada uno está completamente solo, petrificado en un gesto de solidaridad hueco, con deseos de huir pero sin voluntad para escapar. La vida cotidiana familiar no es más que una cadena de mentiras repetidas un día sí y otro también, reiteradas hasta la náusea, sin el menor efecto y sin ningún afecto. La familia queda literalmente representada -en palabras de un crítico- como «un nido de ratas que roen las ilusiones hasta dejar en evidencia una colección de nihilismos».
Con un lenguaje acerado, escueto y cristalino, Askildsen se revela como un verdadero maestro en el arte de captar y reflejar el malestar que late en las entrañas de las ansiadas «sociedades de bienestar», donde parece que la vida es cálida pero en realidad hace más frío que en el mismísimo hielo.

«El mar»: paseo por el amor y la muerte

J. Albacete

Pocos autores contemporáneos gozan de la unanimidad y el reconocimiento que tiene hoy el irlandés John Banville. Si para el «gurú» de la crítica, George Steiner, «John Banville es el escritor de lengua inglesa más inteligente, el estilista más elegante», elogios de idéntica magnitud son los que recibe por parte de otros grandes escritores, desde Martin Amis, Ian McEwan o Don DeLillo (en el mundo anglosajón) a Claudio Magris o Vila-Matas (en el mundo mediterráneo). Esa admiración y ese recocimiento se han renovado tras la publicación de «The Sea» («El mar», 2005, publicada en España por Anagrama), novela galardonada con el Premio Man Booker y saludada como una pequeña gran obra maestra.

Sin duda nos encontramos con una de las novelas mejor construidas, mejor elaboradas y mejor narrada de cuantas se han publicado en cualquier lengua en lo que llevamos de siglo. Con una experiencia narrativa que se remonta ya casi cuarenta años atrás (su primera novela se publicó en 1970), Banville alcanza en «The Sea» una maestría verdaderamente asombrosa, una capacidad para hilar pasado, presente y futuro sólo al alcance de los grandes y una sutileza argumental y temática y una brillantez narrativa que hoy por hoy están al alcance de muy pocos.

En «El mar», como en casi todas sus últimas novelas, el entramado argumental está reducido al mínimo, aunque no por ello es irrelevante, al contrario. Lo que ocurre es que, a través de muy contadas escenas, Banville es capaz de recrear y hacernos levantar una historia de enorme complejidad y, sobre todo, de inconmensurable hondura. Pocas pinceladas, pero de enorme expresividad y genuino talento, bastan para componer el cuadro, cuyas sensaciones no cejan de acecharnos al terminar y cerrar el libro: es quizá entonces cuando verdaderamente comprendemos todo lo que Banville ha puesto en él.

En «The Sea», un historiador de arte, Max Morden, que acaba de enviudar, regresa a un punto de la costa irlandesa donde, cincuenta años atrás, en los inicios de su lejana adolescencia, vivió su despertar emocional y sentimental y donde una misteriosa e incomprensible tragedia le dejó una huella imborrable. Allí, aislado del mundo, intenta revivir su pasado, o más exactamente, dos encrucijadas de su pasado: su relación de hace 50 años con la familia Grace, sobre todo con sus hijos, con la intrépida y bella Chloe (con la que vive su despertar amoroso y sexual) y con su hermano gemelo, el mudo e inquietante Myles, cuyo trágico e inexplicable destino final aún le interroga; y, por otro lado, la reciente muerte de su esposa Anne, un suceso que tampoco ha asimilado, que todavía le duele, que inunda su presente de angustia y melancolía.

Max espera que el recuerdo y la memoria se constituyan en un refugio seguro y en un consuelo confortable ante las asechanzas de un futuro que ya no guarda para él incentivo alguno (el libro de arte que está escribiendo no avanza desde hace años y él mismo reconoce que es un burdo engaño; las relaciones con su hija están encerradas en un círculo vicioso de difícil salida; su cuerpo envejece…), pero poco a poco irá descubriendo que la memoria no es un dulce somnífero, sino una densa y poderosa trama que urde un continuum con el presente y que, como el oleaje del mar y la playa, están en un movimiento incesante, en un choque continuo.

Banville consigue en «The Sea» recrear a través de su prosa esa sensación de la memoria como un mar que avanza y retrocede, que se calma o encabrita, pero que siempre esgrime su majestuosa inmensidad y su movimiento perpetuo. La luz, los colores, los olores, los sonidos, las estaciones, las sensaciones ayudan a definir el encuadre de cada escena tanto como los personajes y su historia: Banville moldea el lenguaje hasta alcanzar la perfecta recreación de una atmósfera que, a la postre, es más ilustrativa que el propio hilo argumental.

Como en toda su última narrativa, el personaje de Max en «The Sea» es en cierto modo un «impostor», un presunto «diletante» que en realidad no ha pasado, como ocurre tantas veces, de un oportunista perezoso. Y ni siquiera como narrador es exactamente «fiable». Banville quiere una vez más resaltar ese rasgo de la naturaleza humana moderna y, a la vez, la dificultad o incapacidad añadida de ser realmente fieles a los recuerdos. Quien es un impostor en vida difícilmente deja de serlo al recordar. Pero eso no quiere decir que sea «un mentiroso», y que debamos desconfiar de todo lo que nos cuenta. Como afirmó en una entrevista a propósito de «El mar»: «Sabemos todo, nos han dado toda la información, pero no nos han explicado nada. No puede explicarse. Creo que ésta es la única razón para dedicarse al arte: mostrar el absoluto misterio de las cosas».

Los informantes

Colombia , actual centro de la literatura hispana y semillero constante de escritores, nos provee con uno de sus frutos. El escritor Juan Gabriel Vázques (1973) quien a sus escasos 36 años es aclamado por la crítica mundial por su novela Los informantes.

El protagonista, el periodista Gabriel Santoro hijo, escribe una libro basado en el testimonio de su amiga Sara Guterman sobre la inmigración alemana a Colombia durante la segunda Guerra Mundial.  De este tema inicial, aparentemente distante en el tiempo (y en el espacio, al menos para el lector europeo) se extrae un negro capítulo de la historia y actualidad colombiana a través de la disección de la vida, y los rincones más íntimos de sus personajes, horadados por una traición.

Es la historia nunca contada sobre la inmigración alemana en Colombia, basada fundamentalmente en testimonios, ante la práctica inexistencia de documentos escritos. Pero no se trata de una crónica histórica, es pura literatura. “Me interesaba cómo un relato publicado puede afectar la vida de la gente… y  la manera en que la realidad misma al ser contada sufre una modificación”. En esto Vázques demuestra ser un maestro.

También es una historia política, sobre la dependencia del  gobierno colombiano con Washington o sobre los campos de concentración criollos para nazis. Pero, sobretodo, es una historia sobre “Los informantes”,  que da origen al título de la novela. Sobre los chivatos (o “sapos” como se les llama en Colombia) al servicio del gobierno, que hace 50 años informaban voluntariamente sobre las actividades nazis de la comunidad alemana. Y de cómo esa información llegó a arruinar la vida de miles de personas, incluso la existencia moral del propio “sapo”.

Así es Colombia, reina la confusión y la ignorancia nacional. Hay una deuda muy grande con nuestra propia historia y si algún día puede llegar a empezar a pagarse es, de momento, gracias a la literatura.

No obstante, se equivoca quien piense que una recopilación de unos dramáticos hechos del pasado, sino de una feroz vigencia. Actualmente en Colombia hay un número indeterminado, pero se supone muy elevado, de informantes civiles a sueldo del gobierno (estudiantes, amas de casa, profesores, empresarios, tenderos…). Una red de “sapos” se extiende por todo el país con la capacidad de acusar de manera anónima a cualquiera de “actividades subversivas”, pero es mejor nadie hable de ello y menos públicamente.

Vázques, se declara seguidor del gran escritor norteamericano Philip Roth.  “Mientras escribía Los informantes pensaba en lo que ha hecho Philip Roth con la historia reciente de Estados Unidos. En cómo narra hechos concretos de la historia norteamericana a través de vidas privadas”.

El escritor colombiano forma parte de una generación que representa un más allá literario del llamado “realismo mágico” y sus sucedáneos degradados de Allendes y Cohelos.

Hay, desde hace ya tiempo, una nueva horneada de escritores hispanos con una nueva manera de hacer literatura.  Por ello Vázques dice “… yo personalmente no siento ninguna deuda con García Márquez. Su realidad es tan radicalmente distinta a la mía que yo he tenido que ir a buscar mis influencias a otra parte. Igual que le ocurrió a él, ahora que lo pienso. Para darle forma a esa realidad caribeña, maravillosa -el adjetivo maldito-, en la que vivió, él tuvo que ir a buscar a Faulkner.”

Juan Gabriel Vásquez dejó Colombia hace ocho años, vive actualmente en Barcelona desde hace 5 años, donde trabaja como traductor y periodista.

A. G.

Dos hombres en el castillo: Una conversación electrónica sobre Philip K. Dick Por Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán

Bolaño y Fresán conversan electrónicamente sobre escritores «poco convencionales» con la idea de escribir un libro que podría titularse Fricciones o FREAKciones. Publicado por Letras Libres en el 2002, el siguiente cruce de correos electrónicos era el adelanto del primer capítulo de este libro, que nunca salió a la luz. Una lástima. Sin embargo,  nos queda este intercambio de correos dedicado nada menos que al monumental y alucinante Philip K. Dick. Entre las 36 novelas y más de 120 cuentos del escritor (la mayoría vendidas para sobrevivir a revistas pulp de la época) están El hombre en el castillo, Fluyan mis lágrimas dijo el policía o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en la que se basó la película Blade Runner.

A. G.

Rodrigo Fresán: Estos últimos meses estuve releyendo —y leyendo por primera vez algunos textos suyos— a Philip K. Dick y lo primero que me sorprendió es el hecho de que su obra no haya envejecido en absoluto, teniendo en cuenta que él solía decir que escribía acerca de lo que iba a pasar en los próximos meses, sobre un futuro casi-presente. Creo que ahí están su gracia y su talento: proponer una ciencia-ficción donde la ciencia no importa demasiado (y es casi siempre accesoria e imperfecta, funciona mal o no funciona) y la ficción no es tal. Me parece que hay suficiente evidencia ya para afirmar que la idea del futuro —nuestro presente— está mucho más cerca de lo que pensaba Dick que de lo que sostenían los clásicos del género, ¿no? Dick se ha convertido en un gran escritor realista/naturalista, que es lo que en realidad él siempre quiso ser antes de verse obligado a ganarse la vida escribiendo «novelitas» futuristas.

Roberto Bolaño: Recuerdo con mucho cariño a Dick. Yo creo que es el escritor de los paranoicos, del mismo modo que Byron fue el escritor de los románticos. Incluso su biografía tiene ciertos matices byronianos: es un hombre de vida amorosa agitada y, políticamente, está con las causas perdidas. En ocasiones con las causas más extremas o las que la gente considera que son las más extremas. Y es curioso que uno de los grandes escritores del siglo XX (algo en lo que creo que estamos de acuerdo) sea precisamente un escritor «de género». Un escritor que para ganarse la vida (un término horrible este de ganarse la vida) se pone a escribir y publicar novelas en editoriales populares, a un ritmo endiablado, novelas que discurren en Marte o en un mundo en donde los robots son algo normal y rutinario. En fin: la peor manera de labrarse un nombre en el mundo de las letras, como diría un escritor francés de finales del siglo XIX. Y sin embargo Dick no sólo se labra un nombre en la literatura sino que se convierte en punto de referencia de otras artes, como el cine, y su prestigio sigue creciendo. ¿Tú recuerdas la primera novela que leíste de él? La mía fue Ubik y el martillazo que recibí fue considerable.

FRESÁN: Es cierto eso de Dick y las causas políticas. Tiene algo de working class hero lo suyo —no sólo en el aspecto de «escritor trabajador», sino que buena parte de sus ficciones giran en torno al hombre trabajador y esclavizado, a la práctica buena o mala de un oficio, al espanto de ciertas burocracias y a errores mecánicos o problemas de funcionamiento… En mi caso la primera fue El hombre en el castillo, en Minotauro, claro. Recuerdo que acababa de volver a Buenos Aires después de unos cuantos años viviendo en Caracas, y el efecto fue desconcertante. Todavía regía la dictadura militar —era 1979— y recuerdo que me costaba un poco discernir dónde terminaba el libro y dónde empezaba la realidad. La sensación se acentúa todavía más cuando se leen varios Dicks seguidos: la sospecha que te despierta en cuanto a lo que es verdadero y lo que es falso. Me parece que es una sospecha que trasciende la vulgar paranoia y está más cercana al pensamiento religioso. En este sentido —no sé qué te parece— creo que Dick es el escritor perfecto para los que no creen en Dios pero quisieran que existiera alguna inteligencia superior que explicara todo este despropósito, ¿no? Continue reading ‘Dos hombres en el castillo: Una conversación electrónica sobre Philip K. Dick Por Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán’ »

Lo más «cool»

«Las Teorías Salvajes», de Pola Oloixarac, es una novela «fresca» pero no «light», de moda pero no «a la moda», la voz de una nueva generación que empieza a modelar y leer el mundo a su manera

Avalada por el éxito de ventas y crítica en Argentina; respaldada por escritores de la talla de Ricardo Piglia o Mario Bellatin; con el aura de algo realmente nuevo, fresco, verdaderamente «cool», «Las Teorías Salvajes» de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977) ha tenido una ambivalente recepción en España. Primero, mucho ruido. Críticas, entrevistas, reseñas positivas, alguna suspicacia (no sólo aquí, también en Argentina se ha dicho que el principal argumento a favor de la novela es el imponente físico de su autora)… Todo ello llevó a que en un suspiro se agotara la primera edición y saliera a la calle una segunda. Pero, pasado este impacto inicial, riguroso silencio, preámbulo del olvido. La novela no ha traspasado un cierto círculo de entendidos. La novela presenta evidentes dificultades de lectura. La novela parece un erizo abandonado en mitad del camino: no hay por donde cogerla sin pincharse. La novela exige una actitud y unos recursos que muchos lectores ya no tienen: recursos que muchos han perdido tras tantos años de literatura fácil y adicción a los bestseller. Y Pola, desde luego, no lo pone fácil.
Con acierto señala un bloguero que «de cada tres páginas, una me divierte, la otra me sorprende y la tercera me deja fuera de juego». ¿Merece la pena involucrarse en una lectura que cada tres páginas te deja KO, tirado en la lona, con la mente confundida y sin apenas oxígeno?
Sí, merece la pena. Sobre todo para un lector que tenga curiosidad por asomarse al  zeitgeist (al «espíritu de los tiempos») de hoy en día, de las nuevas generaciones; y para quien tenga el valor de afrontar cómo se ve y cómo se juzgan desde ese nuevo zeitgeist ciertos fragmentos del pasado, ciertas generaciones anteriores: especialmente, aquella de los años setenta, imbuida de ilusiones revolucionarias que acabaron anegadas en una orgía de sangre.
Algo desde el propio título del libro -aunque sea la mera reiteración de la palabra «salvajes»- parece remitirnos y evocar a Bolaño. Pero, en realidad, los personajes que Pola pone en acción tendríamos que considerarlos como los hijos de unos «detectives salvajes» que sobrevivieron milagrosamente al naufragio (a uno de los infinitos naufragios de los setenta y ochenta), encontraron un cierto acomodo social sin renunciar a sus convicciones (o a la apariencia de sus convicciones), lo que les llevó a educar a sus vástagos con unos evanescentes criterios de permisividad absoluta. A mediados de los noventa, esos vástagos son ya veinteañeros autónomos… y Pola los recoge y cocina en su propia salsa, componiendo un puzzle, o un collage, que el lector tiene que ir armando e interpretando con agilidad, inteligencia, destreza y sin miedo.
Por la novela discurren varias historias simultáneas. Una comienza en Africa occidental en 1917 y tiene tres «hitos», enhebrados por la búsqueda de una teoría que dé cuenta del hecho civilizatorio desde sus mismas raíces: eso es lo que lleva al antropólogo holandés Van Vliert a desaparecer en la selva africana en 1917; lo que 50 años después despierta la fiebre insomne de un psiquiatra argentino, que luego se convertirá en profesor de la Facultad de Filosofía de Buenos Aires; y lo que 80 años más tarde conectará con las intuiciones de una estudiante de esa facultad -y narradora de la novela-, que aspira a darle una nueva vida actual a esa teoría de «las transmisiones yoicas», en la que las estrategias de la guerra y la seducción se solapan. Paralelamente a esta hebra, discurren otras historias: la de una pareja de «nerds» bonaerenses, entrañables y estravagantes, que acaban fabricando un videojuego sobre la guerra sucia argentina y hackeando google; la de una militante revolucionaria de los setenta que escribía cartas a Mao…
«Las Teorías Salvajes» es una comedia filosófica divertida y amarga a la vez, el retrato implacable de una generación que se intoxicó de mitos (y que los sigue alimentando, aunque sea desde el sofá), un puzzle sobre el estado del mundo en la época de la posmodernidad «madura» e internet, una guillotina políticamente incorrecta que siega la cabeza de multitud de imposturas… Pero, ante todo, es una novela que intenta situarse en la estela de la concepción borgiana de la literatura: aquella que la piensa, primordialmente, como una forma de conocimiento.
Hay que reconocer que, frente a la novela de Pola, los intentos de los «nocillistas» españoles de conectarnos con un cierto zeitgeist actual, empiezan a oler un tanto a naftalina.

Cristina Fernández Cubas

Ha sido un descubrimiento. Llamémosle “cuentos fantásticos” o de “fantasía”, como los que las madres o las abuelas leen (o leían) a los niños. Así son los personajes, la forma en que se entrecruzan y los argumentos, pero sobretodo, la manera en que se unen la atmósfera y el sentido, en los relatos de Cristina Fernández Cubas. Y como en los cuentos infantiles (los auténticos, los de los hermanos Grimm, no muchos de los actuales carentes de sustancia) siempre hay un monstruo, un misterio inquietante que no se acaba cuando el relato llega a su fin.

Bruno Bettelheim, en su célebre Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas, nos enseña que los cuentos tienen un fuerte elemento inconsciente (cuando el lobo persigue a Caperucita, cuando Blanca nieves es envenenada…) que ayuda a los niños en su desarrollo emocional. Los cuentos de Fernández Cubas, estos para adultos, nos confrontan de manera íntima y turbadora con nuestras pulsiones más profundas o, quizá, con la manera en que solemos enterrarlas.

En el relato denominado La ventana en el jardín, un personaje, “Olla”, nos deja en un estado de consternación del que es difícil desprenderse aunque comprendamos, al fin, de qué lado de la narración se encontraba la locura; en Mi hermana Elba nos precipita al fin de la infancia es su aspecto más estremecedor o en El provocador de imágenes, quizá nos dice algo sobre la amistad. De nuevo una atmósfera donde se expresa un mundo interior que fluye, lucha y se oculta en los personajes, hacia un final desconcertante. Cuenta la escritora que en una de las ocasiones en que buscaba sin éxito una editorial para sus cuentos alguien le aconsejó: “Esos finales… ¿Por qué no cambia los finales?”.

Cristina Fernández Cubas (1945) es escritora y periodista. Nacida en  Arenys de Mar, Barcelona, ha residido durante varios años en Sudamérica y durante un invierno en El Cairo, donde aprendió árabe, lo que la inspirará para componer una colección de cuentos situados en Egipto.

Su primera obra, un conjunto de relatos, se publica en 1980 bajo el título Mi hermana Elba y tiene un gran éxito de crítica y público. En este libro estamos ante un original simbolismo seductor y, en ocasiones, escalofriante. Tres años más tarde publica otro conjunto de relatos, Los altillos de Brumal (1983), en ellos nos encontramos ante una vertiente más fantástica y apócrifa.  En el siguiente título publicado, El ángulo del horror (1996), recuperamos a la Cristina más inquietante.

Muchos de sus relatos son un juego de espejos; el lector aguzado no dejará de sorprenderse ante un personaje que en la narración se desdobla o ante ese dos que habita en nuestro interior. Como en el cuento titulado Lúnula y Violeta que nos habla de dos amigas, o en Helicón, donde la duplicidad se hace evidente a través de la historia de unos gemelos bizarros.

Tiene, Cubas, si se me permite decirlo, por ser mujer, la capacidad de introducir con mucha fortuna -en su caso sin dramatismos- un muy complejo mundo interior de miedos, reflexiones… una especial sensibilidad, en definitiva, una lucha interior habitualmente callada.

Cristina Fernández Cubas ha escrito otros libros como Parientes pobres del diablo (2006), las novelas El año de Gracia (1985), El columpio (1995) y de las memorias Cosas que ya no existen (2001). El año pasado el libro de recopilación sus relatos, Todos los cuentos (Tusquets), se llevó el premio Salambó. Su obra está traducida a diez idiomas.

A. Garzón

P. D. Al finalizar este breve artículo me he encontrado con una entrevista a la autora en Internet, ya que puede interesar al lector, cito:

“Entrevistadora: ¿Los toques de terror que tienen algunos de sus relatos se inspiran en su fascinación por Edgar Alan Poe?

Cristina Fernández Cubas-No sólo por él. Yo soy una deudora muy grande de la narración oral y en mi infancia tuve una niñera a la que le debo mucho de lo que poco que sé, porque solía dormirnos con historias terroríficas. Yo dormía plácidamente, pero mis hermanas, desde esa época, mantienen un persistente insomnio.”

Vértigo

Anagrama publica «Vértigo», la primera de las cuatro novelas que componen el excepcional ciclo narrativo del gran escritor alemán W. G. Sebald

«Vértigo» se publicó por primera vez en Alemania en 1990 -hace ahora, pues, veinte años- con el título «Schwindel. Gefhüle» («Mal de altura. Sentimiento»), cuando Sebald contaba ya 46 años. Dos años después daba a la luz «Los emigrados». En 1996, «Los anillos de Saturno». Y en 2001, «Austerlitz». Ese mismo año fallecía en un accidente automovilístico en Norwich (Gran Bretaña), donde residía desde hacía más de 30 años, ejerciendo como docente en la universidad de East Anglia. Desde entonces acá, su obra se ha erigido en uno de los pilares más sobresalientes de la literatura europea contemporánea.
En «Vértigo» -como en el resto de sus novelas- el narrador sebaldiano es, a su manera, una imagen inversa del «promeneur solitaire» (el paseante solitario) de la literatura romántica: ambos deambulan por paisajes y escenarios reconocibles, por ciudades y países reales; pero donde el viajero romántico descubría y se extasiaba ante el esplendor de la naturaleza, el sebaldiano se conmueve y espanta ante las huellas ostensibles de la destrucción: donde aquél encontraba escenarios en que inflamar su espíritu, el cronista sebaldiano encuentra sólo motivos para la desazón y una desconsolada melancolía. Los apasionados sueños románticos han dado paso a las pesadillas de un mundo cuya contemplación produce vértigo.
En cuanto a su estructura, «Vértigo» responde a la concepción musical de una pieza en cuatro movimientos, que también hallamos en «Los emigrados» y «Los anillos de Saturno». Cada «movimiento» tiene su autonomía y su sentido pleno, pero los cuatro guardan asimismo un estrecho parentesco entre sí. En los cuatro asistimos a un «viaje» (tema y recurso sebaldiano por antonomasia). En los cuatro se deambula por el corazón alpino de Europa: las regiones alpinas de Italia y Suiza, el Tirol austriaco y el Allgau alemán. Y en los cuatro anida una reflexión recurrente sobre la memoria, el pasado, las dificultades de la evocación, las heridas del tiempo y las permanentes huellas del horror que deja, a cada paso, una civilización (la nuestra) marcada por el sello de la destrucción.
El primer y el tercer texto son notoriamente breves y narran -en brillantes ejercicios de escritura concentrada- episodios de las «jornadas italianas» de Sthendal y de Kafka. Sebald se apoya en textos como «La vida de Henry Brulard» (Sthendal), o las cartas a Felice y los Diarios de Kafka, para elaborar poderosas síntesis de dos escritores que buscarton y no hallaron sosiego amoroso.
En el segundo texto («All´estero»: en el extranjero), el narrador parte de Inglaterra, impulsado por una desazón interna, y viaja por Austria y el norte de Italia sin una intención precisa ni un norte claro. En el abismo de una mente atormentada, proclive a las alucinaciones, Sebald va hilando recuerdos, experiencias, hallazgos, evocaciones, hasta reconocer que ya no sabe si está «en la tierra de los vivos o en algún otro lugar«. Quizá como en ningún otro texto Sebald manifiesta el malestar por su nacionalidad -le gustaría, dice, «haber sido ciudadano de un país mejor«- y su verdadera condición de expatriado -«o de ningún país en absoluto«-.
Ese malestar se comprende mejor leyendo el último fragmento, «Il ritorno in patria» (El regreso a casa), crónica de su regreso a W. (Wertach), la aldea de los Alpes bávaros donde nació en 1944 y abandonó definitivamente en 1965. Ejercicio ejemplar de inmersión en un pasado hecho jirones, donde la lucidez es más poderosa que la melancolía, este texto cierra un libro en el que Sebald nos deja la sensación de que estos retratos, orlados en negro, contienen de alguna manera el germen de la literatura del siglo XXI.

Wertag im Allgau. Alpes bávaros.

Cuentos mínimos y canallas (1)

Frutas y verduras

Desde hace un par de años he dejado de comprar la fruta y la verdura al frutero local, al frutero de siempre, al de toda la vida, al del terruño, y voy a los pakistanís. Tal vez porque son más baratos. Tal vez porque mi naturaleza rinde culto a la infidelidad (y como en otros ámbitos no me atrevo a practicarla, la ejerzo aquí). Además, siempre me han molestado los insólitos derechos que los tenderos creen haber adquirido sobre tí por el simple hecho de que les compres habitualmente. Me irrita la falsa familiaridad que se asienta en el mero negocio. En fin, el caso es que me he pasado con armas y bagajes a los pakistanís, seres herméticos que no dilapidan contigo sonrisas ni confidencias, sino que parecen heraldos, sucios y mal afeitados, de mundos lejanos y desconocidos.
Ya he ido a varios, y a todos, tarde o temprano, he acabado traicionándolos. Quiero decir, abandonándolos, dejando de ir a comprarles (no sé por qué utilizo un lenguaje tan drástico y belicoso, si sólo se trata de una cuestión doméstica). Y es que muchos han seguido el falso camino de los restaurantes chinos: al principio ofrecían una mercancía pasable, pero con el tiempo acaban en la basura.
Desde hace cinco o seis meses acudo siempre al mismo.La fruta y la verdura es pasable, es también barato y, sobre todo, me fascina el vendedor. Es un hombre seco, enjuto, menudo, de edad indescifrable, siempre mal afeitado, pero un poco más limpio que la media. Es el más reservado de todos los que he tratado. A decir verdad, fuera de los rituales hola y adiós y el precio a pagar, no hemos intercambiado más palabras. Con alguno de los que visitaba antes llegué incluso a tener un diálogo mínimo, hacer un comentario o intercambiar un dato. Con éste de ahora ni se me pasa por la cabeza. Nunca hay espacio, ni condiciones, ni cercanía suficiente para tales comentarios. Está sentado ahí, detrás del endeble mostrador, con el peso delante, recibe las bolsas de fruta y de verdura de los clientes, hace la cuenta, y sólo abre la boca para enunciar la cantidad: «Cuatro euros con cincuenta y cuatro».
No es sólo que no sonríe, es que nunca le he visto iniciar el gesto o tener la intención de hacerlo. Ni la clienta más simpática y dicharachera es capaz de extraerle el menor comentario o un desvaído gesto de cordialidad. No le aturden las quejas ni le seducen los elogios. Y, sin embargo, pese a su silencio ritual, no es una persona hosca, desagradable ni trasluce hostilidad alguna. A veces me recuerda a un monje, pero de una confesión inaudita. Alguien de una fe tan inquebrantable que nada de lo que ocurre a su alrededor es capaz de afectarle.
Casi siempre está oyendo música, música árabe o pakistaní o musulmana o lo que sea. Como no entiendo nada, no sé si es música profana o religiosa. Pero siempre he dado por hecho que es música religiosa, y que la conjunción de esa música y sus firmes convicciones interiores es lo que cimenta su imagen de rectitud y tranquilidad. Su naturaleza de esfinge.
Aunque, a veces, claro, con todo lo que la prensa, la radio y la tele dicen sobre esta gente, y sobre lo que está ocurriendo allí, en aquel agujero del mundo, que no deja de chorrear sangre, tengo la sensación de que soy un ingenuo atrapado por un engaño diabólico. Ese clásico estúpido que cuando se comete un crimen atroz en su vecindad sale diciendo que, a él, el asesino siempre le había parecido «una persona muy normal», un buen vecino.
Ahora pienso, algunas veces, si no nos estará observando, si su silencio y su hermetismo no serán más que una máscara tras la que se esconde un frío y demencial asesino, capaz -llegado el momento- de acuchillarme a sangre fría o volar medio barrio, o un vagón de metro, con su cinturón de explosivos.
¿Y si todo lo que hace es sólo fingir, y es uno de esos fanáticos «durmientes» que permanecen desactivados años y años, vendiendo pacíficamente naranjas y tomates en el barrio, hasta el día en que alguien los despierta y los convierte en bombas ambulantes? ¿No será su silencio y su hermetismo, no una máscara, sino el verdadero rostro de alguien que no siente el menor afecto, ni la menor emoción, por esos «infieles» compradores, a los que, tarde o temprano, colaborará en aniquilar?
Esta tarde he ido a por naranjas para zumo. El invierno ha comenzado a asomar y hay que protegerse con la vitamina C. Estaba allí, donde siempre, impávido, tranquilo, hermético, escuchando sin prestar atención la música del casette, esperando a que le pusiera las bolsas encima del mostrador para pesarlas y reclamar la deuda. Me he fijado, durante centésimas de segundo, en sus ojos claros, sus mejillas enjutas, su rostro apegaminado, su gesto ausente. Y entre los filamentos de esa mirada me he preguntado si, llegado el caso, en circunstancias extremas, yo sería capaz de acuchillar a este hombre, de matarlo. ¿Matarlo en nombre de qué? ¿En defensa de una religión en la que ya no creo, de una libertad que ya no tengo (pues soy, cada día más, un muerto de hambre), por pura autodefensa…? ¿Matarlo para que no mate si es que piensa matar?
Los tres kilos me han costado un euro. He dejado la moneda brillante sobre el mostrador sucio y ha emitido un nítido fulgor espectral, casi diabólico. Rápidamente la ha cogido y la ha metido en el cajón.
Al darme la vuelta para salir me he fijado en las espléndidas uvas y plátanos y nísperos que también debería haber comprado, y que hubiera comprado si no estuviera realmente sin blanca. Al llegar a la puerta me he vuelto, y me he despedido con un «adiós» desvaído, casi inaudible. No se ha movido. Parecía otra vez en sintonía con la música del casette.

«Todo lo escribimos entre todos»

En un mismo año, José Emilio Pacheco ha recibido el premio reina Sofía de poesía iberoamericana y el premio Cervantes, el «nobel» de las letras hispanas

Nacido en la Ciudad de México en 1939, Pacheco siempre ha considerado esa fecha, ese «año atroz de mi nacimiento», como una cifra de su destino. El año de la derrota de la República española, el año del comienzo de la segunda guerra mundial, el año en el que el fascismo abrió ante la humanidad una de las bocas del infierno, y tantas y tantas cosas se abocaron a la destrucción.
Poeta, novelista, articulista, traductor, ensayista, antologista, profesor, José Emilio Pacheco ha cultivado durante cincuenta años todos los géneros imaginables de la literatura; y a través de todos ellos trasluce una conciencia permanente y lúcida sobre la naturaleza efímera de las cosas, sobre la fuerza destructora de la civilización, sobre el fondo necesariamente trágico de toda verdadera literatura: «La poesía -afirma- no es un manual de autoayuda. Más bien sirve para llamar la atención sobre las cosas menos agradables del mundo… La dicha y el placer son mudos. Sólo la desgracia y el sufrimiento hablan».
Errarán, sin embargo, quienes interpreten su poesía como un refugio de la nostalgia o como un burdo «paño de lágrimas». «La nostalgia –dice Pacheco– es la invención de un falso pasado. A ello se opone la mirada crítica. Estoy en contra de la idealización de lo vivido pero totalmente a favor de la memoria».
Ni siquiera su «conciencia de la fugacidad» es el atrio de la melancolía: «En la naturaleza efímera de las cosas -dice- no todo es negativo. Sería terrible que el mundo se detuviera un día determinado. Todo debe cambiar sin tregua. Estamos aquí porque desaparecieron los que estaban antes. Nos vamos para que otros ocupen su lugar».
La gravedad que permite a la poesía (y a la prosa poética) de Pacheco ser una poesía de lo fugaz pero no de la melancolía, de la conciencia de la destrucción pero no de la nostalgia idealizada del pasado, reside en la marca de su cotidianidad. En lo más cercano está la cifra de todo. Villoro cuenta una anécdota que lo resume muy bien: «Un día iba yo a casa de Pacheco y me di cuenta de que había olvidado la dirección. Entonces, recordé un poema en el que Pacheco habla del escritor Juan García Ponce, que había padecido una larga y grave enfermedad, y lo compara con un árbol que hay afuera de su casa. El poema cuenta que el árbol ha sido humillado por las navajas de los novios, que le han cortado las ramas para colocar cables de electricidad y de teléfono, que ha sido sometido a toda clase de afrentas, pero que, sin embargo, el árbol –como el escritor al que estaba dedicado– seguía en pie. Pensé que si encontraba aquel árbol, daría con su casa, y así fue. Eso explica el grado de cercanía que tiene la poesía de Pacheco, una poesía que es un mapa para encontrar su propia casa…».
La cercanía de las ideas, de los conceptos y los hechos, de las cosas, es en la poesía de Pacheco también una cercanía de las palabras, del lenguaje, tan transparente y claro como hondo y esencial. Eso le ha permitido que algunos de sus poemas sean conocidos y recitados en México, no sólo por estudiantes y adolescentes, sino hasta por quienes no saben leer. Es el caso de su poema «Alta traición», un verdadero emblema de su poesía:

No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

Es un poema que marca el desafío implícito de su obra: una demolición de la vacía retórica patriótica de los nacionalismos. Como dice Monsiváis: «Para él las poesías pueden ser también el comentario que nulifica la confesión, el epitafio que se burla de la proclamación de la grandeza». Su poesía refrenda la actitud democrática de su yo poético. Un yo que no busca erigirse en un tótem vanidoso, sino diluirse, proyectarse en el nosotros. «Todo lo escribimos entre todos», ha dicho José Emilio Pacheco, parafraseando y ahondando aquella otra verdad de su admirado y reverenciado Alfonso Reyes: «Todo lo sabemos entre todos».
«Me gusta -ha dicho- que la poesía sea la voz interior, la voz que nadie oye, la voz de la persona que lee. Así el yo se vuelve tú, el tú se transforma en yo y del acto de leer nace el nosotros, que sólo existe en ese momento íntimo y pleno de la lectura».
A sus 70 años, José Emilio Pacheco atesora en su memoria las voces conocidas y amigas de Octavio Paz, de Luis Cernuda, de Vicente Aleixandre, de Max Aub, de Jorge Luis Borges, a los que conoció en su etapa de formación,…, y sobre todo, la cercanía de Carlos Monsiváis y Sergio Pitol, con los que hace cincuenta años «creó» la literatura mexicana moderna, rompiendo con las obsesiones y los mitos inagotables del pasado.
En esos 50 años, Pacheco ha levantado una obra poética, literaria y cultural impresionante. Pero también ha sido testigo de una destrucción inacabable: la más llorada, la de su ciudad, el DF, una ciudad «en la que se podía vivir en la calle» y a la que «hemos destruido y la seguimos arrasando».
Pero en México, un país que todavía ama a los poetas más que a los futbolistas, nada está aún definitivamente perdido. Poeta de la lengua, poeta del español de América, ¡bienvenido al panteón de las letras hispanas!