Archive for julio 2010

El proceso

Borges decía que «cuando se estudie la historia de nuestro tiempo, los libros de Kafka serán los verdaderos documentos». Y añadía: «Y cuando todo esto pase, la obra de Kafka aún perdurará»

J. Albacete

Lo primero que hay que dejar claro en relación con un libro como El proceso de Kafka es que se trata de un texto que, como la Ilíada de Homero, Esquilo de Sófocles, Hamlet de Shakespeare o el Quijote de Cervantes, constituye una de las «vigas maestras» de la historia de la literatura occidental o, simplemente, de la literatura. Y, dicho esto, también es preciso subrayar que este libro, ya mil veces interpretado desde mil puntos de vista, permanece incólume como un enigma luminoso a través del cual captamos la esencia de nuestro mundo con una tal pureza, que toda exégesis o comentario acaba por arruinar la comprensión. Tenemos un diamante en la mano, sabemos de su valor y hasta de su utilidad, pero no podemos arrebatarle su inextinguible brillo interior.

Franz Kafka inició y finalizó su libro El proceso en unos pocos meses de finales de 1914, después de dos hechos de notable relieve: el estallido de la «gran guerra» (la I Guerra Mundial) y la ruptura de su compromiso matrimonial con Felice Bauer, que puso fin a una tortura interior de dos años. Liberado de las tensiones angustiosas del periodo anterior, e inquieto por el futuro que se dibuja en el horizonte, Kafka se encierra y vive uno de los periodos creativos de mayor intensidad de toda su vida. El proceso es el fruto mayor de esa etapa, aunque no hay que desdeñar la importancia de otro relato escrito en esos meses: En la colonia penitenciaria. Estos dos textos presagian, como ningún otro, los horrores en que va a sumergirse Europa de inmediato.

En enero de 1915, Kafka «abandona la redacción de El proceso» y deja la novela «inacabada», pero «extrañamente» con un final tan explícito como rotundo. Acerca del inacabamiento de todas las novelas de Kafka, siempre he estado de acuerdo con la teoría de Borges, que comparaba estas obras de Kafka con las aporías de Zenón, en las cuales es imposible que nadie llegue de un punto A a otro B al tener que recorrer infinitas estaciones intermedias. En efecto: Kafka podía haber añadido dos o doscientos capítulos más a El proceso, pero ¿hubiera cambiado la sustancia del relato? En absoluto. Cualquier añadido hubiera sido un simple avance más en un proceso infinito. Por tanto, la novela está perfectamente concluida como está.

Su comienzo es tan prodigioso que ya en él se anuda todo el núcleo de enigmas y contradicciones que desarrolla el libro: «Alguien debía de haber calumniado a Joseph K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana». K. es considerado culpable de un delito que ignora y sometido por él a un interminable proceso que va, paso a paso, apoderándose de toda su vida, hasta que, en el capítulo final, es sentenciado y ejecutado «como un perro», pese a que jamás llega a conocer ni al tribunal que lo juzga ni la acusación por la que se le procesa ni las razones del castigo que se le inflije.

Naturalmente es lógico que el lector de esta inquietante parábola se interrogue por la presunta «culpabilidad» de Joseph K. Él se juzga a sí mismo «inocente, completamente inocente», pero eso no le libra del proceso ni del castigo. Es más, su permanente actitud, primero de incredulidad, y luego de rebeldía, no van a hacer más que «perjudicar su caso» o, al menos, empeorar sus escasas opciones en esas «altas instancias» del tribunal a las que K. nunca tendrá acceso.

En un texto de su «Diario» Kafka habla de dos personajes de sus relatos y cita que uno es «inocente» (el protagonista de La metamorfosis) y otro «culpable» (el de El proceso). Explicarse la «culpa» de Joseph K. requiere una verdadera exégesis de toda la vida y de toda la obra de Kafka. Nadie como él ha llegado a explicarnos los perversos fundamentos de todo orden por los que llegamos, sin siquiera saberlo, a adquirir esa «culpabilidad», y en virtud de la cual somos inevitablemente condenados por poderes inaccesibles y autoridades inalcanzables.

Contra lo que suele afirmarse, el relato no es ni sombrío ni deprimente, aunque sí inquietante. Una veta de humor kafkiana lo recorre, con bromas de una hilaridad que recuerda el estilo de los hermanos Marx. Max Brod siempre recordaba que una vez que le leyó el primer capítulo «se atragantaba de risa». Otro elemento destacado del relato son la función gestual esencial que desempeñan las manos en todas las escenas: las manos «hablan» en este relato como verdaderas «cotorras». También la sexualidad desempeña un papel central, incluido el hecho de que los textos que utilizan los jueces de instrucción no son sesudos textos de jurisprudencia sino obscenos libros pornográficos.

A través de El proceso (escrito en 1914, lo recordamos) se tiene una panorámica inmejorable para comprender lo que ha sido todo el siglo XX. Y, naturalmente, el presente. Mejor, como intuyó Borges, que con el más completo manual de historia. En sus meandros narrativos está impresa una intuición esencial e imborrable, que el lector no puede arrebatarle al libro para apropiársela, pero que le puede iluminar hasta el fin del mundo y hasta el fin de sus días.

Confesiones de un burgués

Sándor Márai escribió esta autobiografía con sólo 34 años. Tenía motivos: a esa edad ya había asistido al derrumbe de todo su mundo

J. Albacete

El 11 de febrero de 1989, abrumado por la vejez y la soledad, se suicidaba en su casa de California Sándor Márai. Por entonces su figura y su obra habían caído totalmente en el olvido, pese a que durante los años 30 y 40 llegó a ser uno de los escritores más importantes de Europa central.

No sería hasta después de su muerte y tras la caída del muro de Berlín que esa obra recuperaría su antiguo esplendor … y el fervor de todo el público europeo. Junto a sus novelas, Márai nos legó tres espléndidos relatos autobiográficos que recogen prácticamente toda su vida. El primero de esos relatos («Confesiones de un burgués»), escrito a la insólita edad de 34 años.

Fruto de una vida de una intensidad poco común, sometida a las convulsiones que pusieron patas arriba toda la arquitectura política y social europea en los primeros decenios del siglo XX, las memorias de infancia y juventud de Sándor Márai (nacido con el siglo, en 1900, en una pequeña ciudad húngara) son un libro de una madurez, una profundidad y una lucidez tan sorprendentes como apasionantes.

En «Confesiones de un burgués» están todas las raíces y todas las claves de la obra de Márai: aquí están sus lecturas, su obsesión por escribir, su pasión por el periodismo, sus amantes, su matrimonio, los encuentros con autores célebres, los incesantes viajes, el sentimiento creciente de desarraigo y el fantasma del alcoholismo.

Descendiente de una rica familia de origen sajón, Márai inicia su relato con una descripción de la próspera y confiada burguesía a la que pertenecía: una clase que vivía en un mundo «ideal», en el que reinaban la cultura y la tolerancia. Pero esta plácida existencia se verá abruptamente truncada el verano de 1914, con el asesinato en Sarajevo del heredero al trono de los Habsburgo, que dará pie al estallido de la primera guerra mundial, cuyo desenlace, cinco años más tarde, y después de una terrible carnicería, significará la disolución del imperio austrohúngaro. Márai fue llamado a filas con 17 años y, cuando volvió de la guerra, con 19, todo su mundo había desaparecido.

Es entonces cuando su familia lo envía a Alemania a estudiar periodismo. Allí, como cronista del prestigioso diario alemán «Frankfurter Zeitung», Márai comienza un peregrinaje por la Europa de los años veinte que le llevará de Leipzig a Weimar, de Francfort a Berlín, de Londres a París, lo que le permitirá convertirse en un testigo extraordinario de la rápida transformación de un continente que, entregado a la frivolidad y el desenfreno, ignora las corrientes de odio que están fermentando en su seno y que lo volverán a conducir a una catástrofe aún mayor que la anterior. Mientras la mayoría sólo percibía la «espuma» de los felices veinte, Márai, con una perspicacia y una lucidez que causan asombro, distinguía ya los signos ocultos pero perceptibles de la hecatombe.

Tras una década de peregrinaje, con su familia y su clase social desaparecidas y su país desmembrado, Márai opta por recluirse en la única patria posible para un escritor, «la patria verdadera, que quizá sea la lengua o quizá la infancia». Se instala en Budapest, abandona la lengua alemana y se dedica a escribir en su lengua materna, el húngaro.

En este periplo vital de apenas 28 años (de 1900 a 1928) Márai deja constancia del esplendor y el ocaso de una cultura y un mundo, vivido en carne propia, y la génesis de una nueva realidad explosiva que no tardaría en volver a destruir su mundo por segunda vez: la ocupación alemana, la segunda guerra mundial y la posterior ocupación soviética de Hungría acabarían por provocar su definitivo exilio en 1948. Pero de todo esto se ocupa ya en otro libro: «¡Tierra, Tierra!».

El Danubio a su paso por Budapest

Trilogía sucia de La Habana

Una perspectiva diferente sobre la Cuba que acaba de celebrar los 50 años de su revolución nos la ofrecen los relatos breves, incisivos e irreverentes de Pedro Juan Gutiérrez

J. Albacete

Nacido en Matanzas, Cuba, en 1950, Pedro Juan Gutiérrez es un caso ciertamente singular en el seno de una literatura, la cubana, escindida, como todo en esta isla, en dos mitades antagónicas. No vive en el exilio, sino en Cuba, en el corazón de La Habana; pero no es un escritor del «régimen», sino un escritor independiente, con una mirada propia y una pluma acerada, que desnuda lo que toca y no teme pasearse, a cuerpo gentil, por el borde del precipicio. Una vez allí, con un poco de ron y mucho sexo, sobrevivir es posible.

Trilogía sucia de La Habana contiene medio centenar de relatos cortos, que antes de reunirse en esta colección y bajo este título, integraron tres libros distintos: «Anclado en tierra de nadie», «Nada que hacer» y «Sabor a mí», escritos a mediados de los años 90, es decir, en el momento más crítico de la isla en los últimos años, en el llamado oficialmente «período especial», cuando tras la desaparición de la Unión Soviética la economía cubana se hundió por completo, el país vivió años de auténtica penuria y la población tuvo que hacer frente a una verdadera lucha por la supervivencia.

Pedro Juan, narrador y protagonista, es un testigo de excepción de esa lucha. Su mirada descreída e inquisitiva lo mira todo, lo escarba todo, hunde sus ojos sin compasión hasta en la miseria más insólita. Revuelve todos los cubos de basura de la realidad hasta mostrarnos los límites inverosímiles a que el hombre puede llegar en esa lucha, donde abundan las hienas pero no faltan los ángeles.

El lenguaje de Gutiérrez es directo, sin contemplaciones, una forma de realismo que ha sido emparentada con el «realismo sucio» americano, y que ha llevado a muchos críticos a considerar a Pedro Juan Gutiérrez como «el Bukovski de La Habana».

Pero, a diferencia del angelino, el cubano no es un escritor pesimista. No está por tirar la toalla. Aunque a veces parece sentado en el vórtice de un huracán que inevitablemente va a despedazarlo, o hundido en una desesperación sin salida en su azotea de La Habana, sin nada que hacer, sin dada que comer, sin nadie con quien hablar, Pedro Juan sabe que tiene que seguir adelante, e incluso, sabe la mejor forma de hacerlo: a golpe de ron, música y sexo. Bolaño le envidiaba su condición de escritor «priápico», por las innumerables mulatas que ensarta -como diría Sada- en sus concisos, divertidos, pero en el fondo trágicos relatos, capaces de crear en el lector verdadera adicción.

Los emigrados

W. G. Sebald recorre los caminos de la memoria silenciada en esta obra maestra que lo consagró como uno de los mejores escritores de nuestro tiempo

J. Albacete

W. G. Sebald falleció en el otoño de 2001, víctima de un fatídico accidente automovilístico, en la campiña de Norfold, al este de Inglaterra. Se truncaba así la vida de un escritor tardío (no comenzó a publicar hasta los 46 años), pero que en muy pocos años, y con muy pocas obras, había comenzado a erigirse en una de las figuras más relevantes de la literatura europea contemporánea. Un autor de prosa exquisita al que la crítica le otorgó desde un principio la dimensión de un clásico.

Sebald había nacido en 1944 en una pequeña localidad de la región alpina de Baviera, y creció en la Alemania devastada de la inmediata posguerra. Tras realizar sus estudios universitarios y pasar un breve período en Suiza, en 1965 se trasladó definitivamente a Inglaterra, donde desarrolló una larga carrera como docente universitario (sobre todo en la universidad de Est Anglia, en Norwich, donde llegó a ser catedrático de literatura alemana) y, más tarde, a partir de los años 90, una breve pero intensa actividad literaria que, en apenas una década, hasta su desgraciada muerte en 2001, nos dejó casi una decena de libros que, en la actualidad, componen una verdadera «obra de culto» en toda Europa.

Su primer libro (que data de 1985) es un conjunto de ensayos sobre literatura austríaca (a la que Sebald se siente más vinculado que a la literatura de Alemania: autores como Stifter, Hofmannsthal o Thomas Bernhard son sus «influencias» reconocidas). En 1991, con los ensayos de Pútrida patria (título más que expresivo), Sebald volvería a abordar esa misma temática.

Su obra estrictamente narrativa comenzaría a publicarse en 1988, con After Natural (traducido aquí como «Del Natural» y editado por Anagrama), un «poema en prosa» en el que Sebald «anuncia» dos de los grandes ejes inalterables de su singladura literaria: por un lado, la temática de la destrucción (en este caso, esencialmente, la destrucción de la naturaleza); de otro, la aparición de un «narrador viajero», que será el hilo conductor permanente de sus cuatro libros de narrativa posteriores: Vértigo (1990), Los emigrados (1992), Los anillos de Saturno (1995) y Austerlitz (2001), su aclamada obra maestra.

Aparte de estas obras esenciales, en España se ha publicado también Sobre la historia natural de la destrucción (un polémico ciclo de conferencias sobre el bombardeo de ciudades alemanas por los aliados durante la segunda guerra mundial) y, de forma póstuma, Campo Santo, una obra inacabada pero intensamente sebaldiana sobre «la imposibilidad del duelo» en el mundo del presente.

Lo primero que sorprende (y cautiva) al lector de los libros de Sebald es su peculiar técnica narrativa y la aparición intermitente en sus textos de fotografías e ilustraciones. Sebald se acoge plenamente a la fórmula de un relato en el que se compaginan a la perfección la narrativa de viajes y memorias, la autobiografía, el ensayo, la crónica o incluso el reportaje, aderezados, cada tanto, por fotografías (generalmente antiguas) de lugares y personas, o de objetos, pinturas, manuscritos, mapas o hasta tickets de viajes, que -según el propio Sebald- aspiran a reforzar la «objetividad» del relato, su «sentido de realidad», y que parecen corroborar la intención del narrador de hacer creer al lector que «lo que aquí se cuenta es cierto».

Lo segundo que sorprende (y gratifica) al lector es la elegancia y delicadeza de la prosa de Sebald. En una época que aspira a que los desgarrones de la realidad se trasladen como tales a la prosa que los describe, Sebald se aparta radicalmente de esa tónica, de ese canon, y se recrea y deleita en narrar con un encanto y una delicadeza prácticamente extinguidas. El riesgo no es minino. Que una escritura así no descarrile por la pendiende de la cursilería o, lo que es peor, aburra e irrite a un lector, poco predispuesto ya a perder su tiempo en la demorada descripción de un bosque de coníferas, es el gran logro de la prosa de Sebald, en la que la hondura de la visión de lo contemporáneo que nos ofrece no sólo no rechaza sino que agradece la presencia -de tanto en tanto- de esas digresiones que, por otra parte, son un elemento genético de la novela, al menos desde el Quijote.

Por otra parte, esas digresiones sebaldianas no hacen sino abordar -desde el ángulo del lenguaje- su tema genérico de la destrucción. No es sólo la naturaleza o las ciudades lo que está sometido a la piqueta devastadora de la modernidad; también el lenguaje está siendo aniquilado a hachazos y olvidado. Más de un lector necesitará un buen diccionario si no quiere perderse detalle de la grandeza de la narrativa de Sebald. Aunque no hay que asustarse: por lo general, la prosa de Sebald discurre de forma fluida, natural; y el lector se siente plenamente gratificado por ese fluir «maravilloso, delicado y denso».

Los emigrados (1992), publicada sólo dos años después de Vértigo, reproduce el esquema narrativo de ésta, es decir, la misma estructura «musical» de una pieza en cuatro movimientos, en cada uno de los cuales se reconstuye la vida de unos personajes a los que el narrador conoció en el pasado, que ya han muerto y que, por uno u otro motivo, abandonaron Alemania en algún momento del siglo XX: los cuatro son judíos alemanes, que se vieron obligados a marchar al exilio, a perder su patria, a veces a su familia, su patrimonio, su lengua…, cuatro personas heridas por la Historia, cuyas historias Sebald no quiere que caigan en el pozo devastador del olvido.

Indagar, descubrir la verdad de esas vidas es una tarea tan necesaria como apasionante, en el curso de la cual Sebald va poniendo el acento, paso a paso, en los temas que vertebran su narrativa: la necesidad de recuperar la memoria perdida, los efectos liquidadores del desarraigo, de la expatriación forzada, del exilio obligado; el espantoso declive de la civilización alemana que le llevó al exterminio de una parte de su propia población, y la imposibilidad de los alemanes de asumir la culpa de ello; el elemento depredador, destructor, de la civilización moderna…

Como afirma Susan Sontang: «Ningún otro libro explica mejor el complejo destino de ser europeo al final de la civilización europea».

El material humano

Rodrigo Rey Rosa es uno de los escritores más desconocido, oculto y despreocupado de famas y reconocimientos, pero también uno de los mejores de la lengua castellana de hoy. Nacido en Guatemala en 1958, nacido para la literatura en Tánger junto a Paul Bowles en los años ochenta, reinstalado en Guatemala desde mediados de los noventa (cuando se firmaron los acuerdos de paz que pusieron fin a una «guerra» de más de treinta años: de 1960 a 1996), Rey Rosa es un escritor de un talento y una sutileza poco comunes en nuestra lengua. Bolaño lo consideraba el «mejor cuentista» de su generación.

J. Albacete

En mayo de 2009 apareció en las librerías españolas, bajo el sello de Anagrama, El material humano, el último libro de Rey Rosa, un texto difícil de encasillar literariamente (mezcla de autobiografía, diario, apuntes, citas, historia y ficción), pero que, tras ese aspecto heterogéneo y liviano, encubre un viaje realmente arriesgado por los límites de ese horror sin fin que fueron los años de violencia ciega y genocidio vividos por Guatemala en la segunda mitad del siglo XX, y que, pese a la «paz», firmada en 1996, han dejado un país roto y destrozado, en el que la violencia sigue campando a su antojo.

Rey Rosa no es, sin embargo, un escritor tremendista, ni un relator de carnicerías sangrientas, sino un escritor sutil, conciso y elegante, con una extraordinaria capacidad de sugerencia y una mirada oblicua, en el que la ambigüedad e incluso el silencio puede ser más que elocuentes. Bolaño, que lo admiraba sin reservas, decía de él que «aunque su prosa metódica y sabia no desdeña en algunos momentos el látigo, o mejor dicho: el chasquido del látigo que jamás vemos», Rey Rosa no es «el maestro de la resistencia, sino una sombra, una raya que atraviesa veloz el espacio de la normalidad».

Rey Rosa no nos detalla pues los datos, los hechos o las matanzas (aunque no obvia recordarnos que el ejército fue el responsable del 90% de los muertos de aquel conflicto ni introducir el relato conciso y a cuento de algún hecho atroz), sino que aborda aquel foso de horror desde una mirada oblicua y aparentemente distante, y desde un riguroso presente.

El estímulo del relato se gesta con la sorpresiva aparición en 2005 de los archivos policiales guatematelcos escondidos, olvidados y llenos de polvo en unos barracones semiabandonados de lo que pudo ser en su día un centro de torturas de la policía o del ejército. Cientos de miles de fichas y legajos emergen de la sombra del pasado con su registro preciso del horror. Rey Rosa (que narra en primera persona) logra una autorización especial para acceder a esos documentos, y aunque no sabe muy bien qué busca (él mismo se interrogará luego si la motivación inconsciente no sería la de encontrar a los responsables del secuestro de su madre) el hecho es que, poco a poco, aquel inmenso laberinto de millones y millones de legajos policíacos, acumulados durante más de un siglo y conservados por azar, y el ambiente que se vive en aquel extraño y kafkiano archivo, le van pareciendo «novelescos, y acaso novelables«. Una especie de microcaos cuya relación podría servir de «coda para la singular danza macabra de nuestro último siglo».

Con este hilo, Rey Rosa va a ir tejiendo un delicado tapiz narrativo, donde conviven con extraña cotidianidad desde resúmenes directos y sin comentarios de las fichas policiales, la increíble historia de Benedicto Tun (el hombre que creó y dirigió casi durante 50 años la Brigada de Identificación de la policía guatemalteca), los avatares personales y sentimentales del propio narrador (su turbulenta relación con B., o con su hija o con sus padres), sus viajes para atender compromisos literarios, comentarios a las lecturas que está haciendo (algunas tan pertinentes como el Fouché de Zweig, otras más intempestivas como la del Borges»de Bioy Casares), así como puntuales incursiones en la realidad presente del país, que ponen de relieve la omnipresencia de la violencia.

El relato se va llenando poco a poco de sombras ominosas, y no sólo por las huellas de un pasado de horrores sin fin (que Rey Rosa deja asomar en las ínfimas dosis necesarias para que, vista la punta, nos imaginemos el resto del iceberg), sino por las veladas amenazas que comienzan a dibujarse en torno al narrador, al que vetan de pronto su acceso a los archivos y comienza a presentir que ha pisado terreno vedado y que eso, en Guatemala, puede tener muy mal fin.

El material humano -título que Rey Rosa toma, directamente, de un informe de Benedicto Tun, en el que éste define los campos de trabajo del Gabinete a su mando: «El primero es el material humano que ingresa día tras día en los Cuarteles de la Policía por delitos o faltas graves, y que hay necesidad de identificar por medio de la ficha, lo cual constituye por así decirlo, la primera página del historial del reo, donde en lo sucesivo figurarán los datos de su reincidencia»- es, pues, un libro decisivo y valiente, a la vez que un nuevo reto para la narrativa de ficción y una muestra palpable de que Rey Rosa es un escritor extraordinario.

Los hermosos años del castigo

Desde el título, cada frase de este apasionante relato de Fleur Jaeggy está repleto de dulzura y extravío, de belleza y crueldad

J. Albacete

«A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell”. Así comienzan Los hermosos años del castigo, el relato subyugante, hermético y cruel con el que, hace veinte años, la escritora suiza, residente en Milán, Fleur Jaeggy se reveló como una de las figuras más prometedoras de la nueva literatura europea. A través de la narración de la vida en un internado (todo un género en la literatura centroeuropea, con precedentes tan destacados como Musil o Walser), enmarcada en los años de la posguerra europea, Jaeggy disecciona con su bisturí de precisión un microcosmos social, en estado casi de cautividad, en el que se reflejan no sólo todo el orden de las contradicciones sociales (familiares, educativas, de clase…), sino también los aspectos más luminosos y perversos del alma humana.
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En el Bausler Institut, prestigioso y hermético internado femenino situado en Appenzel (el cantón más conservador, más retrógrado de Suiza, situado junto al lago Constanza), se respira una densa atmósfera de cautiverio, sensualidad inconfesada y cierta inquietud proclive a la demencia.

En estos parajes, por los que el escritor suizo Robert Walser paseaba, y donde murió tras recostarse sobre la nieve un día de Navidad, luego de permanecer durante treinta años internado en el manicomio de Heriseu, discurre el tránsito de la infancia a la adolescencia de la narradora y protagonista del relato, que rememora, ya desde su madurez, “los hermosos años del castigo” vividos en este microcosmos, ajeno a la realidad exterior, escenario de cotidianidades y delirios, alejado de “las deformaciones humanas”, un ámbito donde “la infancia es vetusta«, la «obediencia voluptuosa» y el «amor mudo».

En este colegio, dirigido paternalmente por el matrimonio Hofstetter, en el que «la monotonía es la norma«, la narradora asiste, a los quince años, a la llegada de una nueva interna, Frédérique, una joven algo mayor, enigmática, solitaria, callada, inteligente y severa, por la que se siente inmediatamente atraída, primero, y luego abiertamente enamorada, pese a que la atmósfera del centro es reacia a todo género de efusión sentimental, el clima emocional es absolutamente gélido y la propia Fréderique se comporta de una forma distante y glacial. Pero la narradora no puede evitar la fascinación que le produje un personaje que es, en cierta forma, lo que ella no es: ha vivido ya todo (o aparenta que lo ha vivido) y ha decidido mantenerse distante de todos los intereses humanos, sólo próxima al mundo de las ideas: alguien que deja entrever, detrás de su hermetismo, algo sereno y, a la vez, terrible.

Jaeggy “aprovecha” la textura de este relato para lanzar una mirada despiadada a las relaciones familiares y escolares en que se asienta aquel mundo, que, desde una sensibilidad “mediterránea” sólo cabe definir como “extraño”, “frío”, literalmente congelado. Particularmente la relación “madre-hija” aparece dibujada desde un ángulo aterrador. La narradora apenas ve a su madre, que desde Brasil dirige su vida implacablemente desde los siete años, de internado en internado. Y Frédérique ha intentado quemar su casa familiar, con su madre dentro. En cuanto al universo de los “internados”, estos aparecen, dicho benignamente, como “mundos enfermos” separados de la realidad.

Con todo, lo que más sorprende y cautiva de este poderoso y enigmático relato es el sistema narrativo de Fleur Jaeggy, su estilo. La tensión conceptual del lenguaje que utiliza es extrema. Todo lo superfluo ha sido eliminado. Lo que leemos parece directamente cincelado por un bisturí lingüístico tan preciso y conciso como hiriente. El relato naturalista, con su prolijidad y su derroche, ha sido abolido, y lo que leemos tiene la fuerza de una colección de aforismos. Aforismos cargados de poderosas antinomias, como la que establece el propio título del relato, al engarzar en una sola oración la “hermosura” y el “castigo”.

Los hermosos años del castigo es, hay que advertirlo de entrada, un libro destinado a un lector parsimonioso, dispuesto a recrearse y paladear cada una de las complejas, elaboradas y cortantes frases del relato. Un relato que sólo tiene 118 páginas, pero que necesita la concentración absoluta del lector y su entrega sin reservas, tal es su intesidad.