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«Todo lo escribimos entre todos»

En un mismo año, José Emilio Pacheco ha recibido el premio reina Sofía de poesía iberoamericana y el premio Cervantes, el «nobel» de las letras hispanas

Nacido en la Ciudad de México en 1939, Pacheco siempre ha considerado esa fecha, ese «año atroz de mi nacimiento», como una cifra de su destino. El año de la derrota de la República española, el año del comienzo de la segunda guerra mundial, el año en el que el fascismo abrió ante la humanidad una de las bocas del infierno, y tantas y tantas cosas se abocaron a la destrucción.
Poeta, novelista, articulista, traductor, ensayista, antologista, profesor, José Emilio Pacheco ha cultivado durante cincuenta años todos los géneros imaginables de la literatura; y a través de todos ellos trasluce una conciencia permanente y lúcida sobre la naturaleza efímera de las cosas, sobre la fuerza destructora de la civilización, sobre el fondo necesariamente trágico de toda verdadera literatura: «La poesía -afirma- no es un manual de autoayuda. Más bien sirve para llamar la atención sobre las cosas menos agradables del mundo… La dicha y el placer son mudos. Sólo la desgracia y el sufrimiento hablan».
Errarán, sin embargo, quienes interpreten su poesía como un refugio de la nostalgia o como un burdo «paño de lágrimas». «La nostalgia –dice Pacheco– es la invención de un falso pasado. A ello se opone la mirada crítica. Estoy en contra de la idealización de lo vivido pero totalmente a favor de la memoria».
Ni siquiera su «conciencia de la fugacidad» es el atrio de la melancolía: «En la naturaleza efímera de las cosas -dice- no todo es negativo. Sería terrible que el mundo se detuviera un día determinado. Todo debe cambiar sin tregua. Estamos aquí porque desaparecieron los que estaban antes. Nos vamos para que otros ocupen su lugar».
La gravedad que permite a la poesía (y a la prosa poética) de Pacheco ser una poesía de lo fugaz pero no de la melancolía, de la conciencia de la destrucción pero no de la nostalgia idealizada del pasado, reside en la marca de su cotidianidad. En lo más cercano está la cifra de todo. Villoro cuenta una anécdota que lo resume muy bien: «Un día iba yo a casa de Pacheco y me di cuenta de que había olvidado la dirección. Entonces, recordé un poema en el que Pacheco habla del escritor Juan García Ponce, que había padecido una larga y grave enfermedad, y lo compara con un árbol que hay afuera de su casa. El poema cuenta que el árbol ha sido humillado por las navajas de los novios, que le han cortado las ramas para colocar cables de electricidad y de teléfono, que ha sido sometido a toda clase de afrentas, pero que, sin embargo, el árbol –como el escritor al que estaba dedicado– seguía en pie. Pensé que si encontraba aquel árbol, daría con su casa, y así fue. Eso explica el grado de cercanía que tiene la poesía de Pacheco, una poesía que es un mapa para encontrar su propia casa…».
La cercanía de las ideas, de los conceptos y los hechos, de las cosas, es en la poesía de Pacheco también una cercanía de las palabras, del lenguaje, tan transparente y claro como hondo y esencial. Eso le ha permitido que algunos de sus poemas sean conocidos y recitados en México, no sólo por estudiantes y adolescentes, sino hasta por quienes no saben leer. Es el caso de su poema «Alta traición», un verdadero emblema de su poesía:

No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

Es un poema que marca el desafío implícito de su obra: una demolición de la vacía retórica patriótica de los nacionalismos. Como dice Monsiváis: «Para él las poesías pueden ser también el comentario que nulifica la confesión, el epitafio que se burla de la proclamación de la grandeza». Su poesía refrenda la actitud democrática de su yo poético. Un yo que no busca erigirse en un tótem vanidoso, sino diluirse, proyectarse en el nosotros. «Todo lo escribimos entre todos», ha dicho José Emilio Pacheco, parafraseando y ahondando aquella otra verdad de su admirado y reverenciado Alfonso Reyes: «Todo lo sabemos entre todos».
«Me gusta -ha dicho- que la poesía sea la voz interior, la voz que nadie oye, la voz de la persona que lee. Así el yo se vuelve tú, el tú se transforma en yo y del acto de leer nace el nosotros, que sólo existe en ese momento íntimo y pleno de la lectura».
A sus 70 años, José Emilio Pacheco atesora en su memoria las voces conocidas y amigas de Octavio Paz, de Luis Cernuda, de Vicente Aleixandre, de Max Aub, de Jorge Luis Borges, a los que conoció en su etapa de formación,…, y sobre todo, la cercanía de Carlos Monsiváis y Sergio Pitol, con los que hace cincuenta años «creó» la literatura mexicana moderna, rompiendo con las obsesiones y los mitos inagotables del pasado.
En esos 50 años, Pacheco ha levantado una obra poética, literaria y cultural impresionante. Pero también ha sido testigo de una destrucción inacabable: la más llorada, la de su ciudad, el DF, una ciudad «en la que se podía vivir en la calle» y a la que «hemos destruido y la seguimos arrasando».
Pero en México, un país que todavía ama a los poetas más que a los futbolistas, nada está aún definitivamente perdido. Poeta de la lengua, poeta del español de América, ¡bienvenido al panteón de las letras hispanas!