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El impostor

Cercas amplía su periplo narrativo sobre la transición española con este duro alegato contra la impostura

En los últimos años -o al menos en sus últimos tres títulos: «Anatomía de un instante», «Las leyes de la frontera» y ahora «El 650_RH29723.jpgimpostor»- Javier Cercas (Ibaherondo, Cáceres, 1962) ha ido orientando su peculiar proyecto narrativo -donde realidad y ficción libran una competencia sorda, sin vencedores ni vencidos- en ese jalón crucial de nuestra historia reciente que, para bien o para mal, por uno u otro motivo (ya sea para celebrarla, ya sea para amortajarla) está siempre de rabiosa actualidad: nos referimos a la tan cacareada Transición. Ese período de inagotables enseñanzas y vericuetos sin fin, en el que una gran mayoría de españoles vio cumplido su sueño inconsciente: pasar de la dictadura de Franco a una democracia homologable, de corte europeo, sin un baño de sangre.

Pero también un período con muchas franjas oscuras, muchas aristas cortantes y más violencia de lo que se cree, y que a la postre ha acabado dejando un sabor agridulce a todos: incluso, últimamente, la sensación -que Cercas refuerza ahora con este libro- de que fue un periodo de notables imposturas, protagonizado por notables impostores, lo que alienta la pregunta de si, en definitiva, toda la Transición no fue más que una colosal Impostura en la que se nos acabó dando gato por liebre.

Para llevarnos a este terreno Javier Cercas ha elegido el caso más notorio y escandaloso de todos: el de Enric Marco, un nonagenario catalán que se hizo pasar por superviviente de los campos de concentración nazis, y que fue desenmascarado en mayo de 2005, después de presidir durante tres años la asociación española de supervivientes (la Amical de Mauthausen), pronunciar cientos de conferencias sobre sus experiencias de interno, conceder decenas de entrevistas, recibir importantes condecoraciones (entre ellas, la cruz de Sant Jordi, la máxima condecoración que concede la Generalitat de Cataluña) y conmover a los parlamentarios españoles reunidos en el Congreso para rendir homenaje por primera vez a los republicanos deportados por el III Reich.

El «caso Marco» no sólo fue un gran escándalo en España sino que dio la vuelta al mundo (el tema de los campos y el Holocausto es muy sensible y global) y convirtió a Marco, a los ojos del planeta entero, en el Gran Impostor, en el Gran Mentiroso, un hombre que por afán de notoriedad no dudó en humillar, ultrajar y menospreciar la memoria de las víctimas del nazismo, haciéndose pasar por uno de ellos sin serlo y llegando incluso a la desfachatez de ponerse al frente de una de sus asociaciones más reconocidas y respetadas.

Cercas emprende en su libro una minuciosa inquisición sobre este curioso personaje, intrigado hasta la médula por el tamaño de su impostura, y decidido -a cualquier precio- a llegar hasta la verdad última de una historia construida sobre la mentira, a tratar de entender los motivos que rigen una conducta así y a desnudar por completo una impostura que el escritor considera que va más allá de Marco mismo y que invade toda una época de nuestro pasado reciente, donde no sólo él, sino muchos (a veces, Cercas comete el desliz erróneo de decir «todos»), que tanto a derecha como izquierda, se construyeron a toda prisa un pasado de ficción para encontrar el mejor acomodo posible en la nueva España que emergía tras la muerte del dictador.

Si Javier Marías, en su última novela: «Así empieza lo malo», se refiere a ciertos individuos de derechas que, al comienzo de la transición, borraron sus huellas y sus compromisos con el régimen franquista y se construyeron a toda prisa un cierto pasado de opositores o incluso de resistentes, Cercas completa en su libro este círculo centrándose en quienes (como Marco), siendo teóricamente de izquierdas, no hicieron prácticamente nada en los cuarenta años de dictadura, salvo trabajar y vivir lo mejor posible, pero que, tras la muerte en la cama del dictador, instigados por el nuevo «valor» que adquiría tener un pasado antifranquista, no dudaron en «fabricarse» un falso currículum de militancia clandestina, persecuciones policiales, detenciones y hasta palizas y torturas, cuando en realidad no habían movido ni un dedo contra Franco.

Cercas indaga no sólo la mentira que desenmascaró finalmente al Impostor (que nunca pasó por un campo de concentración), sino el cúmulo completo de falsedades y engaños con el que Marco se fabricó una vida enteramente de ficción, ocultando tras ella su verdadera vida. Mentiras que muchas veces tenían, no obstante, «algo» de verdad: por ejemplo, Marco sí había estado en Alemania en 1941, pero no como deportado, sino como trabajador voluntario enviado por el régimen de Franco para ayudar en la industria bélica que surtía las embestidas criminales del ejército alemán.

La increíble pericia del Gran Impostor a la hora de fabricar embustes llegó a tal punto que, antes de alcanzar la presidencia de la Amical, Marco había logrado, en 1978, nada menos que la presidencia de la CNT en toda España y, a mediados de los ochenta (ya expulsado del sindicato libertario), la vicepresidencia de FAPAC (la Federación de Asociaciones de Padres de Alumnos de Cataluña). Algo realmente increíble para una persona que no tenía una ideología muy definida, ni una especial capacidad organizativa, ni una experiencia real en ese tipo de campos. Facultades que él suplantó con un discurso inagotable, prolífico y detallista sobre sus falsas experiencias, una poderosa capacidad de seducción, un afán de protagonismo y notoriedad patológicos y un activismo incesante. Todo ello lo acababan convirtiendo en un hombre «indispensable» allí donde se metía.

De todos estos episodios, aunque sin duda el más notable y de mayor relieve público fue su impostura como falso deportado a los campos de concentración, sin embargo el que más luz arroja -a mi juicio- sobre la Transición misma y sus entresijos es el de haber alcanzado la secretaría general de la CNT, en el año 1978, es decir en pleno meollo de la Transición. ¿Cómo fue posible esto? ¿Cómo un personaje que no había actuado en la militancia clandestina ni participado en la lucha contra el franquismo podía alcanzar la cúpula del sindicato anarquista? Cercas se hace eco aquí de ciertas acusaciones contra Marco que sobrevolaron siempre su paso por todos los lugares donde estuvo: la sospecha de que no fuese sino un habilidoso infiltrado policial. Pero Cercas, que indaga hasta el último detalle de cómo fabricó las falsas pistas que le permitieron hacerse pasar por deportado, sin embargo apenas indaga en esa hipótesis, a pesar de que hay desde el principio motivos más que suficientes para hacerlo. Sin duda Cercas rehúye el riesgo de ser acusado de «conspiranoico», y prefiere fabricar una hipótesis de corte psicológica para dar cuenta de su actuación.

En el haber de este libro está sin duda la habilidad narrativa de Cercas para embaucarnos en una lectura hipnótica, que por momentos se convierte en una verdadera adicción. En el debe, en cambio, debemos mencionar el abuso que Cercas hace de la comparación entre Marco y don Quijote. Equiparar continuamente las peripecias de un personaje real (aunque esté viviendo una vida en cierto modo determinada por un pasado inventado, un pasado de ficción) con las peripecias de un personaje de ficción (cuyas aventuras imaginarias están repletas de verdad literaria) le lleva a incurrir, a mi juicio, en el equívoco de identificar en exceso dos realidades absolutamente heterogéneas.

Como ya nos ocurría con los dos libros anteriores de Cercas, también en este tenemos la sensación de «quedarnos con la miel en los labios». Cercas aísla y aborda una cuestión de enorme y absoluto interés, que además tiene un calado político muy grande en este momento, pero como ya le ocurría también en «Anatomía de un instante» y en «Las leyes de la frontera», nos quedamos con la sensación de que aquí falta algo, de que la verdad última de todo esto no se ha logrado alcanzar.

Las leyes de la frontera

las layesEn su nueva novela, «Las leyes de la frontera», Javier Cercas indaga en el lado oscuro, salvaje, oculto de la transición

Cuenta Javier Cercas, en una entrevista en La Vanguardia, que cuando realizaba el trabajo de documentación para «Anatomía de un instante» (una indagación narrativa, a mitad de camino entre el ensayo y la novela, sobre la transición española, centrada en la figura de Adolfo Suárez y los hechos del 23-F), le sorprendió, y le causó cierta extrañeza, toparse con el hecho de que la información política de la época, muy viva e intensa, compartía protagonismo y primeras planas con la información sobre el mundo de los «quinquis»: delincuentes juveniles y bandas adolescentes, cuyas «fechorías» o «heroicidades (según quién las relatara) rivalizaban en la prensa de entonces (en revistas como Interviú, por ejemplo) con las noticias sobre la Constitución o las elecciones democráticas.

El fenómeno no fue tan pasajero, ni meramente insustancial. Incluso acabó pasando de la prensa a la televisión, y de ahí al cine (con la colaboración de directores tan destacados como José Antonio de la Loma, Eloy de la Iglesia o Carlos Saura) y a la música (Los Chichos, Los Chunguitos…), hasta convertirse en un verdadero «fenómeno de masas». Estos medios idealizaban al quinqui, que normalmente no era más que un pequeño delincuente surgido de los arrabales urbanos creados en los 50 y 60, durante el franquismo, y los erigían en «mitos» juveniles, que encarnaban una cierta actitud de rebeldía frente al sistema y eran, de alguna manera, un símbolo de libertad. Menores de edad, hijos de la emigración (como el Vaquilla, el Jaro, el Trompetilla, el Fittipaldi o el Mini) se convirtieron entonces en una versión española y lumpenizada de Bonnie and Clyde, cuyos golpes audaces y osados (incluidos atracos a bancos) se describían con todo lujo de detalles en la prensa, con un cierto deje de admiración, que alcanzaron su cenit cuando algunos de ellos se convirtieron casi en «estrellas de cine», protagonizando en la pantalla su propia vida: una vida que oscilaba siempre entre pequeños períodos de libertad, reincidencia casi inmediata en los delitos y vuelta a las cárceles, donde transcurría la mayor parte de sus vidas. Años más tarde, el fenómeno pasó, perdieron interés, los medios los olvidaron, mientras los protagonistas agonizaban y morían como chinches, arrasados por la heroína.

Javier Cercas apunta, con tenue trazo, la sospecha de que aquel boom de los quinquis no fue del todo casual en aquellos años. España -recuerda- había vivido un baby boom y existía, a principios de los setenta, un excedente demográfico de jóvenes, muchos de ellos sin trabajo, lo que constituía un caldo de cultivo ideal para que prendiera entre ellos alternativas como la revolución o la violencia (como se ha visto estos días en los países árabes). Cercas no se atreve (para no ser acusado de «conspiranoico) a acusar directamente al Estado o al Sistema de haber fomentado de algún modo este fenómeno y haber canalizado así a cientos, a miles de jóvenes, hacia este tipo de violencia estéril, asociada a una falsa mitología de la libertad, para luego echarlos en mano de la heroína y liquidarlos. Para Cercas, a finales de los setenta, en España hubo «una guerra» muy poco conocida, que fue la de la heroína, cuyo consumo se extendió de forma fulminante entre los años 1978 y 1979. Y trae a colación el testimonio de un profesor de aquella época: «De los treinta muchachos de mi clase en aquellos años no ha quedado ni uno vivo».

En «Las leyes de la frontera», Javier Cercas levanta una ficción, a ratos dura y a ratos romántica, en torno a tres personajes que iluminan y encarnan a la perfección aquel fenómeno, y le dan una vida muy intensa y atractiva, y a ratos verdaderamente absorbente. La novela se cimenta en un «triángulo» muy bien contado: por un lado está el Zarco, un pequeño delincuente, muy duro, que acaba atracando bancos y convirtiéndose en un mito mediático antes de acabar sus días pudriéndose en una cárcel enganchado a la heroína; por otro lado está «el Gafitas», un estudiante acosado, hijo de charnegos, que se liga accidentalmente a la banda del Zarco en un período de su adolescencia, sale de ella relativamente indemne y que, veinte años después, ya como abogado, se encarga de la defensa de aquel ante los tribunales; y, entre ambos, ocupando siempre una posición equívoca, y nunca del todo aclarada, está Tere, una joven de los arrabales, guapa, ceñuda y esquiva, que bascula permanentemente entre los dos, sin que nunca sepamos exactamente cuáles son sus vínculos reales con uno y otro y sus auténticos sentimientos. El escenario de las andanzas de este triángulo es la ciudad de Girona, hoy una pequeña joya restaurada, pero entonces, a comienzos de los setenta, una ciudad destartalada, rodeada de arrabales mugrientos, donde la pobreza, la marginación, la prostitución, la delincuencia y la falta de expectativas alimentaban un cóctel explosivo.

En la novela, Cercas no oculta en ningún momento su intención desmitificadora de aquella figura del delincuente juvenil que exaltaban la prensa, el cine o Los Chichos, a la vez que lanza una poderosa andanada contra el espúreo papel jugado por los medios en la producción artificiosa e intencionada de aquel falso mito libertario.

Novela  bien trabada, construida a base de diálogos y entrevistas, «Las leyes de la frontera» es un relato absorbente, que una vez iniciado ya no se puede abandonar, aunque Cercas va a conseguir mantener en la sombra y sin desvelar algunos de los misterios que agitan la novela. Es su gran potestad como narrador y uno de sus grandes aciertos: al final, toda la verdad nunca se sabe.