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El corazón de las tinieblas

El testimonio que Conrad levanta en «El corazón de las tinieblas» contra el colonialismo europeo en África es uno de los retratos más veraces y profundos, una de las catas más hondas y terribles que ha llevado a cabo nunca la literatura en el largo catálogo de infamias que atesora la humanidad. Pero, por otra parte, el libro de Conrad va aún más allá: a la vez que un viaje a las tinieblas exteriores (la selva, el corazón indómito de África, la brutalidad de la explotación colonial), el relato es un estremecedor descenso a las tinieblas interiores del hombre, a «la locura», al «horror».

Entre 1885 y 1906, Leopoldo II, rey de Bélgica, fue dueño y señor del llamado Estado Libre del Congo, una concesión “privada” hecha por la Conferencia de Berlín, en la que las potencias europeas se repartieron África.

Mientras organizaba (en Europa) congresos y conferencias para discutir los métodos más humanitarios y funcionales para “llevar la civilización y el Evangelio a los caníbales”, con la presencia de intelectuales y sacerdotes –razón por la cual recibía el tratamiento de “redentor de los negros”–, su Compañía congoleña llevaba a cabo uno de los genocidios más brutales y sanguinarios de la historia. Entre cinco y ocho millones de congoleños –la mitad estimada de la población– murió en esos veinte años, fruto de los métodos expeditivos y criminales de la Compañía.

Ésta fijaba a las aldeas, a las familias o a los individuos unas cuotas obligatorias de extracción de caucho, entregas de marfil o de resina de copal, y a quienes no las cumplían los sometía a castigos ejemplares e implacables: quema de las aldeas, secuestro de las mujeres y los hijos, mutilación de brazos y piernas… Se trabajaba sin horarios ni compensaciones: la Compañía no pagaba salarios, todo eran beneficios. El puro terror al asesinato o la mutilación eran la única motivación para trabajar.

Ni que decir tiene que a la vez que exterminaba implacablemente a la población, Leopoldo II se convertía en uno de los hombres más ricos del mundo.

Conrad viajó al Congo belga en 1890 contratado por la Compañía. Sólo estuvo allí seis meses –de junio a diciembre–, pero lo que vio y lo que vivió allí lo transformaron para siempre. “Hasta entonces –dijo una vez– yo había vivido como un simple animal”. Nueve años después, aquella experiencia inolvidable se convertiría en la médula esencial de un relato que habría de convertirse en una de las obras maestras de la literatura universal: “El corazón de las tinieblas”.

La trama del relato es sencilla. Varios amigos esperan en un bergantín anclado en la desembocadura del Támesis el reflujo de la marea que les permita remontar río arriba. Uno de ellos, Marlow –el alter ego de Conrad en muchas de sus novelas, su narrador favorito– comienza a hacer consideraciones sobre lo que sería ese mismo río en el que están anclados –y a cuya orillas se encuentra ahora la ciudad más grande y poderosa del mundo (Londres)–, en los tiempos pretéritos de los conquistadores romanos. Para los civilizados romanos aquel estuario, aquel río, aquellas neblinosas orillas no eran sino el “corazón de las tinieblas”. Y a continuación Marlow engarza esta reflexión con su reciente experiencia en un viaje al Congo.

Por medio de una tía que vive en Bruselas, Marlow consigue el cargo de capitán de un pequeño barco propiedad de la Compañía colonial, con la misión de remontar un gran río –cuyo nombre jamás se menciona– para rescatar a un agente al que, en la estación más alejada de la costa, se supone enfermo y en dificultades. Este agente, Kurz, es uno de los más destacados de la Compañía en su “brillante” misión de intercambiar con los indígenas marfil por baratijas. Desde un principio, Kurz se dibuja como un personaje enigmático (para unos no es más que un loco, ambicioso, trepador y egoísta; para otros, un verdadero líder, un genio). Marlow se irá sintiendo fascinando por el personaje conforme se va aproximando a la Estación Interior, en el corazón de la selva, donde debe rescatarle. Y ese interés obedece cada vez más a la conciencia de que Kurtz ha penetrado en el “corazón de las tinieblas”, ha penetrado en el misterio de la selva, ha convivido –”meses enteros”– con los salvajes, que le adoran como un dios, ha ido “más allá de las aspiraciones lícitas”, despertando en él “olvidados y brutales instintos, recuerdos de monstruosas pasiones”, ha vivido orgías indescriptibles y se ha sumergido en una barberie absoluta.

Kurz, el brillante agente seleccionado por la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes para hacer un informe que sirva como guía y brújula del trabajo humanitario de la Compañía, parece haber sucumbido a los hechizos de los salvajes y a la magia de la naturaleza. Cuando el barco se acerca a la Estación y Marlow descubre hileras de estacas coronadas por calaveras, los presagios se confirman. Kurtz ha edificado un reino salvaje que le rinde culto. Pero Marlow está ya definitivamente intrigado y fascinado por el personaje, y aunque logra su rescate, Kurtz muere en el viaje de vuelta. Sin duda ha vivido una experiencia inimaginable para un europeo, y eso, que espanta a los otros compañeros de viaje, es lo que atrae a Marlow. Para aquéllos, comerciantes belgas, Kurtz sólo merece odio: ha ido demasiado lejos, sus métodos han arruinado el comercio de marfil. Para Marlow, en cambio, es alguien que ha derribado las barreras de la civilización, que ha logrado vivir de nuevo en comunión con las fuerzas primarias, con los instintos básicos, en estado de naturaleza.

El viaje al “corazón de las tinieblas” se convierte así en un doble viaje: en uno de ellos, Conrad relata con detalle la crueldad y estupidez del colonialismo y del imperialismo (ejemplificado en esa escena en que un barco francés dispara desde la costa contra los matorrales de la selva… porque tal vez allí hay salvajes). La codicia, la brutalidad y la ausencia de piedad definen una aventura, que se pretende humanitaria, pero cuya médula es pura y simplemente la depredación.

En el otro “viaje”, Conrad se sumerge a tumba abierta en una indagación de límites imprecisos y desconocidos en ese elemento ignorado y borrado –el inconsciente–, que la “civilización” pretende haber destruido y anulado, pero que Freud y Conrad saben que está vivo y actúa en cada alma, en cada individuo.

“El corazón de las tinieblas” se revela así como una obra de una complejidad y una profundidad inusitada. Sin duda, estamos ante una de las obras claves que inauguran la modernidad literaria.

La obra tuvo en su día un gran impacto político (las denuncias contra Leopoldo II le obligaron a renunciar a su propiedad sobre el Congo, que cedió al Estado belga, quien suavizó la explotación). Pero sigue conservando intacta tanto su fuerza de denuncia como su garra y coraje intelectual. A la vez que se trata de un ejercicio literario de extraordinaria calidad, quizá el mejor de Conrad. Un tesoro imprescindible, que más de cien años después de su publicación conserva toda su actualidad y toda su punzante capacidad de estímulo.

“El corazón de las tinieblas” –dice Sergio Pitol– es un relato poseedor de un misterio inagotable. De ahí nace su poder literario. Podemos estar seguros de que este libro mantendrá un núcleo inescrutable defendido para siempre. Cada generación tratará de revelarlo. Y en ello consiste la perenne juventud de la novela”.

El agente secreto

En 1909, Joseph Conrad escribió la novela que convirtió a las metrópolis modernas en el escenario crucial de la ficción contemporánea

Desde que decidió tomar la pluma en 1893 hasta 1904, Joseph Conrad (nacido en Polonia pero naturalizado británico) sacó a la luz uno de los más grandes monumentos de la literatura europea dedicado casi en exclusiva a un tema -la vida en el mar-, en el que alcanzó tal maestría que sigue siendo hoy un autor insuperado. Pero tras escribir un puñado de obras maestras (El negro del Narcissus, El corazón de las tinieblas, Lord Jim o Nostromo), con el mar como escenario esencial, Conrad decidió dar un giro a su obra, cambiar radicalmente de escenario y dirigir su atención a la gran ciudad.

En 1920, en el prólogo a la segunda edición de su novela El agente secreto (publicada en 1909), Conrad explica las razones que le empujaron a escribirla, así como el hallazgo de un nuevo escenario para su obra: «Se me presentó entonces -dice- la visión de una gran ciudad, de una monstruosa ciudad más poblada que algunos continentes e indiferente, por su humano poderío, a la cólera o a las sonrisas del cielo; un cruel devorador de la luz del mundo. Allí había espacio suficiente para situar cualquier historia, profundidad para cualquier pasión, variedad para cualquier argumento, suficiente oscuridad como para enterrar cinco millones de vidas. De manera irresistible la ciudad se convirtió en el escenario para el siguiente período de profundas e insinuantes meditaciones. Interminables vistas se abrían ante mí en varias direcciones. Necesitaría años para encontrar el camino adecuado».

El mar y la gran ciudad compartían, a tenor de esas impresiones, más de un rasgo común. Comentándalos, Juan Benet destacaba: «entre otras cosas, esa inabarcable extensión solo parcialmente percibida que por su falta de límites ofrece un inapreciable marco a la inabarcable extensión del alma humana, siempre parcialmente percibida; esa permanente posibilidad de aparición del misterio, de la misma entidad cuando se oculta tras la línea del horizonte que cuando puede surgir en una calle desconocida, en una barriada alejada». Y concluye diciendo: «Se diría que Conrad vivía en un estado de permanente vigilancia -muy propio del hombre que había consumido quince años en el mar- hacia todo lo inesperado que pudiera ocurrir en la vida cotidiana y su atención, en franca oposición a la tendencia naturalista de su tiempo, a la escuela que pretendía sacar acta notarial del desarrollo normal de la sociedad aun a través de las anomalías individuales, se dirigía hacia aquel sujeto o hacia aquel suceso insólito que demostraría qué lejos estaba el hombre de su tiempo de conocer el mundo en que vivía».

La gran ciudad ofrecía, sin duda, el escenario adecuado para cumplir ese propósito. Porque si la metrópoli moderna había concentrado por un lado las ingentes masas del poder político, financiero, industrial y social también se había convertido en el refugio de las fuerzas «oscuras» que aspiraban a su destrucción (Conrad es el primer escritor que va a reflejar, en El agente secreto precisamente, la importancia y el sentido del terrorismo urbano moderno), así como también en el recipiente de esa inmensa masa de «desarraigados» y marginados que van a nutrir el filón del «antihéroe» de la novela moderna.

La gran ciudad entra en la novela moderna como escenario y no como simple decorado de la acción o como marco social de un mundo cultural cerrado. Con la misma indiferencia moral, crueldad amoral, incertidumbre y horizontes inciertos que el mar. Si el misterio comienza allí donde acaba la capacidad de dominio, la inabarcable dimensión de la metrópoli se convierte en el más sugerente y perverso ámbito del misterio. Un misterio que comienza a indagarse hace un siglo, siguiendo los pasos del «terrorista» Verloc por las calles de Londres, en las memorables páginas de El agente secreto de Conrad.