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1912: el año crucial

Hace cien años, en apenas seis meses, Kafka rediseñó los límites y las nuevas fronteras de la literatura moderna

Entre agosto de 1912 y enero de 1913, un todavía desconocido Franz Kafka vivió una de esas etapas eruptivas, similar en cierta forma a las de la geología, en las que en un brevísimo plazo de un tiempo intensificado nace un nuevo volcán o se configura una nueva orografía. En ese mínimo lapso, Kafka dibujaría un nuevo escenario y nuevas formas de representación para que la literatura continuara siendo el «viejo topo» que horada las capas más profundas de la realidad, en un mundo nuevo, regido por poderes desmesurados y abocado a catástrofes inminentes (en 1914 estallaría en Europa la primera guerra mundial, una carnicería de dimensiones desconocidas, incluso para un continente que nunca había conocido la paz de forma duradera).

Las etapas de esa erupción están hoy incluso fechadas: el 13 de agosto de 1912, Kafka conoce en casa de Max Brod a Felice Bauer, que sería su prometida durante cinco años, y con la que mantuvo una relación epistolar que Elias Canetti (el premio nobel de literatura) no dudó en calificar como «uno de los grandes acontecimientos de la historia de la literatura». La noche del 22 de septiembre de 1912 de una sola tacada, sin interrupciones, «sin dormir, pero con las piernas dormidas», escribió de un tirón «La condena», un pequeño relato de apenas veinte páginas donde está reunido ya todo el universo de Kafka. Entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912, en sólo veinte días de trabajo intensivo, escribió «La metamorfosis», un relato inconmensurable. Y al mismo tiempo que escribía ese epistolario único, y culminaba dos narraciones extraordinarias, Kafka iba desplegando los capítulos de una novela infinita que nunca concluyó: «El desaparecido», que aquí se conoció durante muchos años con el nombre arbitrario que le añadió por su cuenta Max Brod: «América».

Seis meses antes de conocer a Felice Bauer, e iniciar con ella una correspondencia amorosa única y de una intensidad inaudita, Kafka le había hecho a llegar a Max Brod por carta una pregunta tan sencilla y candorosa como esencial: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?». Pocas veces se habrá formulado con tanta ingenuidad, con tanta precisión y con tanta hondura la esencia misma de la literatura. Y la tarea misma que Kafka le iba a fijar a la escritura, en general, y a su escritura en particular. Quien escribe debe hacerlo de forma apasionada, intentando subyugar, ganarse, apropiarse del otro. Y con una fe infinita, casi ciega, en la lectura del otro. La verdadera escritura nace impulsada por esa voluntad de dominio, de apropiarse del lector, de seducirlo, de arrastrarlo, de secuestrarlo, de «atarlo», como dice Kafka. Una forma de atadura que, por supuesto, es necesario llevar a cabo contando con la voluntad y la aquiescencia del otro. No es la fuerza física la que ata: es la fuerza de la escritura.

El lenguaje es un lazo poderoso, lo sabemos. Pero para «atar» al otro, como pretende Kafka, no vale cualquier nudo. Un nudo hecho sin pasión, sin arte, sin técnica, sin poner en él todo el esfuerzo y la dedicación necesaria, dejará escapar enseguida al lector, será incapaz de atrapar su imaginación, de capturar su atención, de tenerlo varias horas sentado, preso de un libro. En cambio, cuando el nudo está bien hecho, es firme, y ata de verdad, nunca escaparemos ya de su poderosa sujeción. Los desvaríos de don Quijote, las angustias de madame Bovary, las cavilaciones de Raskolnikov, los devaneos dublineses de Leopold Bloom… ya no los podemos abandonar nunca.

No se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay. No se escribe «para contar historias», aunque la literatura está llena de historias maravillosas. Se escribe para «atar» al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse en él, para conmoverlo, para conmocionarlo, para conquistarlo. Kafka se negó a mentir al lector, y su ingenua pregunta es la que se hace todo verdadero escritor: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?».

Su inverosímil correspondencia con Felice Bauer (en los primeros seis meses le envió cerca de trescientas cartas, a un ritmo de dos, tres y hasta cuatro cartas diarias) le confirmaría que cuando uno escribe «con total apertura de cuerpo y alma» la escritura puede realmente «atar a una muchacha», hasta convertirla en un objeto amoroso en el que concentrar todas las energías creativas y vitales. La tensión intelectual y espiritual que domina cada línea de esta correspondencia tiene la misma capacidad de concentración dramática y la misma carga simbólica que cualquiera de sus relatos. Kafka llevó el verdadero poder de la literatura más allá de los límites y los formatos aceptados. Como lo hizo también en su «Diario» (iniciado en 1910) donde cada día Kafka era capaz de esbozar el comienzo de un nuevo relato, de una nueva novela. Prácticamente cada día.

Uno de esos comienzos -normalmente abandonados a las pocas líneas- se prolongó y prolongó una noche de 1912 hasta dar lugar, de madrugada, a «La condena», una historia de padres e hijos, de usurpaciones calladas y de condena, de crueldad y de sacrificio, una historia que nació «llena de suciedades y mucosidades», como si hubiera sido un verdadero parto, del que brotó una criatura literaria que incubaba ya en su seno lo esencial del mundo kafkiano: esa dura e implacable Ley paterna (una Ley que es tanto la Ley divina, como la Ley del Estado, como la Ley patriarcal) que condena sin remisión al hijo a morir (ahogado en «La condena», ajusticiado «como un perro» en «El proceso»…).

También acaba condenado a muerte, a su modo, Gregorio Samsa, el protagonista de «La metamorfosis», la inconmensurable fábula de Kafka sobre el destino del hombre moderno, metamorfoseado en cucaracha, que escribió un mes más tarde. Samsa muere de consunción, se sacrifica a sí mismo tras consumarse su rechazo universal: cuando hasta su hermana lo tilda de «monstruo» y lo condena.

No es ese, sin embargo, el destino inicial de Karl Rossmann, el protagonista de «El desaparecido», la novela de fuste dickensiano que Kafka fue desarrollando en el curso de estos meses de finales de 1912 a partir de un relato, «El fogonero», que había escrito previamente. Karl Rossmann sufre una doble condena y exilio: primero de la casa paterna (los padres lo envían a América tras haber sido seducido por una criada) y luego de la casa de su «tío de América» (por incumplir sus leyes no escritas). Pero, tras muchas desventuras (su trabajo de ascensorista, su esclavitud al servicio de Brunelda) el relato quedó interrumpido precisamente cuando Rossmann parece encontrar en el Gran Teatro de Oklahoma una esperanza de «salvación», ya que allí «todos son bienvenidos» y libres. Pero Kafka no llegó a concluir la novela y a definir su final.

En su espléndido ensayo novelado de título «Kafka» (El Acantilado, 2012), Pietro Citati formula la hipótesis de que la irrupción de «La condena » y «La metamorfosis» (con el triunfo de la dura Lex condenatoria) impidió llevar a Kafka al final optimista inicialmente previsto. Y eso parece confirmarse con el breve apunte de su «Diario», de 1915 (ya en plena carnicería mundial), en el que Kafka señala que Karl Rossmann, el inocente, es condenado a muerte como Josef K. (el protagonista de «El proceso»), aunque «con mano más leve, más bien empujado a un lado que derribado a golpes».

La metamorfosis

Con “La metamorfosis” (escrita en 1913 y publicada por primera vez en 1915) Kafka iba a darnos la radiografía más transparente, más lúcida y más espantosa de la “transformación” que había sufrido el hombre en la nueva sociedad

En 1907 Franz Kafka culmina los estudios de Derecho, para dar cumplida satisfacción a las abrumadoras exigencias paternas, que aspiraban a hacer de él un hombre útil para los negocios y para la vida, y capaz de continuar su éxito comercial. Pero, para nueva decepción paterna, Kafka se busca un trabajo lejos del negocio familiar, primero en la “Assecurazione Generali” y a partir de julio de 1908 en la Compañía de Seguros y Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. Allí permaneció ininterrumpidamente durante 14 años, hasta su prematura jubilación, a causa de la tuberculosis, en julio de 1922.

Ese puesto, eminentemente burocrático, le dejaba al menos las tardes –y parte de las noches– libres para escribir, su única razón de ser, lo único que justificaba su existencia. Escribir se había convertido ya entonces para él en la única manera de vivir una vida que, fuera de la escritura, está totalmente secuestrada. Las exigencias paternas y familiares, los requisitos y las convenciones sociales, las demandas laborales… todo conforma un edificio de normas, reglas y exigencias que secuestran la vida, la administran hasta en sus más mínimos detalles, succionan de ella todo lo vital para ponerlo a su servicio. Pero no se conforman con ello. Extienden además una sensación de culpabilidad general para alimentar una espiral de remordimientos: quien no se amolde completamente a lo que se le exige, quien no satisfaga todas esas exigencias punto por punto, quien no cumpla todas esas expectativas (y realmente nadie puede), es culpable, y merece condena y castigo. Lo que existe en el mundo moderno no es la presunción de inocencia, sino la presunción de culpabilidad: uno es culpable si no demuestra lo contrario, ¿y cómo hacerlo? Joseph K., el protagonista de El proceso, una novela crucial de Kafka, muere culpable de un delito que desconoce.

Pero antes de llegar ahí, Kafka se detiene en otra estación previa. Como confiesa en sus Diarios (iniciados en 1910), muchos días, su sentimiento de “extrañeza” –su sensación de ser “un extraño”: alguien que no es propio, a quien no se le reconoce como propio, sino como algo “ajeno”, “distinto”– le hacía que, al despertarse de la siesta, se sintiera como un “escarabajo” tumbado en el canapé de su propia casa. Su imposibilidad de cumplir los designios paternos y familiares le había enajenado ya cualquier tipo de convivencia familiar asumible; las penosas exigencias de un trabajo burocrático y vacío, sustraían una parte sustancial de las horas útiles de su vida; la vida social cosificada sólo incrementaba su angustia y su desazón. Convertido en un “monstruo extraño”, fantasea con serlo realmente, fantasea con “transformarse” en él. Kafka imagina su “metamorfosis”.

“Para el hombre –escribe Kafka en estos años– la vida natural es la vida humana. Sin embargo, nadie lo ve. Nadie quiere ver ese hecho. La existencia humana resulta demasiado fatigosa, por lo cual deseamos desprendernos de ella, por lo menos en la fantasía… Cobijado en el seno del rebaño, uno desfila por las calles de las ciudades para asistir al trabajo, al pesebre o a las diversiones. No existen milagros, sino sólo instrucciones para el uso, folletos y normas. Uno siente temor ante la libertad y la responsabilidad. Por eso prefiere morir ahogado tras las rejas levantadas por uno mismo”.

Empujado por la “extrañeza” –causada por la alienación (en el sentido plenamente marxista del término)–, Kafka imagina una línea de fuga: la posibilidad de transformarse en algo no humano para escapar “de los folletos y las normas” y de “las rejas”. Y de ahí sale Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis. Una metáfora fantástica e imaginativamente poderosa de la alienación humana en las sociedades de capitalismo desarrollado y, a la vez, el anhelo angustioso de una fuga imposible, por la vía de un reingreso en la vida natural.

Pero antes de seguir (o de entrar) en el libro, es necesario –para valorar en su justeza el texto– calibrar y entender el concepto de literatura en Kafka. Un concepto –como el propio Kafka– “extraño” al entendimiento general de la literatura, y más aún al sentido que ha tomado, en líneas generales, en nuestros días. Ya hemos dicho que para Kafka la escritura era la única forma de vida posible. La escritura no es una forma de entretenimiento. En una carta enviada a Oscar Pollack en 1904, Kafka desnuda al completo su concepto de lo literario, a propósito de un comentario sobre una biografía de Dostoievski que acaba de leer. Dice:

“Cuando se tiene ante los ojos una vida como la de Dostoievski, que se remonta sin desmayo más y más hasta tales alturas que uno apenas puede alcanzarla con su catalejo, la conciencia no puede hallar reposo. Pero es saludable que en la conciencia se abran anchas heridas, porque así se vuelve más sensible a los remordimientos. Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos? ¿Para que nos haga felices como tú dices? Dios mío, también seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y los libros que nos hacen felices, en caso necesario, podríamos escribirlos nosotros mismos. Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro”.

Un hacha para el mar helado que llevamos dentro. Ese es el concepto kafkiano de literatura. Para eso escribió. Esa es la “utilidad” de su literatura. Desde ahí es desde donde se pueden y se deben leer sus libros.
 

La metamorfosis es una de esas hachas de Kafka. Un todavía joven representante de comercio, que mantiene con su trabajo a toda su familia (a sus dos padres y a su hermana, a la que sueña con poderle pagar sus estudios de piano), se despierta un día habitual de trabajo en su cuarto convertido en un monstruoso insecto. Reflexiona y piensa aún como el ser humano que fue hasta la víspera, como Gregorio Samsa, pero su cuerpo, y sus múltiples y móviles y cortas patas, son las de una horrible cucaracha. De hecho, y si exceptuamos el colofón final, todo el relato está efectuado desde la perspectiva de Samsa: vemos lo que él ve, oimos lo que él oye, sabemos lo que él sabe y cuenta… no disponemos de otra perspectiva. Kafka no nos la da.

Las pautadas reflexiones de este “buen hijo” y “buen trabajador”, que cumple a conciencia sus obligaciones, nos van desnudando paso a paso los “motivos” ocultos de su metamorfosis. Descubrimos cómo ha sido utilizado descaradamente por su familia, que vive a su costa sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de que esté desperdiciando su juventud en un trabajo alienante que, además, lo mantiene alejado de todo trato con gente de su edad. Tiene, además, que pagar una antigua deuda del padre, quien en principio parece que está impedido para trabajar (o así lo creía Gregorio), pero luego descubrimos no sólo que guarda secretamente cuantiosos ahorros sino que puede trabajar perfectamente. Y a la “explotación” familiar se suma la explotación laboral, absolutamente inmisericorde, a pesar de lo cual no se le tiene la más mínima consideración en la empresa: pese a su entrega, su dedicación y su esfuerzo, a la primera falta lo despiden sin contemplaciones. Reducidas a su verdadera dimensión y a su verdadera naturaleza, las relaciones familiares, las relaciones laborales y las relaciones sociales se muestran como lo que son realmente en las sociedades capitalistas: verdaderas relaciones de explotación y opresión. Y las poderosas maquinarias que respaldan aquellas relaciones (el Estado, la Familia, la Costumbre) reducen al explotado y oprimido a una verdadera condición de insignificante esclavo. Si cede y calla, perecerá aplastado o vivirá condenado a una mísera existencia, dentro de las rejas que él mismo se ponga. Si toma conciencia o se resiste (aunque sea impulsado por el incosciente) acabará siendo “culpable” y “deudor”, y “un extraño”, un “monstruo”, un insecto monstruoso, Gregorio Samsa.

La “rareza monstruosa” de Gregorio Samsa provoca distintas reacciones entre los personajes, lo que da pie a una de las indagaciones más interesantes del relato.

El padre lo rechaza desde el principio e incluso, con el aislamiento y creciente decrepitud del hijo, va rejuveneciendo. La madre mantiene en todo momento su actitud compasiva, pero influenciada por los demás, va dudando cada vez más de que “eso” sea realmente su hijo. La hermana, muy unida siempre a él, comienza por hacerse cargo voluntariosamente de su alimentación, pero conforme comienza a valerse por sí misma, lo va abandonando y al final se convierte en la más activa partidaria de su eliminación, al negarle su condición humana. Ella es la que dictamina que “eso no es Gregorio”, provocando, simbólica y realmente, su muerte.

Esta brutal disección de las relaciones familiares enlaza y nos remite a la famosa Carta al Padre que Kafka escribió por estos años y en la que, freudianamente, el escritor checo aspira simbólicamente a enlazar en una sola figura los tres focos históricos de Poder: Dios, el Estado y el Padre, la religión, la sociedad y la familia patriarcal, símbolos esenciales de la opresión.

A ellos Kafka añadirá la “explotación económica”. Aunque siempre se ha sostenido que Kafka vivía enclaustrado en su “torre de marfil”, en realidad fue (y ha sido) uno de los escasos escritores contemporáneos que conoció directamente (y no por referencias) la vida en el interior de las empresas capitalistas y tuvo una relación directa con obreros, a consecuencia de su trabajo. Kafka sabía muy bien de qué hablaba, y cómo allí se encerraba una nueva fuente de la esclavitud moderna. Y así lo refleja en La metamorfosis.

Aunque Kafka se quejó, con razón, del trabajo insípido y burocrático que tenía que llevar a cabo, casi siempre encerrado en la oficina, éste sin embargo dejó en él al menos una huella positiva. Los esmerados y precisos informes burocráticos que tenía que redactar acabaron por influir de forma decisiva en su estilo literario, que perdió así los últimos flecos postrománticos, y adquirió la objetividad precisa y el distanciamiento adecuado para dar a sus narraciones una poderosa sensación de realidad. El tono de “informe” que a veces percibimos leyendo La metamorfosis o El Proceso o El Castillo constituyen uno de lo mayores logros narrativos de Kafka, y determinan una precisa adecuación entre lo que cuenta y cómo lo cuenta.

Con La metamorfosis Kafka logró taladrar la falsa fachada de “mundo respetable” que tenía la sociedad burguesa de su tiempo, y por el enorme boquete se atrevió a mostrar la verdadera naturaleza de las relaciones en que se cimentaba. Lo que el lector actual descubrirá –con inquietud, tal vez con desolación– es que son las mismas de hoy. Kafka lo escribió hace un siglo. Pero podría haberlo escrito ayer.