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«Cuentos reunidos» de Saul Bellow

Ediciones DeBols!llo acaba de reeditar los “Cuentos reunidos” de Saul Bellow, un clásico de la novela norteamericana del siglo XX que se revela aquí como uno de los más formidables cuentistas de la narrativa anglosajona de todos los tiempos, a la altura de Faulkner, Hemingway, Cheever o Carver.

En tiempos como los actuales, en que mengua sin cesar el papel de la ficción dentro de la narrativa, y por doquier se abusa de historias “reales” para construir endebles relatos, sin médula ni imaginación, sin verdaderos recursos y registros literarios, la lectura (o relectura) de los cuentos seleccionados en esta antología supone la más gratificante de las inmersiones en un universo levantado todo él, y bañado hasta el tuétano, en los mejores y más poderosos artificios de la verdadera literatura: una auténtica apoteosis de la ficción, en la que el lector descubre toda la riqueza y espesura del hecho literario, incluida su poderosa capacidad de irradiar una luz nítida y profunda sobre eso que llamamos realidad, sin ningún servilismo ni peaje indebido.

Saul Bellow nació en Canadá en 1915, en el seno de una familia judía de origen ruso que había emigrado a América en 1905. Cuando contaba ocho años la familia, en busca de un futuro mejor, se trasladó a Chicago, una verdadera escuela donde se forjó su carácter, y que luego devendría en escenario privilegiado de muchas de sus ficciones. En el Chicago de la Depresión, en los años treinta, aprendió el marxismo suficiente como para entender los mecanismos invisibles de funcionamiento de aquella sociedad, asentada en un capitalismo puro y salvaje. Fue a la universidad de Northwestern, pero no se doctoró, y allí se impregnó de ese regusto amargo que desprende su literatura contra el saber libresco, teórico, especulativo, contra toda filosofía de salón o de cátedra: a ellos oponía la sabiduría de la vida, de la calle. Como oponía constantemente el universo anticuado de los hogares (judíos), anclados férreamente en la tradición, y el fluir constante de la vida en las calles: la “vida misma”, como solía llamarla.

Movido por poderosos resortes internos, Bellow se empeñó en construir la verdadera crónica de su tiempo, de las mutaciones de su época: entendía la novela como un “parte” enviado desde el campo de batalla sobre el tiempo en que se vive, tal y como hicieron, antes que él, Balzac, Dostoievski, Conrad o Thomas Mann. En una era (años cincuenta y sesenta) en que la novela anunciaba su “disolución” (sobre todo desde las trincheras francesas: recuérdese la “nouveau roman” y compañía), Bellow apostó por renovar e insuflar nuevo brío a la “Gran Novela”, y acertó: potenció el género sobre la base de crear algunas obras maestras (“Las aventuras de Augie March”, 1953; “Carpe diem”, 1956; “Herzog”, 1964…), que constituyeron el punto de partida imprescindible para autores como Philip Roth, Norman Mailer, etc. En esas novelas, amén de trazar con pulso firme un impagable relato del zeitgeist americano, Bellow ofrecía su particular visión del malestar espiritual de una generación que asiste, impotente, al derrumbe de las señas de identidad heredadas y ya no ve ante sí más que la demoledora omnipotencia del exitoso mundo de los negocios americano, que todo lo arrasa.

La virtud y el acierto singulares de Bellow es que esas visiones panorámicas o profundas de la evolución de Estados Unidos y de las crisis espirituales que provoca el desafío de la modernidad (captadas, además, desde esa terminal hipersensible que es la intelectualidad judía en EEUU) constituyen no el material de primera mano de los relatos (es decir, no se trata de ensayos), sino que son apenas el magma en que está imbuido el relato de unas vidas llenas de peripecias, de vaivenes, de conflictos, de precisos e insólitos detalles, que dan a la historia narrada una vitalidad apabullante. Liberada de toda pesadez germánica (la cruz de Thomas Mann), de toda taumaturgia épica (como la que soporta Dostoievski), sin el perpetuo acoso de dilemas morales insolubles (como en Conrad), la prosa de Bellow –empapada de ironía y de un humor delicioso– discurre con notable ligereza y frescura, nutrida de una sagacidad y de una inteligencia tal que le permiten alcanzar los objetivos más ambiciosos. Una prosa que es indudablemente deudora de Joyce, pero también de Mark Twain: la picaresca, incluso la extravagancia, también tienen cabida en el marco de su narrativa.

Tras alcanzar la maestría en la novela (probablemente “Herzog”, 1964, sea su cumbre), y ya con 50 años cumplidos, Bellow introdujo una variante en su obra. Comenzó a escribir cuentos y relatos breves, intercalados entre las grandes novelas que seguía produciendo. A diferencia de éstas, prestas a dar siempre cuenta de los avatares e incertidumbres del presente, los relatos cortos de Bellow se deslizan hacia el territorio del pasado: el cuento es en Bellow el territorio de la memoria, del mirar atrás, de la recapitulación. Normalmente nos encontramos con narradores maduros, cuando no ya mayores, o incluso muy mayores, que desde la experiencia de toda una vida vivida deciden, por algún motivo singular, sumergirse en las procelosas aguas del recuerdo, y recobrar alguna historia llena de significado, interés o, incluso, capaz de poner en cuestión toda la propia vida. En esos episodios del pasado, en esas historias ahora recobradas, están a veces las claves de muchas cosas que fueron determinantes para una vida, y luego se olvidaron; de decisiones que se tomaron, y luego han pasado su factura; de afectos que nunca se cumplieron; o simplemente, ahí están, grabadas a fuego, experiencias únicas, inolvidables, totalmente personales, acalladas y silenciadas hasta que el recuerdo y le escritura las reviven: como la anécdota que recorre el magistral relato que cierra la antología, “Algo por lo que recordarme”, donde una persona mayor cuenta a su hijo un día inolvidable de su vida, de su juventud, cuando engañado por una mujer, una prostituta, se desnudó en una habitación desconocida y ella huyó después de tirar su ropa por la ventana, dejándolo desnudo en el Chigado helado de la Gran Depresión. Su odisea para retornar a su casa, a una hora de distancia, y donde le recibirá su padre con una sonora bofetada, se convierte en una deliciosa muestra del ingenio narrativo de Bellow y de su saber hacer, pues al hilo de esta peripecia es capaz de hilvanar una reflexión nada menos que sobre el carácter sagrado de la escritura.

Bellow profesaba una fe total en la literatura, y eso se hace presente y manifiesto en este libro de una forma arrolladora. Algunos de estos cuentos son tan buenos que el lector casi no da crédito a lo que está leyendo. Las leyes de la brevedad, ordenadas por Chejov, producen un efecto casi mágico en la prosa condensada de Bellow, llena de chispa, ingenio, aciertos y profundidad. Sus personajes, aunque de trayectoria inevitablemente más corta que los de sus novelas, tienen tanta vida como aquéllos y se hacen inevitablemente memorables. Bellow va muy lejos en su atrevimiento, en su expresividad, en la agudeza de sus frases, en el mordiente de sus juicios, y ello le permite condensar esos perfiles sin que pierdan su vigor y su credibilidad. El resultado es sencillamente extraordinario. Una verdadera delicia para el lector, que revive la verdadera experiencia de leer a un gran clásico que, sin embargo, casi nos es contemporáneo. En definitiva, Bellow vivió hasta 2005, y todavía en los márgenes de este nuevo siglo, el año 2000, publicó su última novela: “Ravelstein”.

Capaz de engarzar un tono burlón y lúdico con la cita de un salmo bíblico o una sentencia filosófica, el estilo de Bellow se aleja del realismo ramplón para mecerse en las arriesgadas aguas de los torrentes de la ficción creativa. Su prosa deleita, pero por lo sorprendente y arriesgada, no por lo convencional. Maestro de maestros (escritores de la talla de Philip Roth reivindican abiertamente haber crecido en su estela), Bellow, pese a su condición de “clásico”, es todavía un escritor cuyas huellas recientes es necesario e inevitable transitar. Los cuentos reunidos de esta edición ponen en evidencia que atesora una riqueza narrativa que en absoluto puede ser olvidada en el desván. Aún hay mucho que disfrutar y que aprender de Bellow.