Archive for octubre 2010

Café San Marcos

En «Microcosmos», Claudio Magris rinde un homenaje conmovedor a los viejos cafés literarios de Europa

Buena parte de la vida literaria de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX tiene su escenario natural en los grandes cafés europeos: en Viena, París, Zurich, Milán, Berlín, Bruselas, Praga o Trieste, el café es el ámbito en el que se desenvuelve y teje una rica tela de araña, con la literatura como gran tema de indagación. El escritor no es aún ese ente privado de hoy, cuya aparición pública está restringida a lo que le dictan los calendarios académicos o promocionales. No hay todavía un marketing que rige la vida del autor y sus apariciones públicas. Ir al café, charlar con conocidos y desconocidos, narrar y escuchar historias y anécdotas, conocer gente, ver sus ideas contrastadas y refutadas por otros, compartir sueños, ilusiones y esperanzas, sentir la emoción, la tristeza o el dolor o la alegría con los demás, en un escenario público, abierto, donde uno no tiene el control de todo, ni es el máximo soberano indiscutido, fue durante todo un siglo parte sustancial de la «educación sentimental» de los escritores, y quizá uno de los mayores viveros de su propia «experiencia» literaria, esa marmita en la que se gestan lo que luego serán poemas, novelas, ensayos o piezas teatrales.

En Microcosmos, Claudio Magris rinde un homenaje conmovedor a esos cafés, en los que se desenvuelve no sólo la vida literaria, sino la vida en su sentido más amplio, rememorando el ya casi centenario Café San Marcos de Trieste (su ciudad natal y una de las capitales europeas con mayor pedigrí literario). Fundado (o mejor sería decir «abierto») en 1914, cuando la ciudad está todavía bajo dominio austriaco, en vísperas de la gran guerra, el Café San Marcos es para Magris «un arca de Noé», donde hay sitio -sin prioridades ni exclusiones- para todos: no sólo caben todo tipo de parejas, sino también los que no la tienen, dice con tierna ironía. Recorriendo la fisonomía peculiar del café, su decoración, su estructura, su historia y, sobre todo, su singular «fauna», Magris alcanza a construir un relato verdaderamente prodigioso, que es a la vez una antología de la experiencia humana y un canto lleno de nostalgia a esas vidas que hayan en el café un fulgor especial antes de sumergirse por completo en el anonimato y el olvido.

Hablando de las «máscaras» que decoran una parte del café, Magris recrea, por ejemplo, la memoria de Timmel, un pintor vagabundo, nacido en Viena, que en los años treinta llega a Trieste «para completar su autodestrucción». Mientras su mente se va deshilachando con la bebida, y antes de acabar recluido en el manicomio, Timmel pasó algunas tardes «lúcidas» en el Café San Marcos, pintando y regalando algunas obras maestras y dando cuenta de su propia aniquilación en su «Cuaderno mágico». «mezcla -dice Magris- de fulgurantes destellos líricos y de espasmos verbales próximos a la afasia, …» movido por su deseo de «borrar todos los nombres y todos los signos que enredan al individuo en el mundo».

El café es el escenario de todo tipo de dramas, confesiones, juegos y expresiones de la devoradora nostalgia. Magris da cuenta, con magistral concisión, de algunas de ellas: «En el fondo, estaba enamorado de ella, pero no me gustaba, mientras que yo le gustaba, pero no estaba enamorado de mí, dice el señor Palich, nacido en Lussino, sintetizando una atormentada novela conyugal»

El café, dice en otro momento, es una «academia platónica»: en esta academia «no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto. Se puede charlar, contar, pero no es posible predicar, dar mítines ni clase». «Entre estas mesas no es posible hacer escuela, crear alineamientos, movilizar seguidores e imitadores, reclutar discípulos». El Café San Marcos es un verdadero café, concluye Magris, no uno de esos «pseudocafés» en los que sientan sus reales una única tribu (y poco importa que sea de señoras bien, de jovenzuelos de bonitas esperanzas, grupos alternativos o intelectuales al día). «Toda endogamia es asfixiante» y enemiga de la vida, que es mestiza por naturaleza y por definición.

Sentado en el café se está como en un viaje: como en el tren, en un hotel o cuando se pasea, se llevan pocas cosas, no se carga ni siquiera con el peso de la vanidad personal, se es uno más. En el café «las horas fluyen amables, despreocupadas, casi felices», dice Magris, a quien se adivina una sonrisa pasajera de melancolía al escribir estas palabras.

Los cafés son además una especie de «asilo para los indigentes del corazón», refugios donde los desconsolados encuentran un amparo siquiera sea provisional contra las asechanzas de la intemperie. Y mientras dura su desazón, se convierten en extraordinarios narradores de historias. Todos los deslices: tanto los sentimentales, como los patrióticos, encuentran aquí oídos dispuestos a escuchar, aunque no imposibles remedios salvadores. Como dice Magris, «En el Café San Marcos, uno no se hace la ilusión de que el pecado original no haya sido cometido y de que la vida sea virgen e inocente».

Novelar la vida, novelar el mundo

El Nobel premia a un escritor que cree el el poder libertador de las ficciones y es un baluarte mundial de la literatura en lengua española

J. Albacete

En La verdad de las mentiras -uno de sus últimos libros de ensayos literarios-, Vargas Llosa reflexiona sobre ese extraño, casi incomprensible fenómeno -incomprensible a la luz de una racionalidad puramente positivista- por el cual la ficción literaria, que desde el punto de vista empírico es eso, pura ficción, pura fabulación, o por decirlo llanamente «mentiras» extraídas de la imaginación, sin embargo es capaz de contener y transmitir un poderoso aliento de verdad. Es más, para Vargas Llosa, no hay verdadera literatura, auténtica ficción, sin ese anhelo de verdad. Y como la verdad, o mejor dicho, la búsqueda de la verdad es -en la concepción más íntima y profunda de Vargas Llosa- una experiencia liberadora, un camino necesario para alcanzar la libertad, toda su literatura consiste en una amalgama -a veces más lograda, a veces menos- de esos dos ingredientes: una ficción que contiene un auténtico anhelo de verdad y que, por ello, se acaba convirtiendo en un camino abierto hacia la libertad. La literatura puede, debe tener, en ese sentido, un carácter «libertario».

Pero, ¿qué verdad busca la literatura? La verdad sobre la vida, la verdad sobre el mundo. Y esa verdad es tan válida si se extrae de la existencia de Agamenón como de la de su porquero, si el mundo que se indaga es el Nueva York posmoderno o la selva peruana. Esa es una verdad palmaria que ya había comprendido la gran literatura del siglo XIX, pero que profundiza y desarrolla, hasta sus últimas consecuencias, la literatura del siglo XX: el Dublín por el que deambula Leopold Bloom en Ulysses o el ínfimo condado sureño de Faulkner y su cuadrilla familiar de los Snopes son más que suficientes para llevar a cabo una indagación esencial sobre la vida y sobre el mundo.

Vargas Llosa -desde su primer cuento, desde su primera novela- encuentra que ni siquiera tiene que ir tan lejos. Su propia vida, su propio mundo, ya son suficientemente novelescos. En su vida familiar, escolar, social, política, cultural… y en el complejo y turbulento universo social y político del Perú hay -para un fabulador total, como él- materiales más que suficientes para indagar en todas las cuestiones esenciales de la vida, en todos los aspectos relevantes del mundo; y para plantearse todas las encrucijadas de la libertad.

Así, el ciclo inicial -y esencial- de sus novelas no va a ser otra cosa -como en cierta forma ocurre, paralelamente, con el caso de García Márquez- que una fabulación autobiográfica. En La ciudad y los perros (1962), su primera novela, su primer reconocimiento literario (Premio Biblioteca Breve), su inicio y ya su consagración como narrador, Vargas Llosa recrea su paso por el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, donde lo metió su padre a los catorce años para mitigar su rebeldía. En La Casa Verde (1965) narra un complejo de historias «oídas» en su infancia, cuando vivía con su familia materna en la ciudad norteña de Piura y cursaba todavía la enseñanza primaria. En Conversación en La Catedral (1969) -su verdadera «opus magnum»- reconstruye sus años juveniles, su ingreso en la universidad de San Marcos, sus pinitos políticos con el grupo Cahuide (vinculado al partido comunista), sus inicios en el periodismo, su enfrentamiento con el padre y su ruptura con la vida familiar, todo ello en el marco de la dictadura de Odría y de los diversos intentos para derrocarlo.

La médula esencial de todos estos relatos es la rebelión contra la tiranía, ya sea la tiranía militar, política, familiar, paternal, económica, étnica, sexual, o cualquiera que sea su fuente o su causa. Aunque Vargas Llosa es de origen esencialmente criollo, su literatura, sobre todo esta literatura inicial, es radicalmente mestiza. Ninguna raza, ninguna étnia, ninguna clase social, están excluidas de la narrativa de Vargas Llosa; ninguna está tratada con distancia o con desprecio. Lo único que Vargas Llosa odia y desprecia, con todas sus fuerzas, es la tiranía, que, por desgracia, tantas veces logra imponer su férula, doblegar voluntades y destruir expectativas. Más tarde, en una segunda etapa, a mi modo de ver menos lograda, Vargas Llosa irá incorporando otros «blancos»: el fanatismo, la intolerancia, la discriminación…, siempre en una continuada línea ética de carácter libertario.

Podría decirse que en cierta forma Vargas Llosa perpetua en su narrativa el fondo ético y la voluntad reformista de la mejor narrativa burguesa del siglo XIX. Y él mismo no ha dudado ni un momento en colocarse en la estela de los Flaubert, Balzac, Zola, Hugo, etc. Pero, sobre esa línea de continuidad narrativa -un filón que muchos escritores dieron por muerto-, Vargas Llosa opera una transformación esencial: le aplica las nuevas técnicas narrativas que, desde principios del siglo XX, han revolucionado por completo el universo literario.

Pocos escritores de la lengua española han llegado a tener un dominio tan abrumador y tan consecuente de esas técnicas, con las que, por ejemplo, en Conversación en La Catedral, Vargas Llosa llega a hacer una exhibición literaria portentosa.Desde la fragmentación narrativa y la liquidación de la estructura lineal del relato a la construcción de éste como una suma (o mejor, un contraste) de perspectivas diversas. La eliminación del narrador omnicomprensivo y la multiplicación de los focos discursivos. La superposición de voces temporal y espacialmente diferenciadas. La narración como un puzzle que el lector tiene que montar. La realidad y certeza de las cosas como elementos no dados ni seguros, sino que es necesario interpretar, dilucidar… Los dilemas éticos de los personajes como «conflictos» en los que el lector se ve inevitablemente implicado.

En este «primer» Vargas Llosa (al que podemos añadirle, amén de las novelas ya citadas, Pantaleón y las visitadoras, de 1973, y La tía Julia y el escribidor, de 1977, relatos también ligados a sus experiencias autobiográficas, aunque de menor entidad literaria), la búsqueda de la verdad, el afán libertario y la experimentación y renovación literarias van intrínsecamente unidos.

En sus obras posteriores -ya a partir de los años ochenta- ese vínculo inicial se rompe. Las novelas ya no se inspiran en fuentes autobiográficas, sino documentales, y pierden esa fuerza vivificante que les otorgaba la cercanía a lo vivido. Predomina un cierto esquematismo ideológico que moldea y en cierta forma acartona el relato. Y correlativamente, se van abandonando los «experimentos» narrativos (en realidad, los grandes avances literarios) en pos de una linealidad y una inteligibilidad mayores. Vargas Llosa cede ante la presión de la universalidad creciente de su obra y se dirige a públicos cada vez más vastos. Como gran «rompeolas» del boom hispanoamericano, ya es un novelista de dimensión mundial. Junto a García Márquez y Carlos Fuentes ha protagonizado la hazaña de convertir la narrativa en lengua española en una lectura atractiva en todo el planeta. Una heroicidad que es indiscutible y que tiene un valor enorme.

Pero sí, a partir de los años ochenta, hay un giro «conservador» en la narrativa de Vargas Llosa. ¿»Conservador» en qué sentido? En el sentido literario del término. Más formalismo narrativo. Menos riesgos. O riesgos acaso mucho más calculados. Linealidad. Clasicismo. Una arquitectura narrativa más hierática. Más ideología y menos ambigüedad. En cambio, lo que permanece inalterable es su designio libertario. Ni una sola de sus novelas ceja en su afán de combatir la tiranía, las imposiciones, la opresión, las discriminaciones… Hasta en su última novela, a punto de aparecer estos días, Vargas Llosa insiste en fustigar los desmanes y las atrocidades del colonialismo europeo en África. Ese es el sello inconfundible de su narrativa: ese afán de novelar la vida, de novelar el mundo, en busca de la verdad; porque con ella, siempre, se abre el camino de la libertad.

En todo caso, y lejos de ir sumergiéndose en el ocaso, como suele ser la norma, la narrativa de Vargas Llosa mantiene, hasta hoy, un vigor digno de elogio. Su prosa sigue siendo persuasiva, elocuente, engatusadora. Y nunca da gato por liebre.

Por otra parte, la faceta novelística -con ser la esencial- no agota en absoluto la totalidad de un personaje poliédrico, que es también ensayista literario (sus trabajos sobre García Márquez, Onetti, o Flaubert, son referencias ineludibles), un articulista y un polemista de primer nivel (donde brilla con todo su esplendor su enorme capacidad de persuasión), un notable pedagogo (la concesión del Nobel le «sorprendió» dando clases de literatura en la universidad de Princenton), una figura pública comprometida en infinidad de causas, un notable académico de la lengua y, por encima de todo ello, un embajador permanente de la hispanidad y de la lengua española en el mundo.

Un estúpido debate, derivado de la rebatiña política española, ha intentado dilucidar estos días en todos los medios de prensa si Vargas Llosa era «de derechas o de izquierdas». Amén del afán inutil por apropiarse de su figura y de su prestigio, de sus inagotables dimensiones, se trata de un debate mezquino. Vargas Llosa pertenece a la hispanidad y a la lengua española. Esa es su vertiente indiscutible. La única que merece la pena resaltar en esta hora.

El loro de Flaubert

«La palabra humana es como caldera rota en la que tocamos música para que bailen los osos, cuando querríamos conmover a las estrellas»

J. Albacete

Al menos media docena de veces a lo largo de su libro El loro de Flaubert (1984), el escritor británico Julian Barnes, recuerda y reproduce estas palabras del escritor normando. Son una expresión más de la admiración que le suscita Flaubert, una admiración que le lleva a viajar a Rouen, persiguiendo cualquier huella que le permita aproximarse al enigma del autor de Madame Bovary, rastreando los escenarios de su vida, indagando las encrucijadas de su existencia, reconstruyendo sus momentos claves, explorando sus misterios y sus contradicciones, intentando, en fin, hallar la respuesta de Flaubert a la ecuación Vida y Arte.

De todos los grandes textos de la narrativa británica de los últimos 25 años, quizás éste sea uno de los más «extraños», de los más «excéntricos». Por una parte, porque no deja de ser una verdadera «novedad» ver a un gran escritor inglés rindiendo semejante tributo de admiración hacia un autor «del otro lado del Canal», dada la enorme «rivalidad» no sólo política sino cultural entre ambos países, una rivalidad que está muy lejos de haber cesado. No sé si será casualidad o no, pero hasta hoy Julian Barnes ha sido un autor mucho más premiado en Francia que en Gran Bretaña, donde se ha quedado tres veces a las puertas de obtener el Booker Prize, el mayor galardón de las letras anglosajonas: ¿un «merecido» castigo por su «francofilia»?

Pero no es esa su única ni su principal fuente de extrañeza: El loro de Flaubert es un texto de difícil definición literaria. No es un ensayo sobre Flaubert, ni lo pretende: y, sin embargo, ¿hay muchos ensayos sobre Flaubert mejor que éste? No es un libro de «chismografía» flaubertiana, y sin embargo hasta los más curiosos e insólitos «chismes» sobre Flaubert tienen cabida en este libro, que garantiza el entretenimiento hasta para aquellos que, a priori, pìensan que no están interesados en las entrañas de un literato. Tampoco el libro es exactamente una «guía» moderna sobre el mundo interior y exterior de ese universo que llamamos Flaubert, pero difícilmente el lector encontrará una «hoja de ruta» mejor elaborada que esta para adentrarse en aquel.

El loro de Flaubert es, además, aunque no lo parezca, una «ficción», una novela, un relato, con un narrador (el doctor Braithwaite), de quien no sólo conocemos su apasionada atracción por el mundo de Flaubert, sino también algunos episodios cruciales de su propia existencia.

De modo que Julian Barnes nos pasea por uno de esos delicados alambres que constituyen lo más novedoso de la ficción moderna: una novela «literaria», que no tiene miedo de serlo, amena, curiosa, interesante, y sin eludir los grandes temas: la literatura como destino, el perfil singular de un genio de las letras, sus relaciones con el amor, el sexo y la muerte, y en última instancia, la naturaleza de las relaciones entre Vida y Arte, vistas no como un problema teórico y abstracto, sino en el caso específico de «el idiota de la familia» (como le llama Sartre, en un famoso ensayo, que le consumió diez años de vida). Flaubert da para esto y para más, porque se trata sin duda de uno de los grandes genios literarios del realismo del XIX y uno de los mejores escritores de todos los tiempos.

El loro de Flaubert está publicado en la colección Compactos de Anagrama, donde también se encuentran editadas la mayor parte de las diez novelas que ha escrito hasta hoy Julian Barnes (Leicester, 1946), sin duda uno de los escritores británicos contemporáneos digno de ser leído.

Anatomía de un instante

El libro de Javier Cercas sobre el 23-F apasiona y conmueve, pero no alcanza a descifrar los verdaderos enigmas del golpe

J. Albacete

Si con Soldados de Salamina (2001) Javier Cercas provocó un gran revuelo literario, por su forma novedosa (novedosa en España) de integrar realidad y ficción en un texto estrictamente literario y por su forma, también singular, de enfocar el conflicto de la guerra civil española, con Anatomía de un instante (2009), crónica estricta del golpe de Estado del 23-F que funciona en los hechos como una «novela», da un paso más adelante en esa ruptura definitiva de fronteras y mestizaje absoluto de géneros que caracterizó a la literatura en los últimos decenios del siglo pasado y sigue siendo uno de los «caminos» por los que transita en este comienzo de siglo. El libro de Cercas fue valorado como la mejor obra de ficción -por unos- o de no ficción -por otros- del año 2009 en España, y acaba de obtener el Premio Nacional de Narrativa.

«En la primavera de 2008 -dice Javier Cercas en el prólogo del libro- decidí que la única forma de levantar una ficción sobre el golpe del 23 de febrero consistía en conocer con el mayor escrúpulo posible cuál era la realidad del golpe del 23 de febrero». Y más adelante (después de meses y meses de indagar todo lo indagable, leer todo lo leíble, entrevistar a casi toda persona viva relacionada con los hechos) concluye: «comprendí que los hechos del 23 de febrero poseían por sí mismos toda la fuerza dramática y el potencial simbólico que exigimos a la literatura y comprendí que, aunque yo fuera un escritor de ficciones, por una vez la realidad me importaba más que la ficción o me importaba demasiado para querer reinventarla sustituyéndola`por una realidad alternativa, porque nada de lo que yo pudiera imaginar sobre el 23 de febrero me atañía y me exaltaba tanto y podría resultar más complejo y persuasivo que la pura realidad del 23 de febrero».

Bajo esas premisas, el libro de Cercas nace pues como un monstruo bifronte: por un lado, se presenta como un relato fidedigno (a mitad de camino entre la crónica y el ensayo) del 23-F; por otro, como una «novela» sobre el 23-F en la que (como en A sangre fría, de Truman Capote) no se recurre a la ficción, sino a la escrupulosa y verídica reconstrucción de los hechos, con la convicción de que éstos, por sí mismos, contienen ya toda la fuerza y la dramaturgia de lo literario.

Estamos, por tanto, ante un libro al que cabe plantearle una doble exigencia: por un lado, que tenga la estructura formal, la fuerza dramática, el empleo de los recursos narrativos y la densidad y amenidad exigible a toda obra literaria; y, por otro, que sea capaz de desentrañar el problema que se plantea: en este caso, los enigmas de un golpe de Estado particularmente «enigmático» y sobre el que 29 años después de su ejecución y fracaso aún sobrevuelan las más diversas interpretaciones.

Respecto a esta doble exigencia cabe afirmar que Cercas cumple sobradamente la primera. El libro está muy bien construido y estructurado, Cercas domina magistralmente su puesta en escena, algunos episodios están magníficamente narrados y dramatizados, el autor hace un enorme despliegue de recursos literarios de todo género (incluido el manejo de certeras comparaciones literarias y cinematográficas, sobre todo a la hora de trazar el perfil de Adolfo Suárez) y, en definitiva, se lee con gusto, incluso con avidez. Todo el talento que Cercas había demostrado ya en las obras que le han consagrado (Soldados de Salamina, La velocidad de la luz) está plenamente volcado en Anatomía de un instante.

Otra cosa es, sin embargo, la capacidad del libro no sólo para evocar lo ocurrido, sino para desentrañarlo. Aquí, lógicamente, las cosas son mucho más discutibles. Esgrimiendo un argumento de «prudencia», Cercas no se atreve a ir más allá de lo que se ha podido «comprobar y verificar» hasta hoy, lo que inevitablemente deja un amplio margen de sombras en el libro: algunos asuntos cruciales, como el papel de los servicios secretos (el CESID, y dentro del CESID, su grupo operativo, la AOME, dirigida por el coronel Cortina), la coordinación entre «los tres golpes» que coincidieron y se superpusieron el 23-F (el de Tejero, el de Milans y el de Armada), las razones por las que capitanes generales aún más franquistas que Milans no se sumaron al golpe la noche del 23-F o la sempiterna pregunta (si el objetivo prioritario era acabar con Suárez, ¿por qué hay golpe si Suárez ya ha dimitido hace casi un mes?), no encuentran en el libro de Cercas respuestas claras y definitivas.

Con todo no es eso lo peor, sino que Cercas, entre toda la ingente y enrevesada madeja de conflictos y realidades que se mezclan en una coyuntura tan compleja, no encuentra el verdadero hilo del que tirar para que todo tenga verdadero sentido. Y aunque Cercas invoca y pone en escena casi todas las variables de la situación (no sólo las variables internas, sino también las externas: Washington y Roma), no las ordena y jerarquiza, no encuentra el vector prioritario de aquella crisis. Así no acaba por decidirse exactamente si el 23-F fue dominantemente un «golpe franquista» o una especie de «golpe gaullista» (en el que Armada trataría de imitar el modelo de De Gaulle), cuando en realidad fue un golpe esencialmente «atlantista», inscrito en la nueva dinámica abierta en el sur de Europa por el cambio general de la estrategia norteamericana que va marcar la llegada de Reagan al poder. Dinámica en la que se insciben el golpe turco de 1980, las operaciones de la red Gladio en Italia, la eliminación del primer ministro portugués y el 23-F español.

Cercas está preso, en su relato del 23-F, de la ficción, tan común en España, de que acontecimientos de la gravedad y las consecuencias de un golpe de Estado, pueden tener lugar por la pura lógica de su devenir interno. Pero en 1981 (y también hoy, o aún más hoy, en el que España es un miembro pleno de dos clubs, la OTAN y la UE, que merman prácticamente toda su soberanía) eso era no ya improbable, sino literalmente imposible.

Fuera de esto, el libro de Cercas tiene momentos verdaderamente brillantes, sobre todo a la hora de captar (y de reivindicar) la figura de Suárez. Aunque a veces se «gusta» en exceso en los rasgos del perfil que traza de él, y los repite hasta la saciedad, sin profundizar en ellos, y desdeña el análisis de lo que fue el proyecto suarista (sobre todo en los últimos años), dando excesivo crédito al balance catastrofista de su gestión, que tan interesadamente difundían sus adversarios y enemigos, no deja de ser notable que un escritor de izquierdas, como Cercas, haga justicia (no de boquilla, no protocolariamente) a Adolfo Suárez.