Archive for diciembre 2010

La sombra de Camus

Se han cumplido 50 años de la muerte de Albert Camus, el escritor «rebelde», un referente literario, cultural y ético de la posguerra

J. Albacete

El 4 de enero de 1960 -hace 50 años- fallecía en un accidente automovilístico Albert Camus. Tres años antes, en 1957, había recibido el Premio Nobel de Literatura. Pero para muchos europeos y franceses, Camus era algo más que un gran escritor, era todo un «símbolo» de rebeldía, de inconformismo, un hombre libre capaz de defender sus convicciones hasta el final, aunque ello le reportara rupturas, incomprensiones y las descalificaciones más hirientes. Fue ninguneado por los principales «mandarines» de la cultura francesa (de Sartre a Merleau-Ponty), pero ello no hizo mella en su actitud. Fue honesto hasta en sus equivocaciones, lo que no se puede decir precisamente de quienes lo menospreciaron.

Albert Camus nació en 1913 en un pequeño pueblo argelino, en el seno de una familia de colonos franceses (lo que, despectivamente, en Francia se llamaba «pieds-noirs). El padre era de origen alsaciano (de los huidos de la región durante la ocupación alemana tras la guerra franco-prusiana): fue movilizado durante la primera guerra mundial, herido grave en combate durante la batalla del Marne y falleció en un hospital el 17 de octubre de 1914. Albert Camus solo tuvo de su padre un puñado de viejas fotografías y el nebuloso recuerdo (que cita en su novela El extranjero) de que una vez se sintió mal al presenciar una ejecución: Camus «derivaría» de ahí su perpetua repugnancia a la violencia. Su madre era una mujer analfabeta, casi muda, nacida en Argelia de una familia procedente de Menorca: es el primero de sus muchos «vínculos» con España; también el gran amor de su vida sería una española.

Tras la muerte del padre la familia quedó en la indigencia y tuvo que trasladarse a un barrio pobre de la capital, Argel. Allí comenzó sus estudios y gracias a becas y al apoyo de algunos profesores (que detectaron su valía) progresó muy rápidamente. Camus dedicaría su Premio Nobel a su maestro de primaria, y siempre reconocería a aquellos que le pusieron tempranamente en conexión, no solo con la lengua francesa, sino con la cultura europea. Ya en secundaria leyó a Nietzsche, una influencia que sería determinante en su obra, mucho más que la del existencialismo.

Camus comenzó a escribir muy joven. A los 19 años ya publicaba textos en la Revista «Sud». Cursó estudios de filosofía, pero no llegó a obtener la licenciatura, por culpa de la tuberculosis.

En 1937 fundó en Argel el «Teatro del Trabajo», una compañía de aficionados que representaba a los clásicos ante un público de trabajadores. Por entonces militaba en el Partido Comunista (entonces, una sección del PCF): rompió con él en 1939, tras el pacto germano-soviético. Colaboraba asiduamente en el diario del frente popular. Uno de sus trabajos de investigación sobre «La miseria de la Kabilia» tuvo un enorme impacto: el Gobierno General de Argelia acabaría cerrando esa publicación y ocupándose activamente de que su autor no encontrase trabajo en Argel.

A Camus no le quedó más remedio que emigrar a París, donde muy pronto encontraría trabajo en la redacción del Paris-Soir. En 1943 comenzó también a trabajar para la editorial Gallimard. En el París ocupado por los alemanes Camus militaba en la resistencia y a la vez editaba su primera gran novela, la que cimentaría su gran reputación literaria: El extranjero (1942). La novela ha pasado a los anales literarios como una obra cumbre del «existencialismo» y de la literatura del absurdo, pero lo más evidente en ella es su raíz nietzscheana: el antihéroe Meursalt, indiferente a la muerte de su madre, que mata a un árabe de cinco tiros sin motivo aparente y es condenado a muerte en un juicio grotesco, es ante todo un «nihilista», encarnación de un mundo en el que todos los valores trascendentes han sido devaluados, y el individuo vive sumido en una alienación desencantada, en la que sólo es capaz de percibir y responder a los estímulos físicos más inmediatos: cuando Meursalt trata de dar con una razón de su crimen ante el tribunal sólo puede balbucear que le molestaba el sol. Ese hombre, para el que Dios, la familia, la sociedad, el Estado o la justicia, son nociones y entidades ajenas, sin valor alguno, no es, para Camus, un «monstruo moral», sino el estandarte de una sociedad abocada al nihilismo.

Más tarde, ya en la posguerra, el pensamiento y la narrativa de Camus evolucionarían, y su obra acabaría resaltando los valores de la dignidad y la fraternidad humana, como antídotos frente al nihilismo. Como hombre del pueblo (y no un huero intelectual parisino), Camus se comprometería crecientemente con el unamuniano «hombre de carne y hueso», rechazando las abstracciones. Al tiermpo, adoptaría una actitud cuasi libertaria, simpatizando con las corrientes anarquistas.

Todo ello le llevaría a «romper» con los grandes mandarines culturales parisinos, los Sartre y compañía, a quienes la denuncia camusiana del «gulag» soviético les pareció «alta traición». Camus se alzó contra el totalitarismo y el fascismo soviético y eso le pasó factura. Sobre todo cuando a partir de 1956, con el estallido de la revolución argelina, se vio atrapado en un conflicto de lealtades. Abogó por un imposible entendimiento entre las partes. Quería una Argelia francesa, pero libre: una imposibilidad. Temía que la «liberación» mediante la violencia condujera a Argel a una dictadura sangrienta o a la creación de un nuevo «gulag»: se equivocó, aunque no del todo.

Para hacerse una idea cabal de la actitud de Camus ante la cuestión argelina, desde sus orígenes (los textos de «La miseria de la Kabilia») hasta el final, conviene leer el extraordinario volumen que acaba de publicar Alianza Editorial en su «Biblioteca Camus».

A los 50 años de su muerte, la obra de Camus conserva toda su vigencia, no sólo como testimonio de una literatura de época, sino como una parte esencial del bagaje literario del siglo XX. Leer sus novelas -desde El extranjero hasta La peste, La caída, El exilio y el reino o su obra póstuma, inacabada y autobiográfica El primer hombre (editada por su hija en 1994)-, sus piezas teatrales –Calígula, El malentendido, Estado de sitio y Los justos– y sus ensayos –El mito de Sísifo, El hombre rebelde– sigue siendo una necesidad ineludible de nuestro tiempo. Su estilo vigoroso y conciso impacta en el lector.

Camus fue un escritor salido del pueblo, un hombre libre, nunca un «mandarín cultural» : por ello, las pretensiones del actual poder francés de canonizarlo y llevar sus huesos al Panteón son absurdos, inaceptables y oportunistas. El escritor rebelde no necesita la seducción del poder. Ahora bien, que todavía hoy se intente esa seducción demuestra que su sombra sigue siendo alargada.

El buda de los suburbios

El anglo-pakistaní Hanif Kureishi encarna la nueva literatura mestiza en lengua inglesa

Nacido en Londres, de madre británica y padre hindopakistaní, Hanif Kureishi, que comenzó como autor teatral a principios de los 80, siguió como guionista y director de cine hasta los 90 y, a partir de ahí, con El buda de los suburbios se consagró como novelista, es, junto a Salman Rushdie y Kazuo Ishiguro una de las voces más poderosa de la nueva narrativa inglesa y, como ellos, emblema de una literatura “mestiza” que, en las últimas dos décadas, está cambiando radicalmente el panorama literario inglés.

Kureishi nació el 5 de diciembre de 1954 en los suburbios del sur de Londres: “muchas casas, pocos autos, terrenos baldíos, … era un barrio dormitorio, en el que todos los padres de familia trabajaban en la City… El lugar no era pobre pero por eso no dejaba de ser violento”. Aunque su familia no le educó ni como anglicano ni como musulmán (y aquí está quizá una de sus claves), no se libró del menosprecio, las humillaciones y la violencia racial de las escuelas británicas. “Eran los años 60, con los skinheads, las organizaciones de extrema derecha y las palizas a los pakistaníes…”. Pero también la era dorada de la música, con los Beatles, los Rollings, … David Bowie estudió en su misma escuela, en la que a Hanif le apodaban “el negrito”.

Luego Kureishi cursó estudios de filosofía en el King´s College de Londres, aunque in pectore ya tenía tomada la decisión de dedicarse a escribir. Sus inicios tuvieron lugar como autor teatral para el Royal Court Theatre, pero sólo empezaría a ser verdaderamente conocido, dentro y fuera de Gran Bretaña, a mediados de los 80, al realizar los guiones de “Mi hermosa lavandería” y de “Sammy y Rosie se lo montan”, dos películas emblemáticas de la “era Thatcher”, dirigidas por Stephen Frears, en las que Kureishi esgrimía ya algunos de sus temas fundamentales: los problemas y conflictos de las relaciones inrerraciales como consecuencia de los prejuicios culturales, los efectos devastadores de la vida en las grandes megalópolis modernas (un tema que actualizaría años después en “Londres me mata”, película que escribió y dirigió él mismo) y la efímera posibilidad de crear, a través del arte, un antídoto contra esos males.

En 1990 Kureishi dio un nuevo giro a su faceta creativa con la publicación de El buda de los suburbios, su primera novela, un libro que se convirtió en la “biblia de los ochenta”, un libro de culto, y que ganó el prestigioso premio Withbread a “la mejor primera novela”.

La novela comienza con una definición extraordinaria de su protagonista: “Mi nombre es Karim Amir y soy un inglés de los pies a la cabeza, casi”. La “apacible” vida en los suburbios de este hijo de madre británica y padre musulmán hindú (como el propio Kureishi) se ve rota el día en que su flemático padre se enamora de una excéntrica señora inglesa (Eva), abandona a su familia y se convierte en una especie de “gurú” budista del extrarradio londinense. Con 17 años, Karim, que no sabe muy bien qué hacer con su vida, decide marchar con su padre, porque, entre otras cosas, el hijo de la excéntrica dama le atrae, pero también porque ve en esa nueva familia la palanca que necesita para escapar de su anodina existencia y dar el salto a una vida más excitante. Y así es, ante los ojos de Karim van a desfilar los últimos estertores del hippismo (que permiten a su padre pasar por gurú), la eclosión del movimiento punkie, el desmadre de las drogas, la revolución sexual,… en definitiva, el cocktail de “drogas, sexo y rock and roll” de los setenta, con sus dosis de radicalismo político, feminismo y snobismo estético. Volcado en ese mundo desenfrenado, Karim va a tratar de encontrar su “sitio”, entre fuertes encontronazos y decepciones sentimentales, sexuales y políticas. Y consigue finalmente hacerse un hueco como actor, sin tener que renunciar del todo a sus propias raíces y sin romper los vínculos que aún le unen a ese otro mundo al que también pertenece: Asia.

La novela es una meritoria “crónica de época” (Kureishi era tan consciente de ello que la definía como “una novela histórica”) relatada con un muy logrado distanciamiento irónico, que a veces se acerca a la frialdad documental, pero que en otras pone en juego una implicación emocional y personal bastante fuerte. La literatura de Kureishi no es “amable y aséptica”, sino más bien rabiosa y dolorida.

¡Petersburgo!

Nabokov consideraba esta novela de Andrei Biely como una de las cuatro joyas supremas de la literatura del siglo XX, junto al «Ulises» de Joyce, «La metamorfosis» de Kafka y «En busca del tiempo perdido» de Proust

J. Albacete

El estímulo nos llega una vez más de la mano de Vila-Matas, que en el Babelia del pasado 8 de agosto, recordaba el estupor que produjo en EEUU una declaración de Nabokov, al enunciar las que consideraba las cuatro grandes cimas de la literatura del siglo XX. Tres de ellas eran obvias e indiscutibles, sabidas de todos, pero ¿quién era Andrei Biely?, ¿qué novela era esa que llevaba por título desconocido Petersburgo? Corría el año 1965. Nabokov era, por entonces, no sólo el celebrado autor de Lolita, sino el crítico más reputado del país. La obra se tradujo y tuvo un efímero reconocimiento: no dejó de ser, como sigue siendo, una obra de «culto», una joya encerrada en un preciado joyero, que rara vez se exhíbe, pero que cuando lo hace, fascina y entusiama.

Y es que Petersburgo no ha perdido, hasta hoy, ese carácter elusivo, esa naturaleza de obra esquiva, que exige al lector un esfuerzo supremo, una voluntad de conquista, como se requiere para ascender a un ocho mil. Hay pocas cimas de esta altura. Subir hasta ellas exige una gran determinación. Pero coronarlas es sin duda la mayor satisfacción que cabe a un apasionado de la literatura. Y, desde luego, Petersburgo es, como auguraba Nabokov, uno de esos ocho miles.

Para adentrarse en Petersburgo es necesario, en primer lugar, dejar de lado determinadas concepciones de la literatura: la literatura como consumo obligado, como forma de ornato social, como producto de la industria del entretenimineto, como paliativo de la soledad, como medicina contra la neurosis o como manual de autoayuda. Es imprescindible partir de otro punto: por ejemplo, de la literatura como aventura, como ejercicio de riesgo; o de la literatura como juego y magia del lenguaje y con el lenguaje: en definitiva, recuperar la esencia de lo que la literatura fue para las verdaderas vanguardias de comienzos del siglo XX.

Andrei Biely (Moscú, 1880-Moscú, 1934) encarnó como pocos ese espíritu de vanguardia. Nació en la capital del inmenso Imperio zarista en el seno de una reputada familia de la burguesía intelectual rusa. Su padre fue un eminente matemático, que fundó la escuela matemática rusa. Biely estudió (entre 1899 y 1906) en la Universidad de Moscú: primero, sin duda por inducción familiar, Ciencias Naturales (y en Petersburgo el lector descubrirá las notables huellas que esos estudios dejaron en el escritor) y más tarde, ya por voluntad propia, Filología y Filosofía. También se interesó en estos años de formación por la música y por la religión (sobre todo por la corriente del «misticismo» ruso). Como todos los jóvenes de finales de siglo con pretensiones intelectuales y artísticas, Biely leyó a Nietzsche y a Schopenhauer.

Mientras realizaba sus estudios, Andrei Biely frecuentaba ya las tertulias literarias más avanzadas de la bullente capital rusa: sobre todo, la de los «simbolistas» moscovitas, aglutinados en torno a la revista «Escorpio». Biely destacó muy pronto, y entre 1906 y 1909 forjó su propio grupo («los argonautas») y editó su propia revista: «El vellocino de oro».

Sus primeros libros (de poesía o de prosas poéticas) son ensayos vanguardistas, en los que Biely intenta llegar a una síntesis de la literatura con la música y la pintura. En 1910 publica su primera novela: Las palomas de plata. De esos años data también su decisiva relación con Shklovski, el gran teórico literario ruso, y su interés por la «antroposofía» del austriaco Rudolf Steiner (también Kafka, por esos mismos años, se interesó por ella en Praga).

Entre 1913 y 1914 publicó por entregas, en la revista «Sirin», su segunda novela: Petersburgo, que finalmente acabaría editándose como libro en 1916.

Biely vivió esperanzadamente el triunfo de la revolución soviética de 1917. Trabajó como archivista, bibliotecario y conferenciante sobre literatura. Publicó el ensayo «Revolución y cultura». En los años veinte escribió una trilogía novelística sobre Moscú, así como sus memorias. Su último libro (La maestría de Gógol), es un ensayo dedicado al estudio del lenguaje y el estilo del gran novelista ruso, sin duda el escritor que influyó de forma más determinante en su propia obra.

Petersburgo (1913-1914, 1916) es un relato ambientado en la convulsa etapa de la revolución rusa de 1905. Su núcleo argumental es a la vez simple y explosivo: un joven estudiante relacionado con los círculos revolucionarios de Petersburgo, Nikolai Apolonovich Ableujov, recibe la directriz de asesinar a su propio padre, el senador zarista Apolón Apolonovich, colocando una bomba en su estudio. La acción discurre durante el último día de septiembre y los primeros días de octubre, en medio de un clima de huelgas, mítines y manifestaciones… en el que bulle la crisis revolucionaria, que va a recorrer toda Rusia. El escenario (y protagonista esencial) es un Petersburgo espectral: una ciudad fría, lóbrega, poseída por la bruma y la niebla, y dominada por un ineludible «instinto de muerte».

Todos los personajes que atraviesan el demorado relato de Petersburgo son a su modo antihéroes modernos: seres frágiles, atormentados, extenuados, para los que la reflexión (su interminable reflexión interna) es un vicio que los acaba llevando a las puertas del delirio o del caos. Los sueños de su razón (y da casi lo mismo que sea la razón del autócrata zarista que la del terrorista) engendran sin parar monstruos que los atormentan; si es que no los ha convertido ya en patentes engendros morales y psicológicos, de los que su conciencia quiere huir inutilmente.

El estilo de Biely es minucioso y objetivo, pero a la vez sarcástico y delirante. Más determinante que la propia fábula, que el argumento en sí, es la trama narrativa liberada por un lenguaje exhuberante, en el que Biely despliega toda su cosmovisión poética del mundo y su penetrante conocimiento de la realidad. Mientras seguimos sin prisa el tic tac de un reloj que puede desencadenar un magnicidio (que es a la vez un parricidio) Biely se demora majestuosamente ante la perplejidad de cada contradicción, la magnitud de cada gesto, la evolución de cada pensamiento (y su inevitable conversión en delirio), el absurdo de cada acción… Y siempre con la «necrópolis» de Petersburgo imponiendo su presencia abrumadora: ya sea el Petersburgo imperial, con su palacio de invierno, sus estatuas de los zares, sus puentes sobre el Neva, o su impresionante avenida Nevsky…, ya sea el Petersburgo proletario, con sus chimeneas humeantes acechando la ciudad zarista y sus barrios obreros en permanente ebullición.

Petersburgo es una novela que pertenece a la genuina vanguardia. Una obra que emparenta (y precede) a otras, como el Ulises de Joyce (1922), o Berlin Alexanderplatz de Döblin (1929), por el protagonismo que otorga a una ciudad, ámbito esencial de las contradicciones del mundo moderno. Pero que hunde también sus raíces en la tradición literaria rusa: desde Puskhin y Gógol hasta Dostoievski y Chéjov.

A lo largo de las 700 páginas de esta novela pletórica de hallazgos y retos narrativos, Biely logra mantener un inesperado y difícil equilibrio entre lo cómico y lo trágico: la fina ironía cervantina y el humor gogoliano que subyacen en todo el relato permiten el éxito de un experimento literario verdaderamente arriesgado.