Archive for febrero 2011

Borges. Una vida

Este libro  es una nueva deuda que se suma a la ya incalculable que nuestra cultura –la cultura en lengua española– ha adquirido con los hispanistas de todo el mundo y, en especial, con los hispanistas británicos.

En esta ocasión, se trata de la impresionante biografía de Borges realizada por Edwin Williamson, titular de la Cátedra de Estudios Hispánicos en la Universidad de Oxford, miembro del Exeter College, crítico de la literatura hispanoamericana y renombrado especialista en la obra de Cervantes. Su Borges. Una vida es –en palabras de Harold Bloom– una obra “asombrosamente intensa y original”, una indagación compleja, completa y genuina que “lleva al lector mucho más allá de lo que se conocía de la obra del maestro argentino y su compleja relación con la vida”.

Y es que nos hallamos, efectivamente, ante una de esas obras cruciales, que se atreven a meter el cuchillo más a fondo de lo que lo han hecho todos sus predecesores en esta tarea (malas y regulares biografías de Borges las hay a docenas), formula sin ambages las preguntas esenciales que reclama una obra de este calado y nos ofrece una biografía literaria de extraordinaria hondura y calidad que, por una parte, ilumina y desentraña su vida con el recurso esencial de su literatura y, por otro, interpreta y desvela su literatura a la luz de su vida. Toda la obra de Borges experimenta una poderosa e intensa clarificación a la luz de esta obra, que pone un sólido pilar para el estudio y conocimiento de uno de los escritores verdaderamente esenciales de nuestra lengua.

Nueve años –el doble de los previstos– llevó a Williamson la elaboración y redacción definitiva de esta biografía de Borges. Y es indudable que ese “tiempo extra» sirvió para que la obra alcanzase un peso, una densidad y una consistencia muy notables. Aunque también es muy posible que el progresivo conocimiento y el ahondamiento en el personaje y en su obra acabaran conduciendo al hispanista inglés a modificar progresiva o incluso drásticamente el sentido y la orientación de su trabajo y de su proyecto inicial. Porque el resultado final no es la “clásica biografía”, ni siquiera una de esas magníficas biografías “empiristas” británicas, que hilan a la perfección todos los hechos. Por el contrario, aquí Williamson “depura” los hechos y los reduce a los datos esenciales. De otro modo, una vida como la de Borges, intensa como pocas, habría quedado sepultada bajo una montaña de datos irrelevantes que poco o nada nos habrían ayudado a desentrañar los arcanos de un autor particularmente hermético y amigo del enigma.

Williamson rehúye esa vía trillada, y va en busca de una interpretación integral de Borges. Una interpretación en la que se hace preciso conjugar y articular, en un todo, el devenir de un siglo de la historia de Argentina, con las ideas e ideales políticos que la atraviesan y desgarran –ya que Borges fue un “escenario” y a la vez un “protagonista’ incesante y privilegiado de esa historia y de esos ideales–; el desenvolvimiento pasional y literario de un escritor que, desde su inclusión en las vanguardias de los años 20, unirá intrínsecamente el curso de sus emociones al de su creación literaria; y, en relación a todo ello, la construcción de una obra, una inmensa obra poética, narrativa y ensayística, que habrá de esperar hasta los años 60 –cuando el autor, nacido en 1899, tiene ya más de sesenta años y está ciego– para ser reconocida como uno de los pilares esenciales de la literatura universal.

Para hilar, e hilar bien, todas estas hebras, Williamson se ha valido de todos los recursos a su alcance, procurando sabiamente pasar un poco por encima de los caminos ya trillados –la bibliografía sobre Borges es, a estas alturas, inmensa– para ir a buscar de nuevo, en fuentes originales, testimonios directos, documentos inéditos y un prolongado buceo en la obra de Borges, los elementos que le permitieran establecer un juego dialéctico entre experiencia y escritura capaz de iluminar adecuadamente el “enigma Borges”.

El reparo que algunos han hecho a Williamson de abusar del “instrumental psicoanalítico” palidece ante los logros que aquél le permite obtener. Ciertamente hay reiteración en la utilización de ciertos símbolos –el puñal, la espada, los ancestros, los padres, la mujer redentora, el miedo al fracaso–, pero también es cierto que estos símbolos son auténticas claves sin las que, muy probablemente, Williamson se habría quedado –como tantos otros– en la epidermis de Borges, sin entrar verdaderamente a fondo.

De la leyenda a la realidad

Muchos son los tópicos e ideas preconcebidas que la “leyenda” había consolidado sobre Borges y que Williamson derriba con certeros y demoledores hachazos en este libro.

El arduo contenido filosófico de algunos de sus relatos, la desmedida erudición que traslucen otros y el cosmopolitismo general que respiran contribuyó a que se fijara la idea de que Borges –a diferencia de otros autores hispanoamericanos– desdeñaba la experiencia concreta, la expresión de emociones y el vínculo con la realidad.

También Borges contribuyó no poco a cimentar esa imagen de hombre frío, distante y como desdeñoso. No pocas veces declaró que toda su literatura había brotado de “la biblioteca de su padre”, una biblioteca mitad inglesa, mitad española, donde un jovencísimo Borges –que no acudió siquiera a la escuela: no llegó a acabar ni el bachillerato– se inició en las lecturas de Stevenson, de Kipling, Conrad, Dumas o del Quijote. Williamson sostiene, por el contrario, que “mucho más que esas lecturas, lo que moldeó el carácter y la imaginación del niño fueron las historias que le contaron la madre y sus abuelas”. Los antepasados de Borges se contaban entre los “fundadores” de la Argentina, criollos ligados frecuentemente a hechos de armas heroicos, que, sin embargo, formaban parte ya de un pasado cada vez más olvidado y remoto, más alejado del presente. Sus últimos representantes eran ya familias patricias (como las de sus padres) muy venidas a menos, pero que conservaban –junto a los sentimientos de pérdida y desposesión injusta– el orgullo y la memoria íntegra y viva de su pasado.

Todos los “mitos” familiares, una y otra vez recreados en el relato familiar, y actualizados por la necesidad de “fidelidad” a los mismos, ejercieron un peso tan determinante en Borges y su obra, como lo ejercerían –40 años después– en García Márquez y sus “Cien años de soledad” los relatos de sus antepasados. Sin el peso de esos relatos familiares, Borges no hubiera sido Borges. Y no habría escrito muchos de sus extraordinarios poemas y cuentos donde el duelo, el valor, el miedo, la venganza, el honor y el recuerdo tejen con palabras aceradas una lucha a vida o muerte. Es, pues, un grave error creer que toda la literatura de Borges nació de una pura alquimia intelectual, de la “reelaboración” de lecturas, que fue –en definitiva– la obra de un genio de redoma en una torre de marfil.

Como tampoco su existencia fue la de un hombre encerrado a perpetuidad en una biblioteca, sin ninguna conexión con el mundo exterior. Al contrario. Borges fue un intelectual público toda su vida, con un enorme afán de protagonismo tanto en el mundo literario como en la esfera política.

Desde su temprana simpatía por los bolcheviques (en los años 20) hasta el pacifismo radical de sus últimos días, pasando por su afiliación al Partido Radical, su obstinada lucha antifascista, su acérrimo antiperonismo (en el que siempre vio su lacra de nacimiento, en la estela del fascismo italiano) o su desdichado apoyo a las juntas militares de los 70 (apoyo que retiró en cuanto comprendió su verdadera naturaleza), Borges vivió y participó con una intensidad extraordinaria los avatares fundamentales del siglo XX y, en carne viva, el devenir trágico de Argentina. Pocos fueron tan lúcidos, tan constantes, tan perseverantes en denunciar la catástrofe de su patria. Quizá una de las mayores del siglo XX. Baste recordar que a principios de siglo (cuando nació Borges) y hasta los años treinta, Argentina era una de las naciones más ricas del mundo, un país que rivalizaba con Estados Unidos a la hora de atraer a la inmigración europea: a la muerte de Borges, en 1986, Argentina ya era, a todos los efectos, un país del tercer mundo.

Pero más ardientes aún que su pasión política –sobre la que se proyectan inevitablemente las inagotables sombras ancestrales con su frenético antagonismo (la espada del honor criollo de la Madre; el puñal gaucho del Padre anarquista), son las pasiones amorosas y literarias de Borges, que Williamson anuda con una minuciosidad, una precisión y una hondura verdaderamente admirables a lo largo de las más de 600 páginas del libro.

El torbellino pasional de Borges es interpretado –al igual que el torbellino político– como un sustrato bullente de toda la creación borgiana, desde sus pinitos vanguardistas hasta su conversión en un clásico en vida.

Borges es –para Williamson– un tornado de emociones en busca de un objeto que siempre le es negado. El anhelo de una Argentina democrática, próspera y abierta a los inmigrantes es frustrado una y otra vez. El anhelo –potentísimo– de alcanzar un amor satisfactorio y perdurable tropieza siempre con negativas, deserciones y abandonos, que le llevan a las puertas del suicidio en numerosas ocasiones. Su anhelo de encontrar una “Beatriz”, como Dante, que le permita alcanzar el “cielo” y le sirva de musa inspiradora de su creación literaria, se salda siempre con largas permanencias en el “infierno” y continuas frustraciones literarias.

Aunque hoy nos parezca un “tótem”, Borges fue escasamente reconocido durante la mayor parte de su vida. También su “carrera literaria” fue en gran medida un fracaso. Su libro “Historia de la eternidad”, publicado en 1936, vendió –en su primer año– 36 ejemplares. También fue un fracaso completo la primera edición de “El jardín de senderos que se bifurcan” (que luego incluiría en su libro “Ficciones”) en 1941, que vería también rechazada su opción al Premio Nacional de Literatura. Según el jurado, el libro de Borges era “una obra exótica y de decadencia” que seguía “ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa contemporánea”, suspensa entre “el cuento fantástico, la jactanciosa erudición recóndita y la narración policial”. La obra de Borges equivalía a una “literatura deshumanizada, un juego cerebral oscuro y arbitrario”. Curiosamente estas descalificaciones coinciden, en parte, con los “elogios” que algunos le rendirán después, en la línea de la leyenda de un “genio inhumano”.

La “incomprensión literaria” de Borges coexistía, sin embargo, con un reconocimiento de su personalidad que fue creciendo con el paso de los años. Ni siquiera Perón, en los momentos álgidos de su poder, se atrevió a tocarlo (ni siquiera cuando aquél accedió a la presidencia de la Asociación de Escritores Argentinos), aunque el peronismo siempre procuró su marginación: en 1946 le retiró de su modesto trabajo como bibliotecario en un barrio bonaerense para ofrecerle un puesto en un mercado de aves. Esa retirada le impulsó, sin embargo, a convertirse en conferenciante, donde su voz sugerente y su poderosa y convincente imagen de vate ciego, como un nuevo Homero, lo fueron transformando en un auténtico “mito”. Pero su literatura seguía siendo un hueso “difícil de roer”. Dentro y fuera de Argentina.

Sólo cuando en 1961 comparte con Samuel Beckett el Premio Formentor otorgado por el Congreso Internacional de Escritores, dará comienzo su verdadera reputación literaria en todo el mundo occidental.

La soberanía de la ficción

Este “tardío” reconocimiento literario tiene mucho que ver con la dificultad para percibir la “novedad” que la obra de Borges introduce en el campo literario. Su obra, dice Williamson, “amplía los límites de la ficción”. Por un lado, instaura y proclama que la obra literaria es un “orbe autónomo”, un reino autosuficiente, que ni está obligada, ni debe ni puede “ser un espejo de la realidad” o una copia de ella. Pero es que, además, esa pretensión del “realismo”, amén de abusiva, es fraudulenta. El escritor, para Borges, difícilmente sabe más que el lector sobre cómo es y cómo funciona “realmente” la realidad. Y aún más, la mayor parte de la realidad que conocemos la conocemos ya “ficcionalizada”, puesto que, en definitiva, cualquier forma de representación (una enciclopedia, por ejemplo, compendio de todos los saberes) no es sino una forma de “ficción”. Esto no significa que “todo sea ficción”. Borges no cede a las tentaciones del idealismo absoluto ni del solipsismo. Lo que significa, para Borges, es que los límites entre realidad y representación, entre realidad y ficción, no son “absolutos” ni evidentes, que estamos hablando de mundos interconectados, que actúan incesantemente el uno sobre el otro. Desde este presupuesto, el escritor no está atado en sus facultades creativas por otro lazo que no sea –como afirma Williamson– el de “persuadir a sus lectores de que le preste un grado adecuado de fe poética”.

Esta ruptura de los diques literarios es la que hace que encontremos a Borges igual en uno de sus cuentos que en sus reseñas o en sus ensayos: las consecuencias literarias de este desbordamiento de los límites van a ser inmensas.

Por de pronto, Borges va a obligarnos a reconocer que cualquier forma literaria vale para cualquier fin: y él se dedica, personalmente, a rescatar las fábulas, las parábolas, los cuentos folclóricos, la épica… Incluso desafía la preeminencia de la novela en la jerarquía de la literatura moderna: Borges demuestra que es posible tratar cualquier tema, por complejo y arduo que sea, en un cuento de ocho o diez páginas.

En sus prodigiosos cuentos Borges envolvía en eruditas referencias mitológicas o en barriobajeros duelos de suburbio los conflictos que emergían de su complejo mundo interior, un universo en que bullía todo, lo emocional, lo literario, lo político, el pasado y el siempre incierto futuro. Williamson sigue con paciencia franciscana la emergencia, uno a uno, de esos maravillosos cuentos y su relación con los conflictos de Borges, que son a la vez conflictos individuales y auténticos conflictos de civilización. Borges siempre afirmó –parecía que para contradecir irónicamente la aparente objetividad de sus relatos– que su literatura era esencialmente autobiográfica. No mentía, era cierto, aunque quizá no sea hasta ahora –con el libro de Williamson– que podemos adquirir una idea precisa de la veracidad y profundidad de esa afirmación.

Este carácter autobiográfico no debe ser, sin embargo, comprendido de forma “chata” ni como algo que “rebaja” la dimensión de su escritura. Al contrario. Es algo que añade aún más espesor a ella, al permitir acceder a las emociones profundas puestas en juego en una escritura que parecía un trozo frío de inteligencia, pero que en verdad está recorrido por ríos subterráneos de lava ardiente.

Centrado en indagar y hacer emerger estos ríos de lava, hasta ahora desconocidos o poco transitados, el libro de Williamson deja inevitablemente algunos flancos abiertos, aspectos tal vez de difícil o imposible reconstrucción. Uno de ellos es la relación que Borges mantuvo con dos de los que –en vida– reconociócomo sus grandes maestros: el escritor sevillano Cansinos-Assens, al que conoció en Madrid en los años 20 y que le llevó a sumarse al “ultraísmo”, y esa figura espectral de las letras argentinas que fue Macedonio Fernández (a quien Borges dedicó uno de sus memorables ensayos). Reconocer como “maestros” a estos dos personajes, que transitaron por los márgenes absolutos de la literatura y que apenas si dejaron “obra”, orienta notablemente la comprensión de Borges. Como lo hace también saber que Kafka y Whitman fueron los polos opuestos que estimularon su diapasón creativo. Ellos, mucho más que los siempre citados Stevenson, Conrad, etc. (a quienes sin duda admiraba), son los rastros que hay que seguir para llegar a esa inmensa torre de Babel que es la obra borgeana.

Borges, como Cervantes o Lorca, no ha tenido “sucesores”. Su poderosa sombra causa “admiración”, pero más bien temor. A Borges se le reconoce un inmenso pedestal, pero se le mantiene fuera del canon literario. Sólo algunos escritores hispanoamericanos de la última generación han empezado a pugnar por otorgarle un papel central en el canon hispano: Pitol, Bolaño,.. Otros, como Piglia, en cambio, consideran a Borges como el mejor escritor argentino… del siglo XIX.

Leer a Borges fue durante muchos años en nuestro país un puro acto de pedantería intelectual, algo que daba “pedigrí”: enredarse en aquellos laberintos, buscar los “alephs” en los espejos de los pasillos… Todo ese intelectualismo de pacotilla ha ido dejando paso a un silencio espectante.

Sería más que recomendable que al calor de esta extraordinaria herramienta que nos ha regalado Williamson con su biografía, la lectura de Borges se retome como una verdadera guía del camino que debe tomar la literatura en lengua española en este siglo XXI.

Los sinsabores del verdadero policía

Para Bolaño el «verdadero policía» de esta última entrega -póstuma- de su obra es «el lector, que busca en vano ordenar esta novela endemoniada»

La publicación de Los sinsabores del verdadero policía (siete años ya después de la muerte de Bolaño, ocurrida en 2003) ha dado pie a una pequeña polémica entre dos grandes críticos, que merece la pena no obviar. Aunque, ciertamente, como veremos, las divergencias no han hecho que la sangre llegue al río porque, uno y otro, coinciden en lo esencial: sea o no una verdadera novela, en «Los sinsabores…» se encuentran algunas de las páginas más logradas, mejores e incluso memorables de Roberto Bolaño, páginas trazadas con tal libertad, osadía, comicidad, lirismo y misterio, que bastan y sobran para justificar su publicación.

Para J. A. Masoliver Ródenas -que prologa el libro- «Los sinsabores…», amén de un proyecto asumido por Bolaño «desde finales de los años 80», del que fue dejando pistas y huellas en su correspondencia a numerosos amigos, es una obra que, pese a incorporar materiales narrativos, personajes y argumentos que luego acabaron nutriendo otras obras (desde los cuentos de Llamadas telefónicas a su monumental 2666), puede considerarse, por derecho propio, una auténtica novela. Una novela, sin duda inacabada, pero no incompleta, si partimos, ante todo, de una concepción abierta y moderna de este género narrativo, en la que lo provisional, lo fragmentario, lo inconcluso o lo diverso, son de hecho el material esencial y definitivo, la verdadera marca de su textura y de su contemporaneidad. En cuanto al trasvase de textos, personajes y situaciones, nada habría tampoco que objetar, ya que esto es casi una seña de identidad del Bolaño escritor.

Para Ignacio Echevarría -amigo personal de los últimos años de Bolaño y editor literario de sus primeros libros póstumos, especialmente de 2666-, Masoliver Ródenas lleva demasiado lejos la defensa de la idea de que «Los sinsabores…» es una novela, lo que además de innecesario, «puede confundir al lector». Para Echevarría los textos que integran este libro son «materiales destinados a un proyecto de novela finalmente aparcado, algunas de cuyas líneas narrativas condujeron a 2666, mientras que otras quedaron en suspenso, inservibles o pendientes de ser retomadas por el autor, de haber tenido ganas u ocasión de hacerlo». Son, pues, «materiales narrativos que no constituyen en propiedad una novela, no al menos en el sentido cabal que se suele dar a este término. Ni siquiera es, como se sugiere, una novela inconclusa. No. Ni le hace falta». Porque, en efecto, aunque no sea una novela, Echevarría considera que ello «no le resta ningún aliciente» a estas páginas, entre las que se cuentan -dice literalmente- «algunas de las mejores de Roberto Bolaño», páginas que corroboran -añade- «la excepcional calidad de Bolaño como narrador».

El lector queda, pues, invitado a asistir a un extraño, pero verdadero festín, en el que se va a encontrar con platos, bebidas y postres muy diversos, entre los que están auténticos manjares de lujo, aunque nada esté servido con las normas tradicionales y la comida no tenga propiamente ni un orden muy definido ni un final convencional. Lo que no cabe duda -y el lector puede comprobarlo desde las primeras páginas- es que se trata de un verdadero festín, que no va a defraudar a ningún «bolañista» convencido, pero que también puede ser un buen pórtico de entrada para quienes todavía no se han decidido a sumergirse en las deliciosas y turbulentas aguas del mundo narrativo de Bolaño.

No obstante, si hay un eje capaz de vertebrar de algún modo el magma impreciso de este relato ese es, sin duda, la figura de Amalfitano, profesor de literatura, cincuentón, que descubre tardíamente su homosexualidad. Su historia, su pasado, sus relaciones (sobre todo con el joven Padilla, su iniciador homosexual: la más encantadora, sugerente y trágica de todas las perfiladas en el libro), su vida desarraigada y en fuga permanente, sus incontables peripecias por países, universidades, libros, amores y desengaños, configuran un personaje literario absolutamente bolañesco, que el lector puede seguir de algún modo a lo largo de las 300 páginas del libro. Aunque éste no deja nunca de desviarse hacia nuevos personajes, nuevas perspectivas y nuevas escenas, que van añadiendo interés, densidad y amplitud a un relato, en el que el vigor narrativo y el ritmo a veces estresante de la prosa de Bolaño se ven siempre compensados por su inagotable fulgor poético y su honda y, a veces, trágica visión del mundo.

En ese recorrido el lector descubre la verdad que el propio Bolaño proclama en sus páginas: «que un libro es un laberinto y un desierto», en donde es fácil perderse y difícil hallar la salida. Por eso el lector debe ser un «policía», un detective. Alguien que, tal vez, aprende que «la principal enseñanza de la literatura es la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo».

Un torbellino y un espejo: dos palabras que definen muy bien el universo narrativo del propio Bolaño, sin duda uno de los escritores esenciales de nuestro tiempo, sin duda el creador de uno de los planetas literarios recientes más valiosos, al que este nuevo libro no hace sino añadir nuevos atractivos.

Encerrados con un solo juguete

Vuelve Marsé  en su última novela («Caligrafía de los sueños») al territorio de su adolescencia, del que ya nutrió su debut literario hace ahora cincuenta años

Suele recomendar Marsé iniciar la lectura de su obra con Últimas tardes con Teresa (1966), y luego seguir.

Amén de lógicas preferencias, tal sugerencia parece encerrar una cierta prevención -a mi parecer, injustificada- hacia sus obras anteriores, y en especial hacia Encerrados con un solo juguete (1960), su opera prima, una novela que la crítica situó en un momento dado en la corriente del «objetivismo», pero a la que su autor -con el paso del tiempo- le parece, por el contrario, «decadente, intimista y subjetiva». Duros juicios, que quizá le han llevado, medio siglo después, a reconstruir o reformular narrativamente aquel período.

Barcelona 1949. Hace diez años que ha terminado la guerra civil, pero sus devastadores efectos lo impregnan todo: las cosas, las personas, las actitudes… En los barrios altos de la ciudad la vida es dura y monótona. Un tejido social traumatizado y amputado pugna por sobrevivir. Destinos truncados soportan una existencia estrecha y amarga, lastrada por los recuerdos y sin ningún horizonte. Los mayores miran con nostalgia y desazón un pasado truncado en el que lo perdieron casi todo. Y los jóvenes miran con ansiedad y desconcierto un presente inerte y sólo son capaces de representarse el futuro en torno a una idea: la huida.

Las tres familias que nutren el relato de Marsé tienen un denominador común: a las tres les falta el padre. El de Andrés Ferrán –protagonista y antihéroe de la novela, con ciertas trazas de encarar lo más próximo al universo adolescente del propio Marsé–, murió en las postrimerías de la guerra de un balazo cuando intentaba evitar la quema de una iglesia, pese a ser de izquierdas. El de Martín –su ex amigo y rival–, murió loco en la cárcel de Alicante. El padre de la familia Climent, partió al extranjero durante la guerra, ha prosperado en Brasil, sigue manteniendo a su familia con el envío de un cheque mensual, pero ha formado allí un nuevo hogar y ya no piensa en volver.

Esta “falta”, esta carencia, habla de los terribles sacrificios y amputaciones del pasado, a la vez que agudiza el terreno inestable, incierto, quebradizo, en el que se desenvuelven las tres familias, al frente de las cuales han quedado tres mujeres, que son de hecho tres vidas traumatizadas, tres viudas… anegadas de recuerdos dolorosos, obligadas a hacer frente a la supervivencia de los suyos en una realidad hostil… y perfectamente inútiles a la hora de ayudar a resolver los incomprensibles problemas de identidad a que se enfrentan sus hijos, hastiados ya del sonsonete familiar sobre los recuerdos del pasado, aburridos mortalmente en un mundo sin alicientes que defrauda todas sus expectativas y sumidos en una paralizante mezcla de rabia, indiferencia, resignación y amargura.

Andrés –como hizo en su día el propio Marsé– ha abandonado su trabajo en un taller de joyería, hastiado por una tarea que no le satisface y en la que ya no puede concentrarse, pero no sabe qué hacer con su vida. Eso le vale la hostilidad permanente de su hermana –que trabaja en una oficina– y el mudo reproche compasivo de su madre. Sin nada que hacer, cansado de la vida en los bares y con la pandilla, se refugia en la casa de los Climent, una familia antaño adinerada, que vive ahora entre estrecheces, y merced al cheque que envía el padre desde Brasil, y sobre la que corren por el barrio todo tipo de comentarios: que la madre “es una fulana desde que el marido la dejó”, que la hija –Tina– es tres cuartos de lo mismo, que son raros, que están locos, que viven encerrados sin pisar la calle… Estos chismes y esa atmósfera no sólo no incomodan, sino que atraen a Andrés, sobre todo por Tina, la hija, que es ahora su “novia”…, pero también la ex novia de su ex amigo Martín, un adolescente turbio y violento, que presiona a la madre para que convenza a su hija de que vuelva con él.

Toda la novela está impregnada por una pulsión sexual reprimida que empuja y consume la existencia de todos ellos, y que acaba desbordándose siempre de forma aberrante. Cuando Andrés y Tina, tras vencer mil obstáculos, logran acostarse en casa de una prostituta amiga de aquél, el tantas veces deseado encuentro acaba en un fiasco. La madre de los Climent –en el ensueño de que todavía es una mujer atractiva y deseable– “fuerza” a Martín a que le haga el amor una noche en la casita de la playa. Y ella misma prepara las condiciones para que su hija acabe siendo violada por Martín, lo que va a acabar precipitando su propio final.

Pero más que “los hechos” o el argumento de la novela, lo que destaca de esta obra es la poderosa atmósfera, agobiante y claustrofóbica, que Marsé logra crear. Una atmósfera que encierra, en definitiva, una poderosísima metáfora literaria de una España en la que, soterradamente, se está produciendo el tránsito desde la sangrienta y criminal posguerra a esa dictadura gris, plomiza, represiva y nacionalcatólica de los años cincuenta.

Pero, ojo, la novela no es en modo alguno –al rebufo del presente– un ejercicio de memoria histórica de una época. La “época” aparece más definida por lo que falta que por lo que hay en la historia de Marsé, que es una narración pura y dura.

Una narración, ambientada en la posguerra, pero centrada rigurosamente en los devaneos de unos jóvenes defraudados por la realidad, una realidad que es el resultado de una guerra librada (y perdida) por sus padres: una guerra que “ya no es suya” (de ahí la impaciencia y el fastidio de Andrés durante la visita del amigo de su padre) pero que, no obstante, les impide formarse una identidad propia: saber quiénes son, qué quieren, qué desean hacer… poder entenderse, amarse, disfrutar de la vida.

Inpregnada de un áura gris, húmeda y fría –como la de los inviernos en Barcelona–, la novela habla de la búsqueda de la identidad y de la felicidad. Algo muy difícil de encontrar cuando se vive constantemente encerrado con un solo juguete: la desesperación.

Con Encerrados con un solo juguete, Juan Marsé fue finalista del Premio Biblioteca Breve de novela en 1960, inició su brillantísima y singular carrera de narrador y nos dejó, en ella, las pistas necesarias para entender de dónde, cómo y por qué nació su ya irrefrenable vocación por la escritura. La que ha acabado por convertirlo en un “clásico” vivo de las letras españolas.

La carretera

Harold Bloom define a Cormac McCarthy como un escritor de estirpe “shakespeariana”, el más digno discípulo de Melville y Faulkner en la narrativa norteamericana del presente y el escritor “apocalíptico” más grande de Estados Unidos, dotado con una “originalidad aterradora”.

Todos estos juicios, que están esencialmente fundados en la crítica de Meridiano de sangre –la primera gran obra maestra de Cormac McMarthy–, adquieren un significado y un valor nuevos, se reactualizan plenamente, ante “The road” (La carretera), su última novela, que fue galardonada con el premio Pulitzer 2007. Una novela que propone al lector el desafío de acompañarle a un verdadero viaje a los infiernos.

Inquietante desde el primer párrafo, trágica en su más honda concepción, lúcida como pocas, la novela de Cormac McCarthy transcurre en la inmensidad del territorio norteamericano, un espacio devastado por lo que podría ser –aunque nunca lo sabemos con certeza– un reciente holocausto nuclear.

En ese escenario dantesco, un páramo carbonizado que es lo único que queda de lo que algún día fueron los Estados Unidos, un padre trata de salvar la vida de su hijo emprendiendo un viaje desesperado hacia el sur, hacia el mar, con el quimérico anhelo de encontrar allí unas mejores condiciones de vida, que aseguren su supervivencia. Huyendo de “un frío capaz de romper las piedras”, azotados por lluvias persistentes y nieve frecuente, padre e hijo recorren, siguiendo la ruta de una carretera incierta, un paisaje apocalíptico. Ya no resta más forma de vida que la humana, un escaso puñado de supervivientes, convertido en su mayor parte en forajidos salvajes y bandas de caníbales, frente a los que hay que mantenerse en una alerta permanente para no sucumbir a su ferocidad.

Amenazados de muerte por el frío y por “los otros”, en un escenario baldío, de árboles quemados y casas derruidas, de ceniza y luz muerta, empujando un carrito de la compra donde guardan sus escasas pertenencias, padre e hijo avanzan tercamente hacia el sur recorriendo los lugares donde aquél pasó su infancia, recordada en fugaces visiones, como un paraíso perdido. El padre evoca entonces su pasado, pero sin saber con certeza si esa memoria no es ya más que un mito, la imperiosa necesidad de crear un mito fundacional que dé sentido a la desolación que lo rodea.

Así resumida, podría extraerse la falsa impresión de que nos hallamos ante a un manido relato catastrofista de terror o ciencia-ficción al estilo de Hollywood, destinado a exhibir el espectáculo del Apocalipsis con gran derroche de “efectos especiales”. Pero nada más lejos de la realidad. Verdaderamente, se trata de las antípodas de esa vacuidad y de ese exhibicionismo.

Si con algo cabe, por el contrario, emparentar el libro es con la tragedia clásica. El libro provoca en el lector algo muy similar a lo que podemos presumir producía la representación de una tragedia entre los griegos: una verdadera conmoción, una auténtica catarsis. Como en la tragedia clásica, en “The road” el “destino” ya ha decidido, y al espectador (en este caso al lector) sólo le queda –como dice José María Guelbenzu– “el placer piadoso del estremecimiento por la suerte de los mortales como él”.

Y es en la “suerte” del padre y del hijo, en sus peripecias, donde Cormac McCarthy se la juega como narrador, en una apuesta de alto riesgo, de la que sale indudablemente victorioso. La lucha del padre por salir adelante y salvaguardar al hijo de lo inevitable adquiere verdadera grandeza. Y todo ello sin necesidad de recurrir a gestos heroicos o espectaculares. Al contrario, con un singular ascetismo lingüístico, McCarthy insiste una y otra vez –pero sin cansar al lector, que está dominado por la tensión implacable del relato– en los gestos repetitivos y las acciones básicas de la supervivencia. Los diálogos, cortos y efectivos, tienen a la vez una resonancia cotidiana y sagrada. Las pinceladas de la situación son escuetas, pero precisas y de una eficacia demoledora. Con estos mimbres, Cormac McCarthy sostiene en vilo una narración que, a la vez que mantiene en verdadero vilo al lector, le lleva a interrogarse una y otra vez por las preguntas que palpitan y respiran en las entrañas del libro.

Más que el “por qué” del Apocalipsis vivido –que ni el protagonista ni el niño se preguntan, ¿ya para qué?–, McCarthy parece inquirirnos por preguntas aún más esenciales: ¿por qué vivimos?, ¿por qué nos empeñamos en sobrevivir como humanos y no como animales?

El escenario en que McCarthy diseña su relato es extremo y, por ello, de límites muy precisos. Como el cuadrilátero de un ring. Pero resulta decisivo para que allí se escenifique la acción con toda su nitidez y dramatismo. En la aparente simplicidad del juego, la lucha de principios aparece desnuda, rotunda, implacable.

El niño, que ha sido educado por el padre en principios y valores humanos, encarna en su pletórica ingenuidad la demanda de su aplicación incondicionada. Pero el padre, que ha de asegurar su supervivencia, en un medio inconmensurablemente hostil, tiene que enfrentarse a cada paso con el dilema que enfrenta lo ideal con lo real.

En esas encrucijadas, padre e hijo, unidos por el amor y el miedo, están completamente solos. Arrastran consigo su conciencia y su moral, su fe en la vida, pero también la ausencia y el silencio aterrador de dios. ¿Dónde está el dios del “Dios bendiga América”? «Cuando los hombres están en las últimas, sus dioses también lo están», reflexiona con ironía McCarthy –quizá la única ironía que el escritor se permite en un relato, estremecedor en su objetividad narrativa y grandioso en su rigor lingüístico.

Una obra que corrobora plenamente la apuesta de Harold Bloom: Cormac McCarthy es, más que ningún otro escritor norteamericano, el verdadero heredero de Melville y de Faulkner.