Archive for marzo 2011

El agente secreto

En 1909, Joseph Conrad escribió la novela que convirtió a las metrópolis modernas en el escenario crucial de la ficción contemporánea

Desde que decidió tomar la pluma en 1893 hasta 1904, Joseph Conrad (nacido en Polonia pero naturalizado británico) sacó a la luz uno de los más grandes monumentos de la literatura europea dedicado casi en exclusiva a un tema -la vida en el mar-, en el que alcanzó tal maestría que sigue siendo hoy un autor insuperado. Pero tras escribir un puñado de obras maestras (El negro del Narcissus, El corazón de las tinieblas, Lord Jim o Nostromo), con el mar como escenario esencial, Conrad decidió dar un giro a su obra, cambiar radicalmente de escenario y dirigir su atención a la gran ciudad.

En 1920, en el prólogo a la segunda edición de su novela El agente secreto (publicada en 1909), Conrad explica las razones que le empujaron a escribirla, así como el hallazgo de un nuevo escenario para su obra: «Se me presentó entonces -dice- la visión de una gran ciudad, de una monstruosa ciudad más poblada que algunos continentes e indiferente, por su humano poderío, a la cólera o a las sonrisas del cielo; un cruel devorador de la luz del mundo. Allí había espacio suficiente para situar cualquier historia, profundidad para cualquier pasión, variedad para cualquier argumento, suficiente oscuridad como para enterrar cinco millones de vidas. De manera irresistible la ciudad se convirtió en el escenario para el siguiente período de profundas e insinuantes meditaciones. Interminables vistas se abrían ante mí en varias direcciones. Necesitaría años para encontrar el camino adecuado».

El mar y la gran ciudad compartían, a tenor de esas impresiones, más de un rasgo común. Comentándalos, Juan Benet destacaba: «entre otras cosas, esa inabarcable extensión solo parcialmente percibida que por su falta de límites ofrece un inapreciable marco a la inabarcable extensión del alma humana, siempre parcialmente percibida; esa permanente posibilidad de aparición del misterio, de la misma entidad cuando se oculta tras la línea del horizonte que cuando puede surgir en una calle desconocida, en una barriada alejada». Y concluye diciendo: «Se diría que Conrad vivía en un estado de permanente vigilancia -muy propio del hombre que había consumido quince años en el mar- hacia todo lo inesperado que pudiera ocurrir en la vida cotidiana y su atención, en franca oposición a la tendencia naturalista de su tiempo, a la escuela que pretendía sacar acta notarial del desarrollo normal de la sociedad aun a través de las anomalías individuales, se dirigía hacia aquel sujeto o hacia aquel suceso insólito que demostraría qué lejos estaba el hombre de su tiempo de conocer el mundo en que vivía».

La gran ciudad ofrecía, sin duda, el escenario adecuado para cumplir ese propósito. Porque si la metrópoli moderna había concentrado por un lado las ingentes masas del poder político, financiero, industrial y social también se había convertido en el refugio de las fuerzas «oscuras» que aspiraban a su destrucción (Conrad es el primer escritor que va a reflejar, en El agente secreto precisamente, la importancia y el sentido del terrorismo urbano moderno), así como también en el recipiente de esa inmensa masa de «desarraigados» y marginados que van a nutrir el filón del «antihéroe» de la novela moderna.

La gran ciudad entra en la novela moderna como escenario y no como simple decorado de la acción o como marco social de un mundo cultural cerrado. Con la misma indiferencia moral, crueldad amoral, incertidumbre y horizontes inciertos que el mar. Si el misterio comienza allí donde acaba la capacidad de dominio, la inabarcable dimensión de la metrópoli se convierte en el más sugerente y perverso ámbito del misterio. Un misterio que comienza a indagarse hace un siglo, siguiendo los pasos del «terrorista» Verloc por las calles de Londres, en las memorables páginas de El agente secreto de Conrad.

Viaje al fin de la noche

«Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón”.

Por este lenguaje descarnado, veraz, vivo, mordaz e hiriente, Céline (seudónimo del escritor francés Louis Ferdinand Destouches, 1894-1961) es uno de los escritores más grandes del siglo XX, y uno de los hombres más odiados por la burguesía cultural y política francesa. Que, además, escribiese, en los años cuarenta, unos odiosos panfletos antisemitas (expresión, como dice Echevarría, “más de una idiosincrasia personal que de una ideología”) ha sido, durante decenios, la “excusa” perfecta para marginarlo y presentarlo públicamente como un “monstruo”, para intentar (desde las poltronas académicas parisinas) desacreditar su literatura y, en definitiva, invalidar esa verdadera bomba de neutrones literaria que es Viaje al fin de la noche, una de las novelas esenciales del siglo XX.

Nada debe extrañar que Céline siga siendo una presencia incómoda en el panorama cultural francés. Esa incomodidad se ha vuelto a poner de relieve estos días cuando su ministro de Cultura (nada menos que un sobrino de Mitterand) anunciaba que Céline (de cuya muerte se cumplen cincuenta años) había sido eliminado de la lista de “celebraciones nacionales” del año 2011. Por su “antisemitismo”. Correcto, pero, entonces, ¿no debería también Francia, patria, fuente y origen de todo el antisemitismo europeo, suprimir todas las celebraciones nacionales dedicadas a sí misma? ¿O no debería el sobrino prohibir toda celebración de su célebre tío, el ex presidente Mitterand, que fue, como es sabido, un activo colaborador del régimen colaboracionista de Vichy, que envió a decenas de miles de judíos franceses a los campos de concentración alemanes?

Céline sigue siendo, cincuenta años después de su muerte, el “chivo expiatorio” sobre el que se sigue descargando la mala conciencia de una nación que aún no puede confesarse a sí misma su ignominiosa conducta en los años de la “ocupación”. “Odiando” oficialmente a Céline creen expresar su “odio” hacia algo “extraño a ellos”, pero en realidad no hacen sino exorcizar en una víctima sus propias monstruosidades.

Y nadie fue, además, más contundente en sacar a la luz ese escenario monstruoso que el propio Céline. Un escritor de raza que ya en la página segunda de Viaje al fin de la noche deja esta perla indigerible: “¡No es verdad! La raza (francesa), lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste, los tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante. Eso es Francia y los franceses también”.

Y así sigue, sin desmayo, durante las 500 páginas de este libro excepcional, que, a pesar de los dicterios oficiales, es uno de los más leídos en Francia, y cuyo autor goza, entre los verdaderos lectores, de una preeminencia literaria que lo coloca como el mejor escritor francés del siglo XX, sólo por detrás de Marcel Proust. También es el autor más traducido, después de Proust.

Nacido en un pueblecito de Francia en 1894, Céline (que tomó este seudónimo de su madre y su abuela) se alistó a los diecinueve años -como tantos artistas, escritores e intelectuales de toda Europa- en una unidad de caballería para participar en aquella “alegría bélica” que las burguesías europeas desencadenaron en 1914, y que no sólo terminó por convertirse en una carnicería espantosa, sino que fue un auténtico tiro en la sién disparado contra Europa misma, que inicia con estos fuegos artificiales, regados de abundante sangre joven, una espiral de autodestrucción, que le llevará en 1945 (tras ese segundo episodio de la guerra inconclusa de 1914-1919 que fue la segunda guerra mundial) a perder toda soberanía y a convertirse en el campo de juego y disputa de dos potencias ajenas: EEUU y la URSS.

El joven Céline es herido grave de buenas a primeras (y recibe por ello hasta una medalla), pero esta corta experiencia es suficiente para que tome conciencia de lo que es la guerra, el ejército, los sinvergüenzas, ineptos y criminales que mandan a la gente a la muerte sin el menor escrúpulo (o sea, los mandos del ejército), y también la actitud de los ricos y poderosos que, en París, siguen de fiesta mientras en las trincheras se desangran miles de jóvenes, seducidos por una quimera y ahora atrapados en barrizales inmundos, esperando la llegada de las balas enemigas.

“Somos vírgenes del horror –dice Céline en Viaje al fin de la noche—, igual que del placer. ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego…”.

Y un poco más adelante, sigue: “Hay muchas formas de estar condenado a muerte. ¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento, por estar en la cárcel en lugar de allí! Por haber robado, previsor, algo, por ejemplo, cuando era tan fácil, en algún sitio, cuando aún estaba a tiempo. ¡No piensa uno en nada! De la cárcel sales vivo; de la guerra, no. Todo lo demás son palabras”.

En 1932, tras una vida llena de peripecias (viajes, exilios, matrimonios fracasados, experiencias en el África colonial, estudios de medicina, nuevos viajes por EEUU, Cuba, Canadá, Inglaterra, Senegal, Nigeria…) y el fracaso de su clínica privada, Céline da a la luz Voyage au bout de la nuit, una novela en la que no sólo vuelca gran parte de su experiencia vital, sino que logra, a través de un lenguaje nuevo, descarnado y liberado de formalismos, una de las críticas más mordaces, lúcidas, profundas e implacables que la literatura ha hecho nunca, no ya de Francia, o de la burguesía francesa, sino de toda la civilización occidental, sobre todo de sus clases dirigentes y dominantes, ávidas de placer, dinero y poder, y dispuestas a mandar a la muerte a quien sea o a explotar salvajemente a pueblos y continentes enteros sin el menor escrúpulo.

Merezca o no una de esas horribles “celebraciones nacionales”, pomposas y genuinamente antiliterarias sobre la que Céline hubiera seguramente escupido; aunque sea abolutamente reprobable su antisemitismo (por otro lado, tan “francés” y tan europeo), lo cierto es que, en este cincuenta aniversario de su muerte, lo verdaderamente indiscutible es que hay que leer —o aún mejor, releer— este Viaje al fin de la noche, que es, en todos los sentidos, una novela inolvidable, una obra cumbre del género narrativo, una mirada, una voz, que entran como un cuchillo hasta el fondo de algo ( y ese algo es nada menos que nuestro mundo, nuestra civilización) y saca a la luz sus miserias y sus gozos, con un lenguaje tan preciso como desvergonzado: el lenguaje de la vida.