Archive for abril 2011

Almas muertas

Creador, junto a su amigo y mentor Aleksandr Pushkin, de la gran prosa rusa del siglo XIX (que luego se prolongará con la obra de Dostoievski, Tolstoi, Turguenev y Chejov), Nikolai Gogol permanece como el más excéntrico, corrosivo y provocador de todos los grandes escritores rusos, y quizá como el más “actual” y “vivo” de todos ellos, por su sorprendente y radical modernidad. Su gran obra maestra, la narración Almas muertas –una obra más en la estela del Quijote– sufre un verdadero “boom” editorial en España, y se revela como una de las grandes creaciones literarias modernas, una cumbre insuperable de la novela satírica y una pieza esencial para entender el devenir y la singularidad de Rusia (algo nada desdeñable ahora que ha vuelto a la escena mundial).

Gogol nació en 1809 en una modesta ciudad ucraniana, en el seno de una familia de la pequeña nobleza cosaca. Prácticamente toda su vida discurrió en el marco de uno de los períodos de mayor represión e intolerancia del XIX ruso, el reinado de Nicolás I, quien tras aplastar el levantamiento “decembrista” (impulsado por un grupo de jóvenes oficiales imbuidos por los ideales ilustrados procedentes de la Francia napoleónica a la que acababan de derrotar) impuso el absolutismo extremo en todo el Imperio, bajo el lema “Ortodoxia, Autocracia, Nación”. Nicolás I estableció la censura en la prensa y las editoriales, impuso un estricto régimen policial, sometió a riguroso control los centros educativos y mantuvo el régimen de servidumbre en el campo, decretando una implacable persecución de cuantas ideas o actos pudieran cuestionar o socavar el absolutismo zarista o la vigencia del régimen de servidumbre. Su celo represivo no pudo impedir, sin embargo, que aun de forma soterrada, el debate sobre las nuevas ideas liberales alcanzase cada hogar, cada aldea, cada ciudad, sobre todo entre la baja y media nobleza.

Gogol nació, creció y se desarrolló en ese ambiente. Desde muy joven sucumbió a la tentación de la literatura. Con solo 19 años, en 1828, se trasladó a San Petersburgo, llevando en su maleta un largo y brumoso poema sobre motivos germánicos, que editó con su propio dinero y la crítica masacró. Gogol recogió todos los ejemplares depositados en las librerías y los quemó.

Aquel fracaso inicial no le hizo, sin embargo, desistir de su empeño y en 1831 volvió a la carga con dos volúmenes de relatos folclóricos de tema ucraniano, filón que continuará explotando en 1835 con sus Relatos de Mirgorov. En esta etapa Gogol escribe aún bajo la influencia del romanticismo alemán (sobre todo, E. T. Hoffmann), pero también del incipiente naturalismo ruso, dando cabida en su obra a elementos contradictorios: lo costumbrista y lo onírico, lo sarcástico y lo patético, el amor a Rusia y la revelación de sus horrores… Pero, sobre todo, Gogol aparece ya como el artífice de una lengua nueva, madura y a la vez fresca, que le gana el favor y la admiración de Pushkin y de Belinski, el gran crítico liberal ruso que saludó su obra como la del gran narrador esperado desde hacía mucho tiempo por la sociedad rusa.

En 1836 Gogol estrena en San Petersburgo una comedia satírica: El inspector general, crítica velada pero encarnizada de la estupidez y venalidad de los funcionarios imperiales rusos, algo insólito en la Rusia de la época. La obra provocó el escándalo de los círculos conservadores y el entusiasmo de los liberales: Gogol teme por su futuro y decide marchar al extranjero.

Vivirá varios años fuera de Rusia, sobre todo en Roma, donde escribió Almas muertas, su obra mayor, cuya primera parte se publicó en 1842.

En Almas muertas Gogol aborda uno de los temas cruciales y a la vez el mayor tabú de la Rusia zarista: la cuestión de los “siervos”. Y lo hace con una originalidad radical, tanto por el argumento, como por la caracterización de los personajes, como por el tono satírico que domina el relato.

La trama es sorprendente. El personaje central, un individuo llamado Chíchikov –y cuyo pasado inicialmente ignoramos– llega a una capital de provincias, se relaciona con los altos funcionarios y los principales terratenientes de la región, a los que, tras embaucarlos con buenas palabras y elegantes modales, les propone un negocio insólito: comprarles sus “almas muertas”. En el lenguaje administrativo ruso ese término designaba a los siervos fallecidos en el período comprendido entre dos censos, y por los cuales el propietario tenía que seguir pagando impuestos hasta que el siguiente censo hiciera “oficial” su defunción. Chíchikov se propone adquirir el mayor número posible de “almas muertas” –realmente muertas, aunque oficialmente aún vivas– pagando precios irrisorios –en definita, como dice con el mayor cinismo, está comprando “algo que no vale ya nada” y que, además, va a librar al amo de seguir pagando impuestos por ellos–, para después hipotecarlas al Estado y hacerse así con la fortuna necesaria para adquirir una hacienda propia y poder llevar una vida con el mayor confort.

Este pícaro farsante, oculto tras la fachada de sus bellas palabras e impecables modales, se lanza a los caminos en busca de su “extraña” mercancía, y ¿qué encuentra? Una realidad deprimente y paródica. De un lado, unos terratenientes carcomidos por la desidia y la ineficacia, despóticos, cultivadores del capricho o enfermos de melancolía. De otro lado, miles y miles de siervos que arrastran una vida lamentable, hacinados en casuchas, entregados a la bebida, degradados hasta extremos inverosímiles. La gran fachada del imperio ruso es demolida página a página por Gogol, que nos muestra la auténtica realidad: una ciénaga de aguas estancadas, podridas, malolientes. Donde la retórica oficial insistía en la nobleza del alma y la vida rusa, Gogol destapa la vulgaridad y la ignominia; frente al discurso de la “armonía social”, muestra el desorden y el caos de una sociedad rota por desigualdades e injusticias atroces.

Que Gogol desnude la Rusia zarista y muestre los harapos reales con que va vestida y lo haga recurriendo a la parodia, al humor, al sarcasmo, a la mejor ironía cervantiva, es sin duda el logro mayor de una obra en la que late, de fondo, un afán: la reforma de Rusia.

Esa misma ansia de “reforma moral” llevaría a Gógol a derivar, poco a poco, a un nacionalismo conservador cada vez más radical, que traicionaba el sentido implícito en Almas muertas. Por eso, sin duda, Gogol acabó quemando en la hoguera la segunda parte de su novela,

Gogol es sin duda el mayor escritor satírico de Rusia, y su obra ha dejado huella en extraordinarios sucesores, como Bulgakov o Siniavski, pero también en la obra de escritores no rusos, como Gombrowicz, Pitol o Vila-Matas. Todos los escritores “excéntricos” reivindican siempre a Gogol como un precedente inevitable. Su capacidad para destruir tabúes, desnudar lo intocable y corroerlo todo con su humor, son todo un logro de la literatura universal.

Verano

El sudafricano J. M. Coetzee, premio nobel de literatura, ensaya una fórmula narrativa autobiográfica valiente y llena de riesgos

Nacido y educado en Sudáfrica (1940), profesor de literatura y lengua inglesa en Estados Unidos, Gran Bretaña y en la universidad de El Cabo, residente desde hace ya más de una década en Australia, J. M. Coetzee es en cierto modo el prototipo del escritor anglosajón (el único que, por otra parte, ha ganado dos veces el Man Booker, el premio por excelencia de esas letras), a pesar de que, en realidad, nació y creció en el seno de una familia de afrikáners, o sea, los descendientes de los primeros colonos holandeses. No es ésta, con todo, la única paradoja de un escritor, cuya literatura tiene la gran virtud de la «infidelidad», de no resignarse jamás a repetir la misma fórmula (por exitosa que haya sido), que descoloca de antemano siempre al lector, que busca incesantemente perspectivas y modelos narrativos nuevos y que nunca repite, de una obra a otra, el mismo molde literario (aunque no todos ellos sean, hay que decirlo, de invención propia).

Esta permanente variación y novedad de las formas narrativas no afecta, sin embargo, al estilo propiamente dicho, que siempre es equilibrado y elegante, preciso y sencillo, ajeno a todo barroquismo y muy asequible para el lector. Por distintos que sean los moldes de sus obras, la prosa de Coetzee es de las que siempre te acoge y acuna ya desde la primera línea y, sin grandes sobresaltos, de forma sosegada y franquila, pero firme, te lleva en volandas por los meandros de sus argumentos, sus tramas y sus historias, en las que siempre nos aguardan dilemas e interrogantes de gran calado.

En Verano (2010), la tercera de las obras que conforman un ciclo autobiográfico abierto con Infancia (1998) y proseguido con Juventud (2002), Coetzee aborda un fragmento particularmente delicado y subjetivamente trascendente de su vida, ya en el comienzo de la madurez: los años que van de 1972 a 1976, tras su regreso a Sudáfrica después de una larga estancia en Estados Unidos, unos años en que se recrudece el sistema del apartheid y las matanzas, él lleva la vida de un ermitaño solitario cuidando de su padre viudo, trata de encontrar un trabajo adecuado y estable y da a luz su primera novela: Tierras de poniente (1974).

La perspectiva que elije Coetzzee para dar cuenta de este período es verdaderamente inaudita. Él ha muerto ya y un estudioso de su obra, que ni siquiera lo ha conocido, intenta reconstruir, por medio de unas notas que aquél ha dejado escritas, pero sobre todo entrevistando a personas que le conocieron, quién era realmente, qué hacía en esa época, cuál era su actitud hacia la Sudáfrica de entonces, hacia su padre, hacia su familia, cuál era la filosofía de su vida,cuáles sus sentimientos, sus emociones, sus afectos, sus formas de relación con los otros, su horizonte vital, si es que lo tenía. Y, muy especialmente, cómo era su relación con las mujeres.

El bisoño entrevistador da con cinco personajes, cuatro de ellos mujeres con las que el difunto Coetzee mantuvo, de alguna forma, una relación amorosa: la doctora judía Julia Frankl, su prima Margot, Adriana -la madre brasileña de una de sus alumnas- y Sophie, una profesora de literatura francesa y compañera de facultad. Al menos tres de estas cuatro «entrevistas» son trabajos verdaderamente memorables, ante todo por la cruda luz que arrojan sobre el escritor, su temperamento frío y distante, su incapacidad de «acoplarse con otra persona» (en particular con una mujer), su falta de pasión y su débil virilidad, sus peregrinas teorías sobre la sexualidad (como la de intentar acoplar el ritmo del coito a la música de Schubert) o sus extrañas e ineficaces formas de cortejo (las interminables y abstrusas cartas a Adriana).

La imagen que Coetzee construye de sí mismo a través de este complejo y entretenido puzzle no es precisamente heroica: reina una sinceridad descarnada, con leves toques de ironía y una tímida intención autocrítica teñida de aparente objetividad.

Las entrevistas son, asimismo, logradas y creíbles porque esas mujeres que hablan de Coetzee hablan ante todo de sí mismas, de sus vidas, de sus anhelos, de sus ambiciones, y construyen personajes vivos, muy bien definidos, llenos de matices, a través de los cuales, no solo la vida del escritor, su peculiar talante, sus curiosas obsesiones, su extraña manera de ser, se aclaran con notable veracidad, sino que también toda una época queda extraordinariamente iluminada desde todos esos focos distintos, poderosos, cuyas emisiones de luz no solo nos permiten discernir el perfil de las imágenes más cercanas, sino el tamaño y la dimensión de las zonas de sombras que aún quedan por descubrir.

Tu rostro mañana

Tu rostro mañana” es sin duda una obra de madurez, de una madurez pletórica, que a la vez presupone y desborda todo lo hecho con anterioridad por Javier Marías

Poco se puede añadir a lo que ya es público y reconocido y –extrañamente– casi unánime: es decir, que Javier Marías (Madrid, 1951) ocupa no sólo un lugar absolutamente central en la narrativa española de los últimos 25 años, sino que es ya uno de los mayores escritores de nuestro tiempo, lo que es asumido y avalado por la crítica anglosajona, alemana, francesa y, por supuesto, española.

Ello se apoya en muchos factores, pero sobre todo en uno, indiscutible: un puñado de extraordinarias novelas escritas con un estilo propio, singular e intransferible y un mundo narrativo propio, que salta de una a otra y que todas ellas completan y engrandecen.

Algunas de estas obras –como Todas las almas, Corazón tan blancoMañana en la batalla piensa en mí– no sólo han sido laureadas con multitud de premios internacionales, sino también ávidamente leídas por un público multinacional y sorprendentemente amplio. Otras, en cambio, como Negra espalda del tiempo, han hecho torcer el gesto de la crítica más ortodoxa y tropezado con una cierta resistencia, aunque el lector fiel –y sabio– la asumió, la gozó y desde ella ha dispuesto de un extraordinario trampolín desde el que zambullirse en esa magistral culminación de su obra que es Tu rostro mañana, una novela que tanto por su tamaño como por su ambición, y, sobre todo, por su realización y sus logros, está un peldaño por encima de todas las anteriores.

La hazaña narrativa de Marías en Tu rostro mañana no es pequeña. Levantar este inmenso edificio narrativo sin prácticamente ninguna trama, o con una trama tan tenue y sencilla que puede resumirrse en media docena de líneas, no es la menor de sus osadías. Pero todo puede esperarse de un escritor que inicia una novela de 1500 páginas diciendo: “No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido”. Este espíritu de contradicción, que anida en toda la narrativa de Marías, adquiere aquí una dimensión creativa admirable.

Tu rostro mañana contiene el relato minucioso, demorado y digresivo de un narrador, a quien Marías bautiza como Javier, o Jacobo, o Xavier, o Jacques Deza, al que contratan unos telúricos e imprecisos servicios de inteligencia británicos, más o menos herederos o continuadores de aquellos míticos servicios secretos que jugaron un papel crucial en los años treinta y cuarenta y luego en la segunda guerra mundial y en la guerra fría –y a los que estuvieron vinculados tantos profesores universitarios de Oxford y Cambridge–, para que realice una tarea singular para la que tiene, al parecer de su amigo y viejo maestro de Oxford, sir Peter Wheeler, un “don” especial: el don de leer e interpretar en el rostro actual de un desconocido su comportamiento futuro, si será capaz o no de matar, si traicionará o no una determinada causa, o si será leal a ella, incluso hasta la muerte, qué será de su vida, qué será capaz de hacer y qué no,… Un trabajo, una tarea, a la que en algunos momentos se la designa como “intérprete de vidas”.

Y tomando este hilo conductor, Marías nos lleva, con aparente azar, pero con rigurosa necesidad, a uno tras otro de los grandes temas que le obsesionan, que quiere aclarar, que quiere narrar. Muchos de esos temas conciernen al pasado que ha configurado nuestro presente (la guerra civil española, la segunda guerra mundial), lo que ha llevado a algunos críticos a definir la novela de Marías como una “En busca del tiempo perdido” española, lo que se justificaría no sólo por su ambicioso afán de reconstruir el pasado, sino también por la amplitud “proustiana” de la frase o su incansable trabajo de reflexión. Pero, sin dejar de ser verdad que hay un cierto aliento proustiano, a Marías le interesa –más que recobrar el pasado– hacer un cierto diagnóstico sobre el presente, un diagnóstico que requiere del pasado como elemento de génesis y como término de comparación.

Para esta doble ingente tarea de reconstrucción histórica y de diagnosis del presente, Javier Marías “inaugura” una prosa envolvente, de período amplísimo, que enlaza proposición tras proposición, encadena enumeraciones vastísimas, se prolonga con interminables disyunciones (o, ni), y matiza una y otra vez las cosas, hasta alcanzar una precisión digna de encomio. Enroscada como una serpiente, la prosa de Marías encanta y encadena al lector, que no busca nunca un final para esta historia, sino sólo que Marías siga y siga narrando. Su “inusual mezcla de sofisticación y cercanía” –como subrayaba recientemente el crítico literario de la prestigiosa revista The New Yorker– hace de la prosa de Marías un vehículo muy poderoso para que el lector, en vez de desanimarse ante las dificultades –que las hay, porque Marías no hace ni una sola concesión– desee superarlas, y disfrute haciéndolo.

Con Tu rostro mañana Marías ha creado una obra verdaderamente grande, una obra inmensa, inagotable, de obligada y merecida lectura, a la que será necesario volver una y otra vez en el futuro.

Una novela que presupone –y requiere– casi toda su obra anterior, sin la cual la lectura de esta novela pierde apoyaturas, complicidades, motivaciones. Aunque, desde luego, la obra se sostiene por sí misma, y no sólo se sostiene, se erige como un verdadero monumento literario, del cual el lector sale impresionado, enriquecido, deleitado y casi anodadado. El impacto de esta obra es el de cualquiera de los grandes clásicos de la literatura universal.

Némesis

Philip Roth pone en juego todo su talento narrativo en una nueva obra “magistralmente construida y llena de suspense” (J. M. Coetzee), sobre el azar, el destino, la culpa y el castigo

Con ésta ya van cuatro o cinco las novelas breves (o relatos largos) con los que un Philip Roth inacabable (que se acerca ya tranquilamente a los 80 años, pues nació en 1933 en Newark, New Jersey, EEUU), va completando otro nuevo ciclo narrativo dentro de su singular galaxia literaria, en la que dominan los astros de brillo excepcional, aunque también, como es lógico, encontramos algunos satélites opacos.

Hay críticos y escritores (como el premio nobel sudafricano J. M. Coetzee) para los que este ciclo último (formado por Elegía, Indignación, Humillación y ahora Némesis) son aportaciones menores a un canon que alcanzó su cumbre irrebasable con obras como El teatro de Sabbath o Pastoral americana. Y otros (como el irlandés John Banville) que no han dudado en calificar a Indignación como su mejor obra.

En todo caso, sea cual sea su dimensión y su papel en el conjunto de su obra, esta Némesis (Mondadori, 2011) es, sin duda, un relato sobrecogedor, teñido por una concepción hondamente trágica de la existencia y surcado por temas que integran la parte más noble y más honda de la tradición literaria.

La palabra griega “némesis” remite a una justicia cósmica destinada a infligir un castigo ejemplar a quien, aun sin saberlo y aun persiguiendo el fin más noble, comete acciones reprobables. Edipo, conquistador de la efigie y gran rey, tiene que abandonar Tebas convertido en un mendigo ciego, porque su trágico destino le ha empujado a cometer, sin querer y sin saberlo, acciones repudiables: matar a su padre y acostarse con su madre.

Eugene Bucky Cantor (el protagonista de Némesis) es un joven atleta, pletórico y sencillo, especialista en el tiro de jabalina, un modelo y hasta un héroe para sus alumnos, que acaba solo y abandonado en una silla de ruedas, víctima de un castigo ciego, y de otro castigo voluntario que él mismo se autoinflige al cargar con una culpa infinita, de la que no puede escapar.

Némesis está ambientada en el barrio judío de Newark durante el verano de la polio de 1944, cuando un brote epidémico causó 19.000 casos en todo el país. Bucky Castor está trabajando en un centro de verano para niños cuando la epidemia comienza a causar estragos.

Su pasado ya encierra sombrías señales: su madre murió en el parto en el que él nació y su padre es un vulgar ladronzuelo que ya ha pisado la cárcel, y que no le ha dejado otra herencia que las dioptrías suficientes que le impiden alistarse en el ejército cuando su país moviliza a todos los jóvenes para combatir al mal en los frentes de Europa y del Pacífico. A pesar de todo, Bucky ha salido bastante indemne de todo ello gracias a la educación y los cuidados de sus abuelos maternos: una abuela cariñosa y maternal y un abuelo que le ha inculcado los más nobles principios, el sentido del deber y de la responsabilidad y el afán de autosuperación. Gracias a ello ha llegado a convertirse en un atleta magnífico y una persona sencilla, tenaz y responsable, capaz incluso de enamorar a una joven, Marcia, hija de un médico, una chica de ensueño con una familia espléndida, y hasta alcanzar la cota de ser un verdadero héroe para los muchachos del barrio judío, no sólo por su capacidad para dirigirles y enseñarles los deportes que aman, sino porque está dispuesto a enfrentarse a riesgos y protegerlos: un día él solo planta cara a diez italianos del barrio más pobre de la ciudad que han venido provocativamente al barrio judío «a traerles la polio».

Todo parece ir más o menos bien (Castor combate su sentimiento de culpa por no haber ido al frente, como todos sus amigos, con una entrega ejemplar a su trabajo en la escuela de verano) hasta que la polio hace su fatal irrupción en Newark y al poco tiempo empieza a causar estragos entre sus propios alumnos. Mientras la población, aterrada, busca chivos expiatorios por doquier, dando pábulo a todas las supersticiones, Castor dirige su propia indignación hacia un Dios que permanece indiferente a esta cruel e inexplicable matanza de inocentes. Hasta que, un día, la multiplicación de casos en su centro da pie a que una madre le señale como presunto culpable de todo lo que ocurre. Entonces Castor hace lo que todos sus principios morales y su conciencia le prescriben que no debe hacer: huir. Traicionar y abandonar a sus alumnos.

Castor se marcha entonces a un campamento idílico en las montañas, donde no hay virus y donde Marcia le espera. Siente que ha traicionado todo lo que era, pero a la vez la paz y la tranquilidad del lugar, donde va a seguir educando niños, le otorgan una cierta calma… hasta que, de golpe, todo salta hecho añicos otra vez, al aparecer, en su entorno inmediato, un nuevo caso de polio, y luego varios más… La infundada sospecha de que él puede ser el trasmisor de la enfermedad, uno de esos extrañísimos casos de portador aún no afectado, y de que en definitiva él puede ser el culpable de los niños enfermos de la escuela de Newark y quien ha traído la enfermedad y la muerte también a este idílico campamento, se convierte en terrible certeza cuando los análisis demuestran que en efecto él es portador del virus.

Es entonces cuando «némesis» lleva a cabo su implacable castigo: Castor acaba sufriendo la polio, que lo transforma en un lisiado de por vida. Y, al tiempo, él mismo asume una culpa infinita, de la que ya no puede escapar, renunciando a todos sus deseos y convirtiéndose en un inválido no sólo físico sino mental, un ser desvitalizado.

Pero Roth no quiere cerrar el relato dando pábulo a esta visión unívoca de las cosas, ofreciendo esa única perspectiva. Y emplea a su narrador –un antiguo alumno de Castor en la escuela de verano de Newark, infectado también por el virus– para replicar a esa autocondena: “Debo decir que, por mucho que pudiera compadecerme del cúmulo de desgracias que había ensombrecido su vida, aquello no era más que un estúpido orgullo desmedido, no el orgullo desmedido de la voluntad o el deseo, sino el orgullo desmedido de la interpretación religiosa fantástica, infantil”. Para el narrador –que ha logrado rehacer su vida pese a los estragos de la enfermedad– no hay más culpable que la polio, esa insidiosa enfermedad que se ceba en los seres más inocentes, los niños, sin ninguna razón aparente, de forma ciega y trágica. Pero eso Castor nunca lo podrá admitir. Para él sólo hay dos culpables: un Dios maligno e indiferente al sufrimiento humano y él mismo, convertido a su pesar en mensajero del mal.

Némesis entronca, según Coetzee, con obras como Diario del año de la peste de Daniel Defoe o La peste de Albert Camus, en las que se indaga en la psicopatología de sociedades asediadas por enfermedades cuyos mecanismos de transmisión se ignoran, y cuyo verdadero trasfondo es analizar la conducta humana y social cuando el pánico se adueña de una comunidad atacada por una fuerza invisible, desconocida y mortífera. Pero, como muy bien matiza el mismo Coetzee, “en su narración del año de la epidemia de polio, 1944, a Roth le preocupa menos cómo se comportan las comunidades en tiempos de crisis que cuestiones como el destino y la libertad”.