Archive for junio 2011

Diario de Juan Bernier

Si a la literatura española le faltaban autores de la factura de Oscar Wilde, André Gide o aun Jean Genet, el «Diario» recién publicado del poeta cordobés Juan Bernier colma él solo esta laguna e, incluso, va aún más lejos, al colocar al lector ante dilemas éticos y existenciales para los que, probablemente, no tenga solución alguna, abismándolo en el desconcierto, el silencio o la huida

Juan Bernier nació en 1911 en La Carlota, un pueblo cordobés, y murió en 1989 en Córdoba capital. Su vida y sus principales actividades están ligadas a esta provincia andaluza. Su inquietud y su avidez de conocimiento lo llevaron a practicar la literatura, el periodismo, la crítica de arte, la docencia, la investigación histórica y la arqueología. Como poeta escribió cuatro libros esparcidos a lo largo de cuarenta años: Aquí en la tierra, 1948; Una voz cualquiera, 1959; Poesía en seis tiempos, 1977 y En el pozo del yo, 1982. En 1947 formó parte del núcleo fundacional de la revista «Cántico» -una de las más relevantes del renacer poético español de posguerra-, junto a Ricardo Molina, Pablo García Baena, Julio Aumente y otros.

Pero, hasta el día de hoy, la obra de Juan Bernier era conocida de forma sustancialmente incompleta por una sencilla razón: faltaba la publicación de una pieza esencial, una pieza clave: un Diario, que el autor escribió durante la guerra civil y en la inmediata posguerra (abarca hasta el año 1947, el año fundacional de Cántico) y que permanecía secreto, oculto, inédito; un «Diario» del que se sabía que su autor estuvo muchos años corrigiéndolo, puliéndolo, reelaborándolo, y en el que estuvo trabajando hasta sus últimos días: «Corrijo mi diario», declaró en una entrevista a un diario cordobés el 29 de octubre de 1989, veinte días antes de su fallecimiento.

¿Fue este afán rectificativo y perfeccionista el que hizo que el diario no se publicara en vida del autor? ¿Y qué razones han postergado 22 años más -desde 1989 hasta 2011- su salida a la luz?

Hay sin duda poderosos motivos -y no de índole política, como podría pensarse en un primer momento- que explican esta demora. El primero y principal lo constituye el tema central del propio relato autobiográfico, que es la dolorosa y trágica conciencia de la individualidad del autor, de su singularidad, de su «diferencia» , o aún más certeramente, como él mismo dice, de su «diferencia dentro de la diferencia», y que viene dada por su condición no ya de homosexual, sino de «pederasta»: una palabra que, hoy, es necesario matizar de inmediato, descargándola de buena parte su carga peyorativa, o incluso penal, que hoy la criminaliza, y recargarla con su sentido originario, cuando el concepto griego de «pederastia» remitía a una relación legal y voluntaria entre un hombre maduro y un púber o adolescente, relación a la vez espiritual y carnal, y que estaba ligada a la transmisión de la experiencia y la cultura y a la formación material y espiritual de los jóvenes, a la vez que constituía una forma de encuentro sexual homoerótico plenamente admitido, y absolutamente diferenciado y aun reñido con la compraventa de favores sexuales o cualquier forma de prostitución.

Es pues decisivo establecer, de partida, que las 500 extraordinarias páginas que integran este Diario no son las confesiones de un violador de niños o de un infanticida, ni una crónica de abusos sexuales, sino la descarnada desnudez de un poeta seducido («hasta casi la irreverencia y la idolatría», dice Luis Ángel de Villena) por la belleza adolescente: seducción que no se limita a una admiración o un amor platónico y contemplativo, sino que se realiza carnal y sexualmente, y es ahí, justamente, donde el relato pierde su carácter meramente estetizante para devenir en experiencia vital cruda y fuente, constante, de gozos y torturas. El descubrimiento -tardío en su conciencia, pero explícito en el relato- de que la pulsión sexual es incluso más fuerte, que antecede y domina a la pura atracción estética, da pie a un verdadero calvario en su alma, sacudida por los remordimientos, las recriminaciones, las alertas morales de quien, en la España de los años 40, debe vivir y convivir bajo la realidad asfixiante del nacionalcatolicismo, cuando lo que él necesita, como atmósfera vital, es un mundo neopagano: «¡Qué lejos hoy de Grecia! Se ha convertido en crimen lo que no es sino diferencia. Como ladrones y asesinos, a este amor y a esta caricia se la conoce en las tinieblas, entre la inquietud y las sombras».

Entre la inquietud y las sombras, con el temor represivo siempre encima, el miedo al escándalo y la vergüenza, asaltado por las dudas y las angustias, Bernier se atreve a reivindicar la plenitud gozosa de aquello a lo que la naturaleza lo inclina: «Naturaleza manda. Obedece». Ello le conduce a momentos de plácida aceptación de sí: «Los tormentos íntimos, las crisis, el pesimismo, cesaron». Pero es siempre una tregua, no una paz definitiva. La batalla interna continúa, y puebla páginas de una belleza deslumbrante y de una hondura estremecedora, mientras se multiplican, incesantes, sus búsquedas, sus éxitos y sus fracasos, la clandestina persecución del placer prohibido, doble, triplemente perseguido…y, quizás por ello, excitante y turbulento. Luego, ese deseo irreprimible de carne masculina joven se analiza en una conciencia lúcida, se traduce en palabras, se culpabiliza o se perdona, se reivindica o atormenta, se condena o se acepta, en un incesante tejer y destejer que es la virtud esencial de este «Diario», escrito con una sinceridad que estremece, y un valor digno de encomio.

El Diario de Bernier está conformado por un conjunto de páginas autobiográficas que cubren el período que va de 1918 a 1947, es decir, desde los 7 a los 36 años. Los registros de los años infantiles, sobre todo en la aldea, son probablemente un añadido posterior, tardío, aunque de notable interés. Luego está el «diario de la guerra», guerra que Bernier cursó en el «bando nacional», no por opción, sino por obligación, porque, como a tantos, «lo cogieron». Cuando lo licencian, en junio de 1939, Bernier escribe: «Ahora vuelvo a Córdoba, mi Córdoba de los fusilamientos, de las prisiones y de la sangre. Y después de tantos años de luchar en el bando vencedor, vuelvo vencido como licenciado de un batallón de castigo». Nunca le perdonaron sus amistades liberales y republicanas de antes de la guerra. Su descarnada visión de la guerra (sobre todo en el frente de Teruel) estremece hasta a quienes ya están acostumbrados a leer sobre aquellas atrocidades.

Pero también estremece -incluso más- la poderosa visión que nos transmite de la España de posguerra, aunque sólo sea como telón de fondo de sus aventuras y correrías amorosas. El bisturí de la guerra ha desangrado el tejido social, lo ha hecho jirones, y la represión de la posguerra deja, sobre todo entre las clases populares, un verdadero campo de ruinas en el que la lucha por la supervivencia da pie a escenas que Bernier captura con trazo demoledor: niños y adolescentes, huérfanos, que se prostituyen en los parques para poder comer, adultos muertos de hambre por las calles (y que suscirtan entre los bienpensantes y los adinerados el comentario de: «Están borrachos», sabiendo que es mentira)…

El Diario de Juan Bernier es, en todos los sentidos, una pieza singular, única, una joya literaria que faltaba, que ha necesitado más de medio siglo para que pudiera emerger a la luz, pero que ya podemos disfrutar, merced, entre otros, a la valentía de Editorial Pre-Textos. Esperemos que no sea necesario otro medio siglo para que el público y el planeta literario español acaben por reconocerlo.

Una historia de amor y oscuridad

Este libro del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2007, el escritor israelí Amos Oz, es en primera instancia -y puede leerse- como una autobiografía novelada. La historia de una tragedia familiar encerrada en un enigma que el autor busca denodada e inútilmente desentrañar

Sólo como tal, el libro ya valdría la pena, porque como afirma José María Guelbenzu, estamos «ante un ejemplo de autobiografía bien narrada. Una obra inmensa en el deseo de vivir y de ser, gratificante, emocionante e inteligente». Pero es que, además, Una historia de amor y oscuridad es también muchas otras cosas: una memoria personal, sí, pero también una memoria colectiva, la memoria de un desamor, de un amor no correspondido. La memoria del exilio de los judíos europeos, la memoria de una seducción traicionada, la amarga historia de cómo la «civilizada» Europa se deshizo de «los únicos europeos»: los judíos.

En los tormentosos años 20 y 30 del siglo pasado, y luego en los trágicos 40, durante la guerra y el holocausto, ¿quién era verdaderamente «europeo» en toda Europa, quién creía en una Europa fraternal, solidaria, unida, supranacional? Leyendo a Stefan Zweig (El mundo de ayer. Memorias de un europeo) o los ensayos de Joseph Roth (La filial del infierno en la tierra) o a cualquier otro autor que se haya atrevido a demorarse en el retrato de esa época de crueldad inusitada hacia una minoría fundamental durante siglos en la historia y la cultura europea, llegará a la misma conclusión de la que parte, y en la que se cimenta, Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz: los judíos eran prácticamente los únicos europeos de aquel momento. Los alemanes eran alemanes (sólo alemanes), los polacos sólo polacos, los lituanos sólo lituanos, los franceses sólo franceses…: sólo los judíos eran, además de alemanes, franceses o rusos, europeos. Y, sin embargo, fueron cruelmente perseguidos, exterminados, expulsados: a los que no fueron exterminados, se les empujó fuera de Europa. Antes y después del holocausto.

La historia de esta tragedia, de este amor decepcionado, inspira la memoria de Amos Oz para mostrarnos de forma parsimoniosa, irónica y llena de ternura la vida y milagros de sus antepasados. Una pléyade de intelectuales judíos europeos, cultos, con el don de lenguas (cualquiera dominaba cuatro o cinco lenguas europeas, además del hebreo y el yiddish), amantes de las artes y de la literatura, un poco chiflados, muy tolstoianos, a quienes los progromos, las persecuciones y la intolerancia irán empujando, desde su Polonia, Ucrania, Lituania o Rusia natales, a Eretz Israel, en gran medida contra su voluntad, pero siempre con el alma cargada ya con un esquizofrénico dispositivo de amor y odio a Europa que marcará para siempre sus vidas.

Oz logra reconstruir y ofrecernos un cuadro tan vívido que consigue verdaderamente llevarnos en volandas, introducirnos e involucrarnos en aquel mundo de soñadores, estudiosos, poetas egocéntricos, eruditos, reformadores del mundo y ovejas negras que -pese a su alma apasionadamente eurófila- acabarán involucrándose en cuerpo y alma en la gestación y el nacimiento del Estado de Israel.

Esa amplia galería de personajes va preparando el «cóctel genético» del que acabará naciendo Amos Oz, el escritor, el testigo de esa «diáspora inversa», a cuya infancia y adolescencia también vamos a asistir en el interior de un cuadro familiar sobre el que Oz levanta el telón con gran valor y una voluntad minuciosa de explicar, de comprender, de encontrar respuestas a enigmas que lo han torturado toda la vida. Ante todo, el enigma insoluble del suicidio de su madre, cuando él tenía sólo 12 años.Un hecho que cambiaría su vida para siempre y por entero.

En el largo periplo vital que recorre esta novela, de una intensidad narrativa extraordinaria, poblada por decenas y decenas de personajes, cargada de reflexiones y sabiduría, asistimos a una infinitud de hechos trascencentales en la historia reciente de los judíos: pero la clave de los mismos no nos es entregada en términos de historia, o de ensayo, sino de memoria, de recuerdos, de recreación literaria. La vida de los judíos en el Este de Europa a principios del siglo XX, la emigración a una Palestina todavía bajo el Mandato británico, la votación de la ONU que dio carta de naturaleza a la creación del Estado de Israel, la primera guerra entre judíos y árabes, la visión irónica de los primeros líderes israelíes (Ben Gurión, Begin), la marcha de Amos Oz a un kibbutz tras la muerte de su madre…, todo eso y mucho más es magníficamente recreado a lo largo de las casi 800 páginas de un libro que es, a la vez, una inmensa aventura literaria, un ejercicio ejemplar de la memoria y un necesario antídoto contra las nuevas formas de antisemitismo que no cesan de aparecer en Europa. Estemos o no de acuerdo con muchas de las cosas y de las posiciones expresadas por Oz en este libro, en ningún momento debemos olvidar que nos hallamos no sólo ante un escritor de talla verdaderamente universal, sino frente a uno de los más fervientes defensores de la paz, el entendimiento y la coexistencia entre judíos y palestinos.

Pedro Páramo

El 19 de marzo de 1955 -hace ahora, pues, 55 años- la famosa editorial mexicana Fondo de Cultura Económica (FCE) daba a la luz Pedro Páramo, la primera y única novela de Juan Rulfo. Enigmática, luminosa, transparente, la novela de Rulfo se iría convirtiendo con el paso del tiempo en uno de los monumentos literarios más valorado, estudiado y traducido de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Borges la incluyó entre los selectivos textos de su «Biblioteca Personal», donde la define como «una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispana y aun de la literatura». Para García Márquez es «la más bella de las historias que se han escrito jamás en lengua castellana».

«Hay pueblos que saben a desdicha. Se los conoce con sorber un poco de aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Éste es uno de esos pueblos». Ese pueblo es Comala, el pueblo al que se dirige el narrador al comienzo del relato y a donde va a buscar a su padre, «un tal Pedro Páramo». Comala, «un pueblo sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno», como lo describe el arriero que lo acompaña. Un pueblo  «sin ruidos«, vacío, donde todos están muertos, pero habitado por las voces, los recuerdos, la memoria imborrable de quienes allí anduvieron antes de que se convirtiera en el escenario de la desolación.

Comala ha sido interpretada en clave mítica, en clave histórica y en clave puramente literaria. En realidad, soporta perfectamente las tres lecturas, ya que los tres planos se superponen y articulan en el relato de Rulfo, un relato que conjuga lo misterioso y enigmático con una transparencia descarnada, que es, a la vez, fabuloso y estrictamente realista, todo ello expresado en un lenguaje tan denso como austero, de una economía y precisión asfixiante a la vez que cargado de sutiles resonancias míticas. Un lenguaje que parece extraído de los relatos bíblicos, aplicado a una realidad que es la historia de una maldición implacable: la de una tierra y la de un hombre condenados a la destrucción.

El trasfondo histórico de la novela de Rulfo no es otro que la Revolución mexicana, vista desde ese punto de amargura y desencanto que supuso -ya a mediados de siglo- la corroboración de que aquella utopía fracasó, y de que la violencia y la destrucción que arrasaron el país apenas trajeron otra cosa que la ruina de los campesinos, la aniquilación de muchos pueblos y la corrupción política, sin lograr eliminar siquiera lacras históricas como el caciquismo.

Un cacique prototípico es Pedro Páramo, el personaje que da justo título a la novela, y a cuyo ascenso y caída asistimos. Rulfo describe con acerada precisión la espiral que lleva a Pedro Párama a adueñarse y a dominarlo todo: tierras, pastos, ganado, hombres y mujeres, hasta el alma del cura. Toda Comala acaba siendo suya, todas las mujeres son suyas, todos los niños son hijos de Pedro Páramo. Todo es suyo menos aquello que realmente anhela poseer, y al final será víctima de lo único que no puede alcanzar: el amor de su última esposa, Susana San Juan. La codidia de poseer y el delirio de mandar se disuelven en la imposibilidad de alcanzar lo único que podría saciar la sed infinita de Pedro Páramo.

Para esta dura y cruel historia Rulfo crea una atmósfera a la vez delirante y concreta, una atmósfera desgarrada por la absoluta indefensión y soledad de unos personajes que ya lo han perdido todo, hasta la vida, y a quienes sólo queda la escueta veladura del recuerdo.

La aparición de Pedro Páramo supuso una revolución en las letras mexicanas, un revulsivo para la novela en toda Hispanoamérica y el nacimiento de un clásico inmortal de las letras hispanas que, hoy, medio siglo después, conserva intacto su poder y su valor.

Los enamoramientos

40 años después de la publicación de su primera novela, «Los dominios del lobo», Javier Marías vuelve a sorprender con una obra que muestra nuevas facetas de un fenómeno aparentemente agotado en el campo literario: el amor

Cuando en 2007 puso punto y final a su obra magna Tu rostro mañana, tres volúmenes de cerca de 1.700 páginas que le consumieron diez años de trabajo, Javier Marías tuvo la íntima sensación de que esa obra podía ser perfectamente la última que escribiría, ya que en cierto modo había volcado en ella todo lo esencial de su mundo narrativo, explotado exhaustivamente todos los temas que obsesionan y nutren su peculiar mundo literario, y, por otro lado, había llevado hasta un límite irrebasable sus propios recursos narrativos, su singular y excepcional estilo, que le han llevado a ser universalmente considerado como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo.

Pero era obvio, al mismo tiempo, que un escritor de la talla y de la naturaleza de Javier Marías, que llevan la literatura como una marca de Caín, grabada en su cuerpo desde su nacimiento, no iba a hacer mutis tan fácilmente. Que, tarde o temprano, reaparecería sobre el escenario, con un nuevo libro bajo el brazo, y que ese libro sería como todos los suyos, una sorpresa inesperada y, al tiempo, una rama perfectamente engarzada en su tronco narrativo, unido al resto no por una trama similar, sino por el mismo núcleo de obsesiones y fobias que constituyen la esencia más íntima de su universo literario.

Así pues, nada hay de extraño ni de reprochable en que, tras anunciar aquella prematura e increíble retirada, Marías vuelva con Los enamoramientos (Alfaguara, 2011), y lo haga con una obra que, alejada del gigantismo proustiano de «Tu rostro mañana», responde a las dimensiones exactas de un relato que trata de llevar al lector a un territorio que éste puede considerar, de antemano, manido y agotado, para demostrale, con otro gran ejercicio de estilo, que hay temas que no se agotan nunca, que siempre hay nuevas facetas que desvelar, que nuestro conocimiento de las cosas es siempre parcial y limitado, es más, que nuestro conocimiento de las cosas humanas jamás puede anclarse en un mundo de certezas inamovibles. Por eso es necesario seguir horadando como topos en esos misterios, saltando por encima de los tópicos y los prejuicios, e intentando nuevas y valientes aproximaciones.

Como era de esperar, Marías no nos ofrece nada que pueda asimilarse a una visión tópica del fenómeno, más que del amor en sí, del «enamoramiento», en el que se entrecruzan y mezclan, inevitablemente, los ingredientes más extremos del actuar humano: la lealtad y la traición, la entrega desinteresada y los celos posesivos, la generosidad y la mezquindad más abyecta. Pero incluso todo esta trama contradictoria de hilos que se entrecruzan y se separan, una y otra vez, no nos es ofrecida como una visión nítida, analítica, sino como el fruto de una introspección (la de la narradora que hilvana el relato de la novela) en la que la conjetura y la especulación son mucho más poderosas que la certeza. Todo ello da pie a las digresiones típicas de la literatura de Marías, que nos acaban conduciendo a un mundo de problemas que acaban revirtiendo inevitablemente en el lector, que debe dilucidar lo acontecido y fijar su postura moral casi de forma paralela (con el mismo nivel de conocimiento y de desconocimiento) a como lo hace la propia narradora.

El lector está, pues, invitado más a compartir incertidumbres que a encontrar remedios. Y es que esto es una novela, y no un manual de autoayuda. Y la literatura, como recuerda Javier Marías. citando a Faulkner, «no sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor».