Archive for noviembre 2011

Las novelas negras de Banville

A su paso por Madrid, para particitar en el certamen Getafe Negro y presentar su nueva novela, John Banville, el mejor estilista de la lengua inglesa, nos deja esta certera recomendación: «Contra la crisis, novela negra»

John Banville (Irlanda, 1945) es el último eslabón de esa prodigiosa cadena de grandes escritores irlandeses que han marcado la tónica de la literatura europea, e incluso de la literatura en lengua inglesa, en el último siglo: Oscar Wilde, Bernard Shaw, James Joyce, Samuel Beckett… A la sabiduría literaria de todos ellos, Banville ha añadido un nuevo ingrediente: su versatilidad, su capacidad de afrontar retos muy dispares, sin sacrificar en ninguno de ellos su enorme nivel de exigencia: ese que le ha llevado a ser calificado por el maestro de la crítica George Steiner como “el mejor y más fino estilista de la lengua inglesa”.

La última faceta de este escritor magnífico, autor de obras maestras como “El intocable”, “Imposturas” o “El mar” (premio Man Booker) (todas ellas editadas por Anagrama), es su desdoblamiento en dos autores: el Banville clásico, austero, escultor de frases memorables, dueño del secreto del lenguaje; y Benjamin Black, un heterónimo, dedicado en exclusiva a la escritura de “novela negra”. Un doble, un hermano gemelo, que se está mostrando además muy prolífico: cuatro novelas en apenas cinco años, todas ellas de una impecable factura literaria, y alimentadas por esa secreta cualidad de la literatura negra que le inyectaron sus creadores modernos (Hammett, Chandler y cía): ser un instrumento inigualable para hurgar en las entrañas ocultas de la sociedad, en los entresijos del poder, en los rincones más siniestros de la sociedad, en las capas más escondidas de la psique humana, en los engranajes y las historias más ocultas de un país: en breve, en el lado oscuro de la realidad. Para ello, Banville ha puesto en marcha una saga narrativa con dos ingredientes esenciales: el Dublín brumoso de los años 50 y un personaje literario muy potente, el médico forense Quirke.

“El secreto de Christine” (2006) es el primer eslabón de esa trama negra que tiene como protagonista central a Quirke. La primera innovación de Banville/Black es que Quirke no es un detective, ni un policía, ni un agente secreto, ni un asesino, ni un delincuente. Es un médico, un patólogo, un forense: su trabajo consiste en hacer autopsias. Los muertos parecen seres mudos, inevitablemente sumergidos en un pozo del silencio. Sin embargo, “hablan” y, a veces, revelan importantes secretos, escondidos misterios. De esa escueta y sorprendente verdad va a tirar Benjamin Black para cimentar sus relatos. De ella, y también de la disposición del forense Quirke a oír esas secretas revelaciones de “sus” cadáveres, movido por su insaciable curiosidad (por saber, indagar y descubrir la verdad), por su irresistible tendencia a meterse en líos (quizá como respuesta al tedio de una ciudad y una sociedad abotargadas) y tal vez, incluso, también, por un nunca revelado pero real instinto justiciero, que le impulsa irremediablemente a “tirar de la manta”, a no mirar para otro lado, a no abandonar, a enfrentarse a riesgos, verdaderos riesgos, donde su propia vida entra en juego, simplemente para que la verdad salga a flote. Y se haga justicia. ¿Una espina clavada desde su más tierna infancia cuando fue recluido en el orfanato de Carrikclea y tuvo que adaptarse a la dura ley injusta de aquel encierro?

Cuando emerge narrativamente el personaje. Quirke ya es un cincuentón, viudo, solitario, un bebedor empedernido, perpetuo enamorado de su cuñada Sarah, a la que renunció para casarse con la hermana de ella, Delia, fallecida años atrás en un parto. En “El secreto de Christine”, Quirke deambula por un Dublín otoñal, neblinoso, frío, húmedo, el Dublín de los años 50, donde no parece haber otro refugio –para el frío y la soledad– que los pubs llenos de humo y olor a whisky y cerveza. En ese escenario brumoso, la aparición de un cadáver “que no tenía que haber estado allí”, va a desencadenar una espesa trama y una búsqueda febril que van a llevar a Quirke a descubrimientos y revelaciones sorprendentes, en los que su padre adoptivo (el eminente Juez y miembro del Tribunal Supremo, condecorado por el Vaticano) y su suegro (un poderoso mecenas de Boston) aparecen involucrados en una siniestra red de tráfico de bebés desde Irlanda a EEUU, realizada al amparo y con la cobertura de la todopoderosa iglesia católica. Pero llegar hasta el fondo de esa historia va tener un severo coste para Quirke: una paliza que le va a dejar una cojera permanente, y una revelación personal y familiar que va a poner al desnudo su olvidada paternidad, su llaga más secreta.

“El otro nombre de Laura” –segunda novela de la saga– se publicó solo un año después, en 2007. Ha pasado el tiempo. Los rescoldos del caso anterior no se han apagado del todo. Sarah ha muerto. El Juez está ingresado en un hospital prácticamente en coma. Un hastiado Quirke, que ha dejado la bebida y no encuentra ni el modo ni la distancia adecuada para relacionarse con su hija Phoebe, recibe una llamada inesperada. Un conocido de sus tiempos de estudiante, Billy Hunt, le pide un favor insólito: que no haga la autopsia de su esposa, que apareció ahogada en el mar, en lo que aparenta ser un claro suicidio.

Pero cuando el cadáver llega a su mesa de forense, una extraña marca en el brazo lleva a Quirke a olvidarse del amigo y satisfacer una curiosidad que ya de antemano sabe que va a ser fuente de nuevas complicaciones, a las que no podrá resistirse y en las que no dudará en involucrarse; sobre todo cuando su propia hija aparece extrañamente mezclada con uno de los personajes de una trama, cada vez más siniestra, cada vez más peligrosa, y en la que aparecen entremezcladas formas singulares de pornografía, drogadicción, chantajes, celos, ambiciones, deseos de venganza, y la extrema fragilidad de unos personajes cuyos sueños escapan siempre a sus posibilidades.

Maravillosamente escrita, con la concisión, el rigor, la complejidad y el lenguaje rico y preciso de una obra del mejor Banville, esta novela es una indagación colectiva, más que en el entramado delictivo de una ciudad (que también lo es), en el entramado mental y afectivo de un grupo de “outsiders”, de personajes que, por uno u otro motivo, han perdido su anclaje y se ven impelidos a buscarse la vida y los afectos en parajes que lindan peligrosamente con los márgenes. Una novela perfecta, perfectamente narrada.

“En busca de April” (2010), tercera pieza de la saga, recién publicada por Alfaguara, bucea en el enigma de la desaparición de una chica, April Latimer, ligera de cascos pero a la vez doctora en un hospital, amiga de Phoebe, la hija de Quirke, y sobrina de un ministro irlandés. En su nueva indagación, Quirke va a echar mano de dos apoyos: su cuñado Mal (médico obstetra), que hará el papel de Watson, y el inspector Hackett, brazo armado de la ley, que desde la primera novela mantiene con Quirke una relación a medio camino entre la confianza y el recelo, y que se hace cargo de la investigación “oficial” del caso. “En busca de April” profundiza en el mundo del Dublín de posguerra, una sociedad cerrada, hermética, asfixiante, dominada por la iglesia católica, donde las mujeres son denostadas por el simple hecho de serlo, donde la presión social es tan grande, y las expectativas de la gente tan escasas, que la bebida y el crimen parecen las únicas formas de escapar de la tenaza formada por la represión y el tedio.

Con este tercera entrega, Banville/Black vuelve a ratificar la singularidad de su proyecto “negro”. Aquí la trama no es lo esencial. Y las víctimas, en vez de mera excusa para la trama, cobran verdadera vida. La verdad no es nunca incontrovertible, sino algo que se va construyendo lentamente, superponiendo varias perspectivas. El crimen y la muerte horrorizan al narrador, que preferiría no tener ni víctimas. “La novela negra perfecta –ha dicho– sería aquella en la que al final no se ha cometido ningún delito”.

Para Alejandro Gándara, en Benjamin Black, y siguiendo la evolución del género en los últimos tiempos, todo se ha vuelto mucho más melancólico. El mal se ha extendido universalmente y ha alcanzado la conciencia del investigador, que ya es un tipo comido por sus miserias y que camina entre los despojos del progreso material y moral. Resta poco espacio para la épica y el optimismo, aunque el poco que queda Banville/Black lo aprovecha para no despeñarse por completo en un pozo de oscuridad.

«Cuentos reunidos» de Saul Bellow

Ediciones DeBols!llo acaba de reeditar los “Cuentos reunidos” de Saul Bellow, un clásico de la novela norteamericana del siglo XX que se revela aquí como uno de los más formidables cuentistas de la narrativa anglosajona de todos los tiempos, a la altura de Faulkner, Hemingway, Cheever o Carver.

En tiempos como los actuales, en que mengua sin cesar el papel de la ficción dentro de la narrativa, y por doquier se abusa de historias “reales” para construir endebles relatos, sin médula ni imaginación, sin verdaderos recursos y registros literarios, la lectura (o relectura) de los cuentos seleccionados en esta antología supone la más gratificante de las inmersiones en un universo levantado todo él, y bañado hasta el tuétano, en los mejores y más poderosos artificios de la verdadera literatura: una auténtica apoteosis de la ficción, en la que el lector descubre toda la riqueza y espesura del hecho literario, incluida su poderosa capacidad de irradiar una luz nítida y profunda sobre eso que llamamos realidad, sin ningún servilismo ni peaje indebido.

Saul Bellow nació en Canadá en 1915, en el seno de una familia judía de origen ruso que había emigrado a América en 1905. Cuando contaba ocho años la familia, en busca de un futuro mejor, se trasladó a Chicago, una verdadera escuela donde se forjó su carácter, y que luego devendría en escenario privilegiado de muchas de sus ficciones. En el Chicago de la Depresión, en los años treinta, aprendió el marxismo suficiente como para entender los mecanismos invisibles de funcionamiento de aquella sociedad, asentada en un capitalismo puro y salvaje. Fue a la universidad de Northwestern, pero no se doctoró, y allí se impregnó de ese regusto amargo que desprende su literatura contra el saber libresco, teórico, especulativo, contra toda filosofía de salón o de cátedra: a ellos oponía la sabiduría de la vida, de la calle. Como oponía constantemente el universo anticuado de los hogares (judíos), anclados férreamente en la tradición, y el fluir constante de la vida en las calles: la “vida misma”, como solía llamarla.

Movido por poderosos resortes internos, Bellow se empeñó en construir la verdadera crónica de su tiempo, de las mutaciones de su época: entendía la novela como un “parte” enviado desde el campo de batalla sobre el tiempo en que se vive, tal y como hicieron, antes que él, Balzac, Dostoievski, Conrad o Thomas Mann. En una era (años cincuenta y sesenta) en que la novela anunciaba su “disolución” (sobre todo desde las trincheras francesas: recuérdese la “nouveau roman” y compañía), Bellow apostó por renovar e insuflar nuevo brío a la “Gran Novela”, y acertó: potenció el género sobre la base de crear algunas obras maestras (“Las aventuras de Augie March”, 1953; “Carpe diem”, 1956; “Herzog”, 1964…), que constituyeron el punto de partida imprescindible para autores como Philip Roth, Norman Mailer, etc. En esas novelas, amén de trazar con pulso firme un impagable relato del zeitgeist americano, Bellow ofrecía su particular visión del malestar espiritual de una generación que asiste, impotente, al derrumbe de las señas de identidad heredadas y ya no ve ante sí más que la demoledora omnipotencia del exitoso mundo de los negocios americano, que todo lo arrasa.

La virtud y el acierto singulares de Bellow es que esas visiones panorámicas o profundas de la evolución de Estados Unidos y de las crisis espirituales que provoca el desafío de la modernidad (captadas, además, desde esa terminal hipersensible que es la intelectualidad judía en EEUU) constituyen no el material de primera mano de los relatos (es decir, no se trata de ensayos), sino que son apenas el magma en que está imbuido el relato de unas vidas llenas de peripecias, de vaivenes, de conflictos, de precisos e insólitos detalles, que dan a la historia narrada una vitalidad apabullante. Liberada de toda pesadez germánica (la cruz de Thomas Mann), de toda taumaturgia épica (como la que soporta Dostoievski), sin el perpetuo acoso de dilemas morales insolubles (como en Conrad), la prosa de Bellow –empapada de ironía y de un humor delicioso– discurre con notable ligereza y frescura, nutrida de una sagacidad y de una inteligencia tal que le permiten alcanzar los objetivos más ambiciosos. Una prosa que es indudablemente deudora de Joyce, pero también de Mark Twain: la picaresca, incluso la extravagancia, también tienen cabida en el marco de su narrativa.

Tras alcanzar la maestría en la novela (probablemente “Herzog”, 1964, sea su cumbre), y ya con 50 años cumplidos, Bellow introdujo una variante en su obra. Comenzó a escribir cuentos y relatos breves, intercalados entre las grandes novelas que seguía produciendo. A diferencia de éstas, prestas a dar siempre cuenta de los avatares e incertidumbres del presente, los relatos cortos de Bellow se deslizan hacia el territorio del pasado: el cuento es en Bellow el territorio de la memoria, del mirar atrás, de la recapitulación. Normalmente nos encontramos con narradores maduros, cuando no ya mayores, o incluso muy mayores, que desde la experiencia de toda una vida vivida deciden, por algún motivo singular, sumergirse en las procelosas aguas del recuerdo, y recobrar alguna historia llena de significado, interés o, incluso, capaz de poner en cuestión toda la propia vida. En esos episodios del pasado, en esas historias ahora recobradas, están a veces las claves de muchas cosas que fueron determinantes para una vida, y luego se olvidaron; de decisiones que se tomaron, y luego han pasado su factura; de afectos que nunca se cumplieron; o simplemente, ahí están, grabadas a fuego, experiencias únicas, inolvidables, totalmente personales, acalladas y silenciadas hasta que el recuerdo y le escritura las reviven: como la anécdota que recorre el magistral relato que cierra la antología, “Algo por lo que recordarme”, donde una persona mayor cuenta a su hijo un día inolvidable de su vida, de su juventud, cuando engañado por una mujer, una prostituta, se desnudó en una habitación desconocida y ella huyó después de tirar su ropa por la ventana, dejándolo desnudo en el Chigado helado de la Gran Depresión. Su odisea para retornar a su casa, a una hora de distancia, y donde le recibirá su padre con una sonora bofetada, se convierte en una deliciosa muestra del ingenio narrativo de Bellow y de su saber hacer, pues al hilo de esta peripecia es capaz de hilvanar una reflexión nada menos que sobre el carácter sagrado de la escritura.

Bellow profesaba una fe total en la literatura, y eso se hace presente y manifiesto en este libro de una forma arrolladora. Algunos de estos cuentos son tan buenos que el lector casi no da crédito a lo que está leyendo. Las leyes de la brevedad, ordenadas por Chejov, producen un efecto casi mágico en la prosa condensada de Bellow, llena de chispa, ingenio, aciertos y profundidad. Sus personajes, aunque de trayectoria inevitablemente más corta que los de sus novelas, tienen tanta vida como aquéllos y se hacen inevitablemente memorables. Bellow va muy lejos en su atrevimiento, en su expresividad, en la agudeza de sus frases, en el mordiente de sus juicios, y ello le permite condensar esos perfiles sin que pierdan su vigor y su credibilidad. El resultado es sencillamente extraordinario. Una verdadera delicia para el lector, que revive la verdadera experiencia de leer a un gran clásico que, sin embargo, casi nos es contemporáneo. En definitiva, Bellow vivió hasta 2005, y todavía en los márgenes de este nuevo siglo, el año 2000, publicó su última novela: “Ravelstein”.

Capaz de engarzar un tono burlón y lúdico con la cita de un salmo bíblico o una sentencia filosófica, el estilo de Bellow se aleja del realismo ramplón para mecerse en las arriesgadas aguas de los torrentes de la ficción creativa. Su prosa deleita, pero por lo sorprendente y arriesgada, no por lo convencional. Maestro de maestros (escritores de la talla de Philip Roth reivindican abiertamente haber crecido en su estela), Bellow, pese a su condición de “clásico”, es todavía un escritor cuyas huellas recientes es necesario e inevitable transitar. Los cuentos reunidos de esta edición ponen en evidencia que atesora una riqueza narrativa que en absoluto puede ser olvidada en el desván. Aún hay mucho que disfrutar y que aprender de Bellow.