Archive for mayo 2012

A sangre fría

Tras más de cinco años de ardua y minuciosa investigación, Truman Capote dio a la luz en 1965 A sangre fría, relato preciso y escalofriante del asesinato de una familia de granjeros de Kansas a manos de dos ex presidiarios que nunca habían tenido la más mínima relación con ella y nada podían obtener con su muerte

Aquel relato, aquella novela, ha pasado a los anales de la historia literaria porque con ella Truman Capote dio carta de naturaleza a un nuevo género narrativo: la novela de “no ficción”, un híbrido, un centauro, mezcla de periodismo (crónica real de unos hechos acontecidos) y literatura (por su estructura, composición y aliento poético). Aunque tal fórmula fue acerbamente criticada por algunos (Norman Mailer dijo de ella que era “una derrota de la imaginación”), la literatura de “no ficción” se abrió paso en Estados Unidos con notable éxito y dio pie a algunas obras esenciales de la narrativa norteamericana de los años sesenta y setenta, entre ellas Los ejércitos de la noche, del propio Norman Mailer (galardonada en 1967 con el Pulitzer y el National Book Award), el “nuevo periodismo” de Tom Wolfe, o, en su vertiente californiana, gamberra y más ácida, Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S. Thompson.

Casi todos los comentarios críticos realizados hasta hoy recurren a “la intuición”, a la “sensibilidad” o al “olfato” de Truman Capote para explicar la súbita decisión del escritor de abandonar Nueva York y lanzarse a las deshabitadas y poco acogedoras llanuras de Kansas tras el simple hecho de leer en el New York Times la espeluznante noticia del asesinato de los Clutter. A Capote, desde luego, no le faltaban ni intuición, ni sensibilidad ni olfato; pero ¿qué intuyó, qué sintió o percibió, que olió Capote detrás de esa trágica noticia sobre el enigmático y cruel asesinato de un granjero próspero y virtuoso y de su familia, querida, admirada y respetada por toda la comunidad? ¿Qué podía, no sólo interesar, sino arrastrar a Capote a indagar, durante años, en esa devastadora e injustificada aniquilación de una familia modélica, una familia que encarnaba, a priori, todos los valores positivos, todas las virtudes de América: el esfuerzo, el trabajo, la prosperidad, una vida familiar ejemplar, el respeto a la ley, la religión, las buenas costumbres, la solidaridad con los vecinos, incluso el rechazo a la bebida…? Pues bien: eso era. Eso era lo que constituía el mayor estímulo para Capote. Saber quién (y por qué) había disparado inmisericordemente, a sangre fría, contra todo eso. Quién odiaba hasta tal punto esa América, que estaba dispuesto a destruirla sin piedad, sin remordimientos, sin un motivo concreto (ni siquiera el dinero). Cómo se había gestado ese odio cerval. De qué otra América procedía la mano que aquella noche del 14 de noviembre de 1959 apretó el gatillo de un fusil del calibre 12 para volarles la cabeza a cuatro desconocidos. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Qué antagonismos escondía América para que un hecho así pudiera producirse?

En realidad toda la vida y toda la obra de Truman Capote nunca habían dejado de girar en torno al conflicto de las dos Américas que conviven, se enfrentan y se excluyen sobre el inmenso mapa de los Estados Unidos. No se trataba de ningún dilema intelectual. No, al menos, para Truman Capote. Él conocía muy bien esas dos Américas: había vivido en las dos. Las dos bullían dentro de él. Nunca escapó a su ineludible antagonismo. Fue víctima de él.

“Tengo la impresión de que tú y yo pasamos nuestra infancia en la misma casa, sólo que luego yo salí por la puerta de delante y tú por la de atrás”, le dijo un día Truman Capote a Perry Smith, el asesino de los Clutter, durante una de las interminables conversaciones que mantuvieron en la celda del corredor de la muerte. Truman Capote encontró, en efecto, aquello que buscaba, lo que intuyó desde un principio. La otra América. Sólo que ésta, como ya sabía, no le era en absoluta ajena.

Nacido en Nueva Orleans (la vieja ciudad del sur, del sur derrotado, del sur vencido y avasallado), la infancia de Capote difería muy poco, en efecto, de la de Perry Smith: el divorcio prematuro de los padres (Capote ni siquiera llevaba el apellido de su padre real), una madre que se entregaba a los hombres y se hundía en el alcoholismo, abandono, soledad, miedo, siempre vagando de una casa a otra, sin hogar, sin dinero, sin cariño, sin protección; testigos doloridos y atormentados de la autodestrucción de sus madres, que se suicidaron. La América de estas infancias era, en efecto, la antítesis del mundo familiar de los Clutter, que con tanto mimo reconstruye Capote en la primera parte de A sangre fría.

A los 17 años, en Nueva York, trabajando ya para el The New Yorker, Capote logró escapar aparentemente a su destino: salió (así lo pensaba) por la puerta de delante. Perry, no. La vida de Perry se fue haciendo más y más perra. Procedía de una América aún más derrotada, aún más humillada: su madre era india cherokee. En un hospicio de monjas le daban palizas cada vez que mojaba la cama por la noche. Su hermano mayor se suicidó después de que su mujer se suicidara. Su hermana mayor se tiró desde la cornisa de un edificio. La madre murió alcoholizada. Su padre, “Lobo solitario”, lo educó como un superviviente, de acá para allá, con una disciplina de hierro, sin afecto, explotándolo incluso: tras el último de sus fracasos, un día lo encañonó y disparó dos veces contra él: el fusil estaba casualmente descargado; estaban en Alaska, pero ya no buscaban oro. En un accidente de moto se fracturó las piernas y se volvió un tullido. Más tarde se vio envuelto en un delito y acabó en la cárcel. Allí conoció a Dick: un maleante de poca monta que soñaba con dar el gran golpe. El golpe que permitiría a Perry cumplir su sueño: ir a México en busca de los tesoros escondidos de los españoles…, el sueño que le había dejado como única herencia su padre.

Éste es el destino que elude Capote, o quizá, más exactamente, el destino que reprimía dentro de sí mismo, dejándose arrastrar a las interminables fiestas y cócteles del Nueva York glamuroso, donde indefectiblemente actuaba como el gran “clown” de la reunión… que luego abandonaba siempre borracho.

Perry, no. Perry lo cumplió hasta el fin. Odiaba y despreciaba la otra América como un todo, como un enemigo sin rostro; eran “ellos” y ansiaban seguir jodiéndolo, encarcelarlo, suprimirlo, eliminarlo. ¿Por qué debía sentir ninguna compasión por ellos? Siempre tenían dinero, él nunca. A ellos no les dolían las piernas, como a él. “Ellos” lo tenían todo: el dinero, la religión, la ley, el Estado… A él lo habían apaleado las monjas, se le negó hasta el oro de Alaska, lo perseguía la policía…, lo acabaron colgando de una cuerda “a sangre fría”. Cuando la noche del 14 de noviembre de 1959 cortó la garganta de Herb Clutter con un cuchillo lo hizo después de pensar que era un hombre amable y considerado. Poco antes le había puesto una almohada a su hijo para que estuviera más cómodo. Luego les disparó un tiro a cada uno en la cabeza “a sangre fría”. Los mató a los dos aquella noche (y luego a aquellas dos mujeres indefensas) -concluye Capote-, no porque fueran los Clutter, sino porque eran “ellos”. Tenían que morir.

No fueron pocos los que tras la lectura de A sangre fría pensaron que Capote jugaba a un juego muy peligroso: “explicar”, “intentar comprender”, casi “justificar” aquel horrible crimen. A Capote nunca le faltaron detractores. Pero esa es, obviamente, una interpretación errada. A Capote lo que realmente le importaba era describir, en un caso manifiesto, perfecto, casi de laboratorio, de una pureza extrema, el encontronazo brutal de aquellas dos Américas antagónicas que, por un absoluto azar, se dieron cita la noche del 14 de noviembre de 1959 en una granja de la pequeña localidad de Holcomb, Kansas. El 16 de noviembre Truman Capote leyó en el New York Times una simple reseña de aquel hecho: seis años más tarde, después de un trabajo obsesivo, desquiciante, finalizó A sangre fría. El impacto del libro en su vida fue demoledor. Prácticamente ya no se recuperó. Aunque 14 años después aún dio a la imprenta los deliciosos relatos de Música para camaleones (para mí su mejor obra, la más perdurable), eso sólo fue ya el estertor de una vida que se deslizaba, sin frenos, hacia el abismo. De amante en amante, entregado a las drogas, alcohólico perdido, acabó suicidándose en 1984. ¿Realmente puede decirse que salió por la puerta de delante?

Carlos Fuentes: el espejo y los claroscuros

El pasado 15 de mayo fallecía en México DF, a los 83 años de edad, Carlos Fuentes, uno de los escritores decisivos en lengua española de la segunda mitad del siglo XX, un intelectual comprometido incesantemente con la defensa de la libertad y un amigo intenso y apasionado de la España democrática

 

Había nacido en 1928, en el México posrevolucionario. Debido a los distintos cargos que su padre desempeñó en el servicio diplomático mexicano, pasó parte de su infancia y juventud en países como Estados Unidos o Chile. Aunque siempre tuvo sus raíces en México, Carlos Fuentes fue un hombre esencialmente cosmopolita, con una vasta formación intelectual, una curiosidad insaciable y la capacidad de abarcar con su mirada una perspectiva global sobre las cosas.

Carlos Fuentes puso los cimientos de su singular obra literaria con dos libros tempranos, dos novelas que forman parte esencial del canon literario hispanoamericano del siglo XX: «La región más transparente» (1958) y «La muerte de Artemio Cruz» (1962). Ixco Cienfuegos, el incierto protagonista de la primera, encarna la conciencia censurada pero no borrada, la mitad ignorada de México: el pasado precolombino, enterrado pero vivo. Fuentes utiliza esa conciencia como espejo para desvelar la ciudad y el México moderno, ignorante de toda su complejidad. La literatura ya es aquí, en esta obra inaugural, crítica del mundo e indagación del lenguaje, espejo y máscara. «La muerte de Artemio Cruz» es otra vía,otra faceta del México moderno: la historia del revolucionario que se corrompe (y, a través de ella, la historia de la revolución traicionada). Si Ixco es la realidad negada, oculta, enterrada pero viva, Artemio Cruz es la realidad visible, transparente, ostensible, pero que encierra y oculta su auténtica verdad: su traición. Uno y otro componen un retablo excepcional dibujado por quien, a través de ellos, se revela ya como un verdadero maestro, con vastísimos recursos narrativos y, a la vez, un trabajo riguroso y preciso con el lenguaje. En todo ello estaba, cómo no, la presencia cercana de la narrativa de William Faulkner, la más cercana aún de Juan Rulfo y, en el fondo, la gran sombra cervantina. Como ha comentado muchas veces, Carlos Fuentes heredó de su maestro Faulkner el hábito de leer todos los años el Quijote.

Con estas dos novelas, Carlos Fuentes pasó a integrarse, junto a Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en la locomotora del «boom» narrativo hispanoamericano que, en los años sesenta y setenta colocaría la literatura en lengua española no sólo en el «escaparate» de la literatura mundial, sino también en su vanguardia. Algo que no había ocurrido desde la «generación del 27».

El «boom» hispanoamericano no sólo aportó grandes novelas, de una enorme creatividad formal y una intensidad narrativa arrolladora («Cien años de soledad», «La ciudad y los perros», «Rayuela»…, las dos citadas de Carlos Fuentes), sino que fue un estímulo esencial para que salieran a la luz y alcanzaran dimensión global otros autores y obras hispanoamericanos, hasta entonces desconocidos, y que hoy son genios universales de la literatura: Borges, Carpentier, Rulfo, Lezama, Onetti… El «boom» abrió la brecha. y por ella irrumpió todo un planeta literario oculto, poblado, hasta los topes, de maravillas ignoradas.

Con su obra literaria y ensayística, con su trabajo permanente de hormiga gigante, Carlos Fuentes fue una de las piquetas decisivas que permitieron, que facilitaron, que estimularon la aparición de esa brecha.

Pero con ser trascendente esta dimensión, no agota en absoluto la figura de Carlos Fuentes, que fue, además, un intelectual crítico y solidario permanentemente comprometido con la libertad: en México, en Hispanoamérica, en España, en Europa o en Estados Unidos. Durante más de sesenta años, Carlos Fuentes nunca dejó de aportar su granito de arena intelectual ante los conflictos esenciales de nuestra época. Y siempre con el mismo sesgo, con una enorme coherencia política y social, siempre en defensa de la libertad, oponiéndose a toda forma de imperialismo, a todas las caras de la injuscia, a los rostros múltiples de la opresión. Su proximidad, su cariño y su simpatía por la España democrática, que emergió a mediados de los setenta de las tinieblas de la dictadura, fueron siempre una realidad ostensible, que mantuvo inalterable hasta el final de sus días.

Carlos Fuentes fue además un verdadero constructor de puentes entre ambas orillas del Atlántico, entre Europa y América, entre España e Hispanoamérica. Aunque siempre juzgó y condenó con severidad la vertiente destructiva de la conquista española, Fuentes valoraba ante todo el inmenso legado común construido durante quinientos años de vida y cultura conflictivamente compartidos y la riqueza del mestizaje. En un extraordinario ensayo publicado en 1992 (el año de la conmemoración del quinto centenario del «descubrimiento» de América), titulado «El espejo enterrado», Fuentes nos ha legado su más íntima y profunda reflexión sobre la identidad y el conflicto, la continuidad y la ruptura, el pasado y el futuro de esa realidad compartida y fecunda que es el mundo hispano.

Ahí, tanto como en sus novelas y cuentos, sus artículos e intervenciones públicas, sus ensayos y sus memorias, descubrimos la verdadera talla y dimensión de un escritor que devolvió la literatura en lengua española al escenario del mundo.