Archive for junio 2012

Las leyes del corazón

Extracto del discurso de William Faulkner en el acto de recepción del Premio Nobel en 1949 o sobre qué puede versar aún la literatura (con motivo del 50 aniversario de su muerte el 6 de julio de 1962)

Nuestra tragedia de hoy es un miedo universal y puramente físico, que por llevar padeciéndolo tanto tiempo, apenas si podemos soportar más. Ya no cuentan los problemas del espíritu, sino la cruda pregunta: ¿Cuándo me tocará saltar hecho trizas? Debido a esto, el joven o la joven que se dedica hoy a escribir, ha olvidado esos problemas derivados del corazón humano en conflicto consigo mismo, que son los únicos de donde puede surgir una buena literatura, por ser de ellos de los únicos de que merece la pena escribir, con todas las angustias y sudores que el abordarlo supone.

Y tiene que volver a recordar tales problemas, tiene que convencerse de que la mayor vileza que cabe es tener miedo y, una vez convencido, olvidar para siempre todo lo que no sean las viejas realidades y verdades del corazón, las viejas verdades ecuménicas -amor, honra, piedad, orgullo, compasión, sacrificio-, sin cuya presencia cualquier relato está condenado a muerte, a perderse en la inanidad de lo efímero. Hasta que proceda así trabajará bajo una maldición. Escribirá no del amor, sino del deseo, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanza y, lo que es peor, sin piedad ni compasión. Sus cuitas no conmoverán la osamenta del universo, no dejarán cicatriz alguna detrás de sí.

Hasta que vuelva a aprender estas cosas, escribirá como si estuviera ahí para asistir al fin del hombre. Yo no creo en el fin del hombre. Es harto simple decir que el hombre es inmortal sencillamente porque perseverará, porque cuando el eco de la última campanada del juicio se haya apagado en la última y más miserable roca, vacilante, aunque ya no la sacuda la marea, en el último crepúsculo rojizo y agonizante, aun entonces habrá un sonido más: el de la mezquina pero inextinguible voz humana que seguirá hablando y hablando.

Lo que yo creo es algo más. Creo que el hombre no sólo perdurará sino que prevalecerá. Es inmortal no porque de todas las criaturas sea la única que posee una voz inextinguible, sino porque tiene un alma, un espíritu, capaz de compasión y de sacrificio y de sufrimiento. El deber del poeta, del escritor, es escribir sobre estas cosas. Su privilegio consiste en la ayuda que puede prestar al hombre para que perdure, aupando su corazón y recordándole qué son el valor, el honor, la esperanza, la dignidad, la compasión, la piedad. La voz del poeta no tiene por qué ser un simple testimonio del hombre. sino que puede constitur también uno de los puntales que le ayuden a sostenerse y a prevalecer.

Arrecife

El mexicano Juan Villoro es una de las voces más poderosas de la actual narrativa en lengua española. Y como prueba, su última novela: Arrecife, editada por Anagrama en abril de 2012

Juan Villoro (México, D.F., 1956) es un escritor que, como ha acreditado ya brillantemente a lo largo de muchos años (su primer libro de cuentos data de finales de los setenta), se mueve como pez en el agua por todas las formas de la narración: ya sea la crónica, el ensayo crítico, el relato infantil, el cuento o la novela. Y en todos ellos sobresale un ingrediente común, definitorio: un estilo propio de contar, rigurosamente sintético, casi aforístico, en el que logra aunar con una magia especial lo descriptivo y lo reflexivo, la acción y el pensamiento, lo puramente narrativo y el ensayo. Sus dotes para sintetizar una situación, definir un personaje o concretar un pensamiento son asombrosas. Su «facilidad» para encontrar una frase feliz que se ajusta como un calzador al contexto, formular axiomáticamente algo o elaborar un resumen analítico absolutamente preciso con muy pocas palabras es un prodigio.

Un prodigio que sin duda se explica por su formación excéntrica y sus complejos vínculos intelectuales y literarios. A los cuatro años, Villoro ingresó en el Colegio Alemán del DF. Su dominio perfecto del alemán le permitiría más tarde trabajar como diplomático en el Berlín oriental (cuando todavía existía la RDA), familiarizarse con la cultura centroeuropea (con especial preferencia por el mundo austro-húngaro, más que por el propiamente germánico) o traducir los célebres «Aforismos» de Lichtenberg, verdadera cumbre del género (y que Nietzsche consideraba uno de los cinco mejores libros de la cultura alemana). Estos ingredientes tan singulares (y que, en cierto modo, también pueden rastrearse en una figura como la de Sergio Pitol, que es sin duda uno de sus «maestros») son los que explican en buena medida esa posición «excéntrica» de Villoro, que no afecta sólo a su estilo, sino al enfoque general de su obra, que se inscribe ya plenamente al otro lado de una ruptura (intelectual y generacional) respecto a los moldes trillados que imperaban todavía en la literatura hispanoamericana en general, y en la mexicana en particular, a finales de los ochenta y principios de los 90: los epígonos de un «realismo mágico», que ya no tenía nada que ver con el carácter incisivo de un Carpentier o un García Márquez, y había caído en la ramplonería exótica; o la ingente búsqueda y rastreo de los problemas identitarios de la región a través de la reflexión social o histórica.

Villoro pugna por romper valientemente con esos corsés que hacen de la literatura hispana «un parque temático del atraso», a la que se exige «un exceso de imaginación que se rechaza en otros sitios», una «necesidad de acentuar el exotismo», impuesta desde fuera, que acaba induciendo «una autenticidad artificial».

Precisamente esa demanda de exotismo y emociones fuertes que se reclama desde el exterior a Latinoamérica en general, y a México de forma particularmente intensa, forma parte del núcleo argumental de Arrecife, la cuarta novela de Villoro, que llega ocho años después de su gran obra maestra: El testigo (2004). La nueva novela de Villoro transcurre en un resort vacacional de la costa maya en el que se ofrece, a turistas europeos y norteamericanos ávidos de emociones fuertes, «programas recreativos con una coreografía delictiva» (como que te secuestre la guerrilla o te capturen los narcos), eso sí, con un riesgo controlado y un final feliz. «Vivir una revolución -dice Villoro en una entrevista-, pero por un fin de semana; entrar en contacto con una emoción, pero luego volver a su vida de bienestar». Hispanoamérica como escenario de riesgos programados y peligros fingidos, para que el turista se libere momentáneamente de la angustia que le produce el tedio del bienestar, pero eso sí: con billete de vuelta asegurado. Villoro es, sin duda, un maestro de la ironía.

Pero como todas sus novelas, Arrecife va también mucho más allá de sus propias anécdotas argumentales. En realidad, el relato tiene todos los ingredientes de un «ajuste de cuentas», de un balance, de una mirada, crítica, apasionada y compasiva, al devenir de una generación que naufragó en casi todas sus expectativas, pero que no terminó de ahogarse del todo, y ahora se interroga por su pasado y por su futuro.

Tony Góngora (el narrador) y Mario Müller (el ideólogo y director del resort La Pirámide) son dos viejos amigos, dos supervivientes de aquel naufragio. En su juventud formaron parte de una banda de rock que se llamaba Los Extraditables, que acabó fracasando y disolviéndose. El fracaso hundió a Tony en las drogas hasta convertirlo en una piltrafa humana, con la memoria borrada, perdida casi por completo. Años después de aquel desastre, Mario Müller busca a Tony para que participe en su nuevo proyecto empresarial (La Pirámide), y así sacarlo del marasmo, ayudarle a recordar el pasado… y también a diseñar el futuro.

«Pasé la primera parte de mi vida tratando de despertarme, la segunda tratando de dormir, me pregunto si habrá una tercera parte». Arrecife comienza así, cuando sus protagonistas están ya en esta tercera parte. Ahí comienza el itinerario introspectivo de Tony, que es a la vez un nuevo reto vital, en el que conocer es recordar (pues lo ha olvidado casi todo), pero en el que, también, el recuerdo sirve para reconstruir un pasado, que no es sólo la constatación de un fracaso, sino rememoración de un tiempo en el que la amistad y el amor fueron signos de una vida en cierto modo pletórica… una vida que todavía no está clausurada, que aún puede tener un tercer acto. Al menos eso piensa Villoro.

El arrecife en el que encallaron sus vidas ha devenido un negocio (La Pirámide, junto al Caribe y las costas llenas de corales) al que ahora también le llega la hora del ocaso, con la llegada de la crisis y la enfermedad de Müller. Villoro, que no olvida una, aprovecha ese contexto para lanzar una andanada demoledora contra esos países tan serios y justos, tan «diferentes» de México. Y nos recuerda que, tras su sobria fachada de respetabilidad, la City londinense (de donde provienen los inversores que gestionan La Pirámide) no es más que la versión actual y posmoderna de la vieja piratería inglesa, el lugar donde ahora mismo se lava buena parte del dinero negro procedente del tráfico de drogas, de armas, de la prostirución… Los auténticos dueños de La Pirámide vislumbran ya que hay más negocio en integrar el resort en ese proceso de lavado de dinero que mantenerlo abierto.

Pero Müller, ya gravemente enfermo (cáncer), prepara para Tony un nuevo y sorprendente futuro alejado de todo eso. Y quizá tras la honesta y lúcida incursión en las vidas de estos dos personajes, ese «futuro» sea la parte más débil del libro. La menos lograda.

Pese a ello, Arrecife es en todo momento una novela muy poderosa en el campo del lenguaje. La ironía y el humor de Villoro brillan tanto como la precisión, la concisión y la exactitud expresiva. Y sus diálogos tienen la energía y la fuerza de los de una buena novela negra.

Por cierto que Acerrife también es, a su modo, un trhiller, aunque sólo accidentalmente. Las novelas de Villoro tienen siempre infinidad de rincones y ponen en juego multitud de recursos. Y es que para él: «La novela nos puede procurar algo que sólo provee la literatura y que nos ayuda a entender mejor el mundo; no se trata de una explicación cien por ciento racional, sino de la recreación de emociones que le dan sentido a una época y a una gente y esa manera de conocer emotivamente una realidad y una época sólo la encontramos en la literatura».