Archive for julio 2012

Corre, Conejo

La leyenda del hombre que sale un día de casa a «comprar tabaco» y ya no vuelve se fraguó en esta novela de John Updike

Editorial Tusquets está publicando, en su colección Fábula, la «Biblioteca John Updike», dedicada al gran escritor norteamericano fallecido el 27 de enero de 2009. Y la ha iniciado con la que fue su primera obra emblemática y de éxito y, a la vez, la puesta en escena del que sería el personaje central de su narrativa: Harry «Conejo» Angstrom, cuyas peripecias seguiría a lo largo de cuatro décadas en una «saga» que acabaría por convertirse en una de las radiografías más ácidas y lúcidas del desconcierto y la inconsistencia vital y moral del «americano medio»: en «Corre, Conejo» (1960) John Updike pone en marcha a su personaje … y lo echa a correr.

Parece ya muy antigua la fábula del hombre que sale un día de casa a buscar tabaco y decide no volver. Pero, al menos en el campo literario, esa leyenda se remonta tan sólo a 1960, año en que John Updike pone en liza a su inefable “Conejo”.

Harry “Conejo” Angstrom ha sido en su juventud un as del baloncesto en el colegio, reconocido, mimado y aplaudido por todos, pero ahora, con 26 años, las cosas han cambiado. Su vida se ha vuelto completamente gris. Trabaja como un modesto vendedor de “MagiPeels”, un artilugio culinario que sirve para pelar patatas y verduras. Y su vida doméstica no mejora las cosas: tiene un hijo de tres años y espera otro, pero las relaciones con su mujer han perdido el discreto encanto de antaño, todo son recriminaciones mutuas y la convivencia es un infierno. Su vida está vacía, pero el recuerdo del pasado sigue alimentando inconscientemente en su interior el anhelo, intangible e irreflexivo, de “otra vida” distinta, mejor.

Un día como otro cualquiera vuelve a casa. Su mujer está bebiendo su enésimo cóctel sentada frente al televisor. La casa está desordenada y sucia. El niño está en la casa de la madre de él. El coche en la puerta de la casa de la madre de ella; las dos han pasado la tarde de compras en la ciudad. Ella (pese a estar embarazada) se ha comprado un bonito bañador. Y luego estaba muy cansada y… La pelota que todo este “desorden” crea en la mente de Harry da pie a otro capítulo diario de recriminaciones interminables… que le producen un nudo angustioso en el estómago y la convicción fulminante de que “está atrapado en una trampa”.

No hay una deliberación consciente ni una decisión explícita. Pero cuando al final sale de casa a buscar el coche, recoger el niño y comprar tabaco… lo hace para no volver. Huye sin saber muy bien que está huyendo. Echa a correr… pero no sabe adónde va. Inicia un camino sin rumbo, que va a acabar poniendo en evidencia, ante todo, su inconsistencia y su desconcierto, su incapacidad de levantar unos cimientos sólidos a una existencia que carece de todo anclaje de fuste. Conejo ya no tiene convicciones, sólo recuerdos. No cree ni descree nada. Sólo intuye que “merece una vida mejor”, pero es incapaz de ir a buscarla, no sabe ni en qué consiste ni cómo se logra, está a merced de lo que ocurre. Y los acontecimientos lo llevan, como vientos cambiantes, a juntarse con Ruth (una semiprostituta), a abandonarla y volver con su esposa cuando nace su hija, a abandonar otra vez a ésta, a volver con ella cuando muere accidentalmente el bebé, a salir corriendo el día del entierro para volver con Ruth, y a acabar huyendo también de ésta cuando descubre que está embarazada de él. Corre, Conejo, corre…

Updike elabora una meticulosa y certera radiografía de la inconsistencia y el desconcierto vital y moral del “americano medio” cuando la instauración, a finales de los años cincuenta, de la “sociedad de consumo” va a provocar alteraciones sustanciales en el universo de los valores y en el conjunto de las instituciones sociales del país, empezando por la familia.

El peso del “sueño americano”, inalcanzable para la mayoría, y la emergencia incontenible de las pulsiones sexuales, colaboran asimismo a romper los “moldes” antiguos, dejando a la gente sin asideros y suscitando una fuga permanente y sin final.

Con una prosa abigarrada, densa, detallista y prolija, Updike penetra, sin aspavientos, en la urdimbre moral y real de una “nueva” clase de americanos que, antes que enfrentarse al mundo o a sí mismos, y en pleno declive del sistema patriarcal, prefieren salir huyendo. Corre, Conejo, corre…

La vida breve

La obra maestra de Onetti, publicada en 1950, es una de las diez mejores novelas de la literatura hispanoamericana del siglo XX

Si hay una novela de Onetti que merece figurar, en compañía de «Cien años de soledad» de García Márquez, «El siglo de las luces» de Alejo Carpentier, «Paradiso» de Lezama Lima, «Conversaciones en la Catedral» de Vargas Llosa, «Pedro Páramo» de Juan Rulfo o «Rayuela» de Cortázar, en el restringido y exclusivo «parnaso» de las diez mejores novelas hispanoamericanas del siglo XX (un siglo al que yo no dudaría en llamar el «Siglo de Oro» de las letras hispanas), ésa es sin duda «La vida breve», que, además, es la primera de todas ellas. Publicada en 1950, «La vida breve» condensa todas las virtudes narrativas de Onetti y abre el camino a todo su universo literario, a través de la creación de una ciudad imaginaria, «Santa María», escenario en el que se va desarrollar la trama de la mayor parte de sus historias.

A Vila-Matas, que tanto le gusta “coleccionar” grandes comienzos de novelas (uno de sus favoritos es el de “El extranjero”, de Camus: “Aujourd´hui, ma mére est mort”), estoy seguro que no le disgustará el de “La vida breve”, de Onetti: “–¡Mundo loco! -dijo la mujer.” Un comienzo de “tango”, para una novela que se podría decir que está toda ella bañada en el perfume trágico y fatalista de esta singular música porteña.

Lo crucial de esta novela, cuya densidad narrativa sorprenderá inevitablemente al lector (sobre todo, si ha acostumbrado excesivamente su paladar literario a textos livianos y de poca enjundia), es la emergencia, la creación de la ciudad de Santa María. Una ciudad que, en principio, nace en la imaginación de Brausen, como escenario de un posible guión que podría ayudarle a resolver su precaria situación (están a punto de despedirlo en la agencia de publicidad en la que trabaja) y tal vez salvar su insostenible relación con Gertrudis (la mujer con la que vive, y a la que acaban de operar para quitarle un pecho). Pero, a partir de un determinado momento, esa ciudad “imaginada”, y los personajes que han comenzado a poblarla en la “ficción” de Brausen (una ficción que nunca se lleva a término, porque Brausen nunca acaba la historia), se emancipan completamente de su creador, adquieren vida propia al margen de él e, incluso, acaban por tener verdadera “realidad”: al final del relato de Onetti, Brausen ayuda a Ernesto (un macró, un prostituto, que ha asesinado a su vecina, la Queca, la mujer que repite incesantemente: ¡Mundo loco!) a huir de Buenos Aires… a Santa María: un viaje de la “realidad” a la “ficción”, de una realidad degradada y amenazante a una ficción salvadora (o como mínimo “refugio”) que resume perfectamente el “pensamiento” literario de Onetti.

La novela discurre paralelamente en tres planos que si, inicialmente, parecen separados y discernibles, poco a poco van a ir comportándose como “vasos comunicantes” en los que el fluido narrativo se va mezclando, hasta definitivamente fundirse en el episodio final. El primer plano es el del mundo de Brausen, narrado por él mismo, y con ciertas pretensiones de objetividad, un mundo del que forma parte su trabajo, su mujer, sus amigos y la ciudad de Buenos Aires. El segundo plano es el de su vecina, la Queca, un mundo en cierta forma también objetivo (Brausen se introduce en él), pero alimentado también por sospechas, intuiciones, palabras y frases sólo escuchadas a medias (espiadas a través de la pared), un mundo muy alejado de su mundo habitual, que le va a obligar a transformarse en un personaje de “los bajos fondos”, un mundo que discurre ya, en cierta forma, a mitad de camino entre la realidad y la ficción. Y, por último, está el mundo de Santa María, un mundo de fantasía, creado por su imaginación, en el que va a ir “proyectando” elementos inspirados en su realidad y transformados (él mismo es la matriz del Doctor Grey, Elena Sala se inspira en Gertrudis, aunque, a diferencia de ésta, destaca por sus dos impresionantes pechos… lo primero en lo que se fija el doctor Grey nada más entrar en su consulta).

A lo largo del libro, con sabiduría y precisión, Onetti va a ir mezclando y combinando los elementos, los ingredientes de estos tres mundos, para dejarnos una prodigiosa “lección” de cómo se gestan las ficciones y cómo se incorporan a la vida real, cómo se produce ese “misterio” que es la alquimia de todo arte.

Faulkner siempre

William Faulkner falleció el 6 de julio de 1962, hace ahora cincuenta años. Su legado literario sigue siendo uno de los monumentos cruciales de la historia de la literatura moderna

Nacido en 1897 en las cercanías de Oxford (Misisipi), Faulkner no sólo nos ha dejado un formidable tesoro literario, compuesto por poemas, cuentos, relatos, una veintena de novelas imperecederas («Santuario», «El ruido y la furia», «Mientras agonizo», «Absalón, Absalón», «Luz de agosto», «Las palmeras salvajes») y algunos de los guiones cinematográficos más inolvidables de la historia del cine («El sueño eterno», «Tener y no tener»…), sino que rescató para la literatura la única tarea en la que ésta puede consistir, sin traicionarse a sí misma: ser testimonio siempre renovado de la inocencia perdida, del dolor acumulado, de las viejas verdades inscritas en el corazón de los hombres desde el alba de la historia; ser capaz de dignificar el dolor y el sufrimiento, como ya lo hicieron los trágicos griegos en el origen de la escritura.

Relata una conocida anécdota (tal vez, leyenda) que, cuando apenas era un veinteañero, Faulkner acudió en Nueva Orleans a un debate literario, organizado por una revista cultural, que acabó derivando en una viva discusión sobre el Hamlet de Shakespeare. Tras permanecer largo rato en silencio, como si aquello no fuera mucho con él, de pronto se levantó y lanzó un reto, no contra nadie sino contra sí mismo: “Yo podría escribir una obra como Hamlet si quisiese” –dijo, ante la estupefacción y el asombro, entre contenido y burlón, de los asistentes.

Veinticinco años después, Jean-Paul Sartre y André Malraux presentaban en sociedad a Faulkner ante el público francés (y europeo) con estas palabras: “Faulkner introduce la tragedia en el relato”.

No cabe duda que, para ello, Faulkner dispuso de un escenario más que apropiado para hacer revivir el antiguo espíritu de la tragedia y dar nueva forma al canon shakespiriano: el Sur, la derrota, porque ambos términos (al menos para Faulkner) eran equivalentes: el Sur es la derrota, y de ella (de la deshonra de la derrota, de los “pecados” que han hecho posible e inevitable la derrota, pero también de la deshonra y de los “pecados” de los vencedores) germina y brota un mundo de seres desgarrados, atravesados por los sentimientos y las pasiones más extremas en toda su pureza y esplendor (el odio, la inquina, la venganza, pero también el honor, la lealtad, el sacrificio, el amor), sobre una tierra desolada. Sólo aquí –en una tierra doblemente “maldita”: arrebatada, primero, a los indios mediante una violencia extrema; arrebatada después a la propia naturaleza mediante la sangre y el sudor de la esclavitud– vuelve a tener sentido el “destino”: no como azar ciego de lo desconocido o mandato de una deidad aterradora, sino como esa densa e inexorable trama que tejen la sangre, la tierra, la tradición y el corazón humano cuando obedecen sus leyes más íntimas.

El mundo narrativo faulkneriano demuestra, a la perfección, cómo la universalidad reside en la particularidad, y no puede tener otra residencia efectiva. A pesar de que su obra no abandona prácticamente los estrechos y voluntarios límites del condado de Yoknapatawpha (cuyos planos, geografía, topografía y demografía nos proporciona el propio Faulkner, que se proclama, además, único propietario), trasunto de su propio condado natal sureño, allí están todos los conflictos, todas las contradicciones básicas, el laberinto mismo del mundo moderno haciéndose y deshaciéndose en cenizas continuamente. Su obra no es la mera “tragedia del Sur”, sino la fabulación de cómo la tragedia del Sur es la tragedia del mundo, y cómo el dolor del Sur es el dolor del mundo.

Pero Faulkner no se limitó a ser testigo (o heredero) de esta tragedia y de este dolor universales. Intentó –y al lector le queda decidir si realmente lo logró– ir más allá de ello, más allá de donde Kafka –como testigo silencioso de una desolación acatada– había dejado las cosas. Si Kafka dejó constancia –casi notarial, con su escritura “objetiva”– del silencio desolado que sigue a la derrota, y de la imposibilidad de hacer frente a sus devastadoras consecuencias, Faulkner da un paso más adelante, y como derrotado, trata de convertir la derrota en victoria, apelando a la capacidad humana de “aprender la humildad a través del sufrimiento y el orgullo a través de la fortaleza que sobrevive al sufrimiento”. Faulkner creía en la capacidad de erigirse después de la caída, de recuperar el orgullo después del fracaso, apelando a las leyes (que él creía eternas) del corazón humano, y que defendió con ardor en su estremecedor discurso de recogida del Premio Nobel de Literatura que se le concedió en 1950.

Por todo ello –y porque su prosa es uno de los mayores logros narrativos del siglo XX–, Faulkner merece y debe ser leído siempre, con el esfuerzo y la dedicación que exigen todo lo grande, todo lo destinado, no a pasar desapercibido, sino a dejar en nosotros una huella profunda e imborrable.

La narrativa faulkneriana (sin la cual serían imposibles los García Márquez, Juan Rulfo, Vargas Llosa, Juan Benet y tantos otros), erigida sobre los sillares básicos de la tragedia griega, la Biblia, Cervantes (todos los años leía el Quijote) y Shakespeare, y a la que incorpora todos los logros fundamentales de la literatura de los primeros decenios del siglo XX (Joyce, Kafka, Proust), constituye, sin duda, una de la últimas grandes cimas escalada por esa eterna paradoja, merced a la cual, un universo de ficciones, deviene en el pozo de las verdades más profundas y necesarias.

El oficio de escribir

Las respuestas de Faulkner a la entrevista de la Paris Review en 1956 son el mejor manual que existe sobre qué es escribir (con motivo del 50 aniversario de la muerte de Faulkner el 6 de julio de 1962)

«Hay unos novecientos millones de aforismos sobre escribir que son ciertos», decía con ironía y certeza Harold Brodkey. Pero pocas lecciones sobre el oficio de escribir son tan claras, rotundas y decisivas como las que nos legó William Faulkner en su célebre entrevista para The Paris Review, en 1956. Reproducimos a continuación las respuestas más sustanciosas de aquella conversación, que fija de forma rotunda e indeleble qué es realmente un escritor.

¿Existe alguna fórmula para ser un buen novelista?

William Faulkner: Un noventa y nueve por ciento de talento… un noventa y nueve por ciento de disciplina… y un noventa y nueve por ciento de trabajo. Nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Nunca es tan bueno como puede serlo. Sueña siempre y apunta más alto de lo que sabes que puedes hacer. No te limites a ser mejor que tus contemporáneos o tus predecesores. Intenta ser mejor que tú mismo. El artista es una criatura movida por los demonios. No sabe por qué lo eligen y suele estar demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que roba, toma prestado o pide de todos y de cualquiera para conseguir hacer su trabajo.

¿Quiere decir que un escritor tendría que ser completamente despiadado?

W. F.: La única responsabilidad del escritor es con su arte. Si es bueno será completamente despiadado. Tiene un sueño. Le angustia tanto que tiene que liberarse de él. Y no logrará la paz hasta entonces. Hay que desecharlo todo: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, para conseguir escribir el libro. Si un escritor tiene que robar a su madre, no dudará en hacerlo; la Oda a una urna griega bien vale unas cuantas viejecitas.

Entonces ¿podrían la falta de seguridad, la felicidad, el honor, constituir un factor importante en la creatividad del artista?

W. F.: No. Sólo son importantes para que sienta paz y satisfacción, y el arte no se preocupa de la paz y la satisfacción.

Entonces ¿cuál sería el mejor entorno para un escritor?

W. F.: Al arte tampoco le preocupa el entorno; no le importa dónde se encuentra. Si se refiere a mi caso, el mejor trabajo que me han ofrecido nunca fue el de hacerme casero de un burdel. En mi opinión, es el medio perfecto para que trabaje un artista. Le otorga una libertad económica perfecta: no pasa miedo ni hambre, tiene un techo en el que cobijarse y lo único que tiene que hacer es llevar unas pocas cuentas sencillas e ir una vez al mes a pagar a la policía local. El lugar está tranquilo por la mañana, que es el mejor momento del día para trabajar. Hay suficiente vida social por la noche, si le apetece participar, para que no se aburra; le da una cierta posición en su sociedad; no tiene nada que hacer porque la madame lleva los registros; toda la gente que vive en la casa son mujeres y lo llamarían respetuosamente “señor”. Todos los contrabandistas del barrio lo llamarían “señor”. Y podría llamar a los policías por sus nombres.

Así que el único entorno que necesita el artista es la paz, la soledad, el placer que pueda conseguir a un coste que no resulte demasiado elevado. El entorno equivocado sólo servirá para que le suba la tensión, y pasará más tiempo frustrado e indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que las herramientas que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.

¿Quiere decir bourbon?

W. F.: No, no soy tan maniático. Entre un whisky y nada, prefiero un whisky.

Ha mencionado la libertad económica. ¿La necesita el escritor?

W. F.: No. El escritor no necesita libertad económica. Sólo necesita lápiz y un poco de papel. Nunca he visto ningún escrito bueno que proceda de haber aceptado dinero regalado. Un buen escritor nunca presenta una solicitud a una fundación. Está siempre demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es de primera, se engaña diciendo que no tiene tiempo o libertad económica. El buen arte puede proceder de rateros, contrabandistas o ladrones de caballos. La gente tiene realmente miedo de descubrir cuántas penurias y pobreza puede soportar. La única cosa que puede alterar a un buen escritor es la muerte. Los escritores buenos no tienen tiempo para preocuparse por el éxito o por enriquecerse. El éxito es femenino y es como una mujer: si te encoges ante ella, te anulará. Así que hay que tratarla enseñándole la palma de la mano. Entonces puede que sea ella la que se arrastre.

¿Puede perjudicar a su escritura el hecho de trabajar en el cine?

W. F.: Nada puede perjudicar a la escritura de un hombre si es un escritor de primera. En el caso de que no lo sea, no hay nada que pueda servirle de mucho. El problema no existe si no es un autor de primera, porque ya ha vendido su alma por una piscina.

¿Se compromete el escritor al escribir para el cine?

W. F.: Siempre, porque una película es por naturaleza una colaboración, y cualquier colaboración supone un compromiso porque eso es lo que significa la palabra: dar y recibir.

Usted dice que el escritor debe comprometerse para trabajar en el cine. ¿Y qué ocurre con su escritura? ¿Tiene alguna obligación con su lector?

W. F.: Su obligación es hacer su trabajo lo mejor posible; sea cual sea la obligación que le quede después de eso puede cumplir con ella como desee. Yo mismo estoy demasiado ocupado para preocuparme del público. No tengo tiempo de preguntarme quién me lee. No me importa la opinión del americano medio sobre mí o sobre el trabajo de cualquier otro. Tengo que cumplir con mi propio estándar, que es lo que se da cuando la obra me hace sentir lo que experimento cuando leo La tentación de San Antonio o el Antiguo Testamento. Me hace sentir bien. También me siento bien observando a un pájaro. Si me reencarnara, me gustaría volver en forma de zopilote, ¿sabe? No existe nada que lo odie, lo envidie, lo quiera o lo necesite. Nunca está preocupado o en peligro, y puede comer cualquier cosa.

¿Qué técnica utiliza para alcanzar su estándar?

W. F.: Deje que el escritor se dedique a la cirugía o a la albañilería si lo que le interesa es la técnica. No existe una manera mecánica des escribir, no hay atajos. El escritor joven sería un estúpido si siguiera una teoría. Enséñate a ti mismo por tus propios errores: la gente sólo aprende a partir de los errores. El buen artista cree que nadie es lo bastante bueno para darle consejos. Posee una vanidad suprema. Por mucho que admire al viejo escritor, quiere superarlo.

¿Cuánto hay de su experiencia personal en su escritura?

W. F.: No sabría decirlo. Nunca lo he calculado. Porque no importa “cuánto”. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación, y dos de ellas –a veces incluso una– puede suplir la falta de las otras. En mi caso, una historia suele empezar con una sola idea, recuerdo o imagen mental. La escritura de una historia es sencillamente una cuestión de trabajar hacia ese momento, explicar porqué ocurrió o qué hizo que sucediera después. El escritor intenta crear personajes verosímiles en situaciones emotivas y verosímiles de la manera más emotiva de la que es capaz. Obviamente tiene que usar el entorno que conoce como una de sus herramientas. Diría que la música es el medio más sencillo con el que expresarse, ya que apareció primero en la experiencia y la historia de la humanidad. Pero dado que lo mío son las palabras, tengo que intentar expresar torpemente en ellas lo que la música pura habría hecho mejor. Es decir, la música lo expresaría mejor y de manera más sencilla, pero yo prefiero utilizar palabras, ya que prefiero leer en vez de escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras se da en el silencio. Es decir, el estruendo y la música de la prosa se dan en silencio.

Algunas personas dicen que no entienden lo que escribe, incluso después de leerlo dos o tres veces. ¿Qué les sugeriría que hicieran?

W. F.: Que lo leyeran cuatro veces.

Ha mencionado que la experiencia, la observación y la imaginación son importantes para el escritor. ¿Incluiría la inspiración?

W. F.: No sé nada sobre la inspiración porque no sé qué es; he oído hablar de ella, pero no la he visto nunca.

¿Podría opinar sobre el futuro de la novela?

W. F.: Imagino que mientras la gente continúe leyendo novelas, la gente continuará escribiéndolas, o viceversa, a no ser, claro está, que las revistas con imágenes y las tiras cómicas acaben atrofiando la capacidad del hombre para leer, y la literatura vuelva a la escritura con imágenes de la cueva neandertal.