Archive for agosto 2012

El corazón de las tinieblas

El testimonio que Conrad levanta en «El corazón de las tinieblas» contra el colonialismo europeo en África es uno de los retratos más veraces y profundos, una de las catas más hondas y terribles que ha llevado a cabo nunca la literatura en el largo catálogo de infamias que atesora la humanidad. Pero, por otra parte, el libro de Conrad va aún más allá: a la vez que un viaje a las tinieblas exteriores (la selva, el corazón indómito de África, la brutalidad de la explotación colonial), el relato es un estremecedor descenso a las tinieblas interiores del hombre, a «la locura», al «horror».

Entre 1885 y 1906, Leopoldo II, rey de Bélgica, fue dueño y señor del llamado Estado Libre del Congo, una concesión “privada” hecha por la Conferencia de Berlín, en la que las potencias europeas se repartieron África.

Mientras organizaba (en Europa) congresos y conferencias para discutir los métodos más humanitarios y funcionales para “llevar la civilización y el Evangelio a los caníbales”, con la presencia de intelectuales y sacerdotes –razón por la cual recibía el tratamiento de “redentor de los negros”–, su Compañía congoleña llevaba a cabo uno de los genocidios más brutales y sanguinarios de la historia. Entre cinco y ocho millones de congoleños –la mitad estimada de la población– murió en esos veinte años, fruto de los métodos expeditivos y criminales de la Compañía.

Ésta fijaba a las aldeas, a las familias o a los individuos unas cuotas obligatorias de extracción de caucho, entregas de marfil o de resina de copal, y a quienes no las cumplían los sometía a castigos ejemplares e implacables: quema de las aldeas, secuestro de las mujeres y los hijos, mutilación de brazos y piernas… Se trabajaba sin horarios ni compensaciones: la Compañía no pagaba salarios, todo eran beneficios. El puro terror al asesinato o la mutilación eran la única motivación para trabajar.

Ni que decir tiene que a la vez que exterminaba implacablemente a la población, Leopoldo II se convertía en uno de los hombres más ricos del mundo.

Conrad viajó al Congo belga en 1890 contratado por la Compañía. Sólo estuvo allí seis meses –de junio a diciembre–, pero lo que vio y lo que vivió allí lo transformaron para siempre. “Hasta entonces –dijo una vez– yo había vivido como un simple animal”. Nueve años después, aquella experiencia inolvidable se convertiría en la médula esencial de un relato que habría de convertirse en una de las obras maestras de la literatura universal: “El corazón de las tinieblas”.

La trama del relato es sencilla. Varios amigos esperan en un bergantín anclado en la desembocadura del Támesis el reflujo de la marea que les permita remontar río arriba. Uno de ellos, Marlow –el alter ego de Conrad en muchas de sus novelas, su narrador favorito– comienza a hacer consideraciones sobre lo que sería ese mismo río en el que están anclados –y a cuya orillas se encuentra ahora la ciudad más grande y poderosa del mundo (Londres)–, en los tiempos pretéritos de los conquistadores romanos. Para los civilizados romanos aquel estuario, aquel río, aquellas neblinosas orillas no eran sino el “corazón de las tinieblas”. Y a continuación Marlow engarza esta reflexión con su reciente experiencia en un viaje al Congo.

Por medio de una tía que vive en Bruselas, Marlow consigue el cargo de capitán de un pequeño barco propiedad de la Compañía colonial, con la misión de remontar un gran río –cuyo nombre jamás se menciona– para rescatar a un agente al que, en la estación más alejada de la costa, se supone enfermo y en dificultades. Este agente, Kurz, es uno de los más destacados de la Compañía en su “brillante” misión de intercambiar con los indígenas marfil por baratijas. Desde un principio, Kurz se dibuja como un personaje enigmático (para unos no es más que un loco, ambicioso, trepador y egoísta; para otros, un verdadero líder, un genio). Marlow se irá sintiendo fascinando por el personaje conforme se va aproximando a la Estación Interior, en el corazón de la selva, donde debe rescatarle. Y ese interés obedece cada vez más a la conciencia de que Kurtz ha penetrado en el “corazón de las tinieblas”, ha penetrado en el misterio de la selva, ha convivido –”meses enteros”– con los salvajes, que le adoran como un dios, ha ido “más allá de las aspiraciones lícitas”, despertando en él “olvidados y brutales instintos, recuerdos de monstruosas pasiones”, ha vivido orgías indescriptibles y se ha sumergido en una barberie absoluta.

Kurz, el brillante agente seleccionado por la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes para hacer un informe que sirva como guía y brújula del trabajo humanitario de la Compañía, parece haber sucumbido a los hechizos de los salvajes y a la magia de la naturaleza. Cuando el barco se acerca a la Estación y Marlow descubre hileras de estacas coronadas por calaveras, los presagios se confirman. Kurtz ha edificado un reino salvaje que le rinde culto. Pero Marlow está ya definitivamente intrigado y fascinado por el personaje, y aunque logra su rescate, Kurtz muere en el viaje de vuelta. Sin duda ha vivido una experiencia inimaginable para un europeo, y eso, que espanta a los otros compañeros de viaje, es lo que atrae a Marlow. Para aquéllos, comerciantes belgas, Kurtz sólo merece odio: ha ido demasiado lejos, sus métodos han arruinado el comercio de marfil. Para Marlow, en cambio, es alguien que ha derribado las barreras de la civilización, que ha logrado vivir de nuevo en comunión con las fuerzas primarias, con los instintos básicos, en estado de naturaleza.

El viaje al “corazón de las tinieblas” se convierte así en un doble viaje: en uno de ellos, Conrad relata con detalle la crueldad y estupidez del colonialismo y del imperialismo (ejemplificado en esa escena en que un barco francés dispara desde la costa contra los matorrales de la selva… porque tal vez allí hay salvajes). La codicia, la brutalidad y la ausencia de piedad definen una aventura, que se pretende humanitaria, pero cuya médula es pura y simplemente la depredación.

En el otro “viaje”, Conrad se sumerge a tumba abierta en una indagación de límites imprecisos y desconocidos en ese elemento ignorado y borrado –el inconsciente–, que la “civilización” pretende haber destruido y anulado, pero que Freud y Conrad saben que está vivo y actúa en cada alma, en cada individuo.

“El corazón de las tinieblas” se revela así como una obra de una complejidad y una profundidad inusitada. Sin duda, estamos ante una de las obras claves que inauguran la modernidad literaria.

La obra tuvo en su día un gran impacto político (las denuncias contra Leopoldo II le obligaron a renunciar a su propiedad sobre el Congo, que cedió al Estado belga, quien suavizó la explotación). Pero sigue conservando intacta tanto su fuerza de denuncia como su garra y coraje intelectual. A la vez que se trata de un ejercicio literario de extraordinaria calidad, quizá el mejor de Conrad. Un tesoro imprescindible, que más de cien años después de su publicación conserva toda su actualidad y toda su punzante capacidad de estímulo.

“El corazón de las tinieblas” –dice Sergio Pitol– es un relato poseedor de un misterio inagotable. De ahí nace su poder literario. Podemos estar seguros de que este libro mantendrá un núcleo inescrutable defendido para siempre. Cada generación tratará de revelarlo. Y en ello consiste la perenne juventud de la novela”.

Chejov: banalidad y tragedia

Leer a Chejov sigue siendo uno de los vehículos imprescindibles para conocer el enorme laberinto del alma humana moderna

El 15 de julio de 1904 fallecía, en un balneario alemán, el escritor ruso Anton Chejov. Emparedado entre los grandes maestros de la literatura rusa del XIX (Dostoievski, Tolstoi, Turguenev…) y las vanguardias de comienzos del XX (que en Rusia se sumaron a la revolución de 1917), Chejov pareció, al menos durante algún tiempo, un autor menor. Pero hoy ha vuelto ya a su pedestal de gigante. Sus cerca de mil cuentos, que escribió en el lapso de poco más de veinte años, renovaron por completo el género y han marcado decisivamente la estructura y evolución de la narrativa breve hasta hoy. Y sus obras de teatro se siguen representando en todos los escenarios del mundo. Leer a Chejov sigue siendo uno de los vehículos imprescindibles para conocer el enorme laberinto del alma humana moderna.

Chejov comenzó a escribir relatos cortos para los periódicos mientras cursaba la carrera de Medicina en Moscú. La penuria de tiempo que imponen los periódicos, apenas 24 horas, reducía los plazos de elaboración y entrega al mínimo. Chejov hizo de esta necesidad virtud. Poco a poco fue eliminando de los textos las elaboraciones innecesarias, las descripciones abigarradas, las moralejas explícitas. El resultado fue una prosa limpia, sobria, concisa, que dota al relato de una agilidad sorprendente y una capacidad expresiva no cerrada, sino en expansión. Con ella, Chejov fundó el cuento moderno. Y en ese molde volcó su extraordinaria capacidad de observación, su pericia para seguir el curso de las emociones y los sentimientos que mueven al hombre, su inconformismo ante un marco social que excluye a la mayoría y ante una moral que no repara en el destino de los que excluye: pero también expresó su profundo amor a la naturaleza y su arraigada convicción sobre el inevitable fracaso de los seres humanos en su anhelo de hallar la felicidad.

Chejov nació en una ciudad portuaria junto al mar Negro en 1860, en el seno de una familia numerosa que no alcanzaba a sobrevivir con los escuálidos beneficios del mísero comercio paterno. “En mi infancia, yo no he tenido infancia”, escribió una vez. Muchas veces tuvo que abandonar el colegio para ayudar al padre o simplemente porque no había dinero para pagarlo. Pero a los trece años descubrió el teatro (muy activo y concurrido en aquella ciudad cosmopolita)…. y de ahí emergió su vocación literaria. La dura situación familiar se agravó aún más cuando en 1874 el padre compró una casa que no pudo pagar, fue embargado y huyó a Moscú. El tema de “la casa paterna” que se pierde y pasa a otras manos, será recurrente en la obra de Chejov, demostrando lo profunda que fue aquella herida.

Los buenos resultados escolares del joven Antón le valieron una beca municipal que le sirvió para marchar a Moscú: era el año 1880, y de inmediato decidió matricularse en la facultad de Medicina. Mientras cursaba la carrera con total seriedad, comenzó a escribir para los periódicos relatos brevísimos, de carácter humorístico, pequeñas “caricaturas” que obtuvieron un gran éxito y se fueron convirtiendo, poco a poco, en el principal medio de subsistencia de la familia en Moscú. Con la experiencia literaria adquirida en la confección de esos “cuentos en miniatura”, Chejov fue elaborando una teoría propia del relato breve, del cuento, que condensaba en formulaciones como. “la concisión es hermana del talento”, “el arte de escribir es el arte de condensar”, etc.

En 1884 acabó la carrera de Medicina, “mi esposa legítima, a la que acabé traicionando por mi amante, la literatura”, publicó su primera recopilación de cuentos y manifestó los primeros síntomas de la enfermedad que veinte años después lo acabaría matando: la tuberculosis. Para entonces, Chejov, con apenas 25 años, era ya muy conocido en los círculos literarios rusos, aunque él se sentía todavía “descontento de lo que escribo” (en diez años, decía, nadie lo recordará) y piensa que necesita un revulsivo, un cambio radical. Viaja a la isla-presidio de Sajalín, en el lejano oriente (escribiría sobre ello un demoledor informe, que provocó un notable escándalo) y luego a Europa: Austria, Italia, Francia… A su regreso, compra (para él y para su familia, que en gran parte todavía depende de él) una finca en las afueras de Moscú, Melijovo, donde permaneció seis fructíferos años (de 1892 a 1898) y donde comenzó a madurar una obra literaria que le convertiría en uno de los grandes escritores de todos los tiempos.

En 1898, por razones médicas, Chejov trasladó su residencia a Yalta, la célebre ciudad portuaria de Crimea, a orillas del mar Negro. Allí estrechó relaciones con Tolstoi y conoció e intimó con Gorki. Y hasta allí, cada vez más enfermo, le llegaban los ecos de los aplausos por sus obras de teatro (“La gaviota”, “El tío Vania”, “Las tres hermanas”, “El jardín de los cerezos”) estrenadas con enorme éxito en Moscú y San Petersburgo.

Murió en el sanatorio antituberculoso de Baidenweiler, en la Selva Negra alemana, con apenas 44 años. Raymond Carver, el gran cuentista americano, escribió una magnífica y conmovedora reconstrucción literaria de la muerte de Chejov en su relato “Tres rosas amarillas”, Carver, como todos los grandes cuentistas americanos del siglo XX (Anderson, Babel, Hemingway, Cheever…) aprendieron su maestría de Chejov.

“En presencia de Chejov todos sentían un deseo inconsciente de ser más sencillos, más sinceros, más ellos mismos”, dice Gorki en sus memorias. Ese “impulso moral hacia el bien” que Chejov suscitaba en la gente es de la misma naturaleza que el impulso que late en su obra, solo que en ella el escritor es mucho menos condescendiente.

Como Proust, Chejov no fue un escritor “político”, pero como aquél nos ha dejado un cuadro despiadado e irónico de la degradación paulatina –tanto económica como cultural– de la nobleza terrateniente rusa y un no menos implacable retrato de la “inteligencia” pequeñoburguesa (las clases a las que pertenecen la mayoría de sus protagonistas, que muy pronto la revolución rusa borraría del mapa).

Pero la mirada de Chejov está llena de compasión y ternura hacia estos, sus personajes, que van a naufragar en sus empresas, ya sean económicas, culturales o amorosas. Su prosa, lírica pero sin excesos retóricos, actúa como un bálsamo que impide caer en el pesimismo más negro, del mismo modo que su fino sentido del humor nos veta reírnos a carcajadas de la desgracia ajena. Los personajes y sus actos, en Chejov, son casi siempre banales; y cuando intentan revolverse contra esa banalidad, contra la mediocridad de sus vidas, entonces se abocan a soluciones trágicas: lo banal desemboca en lo trágico. Atrapados en difíciles dilemas morales inesperados, se hunden por sí mismos. Gorki dice de Chejov que “era capaz de revelar el humor trágico presente en el tenue mar de la banalidad”.

“Suena ingenuo –dice Harold Bloom, el gran crítico literario neoyorquino–, y, sin embargo, el mayor poder de Chejov reside en darnos la impresión, mientras lo leemos, de que allí está al fin la verdad sobre la constante mezcla de infelicidad banal y alegría trágica que impregna la vida humana”.