Archive for septiembre 2010

Blanco nocturno

Irrumpe la nueva novela de Ricardo Piglia, uno de los escritores esenciales, no sólo de Argentina o Hispanoamérica, sino de la lengua española.

Trece años de espera han valido la pena. Piglia vuelve a la novela, después del tremendo impacto de Plata quemada (1997), y justo cuando se cumplen tres décadas de la magistral e imprescindible Respiración artificial (1980). Y lo hace con otra obra de envergadura, de calado, una construcción narrativa que superpone géneros, enlaza tramas diversas y desafía moldes, todo ello magistralmente engarzado por un impresionante trabajo de orfebrería narrativa, en la que el escritor argentino deja una vez más las huellas de su maestría.

Blanco nocturno (2010) es, como todas las novelas de Piglia, el resultado de un sistema de trabajo muy especial. Piglia no escribe para satisfacer exigencias de mercado o promover su valor comercial. Más de una década llevaba hablando de esta novela. En una primera época, transcurría en la época de la guerra de las Malvinas (entonces, esos «blancos nocturnos» eran, con toda probabilidad, los soldados argentinos, a quienes los británicos, provistos de «anteojos infrarrojos», podían ver en la oscuridad y dispararles con facilidad). En la novela final, ese episodio se ha reducido a una nota a pie de página (la 21 de las 42 que tiene el libro) de apenas ocho líneas, en la página 149, justo la mitad del libro. Piglia hace y rehace sus novelas, les cambia los escenarios, la época, los argumentos, hasta que alcanza, en un momento determinado, el punto de sazón que justifica su publicación. Y en ese tejer y destejer, desplazar y recomponer, la novela va adquiriendo un volumen y una espesura manifiestos; distintas tramas acaban ligándose y superponiéndose y el todo adquiere una potencia narrativa y literaria excepcional.

El resultado final de Blanco nocturno es una obra que es, a la vez, una «novela policial» (con evidentes raíces en la obra de Chandler, sobre todo en «El sueño eterno»), una «novela familiar» y «rural» (de inequívoco aire faulkneriano), y hasta una «novela confesional» (con un leva aroma a Scott Fitzgerald), pero más allá de todas esas categorías genéricas, perfectamente integradas, una verdadera «novela total», en la que Piglia trata de desvelar, en el curso de la propia narración, problemas relacionados con la filosofía narrativa y la construcción literaria, en unos momentos en que la literatura misma pugna por redefinir y acotar sus siempre maleables y rugosos límites.

La novela comienza con la llegada, a fines de 1971, de Tony Duran, un mulato nacido en Puerto Rico, pero criado en Estados Unidos, a un pueblo de la llanura bonaerense, en los lindes de la Pampa. En apariencia, va siguiendo la estela de la hermanas Belladona, Ada y Sofía, las hijas gemelas de un rico y poderoso estanciero local, a las que ha conocido en el curso de un viaje de éstas por EEUU, jugando en los casinos.

El «forastero» Duran se hospeda en un hotel del pueblo, se relaciona con todo el mundo, da a entender que ha venido por un negocio de caballos, desata todo género de especulaciones y, por las noches, entabla una ambigua relación con otro «forastero», un japonés de nombre Yoshio, que trabaja en el hotel.

A los tres meses y cuatro días de su llegada, Duran es asesinado en su habitación. Esta extraña e inexplicable muerte hace entrar en el relato a dos personajes contrapuestos: el comisario Croce (un peronista de la primera época, un investigador sui generis, que lo cifra todo en la intuición, en las antípodas del detective racional de la clásica novela negra, y al que todo el pueblo considera algo chiflado) y su rival, el fiscal Cueto, un personaje poderoso, ambicioso, sin escrúpulos, perfecta encarnación de esa justicia corrompida que rige la vida de todo medio cerrado. Esa muerte da pie, también -es un ingrediente esencial de todo relato de Piglia- a la aparición en escena de Emilio Renzi (el alter ego del autor), periodista, aspirante a escritor, que acude al pueblo como enviado especial del diario bonaerense «El Mundo», a cubrir la noticia del «asesinato de un yanqui». Renzi trabará una relación especial con el comisario Croce (más intensa conforme éste va siendo apartado del caso por Cueto) y acabará prendándose de Sofía, una de las gemelas, por boca de la cual irá conociendo la historia del pueblo y la historia de su familia (indisolublemente unidas), una historia de desgarrones, de pendencias, de traiciones y engaños, de odios y venganzas, en la que irá ganando cada vez más peso y volumen la figura de su hermano Luca, un personaje marginal al principio de la novela, pero que acaba convirtiéndose en la verdadera clave de bóveda del relato, un «iluminado» que lo sacrifica todo para mantener viva una idea, un proyecto, que es traicionado y lo pierde todo, y que en su desvarío final aspira a convertir la materia de sus sueños en objetos reales. Casualmente, los últimos coletazos del naufragio de ese delirio serán los que arrastren involuntariamente a la muerte de Duran. Muerte que, por el curso interesado de una justicia corrompida, acabará pagando otro inocente.

En las entrañas de este poderoso y complejo argumento discurren y laten, al unísono, los ingredientes esenciales y más valiosos de la novela. Impresiona y seduce la forma en que Piglia logra tallar el perfil nítido de casi una docena de personajes. Cómo logra materializar el ambiente sofocante, cerrado, claustrofóbico, vitalmente anémico del pueblo (y cómo emplea a los «forasteros» -el bonaerense Renzi, el yanqui Duran, el japonés Yoshio- para iluminar, desde fuera, ese universo sombrío). La radiografía social del lugar es de una precisión y una meticulosidad asombrosa, pese a que Piglia no se deja tentar ni una sola vez por el naturalismo o el costumbrismo narrativo. La vida familiar como «infierno», donde se cuecen, a fuego lento, todo tipo de rencillas y venganzas, alcanza ciertamente resonancias faulknerianas. Aunque se remonta a los años 70, el retrato implacable de Argentina (¿acaso ese mundo de estancieros y sus turbios negocios ha desaparecido? ¿no sigue siendo un ingrediente vital de la Argentina de hoy?) tiene una vigencia, yo diría que nada casual.

La novela de Piglia (a diferencia de tantos relatos de hoy, que se limitan a un mero encadenado de hechos) avanza por un sistema de círculos concéntricos, que van proporcionando al lector una información cada vez más concreta y más amplia de la situación; pero, a la vez, discurre de tal modo que va multiplicando los puntos de vista, incorporando perspectivas complementarias o dispares, sumando indicios, abriendo nuevas posibilidades…, lo que fuerza al lector a tener que fabricar y sopesar sus propias hipótesis, emitir sus propios juicios, calibrar la fuerza probatoria de cada nuevo indicio… Todo conduce a la certeza de que la verdad es escurridiza y que, incluso cuando ya parece estar a la mano, las artimañas de la justicia y del poder acaban desfigurándola.

Amarga y concisa verdad que ilumina un relato deslumbrante, tejido con un lenguaje de una riqueza y una precisión muy difíciles de encontrar en la literatura de hoy.

La mancha humana

Esta novela de Philip Roth, publicada en el año 2000, constituye un pórtico inmejorable a la historia literaria del siglo XXI

Desde hace unos años, Philip Roth se ha convertido en un habitual de los medios y de los suplementos de cultura de la prensa española. La razón de primer plano es, obviamente, la continua publicación en España de sus novelas. Pero la raíz más honda y última de esta presencia es, sin duda, el reconocimiento ineludible a un escritor que ha adquirido ya en vida la condición de un clásico, que así se le trata ya no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo, lo que, por otra parte, no le impide seguir publicando novelas repletas de un vigor narrativo que parece inagotable, una sabiduría que no deja nunca de asombrar al lector y una emoción y un temblor que sobrecogen aun a los más advertidos por una saga narrativa que supera ya a las 25 novelas.

Philip Roth pertenece a la gran saga de los escritores judíos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX (Henry Roth, Saul Bellow, Norman Mailer, Arthur Miller…), aunque, por su edad, es el más contemporáneo de todos. Nació en Newark (Nueva Jersey) en 1933, en el seno de una familia que había emigrado en una generación anterior desde la Galitzia polaca. Estudió filología inglesa y luego realizó en Chicago un máster sobre literatura americana. Hasta 1992 dio clases en diversas universidades norteamericanas (Chicago, Iowa, Princeton, Pennsylvania) tanto de escritura creativa como de literatura comparada.

A los 26 años publicó su primera obra, Goodbye, Columbus, un libro conformado por cinco cuentos cortos y una novela breve, que le valió el prestigioso National Book Award de 1960. Con su tercera novela, El lamento de Portnoy (1969) encontró el éxito de público y crítica. Desde entonces ha publicado prácticamente sin interrupciones otros 25 libros, algunos de los cuales constituyen sin duda los escalones decisivos que le han permitido convertirse (y así lo corrobora el aval de Harold Bloom, el gran crítico neoyorquino) en uno de los cuatro pilares esenciales de la literatura norteamericana en activo, junto a Cormack McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon: hablamos de novelas como Operación Shylok (1993, premio Faulkner), El teatro de Sabbath (1995, National Book Award), Pastoral Americana (1997, Premio Pulitzer), La mancha humana (2000, premio Hemingway del Pen Club), El complot contra América (2004) o Indignación (2008).

En una de esas típicas encuestas entre escritores y críticos, impulsada por la prestigiosa The New York Times Book Rewiev, sobre las mejores novelas norteamericanas de los últimos 25 años, figuraban seis obras de Roth. El ensayo que acompañaba a la encuesta concluía afirmando: “Si hubiéramos buscado al mejor escritor de los últimos 25 años, Roth habría ganado”.

Este inmenso prestigio de Philip Roth, entre la crítica, entre sus pares (los escritores) y también entre un público cada vez más universal, se ha fraguado merced al poderío narrativo y la honda cosmovisión literaria de un escritor capaz de crear novelas de la complejidad y hondura de La mancha humana, construir personajes tan intensos, nítidos y creíbles como Coleman Silk (el protagonista de esta novela) y, a través de ellos ofrecernos todo un retrato –no panorámico, desde fuera, desde lejos– de los Estados Unidos, sino desde sus mismas entrañas. Y todo ello, sin la menor contemplación, sin concesiones, siendo lo insobornablemente implacable que hay que ser cuando uno se enfrenta a la realidad de su tiempo, a la realidad de su país y a su propia realidad, pues, en definitiva, en La mancha humana, Philip Roth no está sólo como autor en la solapa del libro, sino como narrador del libro (a través de su alter ego, el escritor Nathan Zuckerman) y personaje, incluso, sometido a escrutinio.

La coincidencia de la escritura de esta novela con el período del escándalo Clinton-Lewinsky –al que Roth se refiere expresamente, y que utiliza además para enmarcar temporalmente el relato– y con la ola de puritanismo moral que se levantó en Estados Unidos por ese motivo, ha llevado a una parte considerable de la crítica a tratar La mancha humana como un monumento literario contra la hipocresía, la gazmoñería, la mojigatería norteamericana, capaz de acorralar a una persona, perseguirla y ensañarse con ella hasta destruirla por completo, única forma de satisfacer un Moloch moral que exige sangre y venganza.

Pero esta visión y este tratamiento del libro no deja de ser “interesadamente” unilateral, al borrar, minimizar u ocultar el otro “blanco” contra el que la novela de Roth dispara con no menos potencia artillera y no menos voluntad de desenmascaramiento, denuncia y demolición: el blanco de la “corrección política”, otro Moloch moral (éste con una careta aparentemente “progresista”), pero igualmente insaciable en su búsqueda de víctimas inocentes, en su demanda de sangre y en su delirante afán persecutorio.

Coleman Silk es un viejo profesor universitario de Lenguas Clásicas, que durante muchos años ejerció como decano reformista e innovador que cambió la decrépita Universidad de Athena por un centro dinámico, moderno y atractivo, y al que un comentario inocuo hecho un día al pasar lista en clase hace caer sobre él una absurda acusación de “racismo”, a la que, unos por oportunismo, otros por interés, algunos por viejos rencores y los más por miedo a comprometerse con él, sus compañeros acaban por dar curso y crédito, lo que provoca su indignación, su ira, su dimisión, su salida de la universidad y su completo abandono de la docencia. La muerte de su esposa un año después, por causas que Silk achaca a la persecución sufrida, hace que crezca su enfurecimiento y su rabia, hasta el punto de que un día se presenta en casa de su vecino, el escritor Nathan Zuckerman (alter ego del propio Roth y narrador de la novela) para que se encargue de contar esta historia y así desenmascare a todos los han participado en su desdicha y en el “asesinato” de su mujer.

De ese encuentro surge la amistad de estos dos hombres y con el tiempo la confidencia de que Silk –a sus 73 años– mantiene relaciones sexuales con una mujer a la que dobla la edad, una limpiadora de la facultad, una mujer divorciada de su marido (un excombatiente de Vietnam, violento y desquiciado, afectado por el síndrome postraumático de tantos jóvenes norteamericanos que un día fueron sacados de sus pacíficas granjas para meterlos al día siguiente a “matar amarillos” en la selva, y ya nunca salieron de allí, ni los vivos ni los muertos), una mujer que duerme y vive en una granja lechera, en la que también trabaja, y que de alguna forma es la “antítesis” del propio Silk: Faunia Farley –así se llama– no tiene ningún aura de respetabilidad (incluso parece que rozó la prostitución), se considera analfabeta y, de hecho, es, ha sido, se la considera, una mujer maltratada.

Roth va a tirar del hilo de esta relación “extraordinaria” para construir un relato tan poderoso como complejo, tan cautivador como desesperanzado. A un autor “normal” le hubiera bastado ese hilo para –combinado con el eco del escándalo Lewinsky– construir un relato devastador del puritanismo. Pero Roth va mucho más allá de eso. Lo que Roth levanta es la verdadera epopeya de un hombre, de una vida, construida en torno a una decisión, un secreto, que perdura prácticamente hasta la tumba (y que Zuckerman sólo conoce después de su muerte). Una existencia fundada a la vez en una negación y una afirmación de sí mismo. Un hombre que triunfa y se derrota a sí mismo en el curso de una vida pletórica y en el marco de una sociedad que, a las puertas del siglo XXI, parece seguir empeñada en promover sus ya poderosos mecanismos de destrucción y autodestrucción.

Con La mancha humana, Philip Roth alcanza uno de los relatos más rigurosos y uno de los testimonios más incisivos de la literatura contemporánea.

Sergio Pitol: inventor de la literatura del siglo XXI

Fusión de géneros, entrelazamiento de vida y literatura y una permanente excentricidad caracterizan la obra del mexicano Pitol

J. Albacete

En una de sus columnas periodísticas sobre temas literarios escrita a finales de los noventa, Roberto Bolaño habla de Pitol como de un autor «secreto e inclasificable». Secreto, porque, aunque por su edad (nació en 1933) le habría correspondido entrar en la generación del «boom» (con Carlos Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez), sin embargo, Pitol se mantuvo siempre a distancia, a cubierto, agazapado, lo más lejos posible de las mieles del éxito y de los focos de la publicidad. Pero también, en cierto modo, Pitol ha permanecido largo tiempo como «autor secreto», es decir, desconocido e ignorado por el público, por su carácter de escritor «inclasificable». Un autor que no ha formado parte de ninguna escuela o capilla, cuyas obras resultan difíciles de definir, difíciles de integrar en algún género reconocido, un escritor excéntrico autor de una obra excéntrica que, como ha dicho Fresán, «ha inventado la literatura del siglo XXI».

Por todo ello, el escritor veracruzano Sergio Pitol ha ocupado durante mucho tiempo una posición muy especial en el panorama literario mexicano (y cabría asegurar, también, en el panorama general de la literatura en lengua española). Unánimemente elogiado por un sector minoritario de la crítica y por un pequeño círculo de escritores incondicionales, que no han dudado en reconocerlo como «amigo» y «maestro» (Monsiváis, Bolaño, Villoro, Vila-Matas), Pitol ha sido mucho más conocido por su brillante labor de traductor de clásicos como Henry James y Conrad, entre otros, o por su labor de introducción en nuestra lengua de los grandes escritores polacos del siglo XX: Gombrowicz o Andrzejewski, que como un gran escritor con una obra propia y relevante o, como mínimo, comparable a la de los nombres «míticos» de su generación.

Y es que, aunque su narrativa es -como ha dicho el crítico Juan Antonio Masoliver- «visceralmente mexicana», de ninguna manera se puede anclar ni en los modelos literarios ni en las obsesiones temáticas que han marcado a los escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX: la obsesión por la identidad nacional y por la revolución traicionada. Y no es que estos temas «clásicos» no le interesen o le sean indiferentes a Pitol, es que los «disuelve», los «pulveriza», simplemente ofreciéndonos otra óptica, estilística y temática: una literatura alejada radicalmente del costumbrismo (y también del realismo mágico) y centrada en el desarraigo y en las «heridas del tiempo».

La obra de Pitol «rompe» los esquemas, narrativos y mentales, que obligaban a los escritores a girar inevitable e iterminablemente en torno a la noria de los enigmas irresolubles de la identidad «inmutable» de los pueblos o las marcas ineludibles de la historia, e intenta abrir caminos a una nueva labor de síntesis de la memoria individual, de la experiencia individual, enfrentada a la realidad cambiante de un mundo en transición. Pitol abrió puertas y ventanas a la narrativa mexicana y reclamó para el escritor, no la esclavitud de unos temas y unos modelos dados, sino la posibilidad de extraer de la propia vida y de la propia experiencia una literatura que afrontara los grandes retos de la existencia en un universo no monopolizado por una identidad y un tema únicos.

Para lograrlo, recurrió a todo. A la vasta realidad de la experiencia literaria del mundo, a la que México (como también España en esos años) estaba cerrado. A la peregrinación por los más dispares rincones del planeta. A un autoexilio de casi 30 años (en el que jamás perdió pie en México, también hay que decirlo). Y, en la cumbre de su búsqueda, a recursos tan poco frecuentes de la literatura mexicana como el humor, el sarcasmo, la parodia, la socarronería, la «literatura» de carnaval.

Pitol ha hecho un ingente esfuerzo por desacralizar, por desenmascarar, en su sentido estricto de «quitar las máscaras», a esa «seriedad» de lo mexicano que en realidad no es más que un cúmulo de frustración, desencuentros y fracasos que no se quieren reconocer. Lo extremado de los recursos utilizados, la necesidad de llegar hasta la farsa y la parodia grotesca, sólo revela la enorme costra de podredumbre que necesitaba ser demolida.

Con todo, la obra de Pitol no es «anti-nada», no es, sino involuntariamente, una réplica a otras literaturas, porque en lo esencial su vocación es universal y está levantada como un monumento a la relación entre la vida y la literatura, en la que todo tiene cabida.

Pero tampoco debe caerse, al señalar esto, en el señuelo de creer que estamos ante una obra que es una mera autobiografía al uso. «La memoria -dice Pitol, en su libro El arte de la fuga– trabaja con la misma lógica oblicua y rebelde de los sueños». La «memoria» de Pitol no es una memoria domesticada, sometida a calendarios, fechas o eventos preestablecidos, sino un fino estilete que desgarra y reconstruye fragmentos cuya lógica no se puede dar por justificada y en los que la realidad no es nunca un terreno fijo y estable descrito al detalle. Al equiparar «memoria» y «sueño» Pitol introduce en su mirada una variedad de registros y de perspectivas que alteran por completo los esquemas narrativos conocidos, y que explican lo cercano que en Pitol pueden estar lo más cotidiano y lo más extraviado, la cordura de la locura, lo racional de lo grotesco.

En esa memoria, oblicua y rebelde, siempre están presentes las «heridas del tiempo». Los mundos perdidos, arrumbados en el pasado, que afloran en las remembranzas infantiles; o la adolescencia perdida en México DF, comparada con la devastación y degradación de la capital hoy en día («una antiutopía puesta en escena por un director expresionista», dice Pitol, en certera descripción de la ciudad-monstruo actual). Todo esto no es mera nostalgia, sino pura lucidez de un hombre que, como afirmaba su compatriota Monsiváis, tiene por consejeros «la inteligencia, el humor y la cólera». ¿La cólera? Sí, la cólera ante la injusticia. «No soporto las injusticias» -dice Pitol.

Harto de la retórica, hueca y mentirosa, que asfixiaba a la nación, y que atenazaba y degradaba su literatura, Pitol comenzó creando un nuevo lenguaje dominado por el rigor y acabó creando toda una nueva literatura, caracterizada por el entrelazamiento de vida y narración, la fusión de géneros y una permanente excentricidad.

En los últimos años, esta obra  ha pasado de la admiración de unos pocos a recibir algunos de los galardones más importantes de la lengua española: el premio Villaurrutia de narración, el Juan Rulfo y el Premio Cervantes. Es el reconocimiento final de un autor en el que escritores como Bolaño, Fresán o Vila-Matas han reconocido las claves de la literatura del futuro.

Los detectives salvajes

La aparición, en 1998, de “Los detectives salvajes”, de Roberto Bolaño, representa una ruptura, un corte, un movimiento sísmico en el seno de las literaturas hispanas de la misma envergadura del que en su día representaron “Cien años de soledad” o “Rayuela”.

Los detectives salvajes entierra –con dignidad y respeto, pero sin ninguna duda ni titubeo– la literatura del boom (sus pretensiones, sus obsesiones, su visión de América, sus métodos y propuestas narrativas), fulmina la literatura epigonal post-boom (todas las versiones acarameladas y academicistas del realismo mágico) y abre una nueva época.

Doce años después de su aparición, el libro ya es un icono para toda una generación de escritores y lectores (en Hispanoamérica, en España, pero también en Europa y EEUU, donde su publicación ha sido todo un acontecimiento), y ha abierto –como ya anunció en su día Vila-Matas– una de las grandes brechas “por la que habrán de circular las nuevas corrientes literarias en el próximo milenio”.

Con Los detectives salvajes Bolaño obtuvo en su día los premios Herralde de novela y el Rómulo Gallegos (también conocido como el Nobel de Hispanoamérica).

Arturo Belano y Ulises Lima –los detectives salvajes– marchan tras las huellas de Cesárea Tinajero, la misteriosa poetisa que encabezó un movimiento de vanguardia de los años 20 conocido como “realismo visceral” y que desapareció en el desierto de Sonora en los años inmediatamente posteriores a la Revolución mexicana.

Arturo Belano y Ulises Lima –que promueven y encabezan a mediados de los 70 un movimiento de vanguardia poética, tan inconsistente y efímero como aquél, y que recupera su mismo nombre: los “real visceralistas”– inician una búsqueda de incierto propósito e impredecibles consecuencias, que acaba prolongándose en una errancia prácticamente infinita de más de 20 años (desde 1976 a 1996) por varios continentes, y de la que nos van a ofrecer testimonio una multitud de voces, que acaban constituyendo la parte medular del libro. Estos testimonios de quienes vieron, conocieron, se relacionaron y tuvieron algo que ver –en algún momento, en algún sitio– con Belano y Lima reconstruyen no sólo el devenir de aquéllos sino el destino general de una generación y de una época (la generación y la época del propio Bolaño, la de los nacidos a mediados de los años 50 del siglo pasado, y que fueron testigos –o víctimas– de “todos los Vietnam ocultos de Hispanoamérica” en los años 70 y 80).

La novela tiene una estructura completamente original. Se abre y se cierra con el diario de García Madero (un joven poeta de 17 años que acaba de ingresar “sin ceremonias” en el realismo visceral), partido justo por el momento en que accidentalmente abandona el DF con Belano y Lima camino de Sonora.

En medio, entre una parte y otra del diario, una auténtica turbamulta de voces inunda y se apropia de la novela, con una catarata inacabable de historias y testimonios: la novela abre una brecha dentro de sí misma –una brecha de 400 páginas– y por ella se cuelan medio centenar de personajes que van proyectando sobre el lector –como dice Villoro– “las mil y una noches de una generación adicta a la poesía y al tequila”, una generación de seres errantes que, como astillas a la deriva, contemplan sin piedad, sin mentiras, pero con melancolía, los restos de su propio naufragio.

Algunos de estos relatos, de estas historias, de estas voces, son absolutamente memorables y componen por sí mismos “novelas dentro de la novela”, como el dramático y a la vez cómico relato de Auxilio Lacouture, la poetisa uruguaya a la que el asalto del ejército a la Universidad el año 68 sorprende en los retretes de la facultad y permanece allí encerrada hasta que reabren la universidad. O el encuentro casi fantasmagórico entre un Ulises Lima, convertido ya prácticamente en un mendigo, y un Octavio Paz –enemigo número 1 de de los real visceralistas– que cree reconocer en aquél uno de los jóvenes que intentaron secuestrarlo décadas atrás: un encuentro que tiene lugar en el Parque Hundido del DF. O la historia –la más completa, desarrollada y hermosa de todas– de Amadeo Salvatierra, compañero de fatigas de Cesárea Tinajero en los años 20, y ahora (50 años después) reconvertido en escribano público, que guarda como un tesoro el único ejemplar conocido de la revista “Caborca”, donde está el único poema conocido y publicado de Cesárea Tinajero, un poema sin palabras, un poema de signos, que nunca llegó a entender, y que muestra como una reliquia sagrada a Belano y Lima mientras los tres se beben su última botella de mezcal “Los Suicidas”.

Esta “brecha” de 400 páginas –como si fueran los “400 golpes”, dice Vila-Matas, rememorando la película de Truffaut– constituyen –al decir del escritor catalán, gran amigo de Bolaño– una aproximación, salvaje y múltiple, a “cómo el desastre se instaló en el centro de gravedad de una generación extravagante”, una generación de poetas sin poesía y de revolucionarios sin revolución.

A través del diario de García Madero y de buena parte de las voces que pueblan esa “brecha” de la novela, asistimos a la recreación de un mundo perdido. A las aventuras y desventuras de “una pandilla absurda y entrañable” (Villoro), que quería “cambiar el mundo y cambiarlo ahora”, perdidos en medio de un México único y espectral. Despreocupados, promiscuos, generosos, buscadores de un oro esquivo (la poesía) que se les escurre entre los dedos, como sus propias vidas, que eluden el norte socialmente establecido para acabar naufragando en las playas del sur. Un naufragio que Bolaño describe con melancolía contenida, en un equilibrio desesperado entre la vindicación y la sátira.

Un naufragio que nos llega empujado por el lenguaje torrencial de Bolaño. Porque sin duda lo más deslumbrante de la novela es su trabajo con el lenguaje, la inmensa cantidad de registros diversos que se utilizan en ella. A través del lenguaje, de sus giros y modismos, de sus expresiones y omisiones, Bolaño va definiendo personalidades y perfilando caracteres. Cada personaje nace de su propia voz, se construye al decirse, se revela al hablar. No hay ningún narrador omnisciente que atestigüe el relato. Todo son voces que cuentan sus historias, que ofrecen su testimonio, y al hacerlo incorporan su individualidad singular al torrente general de la novela: cada uno desde su lenguaje propio. Bolaño hace un verdadero trabajo de orfebrería, un esfuerzo titánico, un auténtico “tour de force”, que revela su poderío narrativo.

En medio de esta turbamulta de voces hay, también, silencios ominosos. A los “detectives salvajes”, Belano –alter ego del propio Bolaño– y Ulises Lima –inspirado en su amigo, el poeta mexicano Mariano Santiago– apenas si los “oímos”: les vemos y sabemos de ellos siempre a través del espejo, del eco de los otros. Todo el tiempo desconocemos sus motivos, ignoramos lo que piensan, no leemos ni uno solo de sus versos: al final siguen siendo un misterio que el lector tiene que desentrañar por su cuenta, recomponiendo las piezas del puzzle roto que le han dado. También es un misterio por qué, tras dar con Cesárea, y tras el desenlace trágico de esa búsqueda, los dos deciden abandonar México. O qué ocurre con García Madero. Bolaño esconde tanto como muestra.

Como su reconocido maestro –Borges, a quien reivindica como verdadero centro del canon de las letras hispanas–, Bolaño construye la novela como un juego de espejos en el que unas cosas se ven, otras se ven a través de diversos y aun opuestos reflejos y otras permanecen en el “espacio ciego”, ocultas. El lector quiere saber más. Pero Bolaño calla sabiamente. El misterio, el lado oscuro y desconocido, es una fuerza literariamente tan poderosa y tan atractiva como la verdad. Y Bolaño lo sabe.

En Los detectives salvajes Bolaño pulveriza, además, muchos mitos del universo literario hispano. Diseca la esterilidad de muchas vanguardias. Asesina el mito parisino que, durante un siglo, ha obsesionado a todo escritor latinoamericano (mito que Cortázar, con Rayuela, elevó a la enésima potencia). Y se mofa sin compasión de la fanfarria literaria hispánica. A Bolaño le repugnan las imposturas literarias. Es algo que le pone enfermo.

Los escenarios –como las voces– de Los detectives salvajes son también múltiples: México, Estados Unidos, Francia, España, Israel, Austria, Nicaragua, África,… siempre al compás de la errancia de los enigmáticos “detectives salvajes”, verdaderos “nietos” de los vagabundos del Dharma, astillas a la deriva que –Vila-Matas de nuevo– “navegan en espacios familiares que, sin embargo, son de una geometría desconocida”.

Con Los detectives salvajes Bolaño ha erigido una Odisea contemporánea, empleando para ello un magma lingüístico impresionante, y ha construido –más allá del relato de una deriva generacional– una verdadera alegoría sobre el destino humano.

Doce años es aún la infancia de una novela. Pero en ellos, Los detectives salvajes han demostrado una inequívoca voluntad de crecer, de perdurar, de romper fronteras. Y ha demostrado tener la estatura necesaria para ser un faro que ilumine el rumbo de las nuevas generaciones de escritores.

La maravillosa vida breve de Óscar Wao

Junot Díaz se convirtió con esta asombrosa novela en el primer escritor hispano de lengua inglesa que ganaba el premio Pulitzer

J. Albacete

Con La maravillosa vida breve de Óscar Wao el escritor de origen dominicano Junot Díaz ganó en 2008 el Premio Pulitzer de novela y el National Book Critics Circle Award, el premio que otorgan cada año los críticos literarios norteamericanos. La novela fue elegida además mejor libro del año por las revistas «Times» y «New York Magacine» y obtuvo un notable éxito de ventas en Estados Unidos. Su traducción al castellano, editada con Mondadori, es sin duda uno de los acontecimientos literarios recientes.

La novela narra en primera instancia la vida de Óscar de León (Óscar Wao, para el narrador), un chico nacido en Nueva Jersey de padres dominicanos, un chaval muy negro y muy gordo, un «nerd» -persona inteligente pero inadaptada-, apasionado de los cómics y de la ciencia-ficción, obsesionado por las mujeres (pero sin poder alcanzarlas), que sueña con ser el Tolkien dominicano, y que sufre porque no encaja en ninguna parte: ni en el mundo de los blancos de EEUU (para el que es un puto inmigrante más, aunque haya nacido allí), ni tampoco en el universo hispano o dominicano, ya que contradice todos los patrones y estereotipos de ese mundo: no es ligón, ni mujeriego, ni violento… Marginado por las dos culturas que lo constituyen, y que rechaza, termina alcanzado por la «maldición familiar»: el «Fukú» que ha convertido la historia de su saga familiar en un reguero de tragedias, en una sucesión de destinos coronados por la cárcel, las torturas, las palizas, los amores desdichados y una violencia destructiva.

Pero la novela no es sólo la «biografía» de Óscar, sino la historia compleja y densa de toda una «saga» familiar dominicana, de la que aquél es, si acaso -como diría García Márquez- «un cabo de raza». La novela va creciendo y trepando por la liana familiar hasta acabar desplegando ante nuestros atónitos ojos la historia de media docena de personajes (la hermana, la madre, la tía-abuela, el abuelo…), a través de los cuales Junot consigue recrear de forma magistral tanto la vida dominicana en la época terrible de la dictadura de Trujillo (una dictadura que duró treinta años y es una verdadera pesadilla de la Historia, a la que Junot da por fin una estocada literaria mortal), como la también dura y difícil existencia de los hispanos en los Estados Unidos, víctimas no sólo de la marginación y la discriminación de los anglos, sino también de sus propios e implacables demonios (unos «demonios» en los que Junot ya había hurgado en su primer libro de relatos, Down: maltrato familiar, abusos entre hermanos, machismo, drogas, violencia…).

Son historias duras, incluso muy duras, trágicas y conmovedoras, que nos llegan dominantemente (porque en el libro hay una polifonía de voces), a través de un «narrador» que es, sin duda, el mayor logro del libro, quien crea su peculiar atmósfera única -diferente a todo lo que hemos leído- y quien nos aborda con su insólito y asombroso lenguaje.

Se ha puesto mucho el acento al hablar de este libro del supuesto uso del spanglish o de los términos anglos importados ya por la lengua hispana en toda el área del Caribe (expresiones como fokin, bróder, jevitas, panas, nerd,…). O en el singular ritmo caribeño del relato -acentuado en la versión española por la presencia de la traductora cubana Achy Obejas, que trabajó con Junot Díaz para llevarla a cabo- y que sin duda modula el ritmo expresivo del libro a la vez que lo cuaja de modismos caribeños: tremendo, tíguere

Pero esto no pasaría de ser meros «postizos» lingüísticos ( o incluso puro folklorismo) si no fuera porque todo ello se integra en una textura verdaderamente nueva, una textura literaria espléndida, que es la que da a Junot una singularidad y una potencia expresiva que comenzó encandilando a la crítica americana y ahora lo ha hecho a la española y a la hispana.

Es difícil definir este lenguaje literario verdaderamente nuevo, que incluye, absorbe y deglute sin pedir permiso un sinfín de tradiciones (desde el realismo mágico y la apuesta contraria de Bolaño, al cómic y la ciencia-ficción norteamericana, pasando por lenguajes rompedores, tipo Foster Wallace, por citar sólo algunas) para acabar generando un producto literario absorbente, que genera a la vez adicción y estupor. Una lengua directa que no evade la reflexión, pero que cuando la aborda la formula en términos inauditos.

Merece la pena leer este relato que tiene el difícil aura de lo nuevo. Y un lenguaje, que tal vez moleste a los puristas, pero que encarna la verdad de la literatura